Aquel martes cuando maté a mi hija
Publicado: Mar, 27 Ago 2019 15:26
Para Marius.
"Los ángeles existen porque te comes todo el desayuno”.
Por eso el cielo está más cerca en Rumanía.
El poema que prometí dedicarte.
Y el gorro de lana está en el horno.
"Los ángeles existen porque te comes todo el desayuno”.
Por eso el cielo está más cerca en Rumanía.
El poema que prometí dedicarte.
Y el gorro de lana está en el horno.
Así tendría que empezar mi poema:
Me declaro adicta al invierno,
al gazpacho, a las sonrisas
y a los versos de la noche
...y a tus versos.
Empezó así (con ese turbio asunto de los Servicios Sociales)
abogados, ansiolíticos, psicólogos y demás
profesiones liberales.
Una de esas noches que una comienza a desdoblarse
y se siente muerta.
Y entonces (confirmado mi nuevo estado)
comencé a visitar depósitos de cadáveres.
Descubría sus caras frías y sin expresión, en realidad
bajo las sábanas buscaba la mía.
Acudí a tanatorios cada fin de semana
(como la policía busca a padres enganchados al crack que apagan cigarrillos
sobre el cuerpo de sus hijos y les inyectan cocaína
en la leche con cereales del biberón)
así busqué los rostros inexpresivos de los míos.
Tras varios meses sin resultados
y ante la inesperada muerte de mi madre
decidí cambiar de escenario y táctica.
Así, entonces, comencé a escribir.
Primero tonterías que creía importantes
(como esa forma de actuar que tienen los fracasados
cuando se piensan abducidos por musas de alto standing).
Sentí vergüenza muchas veces: esa misma que debió de sentir Florens Owens
al ver reflejada su imagen en todos los periódicos desde el Estado de Virginia
hasta la baja California.
Más tarde, y por amor propio, me hice hedonista.
Todas las mañanas llenaba la bañera,
ponía la cafetera a fuego lento
muy lento
y me masturbaba con las mismas ganas de una adolescente
imaginándose con ese profesor que le enseña álgebra
o con aquel broker de ojos azules que perdió todos sus ahorros
el martes negro
apostando a una empresa algodonera de incipiente expansión.
Del placer pasé directamente al autocastigo: me lesionaba golpeándome
en la tripa
como queriendo abortar hijos de padres desconocidos,
esos que te violan a la salida de una rutinaria jornada laboral
o en cualquier antro de mala muerte en algún recóndito lugar de Oklahoma.
Y jugaba a pellizcarme
(cada pellizco era un beso de un amante)
y a hacer trocitos de mi cuerpo.
Por ejemplo, con mi hipotálamo, formaba bolitas de icopor
que colgaba en el árbol de navidad,
simulando bolitas de nieve
de hecho todavía sigo haciéndolo
(me recuerda a mi abuela).
-¿No te conté?
Mi abuela daba de comer a los armarios
(desde la muerte de su último perro),
les echaba bolitas de alcanfor y cerraba rápidamente las puertas
por miedo a que las camisas mordieran sus manos
-las camisas blancas sin vacunar son las más peligrosas-, decía.
-abuela, hueles a cerrado-, le decía yo.
Concluída esta etapa
y casi al borde de la rendición:
bucles de días siniestros, complicados, dulces, jodidos
muy jodidos,
como los de la valiente Florens Owens
cuando cogió a sus seis hijos
e inició un largo viaje por la carretera 101 de Watsonville en busca
de un futuro incierto entre las lágrimas doradas del maíz.
Un día maté a mi hija adoptada. Sueño macabro donde los haya.
Una premonición.
No tenía nada que perder.
Sólo quedaban los vertederos y plantas de reciclaje.
Una vez allí,
entre vómitos propios y ajenos,
entre residuos orgánicos en descomposición, materia
putrefacta y botellas de plástico
al fin
encontré mi sitio.
Y así fue
como después del ciclón de polvo que devastó parte del Medio Oeste norteamericano,
tras varios de esos inviernos entre el polvo
me declaro adicta
a inviernos largos como la Gran Depresión,
después de muchos martes negros,
un día entre mis vómitos y mi basura
buscando los restos de algún amor en lo más profundo
de mi vagina
tan maltrecha y solitaria como la de Florence Owens
después de haber parido a sus diez hijos
así fue
como me encontré a mí misma.