Novela: El amor en los años sesenta

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Ana García
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Y como dato importante me has dado a conocer una palabra nueva para mí. "Suba", subida de precios.
He visto en la R.A.E. que se usa en Paraguay, Uruguay y Argentina.
Un abrazo.
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Capítulo 3
Segunda parte

3spA

Matilde encontró una amiga el día en que conoció a Norma. El encuentro fue casual en la peluquería de Claudia, un sábado a la tarde, donde ambas habían ido a peinarse para el baile que esa noche se llevaría a cabo en el Palacete Municipal. Apenas fueron presentadas, nació entre ellas una simpatía mutua. Después de los besos de rigor, empezaron a alabarse particularmente; cada una veía en la otra algún detalle fascinante, ya sea en el atuendo, ya sea en lo físico, ya sea en la educación (ambas eran exalumnas de colegios María Auxiliadora), que se exaltaban entre sí con sus mejores sonrisas de admiración.
Norma estaba vivamente impresionada por la natural elegancia, los finos gestos y ademanes, el don de gente de Matilde. Vio en su nueva amiga el apoyo para alcanzar también ella ese brillo, ese glamour de la capital que Matilde despedía sin esfuerzo alguno. Aprendería sus modales, su gracia para vestirse, su forma de maquillarse y su estilo en general. En compañía de Matilde, ella podría lograr verse más bella (Norma no era una mujer hermosa; aunque tampoco, fea). En los impulsos, que eran rápidos como los relámpagos, de su carácter despierto y espontáneo, no existía verdadera gracia, verdadera nobleza. Su rostro no tenía una fisonomía uniforme (sello personal) ni una apariencia que despertara asombro, pero el conjunto de su expresión era atractiva y amistosa, y sus pequeños ojos azules resultaban vivaces y pícaros. A pesar de su poca experiencia en el roce con el mundo más allá de su ciudad, su fisonomía no ofrecía indicios claros de una personalidad pulida y firme; más bien irradiaba ese rictus pueblerino del cual no pudo todavía librarse. Pero, indudablemente, las hermanas de María Auxiliadora habían hecho un trabajo casi refinado, a pesar de la rebeldía natural que Norma siempre había mostrado desde muy niña. Las monjas no cuestionaron nunca su engreído comportamiento y su nula voluntad para el estudio, ya que la asistencia económica de los Fusco fue siempre significativa para el colegio.
En los acontecimientos sociales llamaba la atención, más bien, porque era rubia (en un país de piel oscura), con un físico bien proporcionado, donde resaltaban las macizas y rectas formas de sus piernas, y sabía caer en gracia a cualquiera; pero, en ropa de entrecasa, con la cara lavada y sin peinarse, era una mujer del montón, carente de esa distinción natural que solo se consigue por gracia de la naturaleza. Si bien es cierto que pertenecía a una de las familias más adineradas de la ciudad, su sangre carecía de prosapia; su padre había llegado al Paraguay cuando aún era un niño, con toda la familia huyendo de la miseria posguerra; y aunque nunca se deslomaron trabajando, el padre decía que no tenían tiempo para educarse. En realidad, no le daba importancia a la educación; y si se trataba de educar a las mujeres de su familia, menos importancia le daba. Y si se hicieron influyentes y poderosos fue porque en el país de los ciegos el tuerto es rey (y porque algún gen de la mafia siciliana corría por la sangre de don Pietro Fusco).

Matilde, por su parte, vio en Norma la punta de lanza, la puerta por donde acceder más fácil al círculo de los privilegiados de la ciudad.
A partir de aquella tarde nunca más se separaron. Se encontraban todos los días, en casa de la una, en casa de la otra, haciendo compras, en la peluquería, en la playa del río los domingos, en la modista y en cuanta excusa pudiesen encontrar. El carácter vital de Norma, con su voluntad presa de una alegría permanente, que la llevaba a hacer bromas por todo, por todos y todo el tiempo, agradaba a Matilde, sentía el contagio, se inyectaba también ella de dinamismo. Esa nueva actitud era una manera inconsciente de no dejarse atrapar por la soledad y el aburrimiento. Comenzó a examinar con avidez cuanto le rodeaba, y todo lo que veía le resultaba novedoso, atractivo, haciendo que sus pensamientos se alejaran de la permanente intranquilidad que sufría a causa de los vaivenes de su problema conyugal. Ambas amigas se llegaron a complementar a la perfección. Se sentían comodísimas en la amistad que habían creado. Todas las personas allegadas que llegaban a verlas cuando estaban juntas, se impresionaban vivamente y aprobaban la afinidad con una admiración profunda. (El pensamiento positivo y la alegría de vivir se contagian.)

Norma se había casado con un hombre de buen aspecto y escaza educación (apenas una formación primaria), mecánico de toda clase de vehículos, desde tractores hasta motocicletas, y reparador de planchas eléctricas, licuadoras, bicicletas y cualquier artefacto o electrodoméstico que cayera en sus manos. Era descendiente de ucranianos, un pobre infeliz, un pelele, un capricho de juventud, a quien ella había escogido por una necesidad de cerrar el ciclo de la soltería, ya que casi todas sus amigas se habían casado y empezaban a lanzarle comentarios mordaces y desagradables sobre el «quedarse para vestir santos».
En su primera juventud, el ucraniano, con aire de ser un individuo muy atractivo, sensual y guapo, resultó sin embargo ser un tipo con sexualidad animal, más desbordado por el apetito venéreo que por el frenesí de la pasión, incapaz de imaginar otra manera de poseer a una mujer que montándola y follándola cada vez que su calentura le exigía, falto de toda noción sobre los preliminares y los recursos que un buen amante está obligado a utilizar para inflamar el deseo femenino. Tanto es así que lo único que hacía era excitarla en base a arrebatos instintivos que lo llevaban a realizar prácticas indecentes sin satisfacer en absoluto la necesidad de su mujer de no ser tratada como juguete sexual. A la larga, ella acabó dándole tan sólo las buenas noches y los buenos días, y buscando satisfacerse con otros hombres más sensibles.
Nunca se había enamorado de él, aunque admitía haber tenido una fogosa pasión de seis meses; y si no lo dejaba, era para no ser estigmatizada por una sociedad que no aceptaba la desintegración de la familia, y porque la iglesia prohibía la comunión, aunque no la entrada al templo, a los separados. Además, dado su desprecio y el de su familia hacia los descendientes de mestizos («la negrada», como decía su abuela materna, una rusa de ojos azules), casarse con el rubio ucraniano le aseguraba hijos blancos. Muy pronto el infortunado hombre quedó arrinconado en su taller (propiedad del padre de Norma), donde trabajaba hasta la noche, y solo los domingos hacía su tímida aparición en el templo y en la casa del suegro. El padre de Norma (el tano Fusco), de mucha verba y débil carácter con su hija, que se había corrido con buen dinero de la vendetta (era partidario de Mussolini) luego de la segunda guerra mundial, le daba todos los gustos a su hija, le permitía cualquier capricho; y ésta, en su primera juventud, se había dedicado a alborotar la decencia de la ciudad. Las malas lenguas conocían cada una de sus aventuras (le dieron fama de «veleta»); pero a ella parecía no importar los comentarios irónicos que surgían. ¿Por qué habría de importunarle la contaminada lengua del populacho si, cuando la tenían enfrente, le rendían una hipócrita pleitesía? Norma se sentía a sus anchas en su ciudad. Se pasaba todo el tiempo paseándose y dándose los gustos más extravagantes (fue la primera mujer de la ciudad en poseer su propio auto: un «escarabajo» 1963). Y con la llegada de Matilde, las cosas mejoraron ostensiblemente, ya que la presencia de la mujer elegante llegada de la capital, hermosa y joven y de buenos modales y con muchas ganas de vivir intensamente, de pasarla bien, vino a traerle a su casi siempre tediosa existencia nuevas energías revitalizadoras.
Matilde, por su parte, se entusiasmó enteramente con su nueva amiga, disfrutando con sinceridad de su compañía. Carlos trabajaba mucho (ese era su peor defecto) y la dejaba mucho tiempo sola. Ante esta realidad, habría que admitir que el estar poco tiempo juntos aliviaba de alguna forma la crisis pasional, ya que los calores propios de la edad relegaban el inconformismo crónico de ambos.
Ahora, con más motivos de distracción, más aún se atenuaba el descontento. Después de muchos años, Matilde pudo habituarse nuevamente a las manifestaciones entusiastas de su otrora juvenil carácter.
Luego de varios meses de intensa amistad, aquella tarde, ambas amigas habían decidido pasar la tarde juntas tomando el té en la casa de Matilde. Se sentaron en el patio, cerca del aljibe, cuyo brocal cargado de helechos y violetas despedía un suave perfume. Mientras se acomodaban en unos sillones de hierro con almohadones, Cirila servía el té sobre una mesita también de hierro, con esmero y amplia sonrisa, lanzando a cada tanto sus característicos comentarios jocosos y chismosos, que había recogido en la carnicería del argentino Paco o en el almacén del turco Elías. A Norma, porque se parecía a ella, le gustaba el carácter dicharachero de Cirila, y siempre que llegaba a la casa la saludaba con efusión, tratándola de «mi reina» o «querida».
Hacía varios días que Matilde tenía intenciones de abrirse con su amiga. Necesitaba exponer la verdad de su vida conyugal, para buscar en aquel corazón amigo un apoyo, una ayuda (algún consejo) o, quizás tan solo, la comprensión de su problema, la certificación de que no estaba mentalmente perturbada, que su problema era tan humano como cualquier otro, y que no estaba lidiando con fantasmas o pesadillas.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me estás mirando así? —interrogó Norma, apagando su contento al ver la expresión confusa de su amiga.
—¡No, no; no me pasa nada! —dijo Matilde, temblando de ansiedad.
—¡Vamos, Matilde! —le dijo Norma, como si hiciera un esfuerzo por mantener la serenidad—. ¿Acaso no vas a confiar en mí?
—Bueno…, sí, claro... De confiar, confío. Es que me cuesta... —respondió con voz suplicante—. Pero, voy a descargarme contigo, voy a decirte lo que me pasa. No soy feliz, Normita... —En la expresión de Matilde parecieron refundirse todas las noches de angustias pasadas.
—Pero, Matilde, ¿cómo puedes decir eso, con todo lo que es tu vida, con tu hermosa niña, con tu guapo marido que se mata trabajando por ustedes?... No, no puede ser verdad.
—Es justamente eso: se mata trabajando, como si huyese de su hogar, de mí. Cada vez estamos más distanciados... No entiendo lo que sucede entre nosotros. Él me dice que me ama, y yo sé que lo amo; pero, en nuestro matrimonio no existe esa dicha necesaria para vivir con alegría, con…
Norma empezaba a entender el problema de su amiga. Sintió una curiosidad oculta. Quería saber más.
—Cuéntame de una vez el problema. Soy tu amiga, querida; y si está a mi alcance, te quiero ayudar.
Pero, no era solamente con el propósito de demostrar su amistad que Norma deseaba conocer el problema de la pareja. La curiosidad le nació juntamente con una morbosa esperanza. Hacía tiempo que en su fantasía iba creciendo la imagen varonil (y viril) de Carlos; y ahora, luego de tan grande sorpresa, porque ni remotamente se imaginó que aquella mujer con tan envidiables cualidades, favorecida hasta decir ¡basta! por la naturaleza, no lograse ser feliz. «Tiene que ser un problema muy grave», pensó, mientras sentía un cosquilleo de excitación —que bloqueó rápidamente.
—Quizás yo entienda el problema de una forma, y él lo entienda de una manera diferente. El conflicto no es nuevo. Nació prácticamente durante el noviazgo; o tal vez él piense que fue después. No sé quién es el culpable ni dónde se encuentra la causa. Durante todo el noviazgo me presionó para acostarse conmigo. Yo me negué porque era virgen, y siempre tuve la ilusión de casarme en ese estado. Mamá me había inculcado esa virtud y me repetía siempre que el hombre de este país te prueba pidiéndote la cama antes de la boda. Si le das el gusto, le estás demostrando indirectamente que eres una mujer fácil, y si no le das piensan que le estás mintiendo.
Por fin, Matilde, empezaba a contar su historia con detalles. Ni ella creía que estaba analizando su problema (le parecía estar en una terapia de psicoanálisis), mientras iba descubriendo las raíces, sorprendiéndose de su propia penetración.
Norma se encontraba absorta y, por momentos, un feliz presentimiento se apoderaba de su mente.
Cirila rondaba tratando de entender el hilo de la conversación; algunas frases atrapadas al vuelo le daban un indicio del tema, pero no captaba la esencia; más bien se le hacía un menjunje con sus pensamientos.
—Cuando estamos en la cama —prosiguió Matilde, con más desenvoltura, con mayor confianza—, mi voluntad ya no es mía; hay una fuerza en mí que se opone a su insistencia, a sus ruegos. Tengo la impresión de que solo quiere sexo, que quiere saciarse con egoísmo. Yo, sin embargo, necesito su cariño, la demostración de su amor. Me resulta imposible separar el sentimiento de lo carnal. A veces me hace casi a la fuerza.
—Pero, ¿cómo puedes permitir eso? —le increpó Norma— ¿Acaso no te enseñaron que los hombres son así, que son tiernos cada muerte de un obispo?
—No creas que no entiendo. Mil veces me repito que cambiaré; pero, luego, en el momento de la verdad, siento que se me viene encima como un animal, y de súbito me pongo a la defensiva, me cierro, me quedo tiesa.
—¡Qué tonta eres, querida! ¿Es tu marido!... ¿Cómo puedes negarte a hacer el amor con él?
—No es que yo me niegue, Norma —protestó Matilde—. Te dije que lo amo, y lo amo con todo mi ser. Adoro estar con él, sentirme en sus brazos; pero, cuando se trata de «eso» me domina la indecisión; me asusto de su repetitiva conducta; me irrito ante su falta de tacto; y entonces me niego y siento mucha vergüenza y solo quiero esconder los sentimientos que me desesperan. Creo que él padece de una obsesión por el sometimiento machista.
—Ay…, Matilde, Matilde, no te imaginas lo que te estás perdiendo. ¿Acaso piensas vivir cien años? Los años pasan rápido, querida; no tenemos tiempo para perder —le iba diciendo Norma, mientras sentía que el afecto por su amiga iba disminuyendo y convirtiéndose en hipocresía. Quizás el significado de aquel refrán: «Dios le da pan al que no tiene dientes», haya sido el que se adecuaba a su pensamiento actual. En aquella circunstancia, porque a Matilde le era imposible aprovechar lo que el destino le brindaba, ella estaba deseosa de estar en su lugar. Su repentino desafecto le nacía por envidia, a causa de la mala suerte de no ser ella quien se encontrara en el lugar de su amiga. Sin embargo, supo guardar las apariencias, y con sutil hipocresía, prosiguió:
—Deberías desprenderte de todas esas ridículas ideas.
Esto último, Norma lo dijo sin convicción. Si bien para ella se trataba de un problema minúsculo, un círculo vicioso casi infantil, un proceder si se quiere caprichoso, un rechazo tonto que no se merecía Carlos («Es tan hombre», pensó), un pensamiento que debía ser desechado de la mente, lo que deseaba a estas alturas era que su amiga no lograse desprenderse de esas ideas. No le entraba en la cabeza que pudiera imponerse un análisis en aquel rompecabezas. Pero, hay que aclarar, sin embargo, que Norma, nunca en su jactanciosa vida, conoció el verdadero amor.
—No creas que resulta fácil —dijo Matilde, casi arrepentida de abrirse con tanta confianza. Su madre le había enseñado que la mejor manera de ventilar un secreto es confiándolo a una amiga que promete discreción.
—Creo, mi querida amiga —agregó, mientras sonreía con complicidad y picardía— que te acostumbraste a sus ruegos, que te excita que tu marido te esté insistiendo siempre.
—¡No, no es así! —se apresuró a responder Matilde, visiblemente espantada. Aunque Norma pareció interpretar la reacción de su amiga como una ingenua expresión defensiva.
—. . . como cuando éramos solteras y le volvíamos loco a un pretendiente.
A Norma le encantaba recordar los tiempos en que hacía estragos en los corazones de los muchachos que la pretendían. Había practicado los juegos más sucios de la seducción (Matilde también, pero esos eran lo que eran: juegos), solo para ver cómo algunos orgullosos jóvenes se retiraban vencidos y escarnecidos. Y pensaba en esos momentos que tal vez su amiga…

Matilde entendió que no iba a lograr ninguna ayuda efectiva con Norma. Juzgaba que su problema era complejo, precisamente porque parecía una tontería, una «tontería» muy difícil de explicar. No obstante, sintió un gran alivio por descargar aquel insoportable secreto y porque, de ahí en adelante, tendría la libertad, por lo menos, de quejarse con su amiga cada vez que el vaso se llenaba. Se hizo vano pretender que su amiga tomase un interés científico por su caso. Lo mejor era dejar que el río de Heráclito siguiera el curso cambiante de la existencia.

Para Norma, sin embargo, las cosas no podían ya volver a ser como antes. La admiración (o atracción) que había sentido por Carlos desde un primer momento (le emocionaba siempre verlo al doctor con su guardapolvo blanco desprendido en el pecho) creció con mayor certidumbre, al conocer esa faceta de fauno insaciable, de macho hecho y derecho, a quien le daba la razón en aquel conflicto. Tuvo un leve sentimiento de culpa por meterse en medio de esa batalla sicológica, por poseer ahora la poderosa arma de la información; pero, aun así, no pudo impedir que su corazón certificara que ella sí era capaz de satisfacer las necesidades viriles de aquel apuesto médico. De ahí en más, de la irresolución de aquel conflicto dependía para que sucediese lo inevitable.

Matilde se sorprendió de las últimas palabras de su amiga, y respondió a modo de cerrar el tema: «Quizás sea eso... », en tanto le nacía una melancólica sonrisa.

Las amigas cambiaron de tema. Siguieron tomando el té, hicieron bromas con Cirila, mientras la tarde fue llegando a su fin.


000
3spB

«Nuestro peor enemigo es el aburrimiento», había escrito Voltaire. Matilde, sin haber leído nunca a Voltaire, pensaba lo mismo. Desde que desembarcaron en la ciudad de Concepción (por más tranquila, bonita y económicamente esperanzadora que se presentaba), ella adivinó que su lucha existencial en aquel lugar sería contra el tedio. Por esta razón, le dio una importancia capital a las tertulias.
En estas reuniones —que Matilde no descuidaba de organizar con frecuencia metódica— ella buscaba invitar a todas las personas influyentes de la ciudad. Para este fin contaba con la colaboración de Norma. Habilitó una libreta donde registraba los datos personales de cada persona que le interesaba invitar; y, luego, se compró una agenda, en la cual anotaba la fecha de las reuniones con los nombres de los futuros participantes. Generalmente, acordaba con su amiga formar grupos de seis personas, aunque esto no era una regla inviolable.
Como Carlos y mucha gente no trabajaban los sábados, Matilde fijó los viernes a la noche como jornadas de tertulia.

Aquel viernes era un día nublado, y la ciudad entera se veía sumergida en una luz opaca y triste. Sin embargo, Matilde, a quien los días grises y fríos siempre le provocaban sentimientos de devoción por la vida familiar, gozaba de la perspectiva de la velada programada para esa noche. Con el tiempo así le tentaba beber un champán; en el verano candente, no le apetecía; a veces tomaba sidra con hielo. Jamás bebía cerveza.
El aburrimiento que sentía en muchas horas del día —cuando no se encontraba enfrascada en la lectura de alguna novela—, en los cuales Carlos no podía acompañarla, debido a sus compromisos profesionales (y no tantos), la obligaban a ponerse más activa en la organización de estas reuniones. Se dedicaba, entonces, con mayor voluntad, al cuidado de sus plantas, los retoques (o cambios) de pinturas, las renovaciones de alfombras y cortinas, el afán de conocer —con Cirila—los secretos de la buena cocina, amén del aseo y cuidado de su hija.
Por más que, muchas veces, se tocaban temas que no le interesaban, soportando el acaparamiento machista de la conversación, invitaba siempre a alguna otra amiga que le ayudara a equilibrar la cantidad de género para no sentirse aislada.

Aquel día, además de Carlos, Norma y ella, estaban invitados Ignacio el español, uno de los dos odontólogos con título universitario de la ciudad, de nombre Humberto Cigalli (hijo de italianos), un químico industrial, que gerenciaba una fábrica de alcohol y caña blanca, a partir del procesamiento de la caña de azúcar; su nombre era Rafael Ríos. Ese día, Matilde no pudo evitar que el número de varones fueran cuatro.

—Estimados, amigos —empezó diciendo el doctor Martínez—: supongo que en nuestra charla de esta noche no aplicaremos la autocensura.
Se rieron todos. Los cuatro hombres fumaban. Ignacio fumaba cigarrillos negros Gauloise, franceses; los demás, cigarrillos norteamericanos que inundaban el mercado.
—De mi parte, doctor, puede usted estar tranquilo —confesó Rafael el químico— : siempre digo lo que pienso, y ya estuve dos veces preso por mi ideología política. Soy liberal de cuna y por convicción; pero, perteneciente al liberalismo puro, al tronco tradicional que no se ha prestado al juego del dictador para mostrar al mundo su careta democrática. Hoy día, en el Paraguay existen como cuatro grupos de liberales; tres son zoqueteros, inescrupulosos que se han vendido por un sueldo; y, solo uno, mi grupo, no transigimos con el oficialismo, por cuya razón somos perseguidos y ninguno de nosotros forma parte del gobierno. Le hablo así, doctor, porque no me gustaría causarle algún problema por haber tenido la amabilidad de haberme invitado esta noche. Le advierto que soy un «leproso» para las autoridades. Ellos me tienen fichado.
—No se preocupe, estimado Rafael, creo que todos los aquí presentes correremos ese riesgo —aclaró Carlos, con un dejo de ironía, y pidiendo su parecer con un gesto a Ignacio y al odontólogo. Ambos aprobaron lo dicho.

Carlos dejó su cigarrillo a medio terminar en el cenicero, porque le dieron ganas de fumarse un habano y beber unas rayas de whisky. Se acercó al cristalero (hermoso aparador de trébol, copia de un diseño de Luís XV), sacó de uno de sus cajones una caja de madera de habanos cubanos, invitó a sus amigos. «Nunca he probado un habano», dijo Justino, el músico, y aceptó el convite. Los otros agradecieron con un movimiento negativo de cabeza.
—A mí me costó seis meses, fumando uno por día, acostumbrarme a la incomodidad de la manipulación, pero luego le agarré el gusto —dijo Carlos, dirigiéndose al músico—. Fúmese hasta las tres cuartas partes, nada más, y no golpee el cigarro para deshacerse de la ceniza; deje que se escurra solo.
Luego, Carlos sacó una botella de whisky escocés Vat 69 —de moda en esos años—, y empezó a cargar los vasos, mientras preguntaba quién se serviría; todos aceptaron. Volvió a guardar su botella, dando a entender que solo permitiría invitar un vaso para cada uno, no por cuestión de tacañería, sino explicando que era para abrir el apetito, y que en la mesa se continuaría con vino. El odontólogo hizo una broma al respecto: «¿Y los vinos, cuántas copas? », riéndose a carcajadas de lo que él pensaba era una buena ocurrencia, y luego le dio un ataque de tos, poniéndose rojo mientras se tapaba la boca con un pañuelo.
—Perdonen si me excedo; pero quisiera ampliar mi parecer —dijo El químico; y al ver que todos asentían, prosiguió—: la sucesión de acontecimientos políticos ocurridos a partir del año 1954… Me refiero a la situación creada a partir del golpe de estado, desembocó en el triunfo absoluto de la fuerza bruta, en la impotencia de los patriotas intelectuales, y en la rendición obsecuente de un grupo de la oposición a la voluntad del tirano. Estas marionetas, hoy, están disfrutando de sus jugosos estipendios de parlamentarios, dietas, tráfico de influencias, liberaciones de impuestos y otros beneficios personales, vendiendo sus conciencias para darle visos de legalidad a la imagen de democracia que el régimen quiere mostrar al mundo.
—¡Brillante exposición! —opinó Ignacio.
El odontólogo escuchaba con silenciosa aprobación y respeto. Él se encontraba en el bando de los patriotas intelectuales. Odiaba el régimen que cada día se afianzaba más en sus ambiciones dictatoriales. La última elección había sido una grosera farsa, que a nadie se le permitió protestar. Algunas voces valientes que se levantaron fueron acalladas con una inhumana violencia, que tenía como objetivo disuadir a cualquiera otra voz que osara elevarse.
—Ustedes pueden pensar que soy entrometida —dijo Matilde. Su deseo era avivar el interés por la conversación—; pero, quería comentar, a modo de anécdota, que Carlos es de familia colorada y yo de familia liberal, y nunca surgieron contrariedades respecto a la política entre nosotros.
—Lo que sucede —empezó explicando Carlos— es que yo soy crítico al gobierno. En nuestro país ser colorado o liberal no implica una diferencia ideológica determinante. Quizás exista esa diferencia en los postulados de cada partido; pero, en la práctica, no hay ninguna: el colorado se comporta como un liberal y viceversa. Nuestra política se basa absolutamente en el provecho personal, en el caudillismo; es casi como un sistema feudal, donde cada funcionario prominente, así como cada líder partidario de zona, mantiene su rebaño de votantes, gracias a algunos favores humanitarios: donación de medicamentos, ataúdes, hospitalizaciones; y, en épocas de elecciones, repartija de dinero en efectivo, provisiones y aguardientes. Ni siquiera vale la pena debatir. Todos los que no estamos incrustados en el engranaje de la corrupción, estamos de acuerdo en que vivimos una realidad irremediable.
—Pero, ¿no hubo algún intento de sublevación? —preguntó Ignacio.
—Sí, existió el Movimiento 14 de Mayo (M14), una agrupación idealista que nació en la Argentina, cruzaron el río Paraná (la frontera) hacia territorio paraguayo, en diciembre de 1959, y fracasaron estrepitosamente. A las dos semanas de comenzada la travesía, prácticamente el M14 estaba derrotado. A partir de allí, todo fue maltrato, tortura, violación a sus compañeras, azotes, picanas, trabajos forzados…, en fin, la dictadura y su régimen del terror en su cruda y máxima represión.
—Allá por los sesenta —dijo el odontólogo—, cuando mi familia era acosada por la policía secreta, marchamos por un año a vivir a Buenos Aires. Vivíamos veinte paraguayos en una pensión. En esa pensión se respiraba una sensación de frustración enorme como consecuencia de la masacre del M14; pero, seguían algunos jóvenes soñando con la revolución armada, porque se había enraizado en ellos la convicción de que por los canales democráticos era imposible acabar con la dictadura de Stroessner.
—Sin embargo, ahora están más fuertes que nunca —remarcó el químico.
—Bien, sentémonos a la mesa a cenar —interrumpió Matilde, con su mejor sonrisa.
—Basta ya de política —agregó Norma—. Lo principal es mantener la calma, un perfil bajo, porque he visto familias ser despojadas de sus bienes y enviadas al exilio.
—Es cierto —dijo Carlos, dirigiéndose a Ignacio—. Según algunos cálculos hechos por los mismos exiliados viven fuera del país, en contra de su voluntad, unas doscientas mil personas.
—Yo digo que son más —dijo el odontólogo.
—¿Cómo anda de trabajo? —le preguntó Matilde al odontólogo, decidida a cambiar de tema.
—Bien, por suerte —respondió éste—, teniendo en cuenta el lento movimiento comercial de nuestra ciudad.
—Y también influiría el hecho de que son dos, nada más, los odontólogos aquí —dijo Carlos.
—Bueno, dos somos los que tenemos títulos universitarios. Pero existen casi diez personas, la mayoría mecánicos dentales, que practican el ejercicio ilegal de la odontología, puesto que no se encuentra dentro de sus facultades realizar prótesis dentales o extracciones, trabajando directamente sobre la boca del paciente. La relación del mecánico dental debe ser con el odontólogo, no con el paciente, y en esto pretendemos generar conciencia; pero, a veces siento que es una lucha absurda, porque las autoridades no se inmutan ante este hecho ilegal, hacen la vista gorda ante los que cobran más barato que nosotros, y no tienen en cuenta los riesgos que corre la población.
—La competencia desleal —opinó Ignacio; y, mirando a Carlos, le interrogó:
—¿Y usted, doctor?
—Nosotros no tenemos enfermeros jugando a ser doctores —respondió con ironía.
Todos rieron.
—Aunque conozco algunos farmacéuticos que se exceden un tanto en sus funciones. Pero, lo hacen con miedo.
Rieron aún más.
—¿Y usted, Ignacio, es casado? —preguntó Norma.
—No, no me he casado.
—Pero, ¿cree en la institución del matrimonio?
—Sí, por supuesto que sí —respondió Ignacio—. Lo que me pasa es que no he encontrado aún a mi alma gemela.
—Ojalá encuentre una concepcionera, se case, y se quede a vivir con nosotros.
—El amor es el motor del mundo. No existe hombre que no quiera enamorarse; pero, debo regresar a mi país por obligaciones de trabajo —explicó Ignacio, con la secreta sensación de que Norma estaba coqueteando con él.

Siguieron hablando de varios temas más, principalmente referidos al ámbito internacional: la guerra de Vietnam, la intervención militar estadounidense en la República Dominicana, el caso de la niña Sylvia Likens, la orden «Miembro del Imperio Británico» que la reina Isabel II le otorgó al grupo de rock Los Beatles. Cada quien daba su personal opinión respecto a cada noticia que comentaban; y las opiniones eran bien dispares.
Al final de la velada, luego de servirse los cafés y licores de anís, todos agradecieron la atención, la calidad de la comida, y se retiraron contentos de haber pasado una interesante noche.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Segunda parte
Capítulo 4 SP

1966

000
4spA

Casi sin llamar la atención, Norma se convirtió en una de las pacientes más asiduas del doctor Carlos Martínez. Si no era ella, era su enfermizo hijo, o era su padre, quienes consultaban con el doctor Martínez (siempre acompañados de ella). La llegada de éste a la ciudad le resultó esperanzador para el tratamiento de su vieja dolencia: sufría de jaqueca, un trastorno crónico que le producía fuertes dolores de cabeza tres o cuatro veces al mes, acompañado de náuseas y a veces de vómitos. Ella le culpaba al calor, ya que en invierno mejoraba visiblemente. Y ahora tendría a un verdadero profesional para que la cuide, para que la ayude a normalizar su vida, para que durante mucho tiempo la atienda, ya que su problema era incurable y crónico.
—Las migrañas pueden ser hereditarias y se presentan con más frecuencia en las mujeres que en los hombres —le explicó el doctor Carlos a Norma—. Y me temo que no tiene cura. Tendrás que saber sobrellevar esta enfermedad. Hay muchas formas de atenuarlas.
—Me tendrás que cuidar entonces —le dijo Norma, dándole más importancia a su plan de seducción que a su enfermedad.
—Mira, Norma, los ataques de migraña también pueden desencadenarse por cualquiera de las siguientes razones, y le mostró la página de un libro que había marcado previamente:

Abstinencia de cafeína.
Cambios en los niveles hormonales durante el ciclo menstrual de las mujeres o con el uso de píldoras anticonceptivas.
Cambios en los patrones del sueño, como no dormir lo suficiente.
Tomar alcohol con exageración.
Ejercicio u otro estrés físico.
Ruidos fuertes o luces brillantes.
Olores y perfumes.
Fumar o exposición al humo.
Estrés y ansiedad.
Ciertos alimentos pueden desencadenar migrañas. Los más comunes son:
Chocolate.
Productos lácteos, especialmente ciertos quesos.
Alimentos que contienen tiramina como el vino rojo, el queso curado, el pescado ahumado, los hígados de pollo, los higos, algunas legumbres.
Frutas (aguacate, banano, frutos cítricos).
Cebollas.
Maní y otras nueces y semillas.
Alimentos procesados, fermentados, adobados o marinados.

—¡Uy!, ¿así de complicado es?
—Nada de complicado —le dijo Carlos, con toda seriedad—. Mi secretaria te hará una copia a máquina, y tendrás que aprenderte de memoria estas indicaciones, además de las mías. Y no solo aprenderte de memoria, sino practicar el procedimiento. ¿Entiendes?
—Sí, doctor, pero no se me enoje. No me gusta verlo tan serio.

Muy poco tiempo después de haber iniciado el tratamiento, Norma sintió una notable mejoría. Los dolores de cabeza y los malestares en general, eran cada vez más espaciados, hecho que la ponía de muy buen humor, y la llevaba al consultorio a veces solo para agradecer. Al doctor Carlos le parecía simpático el comportamiento de Norma, ya que para aliviar ese mal no necesitaba conocer métodos secretos. Con recetarle unos analgésicos y prohibirle el queso y el chocolate, había logrado ese substancial mejoramiento.

No obstante la mejoría, Norma no dejó de frecuentar devotamente el consultorio. Sus visitas, de las cuales alertaba constantemente a la secretaria, seguían siendo dos veces por semana, aunque ese ritmo no era necesario. Ella, que para entonces se encontraba ya inmersa en la codicia amorosa por el galeno, inventaba razones y chequeos para justificar el pago del monto mensual (una especie de seguro médico familiar) estipulado entre Carlos y el señor Fusco, padre de Norma.

Unas semanas después, no era únicamente el interés monetario lo que impulsaba a Carlos a aceptar la obsesión de su paciente (una vez Norma se inventó una uña encarnada, solo para sentir las manos del hombre en sus pies), sino, además, el despertar paulatino de la atracción, el hábito de la compañía de esa vivaz mujer que alimentaba su vanidad masculina, que día tras día le agradaba más y más. Se sentía contagiado de esa forma inquieta y provocadora de encarar la vida. El mundo despreocupado, alegre, optimista de Norma, distaba bastante del que él habitaba con Matilde. Era inevitable la comparación dado el eterno inconveniente que soportaba con su esposa. Llevaba seis años de matrimonio, y no es que todo ese tiempo le haya sido fiel a su mujer, pero fueron aventuras pasajeras, casi siempre con médicas y enfermeras, la mayoría casadas, conscientes de la relación puramente carnal. Pero, con Norma, la situación se mostraba diametralmente opuesta. Sin percatarse, él estaba cayendo en un fino entramado de seducción. Sin ser consciente del cambio que experimentaba en sus emociones, se levantaba de un salto de su asiento, ponía en orden sus papeles, se pasaba los dedos entre los cabellos, cuando oía a Norma llegar saludando casi a gritos y a las carcajadas a la secretaria, mientras preguntaba por él con su voz enamorada.
Con sus bromas y su carisma, Norma fue acercándose lentamente a los brazos del joven médico, y despertando al mismo tiempo su instinto masculino. El propósito de ella era destruir la barrera de los convencionalismos, sin importarle la familia ni la sociedad, hasta llegar a conquistar a ese hombre admirable y hacerse dueña de su voluntad. A esas alturas, se sentía ya profundamente obnubilada por el marido de su mejor amiga.
El secreto que le había compartido Matilde se había convertido para ella en un arma de seducción poderosa. Saber lo que sabía era como observar sin velos la mente y el alma de su pretendido. Poco a poco, como las raíces que rompen piedras, fue sonsacando con mucho tiento datos sobre Carlos: sus gustos personales en cuanto a deportes y otros pasatiempos, su comida favorita, las películas que le gustaban, los libros que leía, todo lo que le sirviera para entablar con él una charla agradable, para así ir creando una artificiosa afinidad de inclinaciones, y en base a sorpresivos chispazos ingeniosos que halagaran la vanidad del hombre, llegar a su corazón desabrigado.

Carlos no podía negar que los primeros tiempos se sentía incómodo con las visitas sin sentido de Norma; pero, luego, mientras iba acostumbrándose a su trato atento y a su coqueteo, no solo dejó de molestarlo, sino que buscaba ya su compañía. Cuando una vez Norma llegó tarde a la consulta, él se puso ansioso; ya la extrañaba. La regañó sutilmente, basándose en la excusa de que otros pacientes podrían perder su turno, todo esto para gran alegría de ella. Y otro día en que ella no se presentó a la hora convenida, se sintió tan nervioso y enojado que casi tomó la decisión de ir a buscarla. Si no lo hizo fue porque había otros pacientes en la sala de espera. Después, en la siguiente visita, la increpó duramente con el mismo argumento de que él podía haber empleado su tiempo en otros pacientes. (Norma interpretó esa reacción como una escena de celos. Le nació una radiante sonrisa.) Más tarde, al ser consciente de su cambio, la evidencia de su interés por ella le hizo meditar seriamente. Advertía la peligrosa relación que se hacía cada vez más patente, menos cautelosa, e hizo el intento de iniciar una reflexión severa sobre su pérdida de aplomo. Sin embargo, la pasión, que es hija del instinto, nada entiende de raciocinios; se guía estrictamente por los ardores de la carne. Y en este punto, Carlos, creyéndose desdeñado por su mujer, necesitó demostrarse a sí mismo su hombría; ver en sus cualidades amatorias que pretendía manifestar con Norma lo que Matilde se perdía. Tarde o temprano, los diablos y ángeles que martillaban su interior se enfrentarían irremediablemente.

Norma ya no pudo sacarse de la mente que a Carlos no lo amaban, lo cual significaba para ella lo mismo que si estuviera solo; es decir, lo mismo que si estuviese libre, como un hombre soltero. Pensó que alguien debía encargarse de amar a aquel hombre tan atractivo y hacerlo feliz. ¿Y quién mejor que ella para semejante grata tarea?
En esas visitas periódicas fue, cada vez más, convenciéndose de que Carlos sería suyo, ya que su instinto femenino le decía que se había creado química entre ellos. Al mismo tiempo, libre ya de prejuicios, aferrándose a cierto descaro y estimulada por la familiaridad que se creó entre ambos, fue desplazando los remordimientos que le acometían al considerar la traición que le estaba asestando a su amiga, más el hecho de estar metiéndose con un hombre casado. «¿Qué culpa tengo yo si no supo ser mujer de este hombre?», pensaba Norma para justificarse. ¿Acaso no era un problema crónico sin visos de solución el que sobrellevaban? ¿Por qué Matilde, no meditaba fríamente y con honestidad, y se convencía que su matrimonio había fracasado y no daba para seguir? Norma sabía que en el país estaba prohibido el divorcio, y le culpaba a esa laguna jurídica el escrúpulo que impedía la separación. A ella no le importaba el estigma, chutar a su marido, y unirse a ese hombre que ahora era su obsesión. Conocía casos de divorcios aparentes de gente adinerada, que fueron admitidas sin recatos en los círculos cerrados de la sociedad. En esa época de las revoluciones sociales que agitaban Europa y los Estados Unidos, los años sesenta, donde se dieron cambios que aterraban a los conservadores, no era ya grave en Paraguay el concubinato de personas separadas sin divorciarse legalmente. Hasta la iglesia se había metido en un gran problema, ya que no sabía qué hacer con los numerosos separados que clamaban para no ser estigmatizados. En los otros círculos sociales, en general, la gente burlaba esa prohibición que se sostenía por la presión arbitraria de la iglesia, casándose en la Argentina, en el Uruguay, en México, y las mujeres utilizaban sin rubor alguno el apellido de su nueva pareja.

«¿Para qué querría una mujer vivir en medio de un martirio, sin esperanza de desenlace, puesto que la vida es tan corta?». Habiendo cumplido los veintinueve años, estos fueron los pensamientos que se apoderaron de Norma, justificando su convicción de que Carlos era una persona que se merecía otra mujer, porque con la que tenía no le alcanzaba para ser feliz. Y Matilde, por más amiga que fuese, estaba obligada a aceptar que su marido se enamorase de otra.
Mientras seguía ella frecuentando el consultorio, espoleada por las favorables perspectivas que veía para lograr la conquista, no dejaba de visitar a su amiga todos los días con una descarada hipocresía; lo hacía con el propósito de ir descubriendo más y más detalles de la vida íntima de Carlos, a sabiendas de la enorme ventaja que le proporcionaba aquellas confidencias.

Matilde, inocente a las maquinaciones perversas de su amiga, confiando en ella cada vez más, fue abriendo de par en par y con lujo de detalles su corazón trastornado, y ventilando los sucesos más íntimos de su alcoba.


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Ese juego erótico creado vino a distanciar a Carlos aún más de Matilde. Cometió el error de comparar a cada paso, a cada instante, a su mujer con Norma (ésta era una costumbre estúpida de Carlos, ya que no tenía en cuenta la convivencia que naturalmente desgasta); y, en esa comparación, le crecía la curiosidad por conocer cómo sería el sexo con su inminente amante. ¿Constataría él su teoría de que la carnalidad no necesariamente debería estar atada al sentimiento del amor (estaba lejos de enamorarse de Norma), que las imposiciones morales no eran sino castradoras de los placeres sensuales? Y lo más importante: ¿se disiparían de su mente esos enmarañados algoritmos que no alcanzaban para llevar a su mujer por el sendero de su convicción erótica? En caso de buen sexo con Norma, ¿la seguiría amando como hasta ahora la amaba? Como una forma de buscar respuesta a estas interrogantes, Carlos decidió mantener y avivar su relación secreta con Norma. Como ésta nunca traía complicaciones emocionales, y las exageradas migrañas eran de fácil tregua, ella sobresalía siempre, como esas novias que nunca se muestran con la cara lavada, espléndida y atractiva en la mente de Carlos. Estando con su mujer en las horas íntimas, llegó al extremo de imaginar cómo sería Norma en la cama; es decir, llegó a elucubrar si alcanzaría la plenitud sexual con ella, éxtasis que recordaba haber sentido con Matilde en esporádicas ocasiones. Así las cosas, aquellas visitas infaltables al consultorio se fueron convirtiendo en un rito inviolable para ambos, y el primer beso se hacía cada vez más urgente.

El pecado se cometió una tarde, una hermosa tarde de otoño —luego de una copiosa lluvia del día anterior—, en que el ventilador arrojaba ya aire fresco, una de las tantas tardes en que Norma acudía como la formal señora Fusco (nunca usaba el apellido de su marido, conste que en el país tampoco existía una ley que le permitiera esta trasgresión de las buenas costumbres). Esa tarde vino más sexy que nunca, enfundada en un traje ajustado al cuerpo: saco y pollera marrón café, de hilo y con tajo al costado que mostraba la liga que apretaba su media de nylon, blusa de seda color crema, abierta hasta mostrar la prominencia de sus senos, y unos zapatos argentinos Luís XV que le habían llegado de Asunción. Estaba vestida como para una audiencia con el Papa.
Habíamos dicho que Norma no era una mujer bella —aunque tampoco fea—. A pesar de sus pequeños ojos azules y su rostro redondo con pecas, se hacía agradable observarla gracias a la maestría que logró en el arte del maquillaje. Y lo que decididamente tenía a su favor eran su cuerpo firme, sus piernas gruesas, sus caderas firmes, y su forma de caminar provocadora —con los hombros levantados y el cuerpo recto, estirado en toda su estatura—. Pulcra, siempre con la huella de haber pasado por una buena ducha, siempre con olor a lavanda, con sus cabellos lisos y dorados que caían sobre su frente en un gracioso flequillo. Llegando al consultorio interrogó a la secretaria:
—¿Me espera el doctor?
—Sale el paciente que se encuentra con él, y le toca a usted, señora Fusco.
No se sentó a esperar. Se mantuvo parada. Una cierta ansiedad la dominaba. Recibió con sonrisa vanidosa los piropos de la secretaria sobre su imagen. Luego, cuando llegó el momento, entró al consultorio con familiaridad, sonriendo y meneándose como una gata. El doctor se encontraba escribiendo las últimas anotaciones referidas al anterior paciente.
—¿Molesto? —preguntó con picardía, cerrando tras de sí la puerta y encaminándose hacia el escritorio.
—De ninguna manera —respondió él, mientras, levantándose, dejaba el bolígrafo y se acomodaba la bata. Se acercó a ella para ayudarla a sentarse. Mientras realizaba ese acto de caballerosidad, prosiguió:
—¿Cómo te sientes hoy?
—¡Ay, Carlos —ella le decía Carlos solo cuando estaban solos; frente a Matilde (a quien hacía gracia) y a la gente lo llamaba «doc»—. Hoy me siento peor que nunca; me duele, no solamente la cabeza, sino todo el cuerpo. Esto es un mal presagio, querido. Me duele el cuello, aquí en la parte de atrás —señalaba con el dedo su espalda—; me duelen los huesos, los hombros…, todos los músculos del cuerpo.
Carlos (es decir, el doctor Martínez), no creía en que tuviera causa somática la manifestación de aquellos dolores. Pensaba que la somatización se pudo haber producido como consecuencia de una fuerza hipocondríaca, una falsa alarma para llamar la atención, posiblemente derivada de su condición de hija única. Sin ser sicólogo, Carlos intuía que ella pudo formar síntomas orgánicos reales (el efecto nocebo), causado por un proceso psíquico.
Sabiendo que el problema de su paciente no era para nada grave, hizo, no obstante, un «teatro», que aparentaba develar las raras manifestaciones de aquellos dolores. ¿Acaso Norma deseaba curarse? ¿Acaso ella, en el fondo de su fuero interno, no amaba su enfermedad? Así, pues, Carlos solo se atenía a seguirle la corriente a esa «niña malcriada». La complació brindándole una atención médica escrupulosa. La auscultó, le observó las pupilas, comprobó sus reflejos golpeándole las rodillas con el martillo para reflejos y, finalmente, la increpó:
—Pero, ¿cómo puede ser esto, mujer? ¿Acaso no estás cumpliendo mis indicaciones?... ¿Estás tomando a hora los medicamentos que te he recetado?
Carlos hablaba mecánicamente. Sus pensamientos se habían salido del ámbito profesional; la presencia de la mujer, su perfume, su glamour, ocupaban toda su atención; su arrebato había traspasado ya los límites de la ética y se encontraba horadando las fronteras de lo convencional. Se escucharon las voces milenarias del instinto; y el lenguaje del sexo más primitivo, de la animalidad que persiste con fuerza en el ser humano, explosionó como un volcán de siglos de agitación.
Norma expresaba placer antes que dolor. Se paró frente a Carlos, le clavó su oblicua «mirada de Matahari»; y mientras esbozaba una seductora sonrisa, le dijo con total desparpajo y con el semblante encendido de concupiscencia:
—Te mentí..., no me duele nada. Estoy mejor que nunca.

Desde que se casó, Carlos nunca había intentado buscarse una amante de verdad, traicionar a su esposa con alguna mujer que le llevara a una doble vida; como dijimos, sus relaciones fueron aventuras pasajeras que no le marcaron para nada (ni siquiera recordaba sus nombres). Y no es porque no haya tenido ocasión para ello, como tampoco que no le haya gustado sobremanera alguna mujer a su alcance, sino porque en verdad amaba a Matilde, y siempre pensó que las relaciones mejorarían, que valía la pena luchar por conquistarla íntegramente. Tal vez esa obsesión por convertirse en el perfecto y admirado amante de su esposa, haya sido la razón de su fidelidad afectiva; y tal vez, ahora, haya llegado al puerto del fastidio, cansado de tanto esfuerzo sin resultado, de tanta paciencia sin suscitar reconocimiento. Había llegado a una situación en que le resultaba apenas soportable seguir esforzándose sin reflexionar sobre la inutilidad de su esfuerzo. Ciertamente, reflexionó, y decidió probar otro vínculo, otro recreo amoroso, con el propósito íntimo de hundirse en una nueva pasión que lo liberara —o le diera una tregua— de tantos años de altibajos carnales sublimes e incompatibles (más pesados los incompatibles en la balanza).
Metido en medio de aquel vendaval de los deseos, creado astutamente por Norma, todos sus principios, sus buenos propósitos, los cuales fueron rindiéndose, finalmente sucumbieron. Quedó sordo para escuchar a los ángeles que recitaban en medio de lágrimas los preceptos morales que le aconsejaban y le advertían de las terribles consecuencias que indefectiblemente tendría que sufrir como castigo del cielo por su mala conducta. Se puso ciego a la imaginada imagen suplicante de Matilde que, como una virgen llena de amor, le rogaba que no hiciera lo que estaba por hacer. Se olvidó por completo de su hija. No le importó ya nada: la belleza de su mujer, el encanto de su pudor de ella, su contrato matrimonial, nada; y encontrándose frente a una hembra seductora, irresistible, se dejó llevar por la incontrolable fuerza del instinto. Le importaba tres cojones el pasado y el futuro; su existencia era ese presente, ese momento donde le llovía el placer de la magnética compañía, libre de remordimientos, joven y con la salud perfecta, decidido a vencer su taciturna rutina existencial.
—Eres divina... Eres una mujer maravillosa, Norma (quería decirle algo que sonara verdadero, sin importar cuán ridículo sonase. Solo pretendía que sus expresiones le cayeran sinceras a ella).
—Dime que te gusto de verdad.
—Más de lo que te puedas imaginar.
—Entonces, bésame.
Y sin poder contenerse, la aprisionó entre sus brazos, mientras la besaba con furia, con ímpetu incontenible, con alocada torpeza, mordisqueándole el cuello y los lóbulos de las orejas, y luego hundiéndose entre los carnosos labios que se abrían anhelantes. Con las manos fue palpando suavemente la espalda, las caderas, hasta llegar a las vigorosas nalgas, las cuales apretó como queriendo estrujarlas, como soñando aprisionarlas entre sus manos para siempre. Se sintió como un adolescente que no podía manejar su instinto. En el momento más álgido, Carlos se sacó el anillo matrimonial que nunca se había sacado. No pudo tolerar mirar ese símbolo de la pureza en sus dedos mientras se encontraba en pleno acto sexual. De ahí en más, se convirtió en una bestia salvaje que llegaba junto a la mejor hembra de la manada tras ganar el título de macho alfa, estimulado por el mágico olor de los efluvios.

Norma jadeaba como si su corazón le fuera a estallar. Respondía plenamente a las caricias. Se contoneaba como una víbora, abrazándose como una chiquilla amorosa al cuerpo que tan atractivo se le aparecía. Le besaba también ella en los ojos, en el pecho, cariñosamente, mientras no cabía de contenta ante la idea de la grandiosa conquista que había consumado.

Pronto, las manos de Carlos se encontraron hurgando los rincones más prohibidos de aquel cuerpo que tan rico perfume despedía. Luego, embriagado por el vértigo del deseo, dio rienda suelta a las voces del instinto. La cargó a Norma como a una novia, y la depositó sobre la camilla que utilizaba para sus pacientes, sin darle un segundo de respiro, hasta que ella, al borde de la locura lujuriosa, imploró la consumación del pecado.
Carlos, que confirmaba el éxito quirúrgico de su miembro circuncidado, se comportó como un sátiro, para sellar brillantemente su nueva condición de amante ideal. Luego de mucho tiempo volvió a sentir la plenitud sexual, esa conciencia de saber que todo lo que hacía estaba bien hecho, que nada de lo que sucedía era factible de corrección (la emoción ante una obra perfecta). Luego de una pausa, como hombre prevenido que era, preguntó a Norma si se «cuidaba». Ella le respondió que le habían ligado las trompas, que no podría embarazarse, que no se preocupara. Carlos se puso feliz ante esa información.

El adulterio estaba consumado. El castigo de Dios no se veía por ningún lado; al contrario, sentían todavía los últimos espasmos del placer, y ambos esperaban repetir la deliciosa experiencia, a pesar de no haber hecho ningún planeamiento futuro.

Al final, Norma, luego de vestirse a los apurones, se despidió con una sonrisa de seductora complicidad, y antes de cerrar la puerta del consultorio le sopló un beso..

A Carlos, aquella experiencia extramatrimonial le pareció como un viaje turístico a un país exótico. Ese «territorio» nuevo, inexplorado para él, le llenó de emocionante expectativa; pero, en ese instante de embriaguez, no tuvo en cuenta que los turistas crónicos viajan para matar el aburrimiento, y el aburrimiento siempre resucita, por más que uno vaya recorriendo todos los lugares del mundo. No obstante, en aquel momento de frialdad sexual tuvo la conciencia de que no cambiaría a Matilde por Norma (no era Norma la que podría vaciar su corazón de amor por Matilde); y, esta conciencia, aplacó en gran medida el sentimiento de culpa que le había nacido. Por otra parte, la otra culpa —la de haberse acostado con la amiga íntima de su mujer— no le preocupaba mucho; más bien, le pareció que se trataba de una traición entre mujeres, donde él solo fue un instrumento.


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Para Carlos, ahora, Concepción era una mujer sin alma. Cuando habían atracado en el muelle a su llegada, le había parecido cautivadora, imaginando que su vida estaría coronada por la dicha necesaria para lograr sus sueños de superación, en compañía de su familia. Cinco años después — casi seis— de haberse casado, admitiendo que su situación económica era desahogada, podría considerarse un gran triunfo, se sentía sin embargo vacío y asqueado de sí mismo. En el trascurso de un año habían sucedido tantas cosas, que parecía que llevaran en la ciudad diez años.

A partir de aquella relación adúltera, luego de ser violada la más venerable ley del matrimonio (libre ya entonces del deshojamiento de margaritas), la situación en general varió ostensiblemente. Una sutil hipocresía surgió en el trato diario de Carlos; y su voluntad de vivir, acosada por el sentimiento de culpa, cayó en tal dejadez al dejar que el curso de su vida siguiera un rumbo sin orientación, regido por las fuerzas azarosas del aburrimiento. Su aventura con Norma, antes que alumbrarle algún nuevo camino, le obstaculizó el suyo que no podía abandonar. Reconocía que el sexo con la amiga de su mujer era tal como siempre él quiso que fuera ésta; dejarse llevar por la fuerza del instinto, dar rienda suelta a la pasión, rendirse a la fuerza inmemorial más antigua que la conciencia, que el amor mismo.
Pero, luego de unas semanas de fogosos encuentros, pasados el encanto y la euforia de la novedad de los cuerpos desnudos, con la convicción de que jamás lograría amar a Norma, la realidad cayó sobre él como un fantasma con los brazos abiertos, un fantasma que lo abrazaba para llevarlo de vuelta a la mazmorra donde había roto sus grilletes. Ciertamente, no pensaba abandonar a Norma; pero, conociéndose, intuía que en pocos encuentros más, se le iría la calentura para aburrirse soberanamente a su lado. «Algún día, en un futuro, la gente hará primero el amor para luego enamorarse», pensó Carlos (Quizás era ya presente en las sociedades más avanzadas). Lo cierto es que con Matilde le había sucedido lo tradicional: atracción, enamoramiento, deseo; mientras que con Norma le sucedió lo siguiente: atracción, deseo, desamor. «Muchos problemas se evitaría la humanidad si las personas se enamoraran y casaran después del sexo», siguió pensando el doctor Martínez, a quien gustaba reflexionar sobre estas cuestiones que mucho tenían que ver con su problema.
En cuanto a su mujer, su amor por ella persistía luego de ponerle los cuernos (paradójicamente, sintió que la quería más). No podría dejarla de amar; pero el ímpetu de los primeros tiempos, esa búsqueda afanosa de una intimidad sincera, se fueron debilitando y relegando a un segundo plano de su comportamiento diario. «¿Por qué sacrificarse como un idiota por una causa oscura, en la cual se me niega el estímulo y la esperanza?». Norma le había brindado todo lo que él había soñado con respecto al sexo, menos la magia o el misterio del amor. Imaginó con tristeza que su solución era la poligamia con Matilde y Norma, a sabiendas de que se trataba de una fantasía imposible, no por la sociedad, sino porque ninguna de las dos jamás aceptaría tamaña locura.
La realidad era que su situación se trataba de un acatamiento al desencanto de sentirse más solo que nunca, un dejarse estar, sin el valor para buscar una salida, agradable o pesarosa, que terminara de una vez por todas con aquella vida intranquila y embrollada. Era de nuevo el Carlos acorralado que no se sentía dueño de sí.
Cada día fue dedicándole más horas a su trabajo, como queriendo guarecerse del problema que lo aquejaba, asumiendo en las pocas horas que se quedaba en la casa, una actitud grave, seria, fingida, con el propósito de impedir cualquier trato personal con su mujer, para evitar así la incomodidad de abrir su archivo mental o avivar la aguda percepción de ella. Metido en su caparazón, se sentía protegido, no solo del silencioso tedio que veía en los ojos de su mujer, sino también, de alguna torpeza que pudiera poner en evidencia cualquier detalle de su doble vida. En el consultorio, que para entonces se había convertido en una pequeña clínica, donde había llegado ya a practicar operaciones de apendicitis, cesáreas y algunos casos de primeros auxilios de accidentados, se pasaba a veces hasta altas horas de la noche trabajando, y ese afán fue rindiendo sus frutos económicos lentamente, aunque no en la medida en que su ambición lo hubiese deseado. No se encontraba dentro de sus planes morirse en aquella ciudad, y los años obligaban a no perder el tiempo.
Amar a su mujer y renegar contra ella —intermitentemente— parecía ser la broma trágica de su destino.


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Matilde seguía encantada con la amistad de Norma (¡con qué bulla de los demonios!). Ni remotamente se imaginaba que aquella mujer a quién había confiado sus más íntimos secretos, a quién había permitido la máxima familiaridad (siempre que su amiga necesitaba, la dejaba usar sus prendas, y bisuterías), a quién había ayudado muchísimo en los aspectos de la femineidad y del roce social, se estaría acostando con su marido.
En cuanto a su vida conyugal, un descontento amargo la envolvía cada vez más, pues la desesperanza era su tortura diaria. Hacía el amor con su marido a un ritmo aproximado de dos o tres veces al mes; pero, de cada cinco o seis veces, uno le resultaba más o menos satisfactorio, uno en que Carlos se manifestaba más cariñoso y se descubría atento al gusto sentimental de ella (actitud que despertaba su libido). En las otras veces, aguantaba el sexo sin orgasmo con una angustia que no podía localizar, como si dentro de su esposo existiera un enemigo invisible, un demonio que la atacaba por placer, la hería en su amor propio, y estaba siempre rondando en rededor, sin abandonar ni un momento su insolente dominio. «¿Qué había sido de aquel futuro, de aquella hermosa ilusión, de aquel horizonte prometedor que ambos habíamos divisado en el inicio de nuestra vida matrimonial? ¿Era tan sólo esto el matrimonio: esa inevitable caída en la rutina de los días de la cual todos hablan? Me estoy sofocando», solía pensar a veces, mientras suspiraba profundamente en las tediosas tardes de abandono y soledad. Aquel hombre, su marido, a quien seguía amando —pues siempre temía perderlo— , le iba pareciendo cada vez más extraño, como si un muro se fuera levantando lentamente entre los dos (esto la desesperaba). Sentía su mirada fría inculpándola de aquel distanciamiento, achacándola toda la responsabilidad del problema. Pero ella no sentía que fuese así; varias veces se vio en la necesidad de derramar sus lágrimas ante la impotencia que sentía. Solía repetirse ingenuamente a sí misma: «Esta noche seré otra. Cambiaré. Seré agradable y me comportaré como él quiere. Juro que hoy será el día». Pero a la noche, apenas se encontraban solos en el dormitorio, todas esas promesas caían derrumbadas ante la cruda realidad del hostigamiento carnal. Ahí frente a ella, no se encontraba el Carlos que ella imaginaba cuando se encontraba sola, sino otro ser, deformado, descarnado, grosero, impositivo, que buscaba una rendición corporal absurda, un grito de clemencia, una ofrenda ritual de víctima a victimario.
Una noche, estando en plena disputa, y viendo que esa vez no iba a lograr ya nada, el demonio de Carlos consiguió trasferir a través de éste su odio a Matilde. Hacía pasar por la mente del defraudado amante, como instantáneas fotográficas, siniestras imaginaciones. La ataría en la cama para desnudarla haciendo jirones de su ropa. La violaría, y en el momento del clímax le apretaría la garganta hasta hacerla toser y lagrimear. Le daría latigazos con una fusta de montar hasta escuchar su súplica, el pedido de rendición. El demonio le decía que debía odiarla porque, siendo joven y hermosa y estando ya casada con él, y queriendo él hacer el amor con ella todos los días, se comportaba como una mujer asexuada. «Debes odiarla —le decía— porque cuando le rodeas con un brazo y la atraes con tu mano, y la otra mano busca acariciar sus nalgas, ella se contorsiona y te muestra ese agresivo gesto de rechazo. Debes resucitar su calentura a sopapos y bofetadas. Quizás sea eso lo que desea. Quizás te casaste con una masoquista». Carlos se sacudió de encima estos pensamientos. Sintió susto de sí mismo.

Matilde tenía bien claro que hacer el amor debía estar más cerca del sentimiento que de la concupiscencia; y que el sexo no era independiente de los sentimientos: cuando se hace el amor uno ama y se apasiona, sentimiento y deseo se unen en una simbiosis sublime. Esto creía.
Entonces, cuando eso no ocurría, su alma salía disparando, su libido se escondía en los rincones más oscuros de su subconsciente, se volvía terca a pesar de los castigos psicológicos a los que los demonios la sometían, y no se entregaba a la lascivia del fauno sino cuando se encontraba totalmente indefensa y resignada.
Ella sabía que si su relación con Carlos fracasaba, la sensación de pérdida le resultaría insoportable, por no decir devastadora. En su primera relación con un chico del barrio, cuando ella era una adolescente de dieciséis años, había sentido eso que la gente llama «el corazón roto». Ahora, ante la idea de que Carlos era su último novio para pasar a ser su marido, ya no estaba emocionalmente preparada para otra pérdida semejante.

De esa forma, sin variar casi nada el problema que aquejaba sus vidas, fue transcurriendo el tiempo para la apenada familia, pasando los meses, los años, mientras fueron asentándose en su vida social, progresando en el aspecto material, viendo crecer a la pequeña Liz, hermosa pero sin luz, sin la atención necesaria por parte de ambos padres, sin que nadie (¡ni Cirila!), se percatase del abismo existencial que seguía existiendo en la pareja.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Segunda parte
Capítulo 5 SP


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No fue precisamente por dinero que Carlos se dedicó a la práctica del aborto. La primera vez que lo hizo, luego de muchas vacilaciones, fue ante la insistencia de Norma. Ésta había abrazado la causa de una amiga que se encontraba en un problema de vida o muerte: un embarazo de casi cuatro meses, de un hombre que no quiso hacerse responsable del hecho, dejando a la pobre mujer sumida en la desesperación, mientras huía cobardemente a la capital. Dado el carácter frío de Norma, su autosuficiencia para encontrar lo que buscaba, es improbable que su «samaritanismo» tuviera origen en la piedad; más bien, no es descabellado pronosticar que se debió a una morbosa necesidad de apropiarse del deleznable secreto de su amiga o, algo también probable, compartir el secreto con Carlos. Hacerse cómplice del crimen, de tal manera a robustecer el vínculo con su adorado amante. En una ciudad tan pequeña, confidencias hechas de este tipo llevan al autor principal, indefectiblemente, a una relación de docilidad sicológica frente a cómplices y testigos. Es como entregar la voluntad a la voluntad de los otros, como entregar la libertad social, para terminar obligado a cumplir caprichos y favores.

A pesar de los riesgos que el delito conllevaba para su reputación de médico honorable, y el peligro que corría la vida misma de la embarazada, teniendo en cuenta el avanzado estado de gravidez, no pudo negarse ante los ruegos insistentes de su amante. De ahí que, luego de pocos días (ya que el tiempo apremiaba), Carlos llevó a cabo la delicada intervención. Por suerte para todos, y debido a su ganada experiencia en intervenciones de partos, como a la juventud y fortaleza de la paciente, el resultado fue exitoso y la mujer recuperó su vida normal y su lugar en su entorno social. Sin embargo, paradójicamente, ese mismo éxito fue el inicio de otros vaciamientos (a los cuales tampoco se pudo negar), llevándolo lenta e inexorablemente a la rutina criminal, de la cual ya no pudo salir.
—Estás exagerando con estos pedidos de favores, Norma; y, encima, ahora viene la prima de una expaciente, quien enviará a otra prima o amiga. Esto se puede convertir en una cadena sin fin.
—No te preocupes, mi amor. Para eso somos lo que somos —le dijo Norma, riéndose muy segura de sí misma.
—No me da risa —replicó Carlos—. Aquí, en caso de complicación, el único que va a pagar soy yo.
—¡Jamás! —desaprobó Norma—. Jamás permitiré que tengas problemas. Tenemos comprados a todos los que hipotéticamente deberían atender un caso así. Cálmate. Te repito: no te preocupes. Confía en mí.
Carlos quedó más tranquilo. A partir de ese diálogo, ya no volvió a tocar el tema. Se sentía blindado por las palabras de su amante.
Además del brusco cambio que habían experimentado su moralidad y su ética, en el sentido de ganarse un cierto descaro, mucho más cómodo que vivir con el corsé de los preceptos, empezó a saborear la agradable recompensa del dinero fácil, lo cual le posibilitaba la comodidad de una vida desahogada, la extensión de sus proyectos de vida, y la satisfacción paulatina de sus ambiciones materiales más urgentes (y la caja de ahorro crecía).

Ese mismo hecho le introdujo en el mundo de la lujuria, ya que en base a las inevitables confidencias, fue conociendo la vida y milagros de la mayoría de las mujeres humildes y copetudas del lugar. Él sabía que una mujer caída en desgracia, anhelaría que todas las demás mujeres cayeran, para de esa forma evitar la condición de única pecadora. Como sucede en las cárceles, donde los criminales no se tratan como criminales sino como personas normales, como seres humanos amistosos. Es como pretender la amnistía o la impunidad en una sociedad donde la inmensa mayoría son delincuentes e inmorales, violadores de la ley de Dios y de los hombres: un Corinto, donde el tamaño monstruoso del desenfreno y la corrupción hacía imposible el castigo de Dios a unos cuantos. Entonces, hablaban unas de las otras, confiando cada quien al doctor, mayoritariamente, los pecados femeninos de la ciudad; y éste, como en una compleja telaraña que crecía sin parar, iba conociendo los concupiscentes secretos de las respetadas señoras, las inmaculadas señoritas y las viudas recatadas, hasta llegar a los últimos barrios de la ciudad. El doctor Carlos, sin pretenderlo ni desearlo, se convirtió en el «Rasputín» de la ciudad. Solo los servicios secretos de un país tienen esos privilegios. Y esa su nueva condición de sacerdote de la infamia, lo convertía en el hombre de más confianza para aquellas mujeres descarriadas, en el salvador prudente, y por consecuencia lógica, en la figura masculina más seductora de la ciudad. Más del noventa por ciento de las mujeres que habían abortado con él, le entregaron encantadas sus cuerpos y sus libidinosas voluntades.

De ahí en más, todo le resultó fácil y tentador. Ya no era Norma la única mujer que le abría las piernas en el consultorio. Una a una fueron cayendo las víctimas de su nuevo entretenimiento, que le hicieron olvidarse del tedio y de su problema conyugal, asumiendo con gusto el papel de macho irresistible, hasta el punto en que se volvió una obsesión para él sumar la mayor cantidad de mujeres poseídas en su haber. Se había hecho con un libro de contabilidad (emulando el método del doctor Francia), donde registraba escrupulosamente el nombre y la fecha de la mujer poseída, marcando en una columna de al lado con las letras M, R, o B (malo, regular, bueno) el grado de placer que había recibido. También marcaba si eran rubias, morochas, blancas, trigueñas, etcétera, y las edades (toda vez que lograba conseguirlas), y las conexiones con los hombres de la oligarquía local, que eran los datos de mayor importancia para él. Siempre había pensado que el poder y el erotismo eran puño y filo de una misma espada.

Ya no quedaba nada del Carlos de los primeros tiempos, de aquel soñador que se imaginaba una vida apacible de hogar, respetuoso de las buenas costumbres y de las reglas tácitas que impone la decencia en una sociedad. Para él, la familia, más allá de la real importancia afectiva que le concedía, se convirtió en una gran comodidad, en una máscara para mantener las apariencias, para no poner en riesgo su reputación. En algunas ocasiones, cuando la conciencia tamborileaba, se veía a sí mismo como el personaje de aquella historia Doctor Jekill y Míster Hide, con la única diferencia que él no era un asesino en el sentido tradicional, sino un «truncavidas». Aplacaba su conciencia pensando que en muchos países del mundo, en los más desarrollados, el aborto no era ya considerado ni ilegal ni tabú, además de sostener que el feto no era un ser humano sino un ser amorfo, existencialmente indefinido, un prehombre. Por estas razones, y porque sentía que su sentimiento hacia su esposa era todavía redimible, la idea de la separación estaba lejos de sus intenciones.

En cuanto a Matilde —como era materialista a medias— si bien ella llegó a valorar el sacrificio que Carlos hacía para hacerse de un nombre —y un patrimonio— dentro de la sociedad, siempre le pareció más importante la armonía familiar, la riqueza espiritual, antes que la acumulación ciega de bienes. Como mujer hermosa no estaba sustraída al placer de la vanidad (vestirse bien y frecuentar las peluquerías); pero, acumular para ostentar no era su lucha, nada tenía que ver con la ambición egoísta que quiso demostrar Carlos en un momento dado, lo cual la hizo sentirse molesta, ya que interfería en la relación de ambos. De ninguna forma aceptaba que su marido trascendiera en su trayectoria social más allá de su libertad individual, porque le quitaría tiempo de estar con ella, de dedicarse a su familia. Sentía celos ante la idea de que Carlos se convirtiera en hombre público. Por esta razón, se opuso tajantemente (lo amenazó con partir a Asunción) ante un proyecto de Carlos con unos amigos para aventurarse en la política.
—¿Dedicarte a la política? —preguntó ella, y visiblemente contrariada prosiguió: —Te has vuelto loco. Lo último que deberías pensar es meterte en ese antro de corrupción y latrocinio. ¿Quieres ser un títere de la dictadura? ¿Eso es lo que quieres?
—Lo que quiero es hacer algo bueno por mi país. Luchar contra esos delincuentes que…
—¿Para que te maten? —le interrumpió Matilde.
—¿Y entonces qué? ¿Debo resignarme a una vida de sumisión política? Generalmente, nosotros los médicos tenemos sensibilidad social, por todo lo que vemos sufrir diariamente a la gente; y a mí me preocupa que en nuestro país nada mejore con respecto a esa injusticia. Como dice el tango: «Los inmorales nos han igualado». Yo quiero luchar desde adentro y no estar observando resignado cómo los bandidos se van apoderando del poder.
—Aunque estés en el parlamento deberás ser sumiso a la voluntad del gobierno.
—Entonces, no estás de acuerdo. No voy a tener tu respaldo, tu ayuda.
—Por supuesto que no la tendrás —le dijo ella, con categórica resolución—. Es más, te repito: me marcho a Asunción. No podré soportar una vida donde ya no estarás con nosotros, donde solo serás un fantasma de ti mismo.
—Está bien, mi amor —aceptó Carlos—. Sin tu ayuda es evidente que no lograré nada. Pero, quiero que sepas que siempre fue uno de mis sueños.
—Yo le llamaría «sueños irreales». Sabes que el que va a ser bandido ya nace bandido. Nosotros somos gente decente. No aceptamos esa vida de cinismo inmoral y tampoco queremos robar.
«Si supiera lo de los abortos», pensó Carlos.

Como consecuencia de esa vida desordenada, aunque secreta, se fue cargando de problemas y tensiones que incidían sañudamente sobre su matrimonio. Las llegadas a altas horas de la madrugada fueron menoscabos inaceptables para Matilde. Cada vez que esto ocurría, ella, sin poder contenerse, lo enfrentaba sin esperar que amaneciera. Le decía de todo, haciendo hincapié en la suposición de que tenía una amante. Por primera vez se sintió acosada por los celos.
Una madrugada, cuando Carlos entró a la casa, se llevó un tremendo susto. Matilde estaba sentada en uno de los sillones de hierro, detrás del aljibe, casi en la oscuridad, y le saltó a la cara arañándolo; luego, en estado casi hipnótico, se puso a olisquearlo en el cuello, en la zona de las axilas, sobre la camisa, buscando el olor de algún perfume femenino, alguna evidencia de traición.
Si bien este tipo de reacciones podría ser considerado por cualquier hombre como causa de orgullo —viéndolo desde el ángulo de lo importante que debería sentirse frente a su mujer—, la realidad era más patética. Muy preocupado, él se advirtió a sí mismo de lo peligrosa que podía resultar una conducta así. Conocía muchas historias de crímenes pasionales, de suicidios, tanto en la vida real como en la ficción. Si bien no era un lector asiduo, había leído dos novelas que trataban sobre el tema del adulterio y del suicidio: Ana Karenina y Madame Bovary, y la crónica periodística del famoso caso de Sylvia Plath, —quien se suicidó por amor el11 de febrero de 1963—. Todas estas tragedias dejaron en su memoria la visión de la locura que puede desencadenar la condición humana. Recordó también una historia leída en una revista donde contaba que en la novela Las penas del joven Werther de Goethe —publicada en 1774—, el protagonista sufrió por amor hasta tal punto que acabó por quitarse la vida. Muchos de los jóvenes lectores de la época llegaron a suicidarse imitando la muerte del protagonista. Las autoridades de Italia, Alemania y Dinamarca llegaron a prohibir la novela.

Matilde reconoció ante Cirila, y en varias ocasiones ante sí misma, su conducta anormal (aunque no se esforzaba en superarla), y también tenía el temor de que sucediera alguna locura en su matrimonio. En los últimos días los nervios la traicionaban.


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Durante el tiempo en que la crisis conyugal alcanzaba sus cotas más altas, el humor de Carlos se volvía ácido, sumergiendo a la familia en un verdadero infierno. Había días en que sentía la necesidad de torturar a Matilde, por la sola idea de que no podía gozar con ella como lo hacía con Norma o con otras fáciles hembras. Subestimaba los sentimientos de su mujer. La autoconfianza sobre sus dominios (su hogar) y la seguridad de que Matilde jamás podría desprenderse de los alcances de su voluntad, le brindaban la misma tranquilidad de un carcelero ante un preso con imposibilidad de fugarse. «La correccional se encargará de domar su rebeldía». Es posible sospechar que el eterno conflicto, como un lazo sadomasoquista, los mantenía juntos. No estoy seguro. Pero sí estoy seguro de que en ese anhelo de Matilde por alcanzar la dicha necesaria, la eterna crisis hizo que Carlos fuese sintiéndose más seguro de ella, porque la felicidad anhelada por ella parecía ser la zanahoria frente al burro.

El primer susto grande que sintió Carlos fue cuando Norma se enteró de aquellas corrientes turbias en las cuales él nadaba (calaveradas que se iban acentuando). Un día lo enfrentó en el consultorio; y si ello no desembocó en un escándalo, fue porque Carlos, desesperado, utilizó todos los argumentos disponibles para convencer a su amante que no se dejara impresionar por simples habladurías, por chismes, por intrigas de gente envidiosa. Pudo sortear la contrariedad, pero le quedó la sensación desagradable de que ya no era dueño de su voluntad. Los hilos de las circunstancias creadas por él mismo, como un bumerang, se volvían en contra suya, costándole cada vez mayor esfuerzo controlar el dominio de la situación. Y cada vez le era más difícil mentir para cubrir otra mentira.

Como un chico pescado en falta, su comportamiento sufrió un cambio brusco. Suprimió todos los excesos, hasta el extremo de rechazar proposiciones directas de mujeres que deseaba desde hacía tiempo. Su prudencia se antepuso a cualquier tentación, a sabiendas de que en algunos años más sentiría no haber gozado de esos cuerpos.

En los días siguientes al desagradable incidente con Norma, volvió con docilidad a los brazos de su esposa, dedicó mucho de su tiempo a desempeñar su papel de padre y esposo. A Matilde la llenó de atenciones y cuidados, llevándola a cuanta reunión social se hacía en la ciudad, al cine y a los restaurantes a cenar; se volvió a entusiasmar con los masajes que solía darle. (El masaje siempre le resultaba bueno para lograr la conexión, aunque invariablemente él buscaba llevarlo al territorio del erotismo, lo cual ella aceptaba porque en verdad Carlos sabía cómo hacerla sentirse mejor.) Y con la pequeña Liz se pasaba horas enteras jugando, como queriendo resarcir a la nena del abandono paterno en el que la había sumergido. Se dedicó con ganas a la cocina, una actividad que siempre le gustó. Matilde lo acompañaba un tanto incrédula; sus antenas se habían parado; no le convencía el cambio brusco en la conducta de su marido; pero se guardó esos presentimientos (quedó lidiando con el demonio de los celos). Le daría tiempo al tiempo, a ver qué pasaba. Así, pues, irradiando una renovada sonrisa, una belleza serena que despertaba la callada admiración de todos, se insertó con renovados bríos, del brazo de su marido, en la vida social de la ciudad.
—Te ayudo —le decía Matilde—. Yo te pico las verduras y tú te encargas del resto.
—Te agradezco, mi reina.
—Y si quieres, puedo preparar la mesa.
—No, mamita; déjame eso a mí —le decía, mientras le estampaba un beso en los labios—. He visto que estás empezando un nuevo un libro. Anda a leer y espera que te llame. ¿Te gustaría un champán?
—Nunca me niego a un champán —respondió ella con su mejor sonrisa.
Estas eran las actitudes de Carlos que la desarmaban, que la limpiaban de las voces de los demonios, que hacía amar más a su hombre, a ese hombre que sabía hacerla sentirse amada.

Sin embargo, esos días de buen comportamiento de Carlos (de marido ideal) duraban muy poco: apenas el tiempo necesario para que le pase el susto. Cuando la tormenta había amainado por completo, cuando Matilde había dejado de manifestar aquel trance de celo, cuando Norma se mostraba muy enamorada en los encuentros que se reanudaban, él se volcó nuevamente a las fechorías lujuriosas y a la vida disoluta. Por esta época fue que empezó a beber en serio; le agarró el gusto al whisky y a la cerveza (primero dos o cuatro rayas de whisky y luego seguir con cerveza) y a la famosa reunión de los «viernes de soltero» con varios de los fieles amigos que había cosechado. Primero se reunían en el hotel Francés (acababa de adquirir una mesa de billar para el «club de los caballeros») , para luego, cuando los ánimos se enardecían y el hotel se cerraba, ir a parar en cualquier tugurio donde la lujuria reinaba. El destino de la inseparable pareja era una incógnita hasta para mí mismo.


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Carlos, poniéndose de acuerdo con su tío Pablito, decidió dar una sorpresa a Catalina viajando a Asunción para festejarle su cumpleaños número sesenta. Ocho días antes, el tío Pablo llegó desde Cumbres soleadas a Concepción, con su camioneta cargada de todo tipo de animales vivos en jaulas y chipas y quesos y huevos de gallinas y de codornices. Tres días estuvo paseándose en compañía de Carlos por toda la ciudad, visitando a sus amigos, al gobernador, al intendente municipal, al jefe de correos, al comandante del destacamento militar, y a una señora de unos cuarenta años, morena linda de grueso físico, viuda con tres hijos, a quien había ganado como amante asalariada (le había asignado un sueldo mensual que cumplía con caballerosidad).
Al cuarto día, el de la partida del Cruz de Malta a la capital, Pablo dejó su camioneta en el taller de un mecánico que conocía desde hacía treinta años, para que le hiciera un mantenimiento general; y, no obstante, le recomendó que de ninguna manera permitiera a sus empleados utilizar su vehículo. «Mira que tengo mis espías por toda la ciudad, y no quisiera verme obligado a mandarle preso a nadie», le dijo a su mecánico Lucho, guiñándole un ojo frente a todos sus empleados. Esto él lo hacía en serio y en broma, porque ni él podría saber si cumpliría su palabra en caso de que infringieran sus advertencias. Era un tipo macanudo.
El viaje río abajo siempre era más agradable.
Carlos viajó solo, sin su familia, con la agenda de regresar a Concepción a los ocho días de su arribo a Asunción. Pensó que esa separación le haría mucho bien al matrimonio.
De jovencito Carlos sentía pasión por los viajes. Mientras paseaba por la cubierta y observaba la exuberante vegetación de la orilla oriental del río, recordaba los «recorridos» que hacía por los continentes en el globo terráqueo que su madre le había regalado en uno de sus cumpleaños. Siempre había sentido una fascinación especial por el río, por el hecho de que durante siglos corría el agua por su cauce, y que había servido a generaciones enteras de hombres para alimentarse y viajar a través de sus aguas. Pensaba en la vida que llevaban los nativos ante la gran riqueza que luego les hemos arrebatado.
A las cuatro de la tarde llegaron a la capital. El tío Pablito había perdido una buena suma en una partida de póker —que duró lo que duró el viaje—; pero lo tomó con muy buen humor que disipó la preocupación que se había gestado en Carlos.
—Parece que me metí con unos tránsfugas —dijo el tío.
—Sí, puede ser; se dice que en los barcos siempre viajan tahúres con el solo propósito de encontrar víctimas. Son profesionales que viven de esta «profesión» —opinó Carlos.
En Asunción volvió a la cama materna. Todo el tiempo de su permanencia durmió con su madre. Charlaban hasta altas horas de la noche, como en los viejos tiempos. La noche del cumpleaños fueron a cenar —con el tío Pablo y Manuela (Hugo se encontraba en Buenos Aires)— a una parrillada donde actuaban los grupos Los indianos y Los tres Sudamericanos, este último, famoso en España; y pasaron una velada inolvidable ya que, luego de mucho tiempo, volvieron a sentir el calor de familia; degustaron unos exquisitos asados, bebieron buen vino, y escucharon muy buena música latinoamericana. Catalina no daba de felicidad: se encontraba en compañía de dos de las personas que más amaba.
En esos días, Carlos también visitó a sus suegros. Soledad y las primas se encargaron de prepararle una comida y una cena, en esa semana que estuvo en la ciudad. En la cena asistieron Catalina y el tío Pablo.
Su estadía fue un bálsamo para el espíritu de Carlos. Recuperó su alegría de vivir, su optimismo con relación a su matrimonio y las ganas de ir a trabajar con voluntad renovada. Se comportó como un marido fiel, desechando cualquier tentación de polleras.


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Cuando regresaron a Concepción, subieron a un taxi, Carlos dejó a su tío en el hotel Francés con la promesa de encontrarse más tarde, se dirigió a su casa, y cuando entró en la habitación se acercó a Matilde, que con un pañuelo entre sus dedos crispados intentaba contener las lágrimas que le brotaban de los ojos, y le preguntó que qué le pasaba. Matilde lo miró desde su incómoda posición, a través de las hendiduras de sus dedos que le cubrían los ojos, y le dijo que nada. Carlos se acercó aún más, ya de rodillas sobre la cama, mientras le decía que alguna razón tendría que tener para llorar. Matilde le contestó entonces entre sollozos que sabía todo lo que él hacía sobre el aborto. Carlos replicó que no tenía nada que esconder, que él solo hacía el aborto terapéutico, a las mujeres que habían sido violadas o las que tenían problemas de salud, que podían peligrar la vida del feto y la de las madres. Matilde le preguntó que cómo fue que se metió en ese lío, y él le respondió que fue a pedido de Norma que le había hecho el «trabajo» a una amiga suya desesperada, y que ahí empezó la cadena. Y terminó diciéndole: «No tengo nada que esconderte, mi amor. Nada estoy haciendo a escondidas tuya». Matilde le preguntó si estaba haciendo eso como un negocio (puso el dedo en la llaga), y Carlos tuvo que mentirle diciéndole que no, que no lo hacía por dinero. Por último, le preguntó si por qué no le había revelado antes; y él le dijo que era una parte delicada de su profesión que tenía que ver con la privacidad de sus pacientes. Ella quedó conforme con la explicación. La causa de su consternación había sido el chisme que le trajo Cirila de la calle.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Segunda parte
Capítulo 6
1967


6spA

Hay días en que es mejor quedarse en la cama, enfermarse, o simplemente estarse quieto y en silencio tapado hasta la cabeza. Parece que los dioses, después de dictar los acontecimientos naturales, determinan que ningún mortal interferirá en el curso de los hechos que se sucederán. Hagan estos lo que hagan, la historia ya ha sido escrita. Si alguien, por ejemplo, tiene planes concretos para mañana (retirar el dinero del banco para algún viaje, y luego esto y aquello…), los planes pueden verse drásticamente frustrados por circunstancias que resultan lo que decimos: «el destino lo quiso así».

Hacía tiempo que Cirila estaba enterada de las andanzas de su patrón; pero a pesar de su reconocida debilidad para ventilar secretos, no pudo reunir la suficiente audacia para comentarle a su patronita. En este caso, ella no luchaba con el demonio azuzador de chismes —ya que su propio ángel de la guarda le había otorgado licencia para abrir la boca—, sino consigo misma. Tenía la convicción de que se trataba de una noticia «publicable», pero se obligó a una autocensura por el amor que sentía hacia ambos cónyuges (infinitamente más hacia Matilde). Su naturaleza chismosa no llegaba hasta el extremo de hacerles daño. Además, un escándalo que podría, fácilmente, concluir en un desastre mayúsculo, dado el carácter irascible de Matilde, no le convenía en absoluto; todo lo contrario, amenazaba con devolverla a la tiranía de su viejo amo y, por ende, a esa vida pálida, sin emociones, de sumisión triste y resignada, lo cual sería lo mismo que regresar del purgatorio al infierno.

Pero a pesar del silencio, de la prudencia y de la precaución de Cirila, el azar, esa fuerza imprevisible que tuerce los destinos humanos, sería la encargada de asestarle un durísimo golpe a la confianza conyugal. Aquella tarde, Matilde recibió un telegrama remitido desde Asunción por su madre, donde le decía que el aparato de electrocardiograma había llegado desde los Estados Unidos, y que se hacía imperiosa la presencia de Carlos, para finiquitar los trámites y retirarlo de la casa importadora. Matilde estaba muy excitada porque se trataba del primer aparato que se utilizaría en la ciudad. La noticia era como para festejarla. La adquisición de la máquina significaría un gran paso en el escalafón profesional. A pesar del conflicto íntimo que persistía en la pareja, no dejaban de estar unidos cuando de vanidad y avance social se trataba. Ver a su marido contento en su trabajo le provocaba a Matilde la esperanza de que la dicha necesaria cubriría su entorno como un manto milagroso.

Con el telegrama en la mano corrió al consultorio de su marido para compartir la gran noticia.
—Buenas tardes, señora —dijo la secretaria. Luego, señalando la puerta del consultorio, agregó—: Se encuentra atendiendo a la señora Norma.
—¡Ah! ¿Está con normita? Entonces llevaré la noticia a ambos. Gracias, Eugenia —dijo, mientras se dirigía resueltamente hacia la puerta.

A la secretaria —como a toda secretaria— le picó el bichito de la curiosidad; quiso saber de qué noticia se trataba; tenía la confianza suficiente como para preguntar, ya que ella trabajaba ahí gracias a Matilde y a Norma; pero, viendo la excitación que mostraba la esposa del doctor, y el apuro por llegar hasta su marido, se encogió de hombros y continuó tranquilamente con su tarea. «Ya llegaría la hora de saberlo.»

Matilde abrió la puerta con naturalidad, como si fuese la de su propio cuarto, e iba sosteniendo el telegrama en alto con una mano. No vio a ninguno de los dos; pero, al instante se percató de que ambos se encontraban tras el biombo.
—Ya estamos terminando, amor —dijo Carlos. Su voz era un pálido eco de la realidad que deseaba presentar a su mujer.
Matilde captó esa insegura aseveración. Su sexto sentido le decía que sí, que estaban terminando…, pero, ¡con qué! Rápidamente y con el corazón en la garganta, se dirigió hacia la zona privada tras la mampara, mientras escuchaba con amarga presunción sonidos raros de movimientos desordenados y agitaciones. Antes que a Carlos y Norma les alcanzase el tiempo para recuperar la compostura, Matilde se encontraba ya frente a la escena, frente a la espantosa escena, frente a la maldita escena. La alegría que había llevado a su marido desapareció por completo de su fisonomía; y, en remplazo, la expresión de su bello rostro era de una infinita tristeza mezclada con resignación ante lo que ya no se podía borrar (esto no era un filme que podía ser censurado en esa parte). Sus verdes ojos parecían cristales mojados, cristales sin vida. Temblaba sin poder contenerse. Se orinó encima. Hasta los trece años se había orinado en la cama cuando tenía pesadillas, cuando se asustaba; y, ahora, toda esa angustia de su infancia y preadolescencia, retornaban con su fría perversidad. Se sentía castigada por la villanía, por la bajeza, por su esposo y su mejor amiga. Norma se encontraba sentada en la camilla con las ropas puestas a medias, con los cabellos revueltos, el rostro encarnado, la mirada perdida, toda la imagen trasuntando sexo. La evidencia fatal del coito golpeó violentamente a Matilde. ¿Qué hizo?... Nada, absolutamente nada. Quedó petrificada, mirando con los ojos desorbitados, mientras los adúlteros, totalmente descontrolados, seguían arreglándose con torpe disimulo, a los apurones, tratando con abatimiento de recuperar el decoro.
A Carlos, quien miró de reojo a su mujer, para auscultar el infinito dolor que expresaba su rostro, le había sucedido lo que le sucede a toda persona sorprendida en una situación desatinada y vergonzosa: no supo adecuar su aspecto a la realidad en que se encontraba. Esbozó un principio de explicación; pero, ante la ridiculez de aquella pretensión, se convirtió en un verdadero tonto, alguien que balbucía incoherencias.
Diez segundos después, sin pronunciar palabra alguna, Matilde dio media vuelta, caminó con dignidad hacia la puerta, y salió del infierno cerrándola tras de sí. Ni siquiera lo hizo con violencia, sino con un dominio de sí misma que aterró a Carlos.
Si hubiese sido un portazo, él lo compararía con una enfermedad curable; pero, tal como ella lo hizo, le pareció un cáncer maligno con metástasis. Si hubiera estallado, demostrado furia, ira, cólera, evidenciando enojo por la jamás esperada traición; si hubiera gritado su dolor por ver a su mejor amiga tratando de robarle a su marido, una leve esperanza de ser perdonado se hubiera apoderado de Carlos; pero, tal como sucedieron los hechos, observando con impotencia el alma desgarrada de su mujer, perdió la fe en Dios, a quien en última instancia hubiese recurrido para rogarle ayuda. Como la aceptación de alguien amado que se muere, el sentimiento de desolación y búsqueda vacía se apoderó del desatinado seductor.
Norma salió corriendo tras ella, la alcanzó ya en la calle, y le expreso con desespero:
—¡Matilde, Matilde!, escúchame, por favor, te lo ruego. Déjame explicarte esto.
—¿Explicarme qué?
—Que no pasó lo que piensas. Solo fue un momento de locura, la obra de un demonio. Te juro por mi familia que no hubo nada previo a este momento. Esto surgió de forma espontánea. Ya te digo, fue el diablo, Matilde.
—Además de viciosa eres cínica y descaradamente graciosa. No me sigas hablando. ¡Sal de mi vida, maldita!

¡Ay, qué dolor! ¡La egoísta costumbre de los hombres y la envidiosa conducta de las mujeres! ¿Por qué han matado mi confianza, mi alegría de vivir? ¿Por qué han arrancado el velo a mi corazón amante, mostrándome esta terrible realidad? Yo no deseo esto. Siempre soñé que dormiría plácidamente con el sonido alentador de la noche, vislumbrando que, a pesar de todos los conflictos personales, la vida seguiría siendo hermosa, digna de ser vivida, y que valía la pena luchar, sacrificarse por alcanzar la armonía del hogar, la vida serena y plena de satisfacciones. Sé que esa vida existe, que miles de parejas están viviendo la dicha necesaria, que solo se necesita un poco de voluntad y lealtad para conquistarla. Pero esto, no. De esta manera es imposible. ¡Ten piedad de mí, mi Dios!

Ahora que todo se ha venido abajo, como un sufrido árbol que un día cae a causa de una tempestad, o como un pichón de ave que choca contra un ventanal en una noche de invierno, ¡después de tanto empeño!, ¿cómo haría Carlos para recuperar el afecto de su amada? Porque lo último que aceptaría en el mundo era separarse de Matilde; más aún, ahora que, desahogada su calentura por Norma, veía con suma claridad que ella no era sino una mujer francamente prescindible en su vida; saciado su instinto, la veía como a una mujer cualquiera del montón, sin ningún atractivo especial, sin ninguna magia, ya esfumado el magnetismo que antes lo enfebrecía.

Así fue como Matilde conoció la más descarada traición de su marido con su mejor amiga, la realidad de la miseria humana. Constató que existe el asco, la grosería, el cinismo, la falsedad. Y tuvo que abrir los ojos para observar las aguas oscuras de la porquería y los sueños muertos y el jarrón de cristal que se rompía en mil pedazos.

A Carlos le había sucedido lo que le sucede a toda persona sorprendida en una situación desatinada y vergonzosa: no supo adecuar su aspecto a la realidad en que se encontraba.

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Los pensamientos que le nacieron a Matilde como consecuencia de aquella terrible escena del consultorio (le hería en el alma esa imagen del hombre que amaba entregado a la vil concupiscencia con otra), gradualmente iban inundando su conciencia, como un aljibe en una lluvia lenta pero persistente, y la sensación de hartazgo se hacía cada vez más insoportable.
«¡Ay, Dios mío! ¡Me siento en el mismo infierno! —pensó Matilde, de repente, apretándose el pecho que parecía iba a explotarle—. ¡Qué suplicio! ¿Qué hice para merecerlo?»
—¿Qué te pasa, Matita? —le preguntó Cirila, muy preocupada al ver el derrumbe anímico de su patronita.
—¡Me siento en el mismo infierno! Tengo la sensación de que el pecho me va a explotar.
—Pero, ¿qué te pasa? Dime, por favor.
—He descubierto una traición —fue la lacónica respuesta, sin explicación adicional.

—¡Dios mío! —exclamó Cirila—. Pero, a ti nada te va a pasar, mamita. Ya le prendí una vela a la Virgen, y esta noche, si quieres, podemos rezar un rosario juntas. Eso nos dejará «limpias» a las dos, con fuerza para superar esto.
Unas gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Matilde pensó que no tuvo piedad el cielo de su dolor.
—Quisiera dormir y no despertarme nunca más…
—No, por favor, no digas eso. Recemos a la Virgen, ahora mismo, un Creo en Dios padre y diez avemarías. Dale, Matita, y esta noche rezaremos el rosario.
—Está bien, vamos —dijo Matilde.

Entonces se inició la época del enorme silencio, el silencio de las almas con presencia física, disimulado con diálogos obligatorios, triviales, con preguntas y respuestas secas, agresivas en su indolencia. ¡Qué tiempo de desdicha! La punzante memoria se encargaba de traer a la conciencia los mejores recuerdos, las risas en la hamaca, los almuerzos de los domingos, los paseos por el río, haciendo intolerable la idea de la separación.
Aquella traición se adheriría para siempre a sus recuerdos; imborrable estigma que se volvería herida, llaga, cicatriz que marca el carácter y el estado de ánimo y, por sobre todo, que hace crecer la desconfianza hasta límites desgraciados.
Encadenada a la monótona rutina del hogar, abrumada por observar la inmutabilidad de las cosas (le parecía que ni las plantas crecían ya, y las flores se habían petrificado en sus pálidos colores), a punto de romper con gritos desaforados aquel despreciable silencio, Matilde pugnaba con la implacable sensación de soledad que la embargaba. Ni Cirila —de cuya insustancial labia trataba de huir—, ni su pequeña hija —cuya distante inocencia la replegaba aún más en sí misma—, y menos todavía su marido (odiosa figura de imperdonable traidor), lograban devolverla a la posibilidad de la charla y la compañía. Su desordenado espíritu sólo deseaba aislarse y seguir autoflagelándose. Penoso resultaba para aquella alma atormentada ver que el mundo seguía su marcha apacible hacia la eternidad. Para ella, criada entre algodones de familiar afecto, era un desconsuelo carecer de la comprensión paterna y de las caricias incondicionales de su madre. Se iban volviendo devastadoras —para cuerpo y espíritu— los efectos de la inesperada traición.

Carlos regresó a la casa, se replegó en un cuarto que utilizaba como escritorio, y se quedó callado-escondido, como un perro consciente de su mal comportamiento, mirando con ojos inexpresivos, tratando de pasar inadvertido. Tenía, en última instancia, la esperanza de que el volcán no arrojara todo el magma de su destrucción. Por miedo al desaire, a la merecida puteada, resignaba los impulsos de hablar con su esposa. Aunque, unos días después, viendo que el pedido de separación o de viaje a Asunción no llegaba, se armó de valor, y le preguntó por el destino de alguna camisa que deseaba ponerse ese día (lo hacía sólo a los efectos de entablar conversación, de romper el hielo, de escudriñar el grado del rencor de su esposa); e invariablemente, esa vez y otras veces de insistente intento, recibía por respuesta una seca y fría información sobre tal destino. La vida se hacía pesada para todos en tales circunstancias; las horas no corrían, como cuando dos bestias se estudian en suspenso antes de un enfrentamiento; los pensamientos de cada uno giraban alrededor del acre disgusto, de la lamentación ante la armonía perdida; y todo el pequeño paraíso que constituía aquel hogar emocionalmente golpeado, se convirtió, si no en un pavoroso infierno, en un insufrible purgatorio.

Cuando Cirila se le acercaba para consultarle sobre alguna receta de cocina, Matilde la despachaba a los apurones, dominada por una hostil impaciencia. Lejanos quedaban los días en que disfrutaba de su cargo de administradora de la casa.
—Por favor, quiero que me dejes sola, Cirila —exclamó, cuando la fiel criada le había traído un vaso de agua sin que Matilde lo pidiera—. Solo a ti te comento que me siento muy desgraciada, que realmente no sé qué hacer. Quiero dormir y no puedo.
—Te traigo un té de tilo, mamita —dijo Cirila, como no queriendo aceptar tan drástica determinación.
—Bueno…, pero después ya no me canses —respondió, Matilde, haciendo un gesto con la mano de que le molestaba la puerta abierta, la claridad del día que penetraba, el cielo, la vida…, todo.
—Pero, Matita, por favor…, no puedes seguir así... Te vas a enfermar —dijo como rogándole un poco de atención. Y cuando notó que Matilde no protestaba, prosiguió—: No sé qué es lo que pasó entre ustedes; no comprendo por qué tenemos que estar tan tristes y tan desesperados todos en esta casa.
La astuta Cirila hacía como que no sabía nada. Su objetivo era apaciguar los ánimos, tratar de minimizar la grave falta de Carlos, transfiriendo la responsabilidad a ambos. Le aterraba la idea de una separación y el fin de su edénica vida en esa ciudad.

Unos días más después, por fin se produjo la crisis. Matilde empezó a llorar desconsoladamente. Cirila, horrorizada, no sabía qué hacer. La llevó a su cama y, rodeándola por el cuello, estuvo pegada a ella hasta que se calmó entre sollozos.
Las emociones que nacían en Matilde, generada de los malos recuerdos, se convertían en pensamientos enfermizos; y estos pensamientos malsanos la llevaban a un círculo vicioso, pues las experiencias de su vida diaria ella lo asociaba con experiencias negativas de su pasado, lo cual a su vez generaba emociones negativas, y posteriormente esto hacía que sus pensamientos volvieran a ser negativos, reforzando los ya almacenados. De esta forma, Matilde se iba hundiendo gradualmente en su problema hasta convertirlo en una tortura, ya que le era imposible frenar los conflictos mentales que se sucedían en su interior.
Recibía las imágenes de la traición, y nuevamente vertía lágrimas que anhelaban expulsar la repugnancia. No podía olvidar la escena espantosa que tuvo lugar en el consultorio. No podía soportar el rostro de cínica expresión de Norma que ella creó en su mente. Parecía entonces otra mujer. Nunca, en toda su joven vida, tuvo una experiencia tan fuerte, tan fuerte que le exigía una revisión de todos los valores éticos y morales que sostenían su razón de ser. La rabia y la indignación se reflejaban en su semblante, reemplazando al respeto que antes le tenía a su marido. Sentía que su corazón martirizado le iría a estallar. Ahogada por la angustia, prorrumpía en sollozos entrecortados, y en su mente empezaban a llover los reproches, las quejas, como dominada por la desesperación. Se sobresaltaba a medianoche, la despertaba un agudo dolor en el pecho que la hacía temer por algún infarto. «No —se decía—, no puedo morir por su crimen». Y lo que era todavía peor: más allá del dolor, más allá de la soledad, más allá del temor, se encontraba ella temblando y presa de su situación, ciega a alguna rendija por la cual podría llegar a penetrar la luz en su espíritu. Sentía que iría a vivir esa penuria por mucho, muchísimo tiempo. Y, a veces, temía no salir nunca de esa pesadilla. En este punto es conveniente aclarar que Matilde era consciente de que los hombres paraguayos nunca fueron dechados de virtudes, y que «las canas al aire» nunca fueron novedad; pero, ella, tal como había dogmatizado entre sus compañeras de colegio, jamás aceptaría ese odioso privilegio de infidelidad que las madres y las abuelas aceptaban con resignación.
—¡Nosotras vinimos para erradicar la desigualdad! —había proferido una vez en un discurso de barricada en los patios del colegio.


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A pesar de su crítico estado, un día, Matilde, acompañó a su hija Liz a unos ensayos para una velada en el colegio, donde representarían la vida y la horrenda muerte a pedradas de san Tarsicio. Esa actividad la distrajo bastante. Salir a la calle, «pisar tierra», hablar con la gente (gente espiritual, religiosa), significó respirar aire puro, alejarse de su dormitorio con su atmósfera envenenada.
Liz hacía el papel de uno de los ángeles que acompañaban a María Auxiliadora, mientras llegaba el mártir de la eucaristía al reino de los cielos. El tiempo que duraron los ensayos y los tres días de representación de la obra, fueron días memorables para madre e hija. Habían disfrutado, luego de mucho tiempo, de la mutua compañía. El hecho de que el papel de su hija en el drama era muy secundario, sin parlamento, no le importaba. Para ella lo trascendente residía en el hecho de que la pequeña Liz (que ya había cumplido los cinco años) se encontraba flotando en la fantasía de vivir en otra época, como si hubiera realizado un viaje en el tiempo.
Las monjas del colegio María Auxiliadora, le propusieron a Matilde hacer el papel de la Virgen María (su bello rostro cubierto de tristeza le daba un aire místico que impresionó a la hermana directora). Ella aceptó, no solo para distraerse de sus problemas personales, sino porque encontrarse en ese ambiente de santidad, de devoción, le devolvía su larga vida de colegiala religiosa, y le tranquilizaba sentir de nuevo la reafirmación de su fe cristiana.
No es necesario recordar que la velada fue un éxito rotundo. Se presentó la obra por tres días seguidos, y el domingo en tres sesiones.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Segunda parte
Capítulo 7


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En octubre de 1967, Hugo llegó a Asunción en compañía de los dos integrantes de su grupo musical. Había traído desde Buenos Aires un libro, La riqueza de las naciones, (Adam Smith), con encuadernación de lujo, de parte de un empleado de la zapatería de su tío Bartolomé, para ser entregado a Juan Carlos Da Costa, preso en el Departamento de Investigaciones, acusado de comunista. Tanto el empleado, un tal Adalberto Quiñonez (amigo y exvecino de Da Costa, pero apolítico) y Hugo, ingenuamente pensaron que podrían hacer llegar al preso, como una encomienda cualquiera, el libro que lo ayudaría a mitigar los largos días de encierro. A Da Costa lo habían apresado en agosto de 1966.
Antes de ingresar al edificio del Departamento de Investigaciones, se despidió de sus compañeros, diciéndoles que se reunirían esa noche en el bar Panuncio, para beber unas cervezas y esperar por si aparecía algún interesado en sus servicios. «Nos vendría bien un cumpleaños o alguna serenata», les dijo. Sabía que sus amigos estaban cortos de dinero (él apelaría a su madre en caso de necesidad).

—¿Para Juan Carlos Da Costa?— preguntó el oficial de guardia, mientras le daba vueltas al paquete.
—Sí, señor —respondió Hugo—. Es un regalo de parte de un amigo suyo que vive en Buenos Aires.
—Espere un minuto —Le dijo el oficial, mirándolo de arriba abajo, hecho que ya no le gustó a Hugo; no esperaba un trato tan hostil por parte del policía.
Al cabo de unos diez minutos de impaciente espera (él pensó que el trámite era entregar el libro y marcharse a su casa) llegó un policía de civil, con la mirada dura (durísima), y le hizo seña para que lo acompañara al interior del edificio, que no era sino una casa de familia, señorial en su arquitectura, reacondicionada para los fines ahí llevados a cabo. Al entrar al fondo, un patio que había sido techado con chapas de zinc, se le aflojaron las piernas. Había como diez literas una al lado de otra y pegadas a las paredes, y como veinte personas que, evidentemente, eran presos, porque estaban vestidas como de entrecasa, algunas incluso con pijamas, manipulando calentadores eléctricos para calentar agua, leyendo acostados, jugando al solitario sobre el colchón, caminando impacientes en un ida y vuelta de cinco metros. Hugo supuso que, si lo llevaban ahí, era porque se quedaría «pegado». Y no se equivocó. A partir de ese momento, ningún policía le hizo ya el menor caso. Se quedó completamente solo con la incertidumbre de no saber qué sucedería con él, cuándo vendría alguien a darle explicaciones, a otorgarle su libertad. Los presos, ellos sí, se mostraron amables desde un principio, le invitaron cigarrillos y a tomar un mate cocido con chipa. Uno de ellos, un señor de unos cincuenta años, vestido con una camisilla y un pantaloncito de futbolista, se acercó a él, lo saludo con amabilidad «Mi nombre es Manuel Parra, y hace ocho años que estoy aquí, sin comparecer ante un juez», le dijo, mientras siempre en voz baja prosiguió:
—Es la táctica que usan. Lo que buscan es que el miedo te vaya envolviendo poco a poco. Esta noche te interrogarán.
—Es que yo no tengo nada que declarar —balbuceó Hugo, asustado—. Ya lo hice en la guardia. Solo vine a entregar a Juan Carlos Da Costa un libro que le envió un amigo suyo de Buenos Aires.
—¡Ey, Da Costa! —gritó Parra—. Ven acá.
Se acercó un hombre joven que no llegaba a los veinticinco años, de complexión fuerte, alto, con bigotes bien cuidados, uñas prolijas, quien preguntó:
—¿Qué pasa?
—Este joven está preso por haberte traído un libro desde Buenos Aires —dijo Parra. Se notaba que le guardaba mucho respeto a Da Costa.
—¿Qué libro y quién me lo ha enviado? —preguntó, mirando con autoridad a Hugo.
La riqueza de las naciones, de Adam Smith, y le ha enviado Adalberto Quiñonez, un empleado de la zapatería de un tío mío.
—Lo conozco. Es un amigo mío de infancia. No se preocupe —dijo—. El hombre no se mete en política. A usted lo van a largar luego de las averiguaciones. —Esa palabra «averiguaciones» le desequilibró sus emociones. Había escuchado hablar de las famosas «averiguaciones» que hacía la policía política. Tragó saliva.
—Pero… —atinó a decir Hugo.
—Tranquilo —le interrumpió Da Costa—. Realmente has cometido una imprudencia, amigo. Te agradezco el favor que me has hecho, pero no debías haberlo hecho. Bueno, de nada sirve llorar sobre la leche derramada. De ligar vas a ligar; aquí, por el solo hecho de entrar, nadie se salva de unos buenos golpes. Pero, tu caso no es grave: ese libro es del siglo dieciocho, un libro que nada tiene que ver con el comunismo; y, en cuanto a mi amigo Quiñonez, ya te dije que no es político. Ellos averiguarán a través de la embajada; y, una vez que comprueben que ni tú ni él son comunistas, te largarán.
Era contundente lo que había escuchado. Se sentó en una de las literas sin dueño, con la cabeza entre las manos, maldiciendo lo imbécil que había sido para meterse en semejante embrollo.
Efectivamente, los hechos se dieron tal como le había dicho Da Costa. Le interrogaron una noche hasta el amanecer, le torturaron una tarde (al segundo día) frente a todos los presos: le hicieron hacer flexiones hasta que cayó exhausto; y, luego, le derramaron un balde de agua y le «acariciaron» con la picana eléctrica cuatro veces, hasta que cayó totalmente devastado. Cuando los torturadores le dejaron en paz y se retiraron, los compañeros (todos presos políticos) le ayudaron a subirlo al camastro, y luego se acercó a él Da Costa para decirle:
—Te lo dije, hermano. Ya se convencieron de tu inocencia.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó Hugo—. Yo pienso lo contrario.
—Fueron muy suaves contigo. No te llevaron a la «pileta», no te molieron a cachiporrazos en las plantas de los pies y en las palmas de las manos, no te metieron la bolsa de hule en la cabeza, no te hicieron mil cosas más que estos hijos de puta aprendieron vaya a saber dónde. Te aseguro que ya no te torturarán, pero no saldrás muy pronto. Prepárate para pasar unos meses con nosotros. Yo sé lo que te digo.

En su primer día, ante la calma de los presos y el trajinar administrativo normal de los policías, Hugo sintió curiosidad por todo lo que pasaba; escuchaba atentamente los casos de cada uno de los presos (compañeros) que con lujo de detalles le narraban las injusticias recibidas. A la noche, cuando se apagaron las luces, y por orden del guardia todos se callaron y no se oía más nada, Hugo, shockeado todavía por el brusco cambio de su suerte, sin lograr conciliar el sueño a pesar de lo mucho que quisiera para escapar de esa horrible realidad, se entregó, entonces, al libre curso del raudal de sus pensamientos, pues amenazaban con ahogarlo.

Tú no hiciste nada nada pueden hacerte de malo no eres culpable de nada no creo que sea cierto lo que dijo Da Costa claro que es cierto es una persona seria acaso le viste bromear con alguien pero no no cometí ningún delito fácilmente puedo demostrar que no soy comunista que toda mi familia es colorada cierto tú eres partidario del gobierno sí sí mañana mismo cuéntales lo que fue tu padre cuéntales todo lo que hizo por el partido pero él está muerto y de nada te servirá lo que tu padre haya hecho en su vida porque tú eres tú debes entender que tú eres tú que muchos hijos de padres honorables salen torcidos y tú trajiste ese libro que te conectó con Da Costa sí mierda sí Da Costa es un comunista confeso quiso tumbar al gobierno es un guerrillero urbano y yo estoy ahora pegado a él maldita sea pero soy inocente y ese libro se escribió antes que existiera el marxismo pero preguntaste por él como si fuera tu amigo y le trajiste un libro un libro que bien pudo contener mensajes ocultos se pasarán meses estudiando el significado de ese envío entiéndelo meses buscando como en las cartas marcadas si hubieras traído chocolates dulce de leche argentino abrigo frazada cualquier cosa que no esté relacionada con la intelectualidad con las cuestiones de la economía porque el que estudia la economía fácilmente avanza hacia la economía política y de ahí directamente a la política y luego ya le entran las ganas de imponer sus nuevas ideas a la fuerza y ya empuñan las armas que le llegaron de la Unión Soviética y ya empiezan a matar gente no no no yo no soy esa clase de persona soy apenas un músico a quien le gusta las mujeres y la farra yo no tengo nada que ver en este problema estoy tranquilo tengo la conciencia tranquila no me pasará nada saldré muy pronto de este infierno estaría bien que dejes de pensar y duermas mañana te despertarán bien temprano y quién sabe qué cosas te mandarán hacer no te pasará nada estás tranquilo quédate quieto y trata de dormir el tiempo pasa rápido y muy pronto estarás en la casa de tu madre tranquilo duerme no pienses ya en nada imagínate las ovejas saltando la valla y cuenta vamos vamos una ovejita dos ovejitas tres ovejitas…

En su segundo día, luego de la tortura recibida ante las rendidas miradas de los compañeros, Hugo sintió un susto tremendo; él sabía, por boca de la calle, que su país se había convertido en un estado policiaco, pero jamás se le pasó por la mente que las actuaciones de los agentes llegasen a límites macabros, a ese criminal ensañamiento contra los objetores de conciencia. «Si esta es la realidad de la lucha por el poder, yo no tenía idea de ello», pensó Hubo. En su tercer día, en horas de la noche, con el volumen de la radio a todo decibel, empezó a escuchar horrendos gritos que le llegaban del cuarto del fondo, separado por dos paredes con puertas de donde él se encontraba (los torturadores se taponaban los oídos); estos pedidos de socorro llegaban amortiguados por el alto volumen de la radio. Hugo estaba viviendo un día más de «rutina de la confesión»: gritos pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y las profundas aspiraciones de aire que volvían del ahogamiento. «¿Para qué crear tanto sufrimiento? ¿Por qué no ahorrarse toda esa dantesca escenografía, si nadie se salvaba de confesar? El comunista estaba completamente seguro de que lo descubrirían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror innecesario? », pensó Hugo, agradeciendo no estar en la piel de esos pobres desgraciados. Entonces, el susto y el miedo de los dos primeros días se convirtieron en odio, un odio que lo llenó de furia impotente, como un animal salvaje enjaulado ante los gestos de burla de sus curiosos observadores.
Seguidamente, sucedió algo insólito: los presos golpeaban sus menajes y caminaban nerviosos y gritaban enfurecidos, tratando de apagar con sus gritos los gritos desgarradores que salían de la pieza del fondo.
El señor Parra, quien había vencido ya la barrera del miedo, se había puesto rojo de ira, y abría y cerraba la boca como un venado a quien un tigre le apretaba irremediablemente la yugular. Otro preso antiguo, un militar que se opuso al golpe de estado, cautivo desde entones (catorce años sin abogado ni juez), tenía la cara lívida por la incapacidad de reaccionar. Estaba sentado con el cuerpo duro y respiraba como si estuviera resistiendo la presión de una represa. Un hombre que parecía aún nuevo en ese infierno, ubicado detrás de Parra, había empezado a decir casi en voz baja: «¡Asesinos! ¡Torturadores! ¡Cerdos!», y, de pronto, la guampa que sostenía en su mano la arrojó al suelo con rabia. Otro preso, calvo, comunista declarado, de unos cincuenta años, salió de sus casillas y empezó a chillar histéricamente como los demás y dando fuertes patadas contra las patas de su cama. Lo horrible vino después, cuando uno de los bárbaros salió del cuarto del fondo, el cuarto de tortura, el cuarto donde estaba ubicada la tina con agua (la «pileta») y se hacía los simulacros de ahogamiento, salió con una cachiporra en la mano y con los ojos desorbitados de ira a causa de la «rebelión», y empezó a repartir golpes a diestra y siniestra, sin tener en cuenta nada, sin compasión ninguna, ciego de autoritaria impunidad, sin reconocer a nadie, olvidando las sabrosas comidas caseras que recibía todos los días de parte de los presos, justamente, como en un convenio tácito, para evitar excesos en los castigos (pago para que los castigos no sean tan duros). Pero, los más inteligentes, como Da Costa, sabían que eso era como pretender la amistad de una hiena porque le damos de comer. Tarde o temprano, uno era arrastrado irremisiblemente al odio. Un deseo de aplastar, de matar con la misma saña a esos hijos de puta, se apoderaba de uno, si era posible con una piqueta, para llenarlos de agujeros por donde drenasen esas sangres envenenadas de deshumanización, o achicharrándolos con una corriente eléctrica, para que sus sicopatías se borraran de sus mentes chamuscadas sin posibilidades de volver a hacer daño. Así, en un momento determinado, el odio de Hugo no se dirigía ya solamente contra los «carniceros», sino contra el propio gobierno, contra el dictador, contra el partido colorado (el partido de su padre), contra la Policía Política, que insultaban la razón y la verdad en un régimen de locura genocida y de alquilada ideología.

Cuando más tarde, ya en su casa, revisó su valija, se percató de que le habían robado la mitad del dinero que había traído de Buenos Aires, algo así como cinco veces el importe del salario mínimo mensual.
Dos semanas después se mandó mudar a Concepción, en compañía de Horacio, luego de que recibiera la bendición por parte de su madre. Por supuesto que a ella le contó de pe a pa lo que le había pasado.

Pero volvamos al pasado. Tal como lo predijo Da Costa, Hugo estuvo preso cuatro meses. Pasó la navidad y el año nuevo encerrado; y recién en febrero de 1968 le dejaron libre. Uno de los policías que parecía ser el jefe de los torturadores le pidió disculpas, y le advirtió que complicaría su vida si comentaba con su familia o amistades lo que le había sucedido. «Al final, la culpa es tuya, compadre. Te mandaste una gran cagada», le había dicho. Y Hugo aprobó con un gesto. Lo único que deseaba era salir de ese infierno.


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Al poco tiempo de salir en libertad (ya tenía preparada su maleta para viajar a Concepción), el jefe de Investigaciones hace llamar a Hugo por teléfono (le vuelve a pedir disculpas por el apresamiento injusto que había pasado), y le recuerda su promesa de regalarle una actuación con su grupo. Hugo se pone a sus órdenes. Entonces, el jefe le dijo que, el día sábado de la semana entrante, se festejaría el cumpleaños de una señora perteneciente al círculo íntimo del presidente, y que él deseaba regalarle a dicha señora la actuación de su grupo musical. Le pidió que pasara por su oficina para otorgarle el salvoconducto que le permitiría acceder a la casa, y para darle las últimas instrucciones (principalmente, en lo que atañía a nombrarle por el micrófono mientras se encontrara actuando). Prometió que así lo haría.

A la mañana siguiente, temprano, se apersonó en la guardia; y, apenas se identificó, le hicieron ingresar con amabilidad hipócrita hasta el despacho del poderoso funcionario. Luego de algunos intercambios triviales, el jefe le dio una tarjeta personal con sello y firma, donde ordenaba a todas las autoridades del país —incluyendo altos cargos como ministros—, ayudar al ciudadano Hugo Martínez en lo que necesite. Con esta tarjeta él se convertía en una persona respetada y temida por todos los funcionarios, abriéndosele, no solo la puerta de la mansión donde actuaría, sino otras puertas relacionadas con «negocios» que podría llevar a cabo, dependiendo exclusivamente de su ingenio.

A la noche del día fijado para el evento, Hugo y su grupo —formado, además de él que ejecutaba la segunda guitarra y cantaba, un guitarrista en requinto y un arpista— llegaron a la mansión (a Hugo le pareció un palacio) una hora antes de inicio del show. Poco después llegó otro grupo musical —integrado por dos personas, con una guitarra y un bandoneón—, que alternaría con las actuaciones de Hugo. A él le picó la curiosidad el bandoneón, razón que le llevó a entablar conversación con los músicos.
—¿Por qué el bandoneón? —le preguntó a uno de ellos que, por su forma de comportarse, parecía el que comandaba—. Yo sé que antes se utilizaba el bandoneón acá en Paraguay; pero, luego, prácticamente desapareció.
—Porque hacemos solo tangos y milongas —le respondió el hombre con acento argentino.
Era alto, de tez blanca, con barba cerrada que, aunque afeitada, no dejaba de notarse la mancha grisácea que cubría las mejillas, la barbilla y los pómulos. Ojos de mirada lánguida, serio, muy serio, sin sonreír en ningún momento. Sin embargo, a Hugo le cayó en gracia, porque lo percibió muy centrado, responsable; y cuando inició su actuación (ellos salieron primero) se sorprendió de los buenos músicos que eran. «Intuición propia de músico», pensó, entendiendo que ésa era la razón por la cual le había caído en gracia.

La fiesta de cumpleaños se llevaba a cabo en un patio enorme totalmente empastado, con una jardinería de alta calidad —diseñado por un decorador y paisajista que la dueña de casa había traído del Brasil—. La iluminación, las islas de plantas enanas, dos cascadas artificiales de piedras, le brindaban una atmósfera de ensueño. El patio llegaba hasta un enorme quincho, con un impresionante techo de tirantes y machimbres de lapachos, con cubierta de tejas francesas; este techo estaba sostenido por cinco cabriadas de gruesas vigas —también de lapacho—, cuyas junturas estaban aseguradas con planchas de hierro con arabescos fabricadas por el escultor Pascottini —uno de los famosos artistas que trabajaban el hierro—.
En una esquina se encontraba la enorme parrilla, que esa vez no se estaba utilizando, porque la señora había encargado al mejor restaurante de la ciudad el servicio de gastronomía. En el centro del quincho ubicaron dos mesas grandes redondas; en una, se ofrecía un surtido exquisito y numeroso de los mejores quesos que se importaban en el país, aceitunas, panes de toda variedad, jamones serranos importados de España. Y en la otra mesa, los dulces, preparados por la confitería más antigua de Asunción.

En plena actuación de Hugo y su grupo, se le acercó la anfitriona, una atractiva mujer de unos treinta y cinco años, que conservaba una belleza sensual de sonrisa pícara. Le habló a Hugo al oído —quien tuvo que acuclillarse, pues el escenario los organizadores habían armado a unos veinte centímetros del suelo— para pedirle que cante la guarania Regalo de amor. La voz era de una gracia voluptuosa, en la cual Hugo sintió un ardor impetuoso, cuyo susurro muy cerca de su oído le produjo un estremecimiento varonil. Él, a su vez, se acercó al oído de ella y le dijo con su mejor voz seductora:
—Señora, ¡por Dios!, seré dichoso si mi canto logra complacerla.
Ella le sonrió con complicidad y se alejó. En un lugar discreto, rodeado de guardaespaldas, se encontraba el dictador disfrutando de la fiesta. Ella fue a sentarse a la derecha de él (a la izquierda se encontraba un niño de unos ocho años, hijo de ambos).
—¿Cómo estás pasando, Mabelita? —le preguntó el presidente.
—Bien, querido. Gracias por esta hermosa fiesta que me has regalado.
—Te mereces esto y mucho más. Siempre estoy pensando cómo puedo hacer para verte feliz.
—Siempre estoy contenta, y esta noche más que nunca —le dijo la señora Mabel, echando una mirada de fascinación sobre Hugo, quien estaba ya cantando su pedido. Para disimular aquella mirada, le dijo a su poderoso amante: «Te dedico esta canción, querido».
Él quedó complacido. La tomó de la mano y le agradeció el gesto.
Hacía más de diez años que eran amantes y tenían un hijo. El hecho de que el dictador no se haya aburrido de ella, le daba a la mujer un aura de poder que todos envidiaban. Todos los lameculos de la sociedad llevaban a cabo una guerra de desgaste por ganar el privilegio de su compañía, de su amistad (muchos imploraban por formar parte del séquito que se había creado alrededor de ella): pero, la amante del dictador, consciente de las intrigas palaciegas, de los soplones que estaban a la pesca de cualquier descompostura para ir corriendo a contárselo al jefe supremo, se cuidaba mucho para elegir a sus amistades. Para ello fue conformando una red de informantes fieles que le rendían un servicio exitoso. En cuanto a su vida privada, el general nunca le había prohibido los amoríos (jamás se supo que haya castigado a algún hombre que se metiera con una de sus múltiples amantes; por el contrario: a muchas las hizo casar con militares de su confianza); pero, debía subentenderse que, al tenerlos, debía comportarse con la mayor discreción. Tres amigas fieles se encargaban de facilitar los encuentros lejos de las miradas de los soplones. Estos cuidados los tenía, no precisamente por temor al dictador, sino, más bien, por una cuestión de imagen: sería muy mal visto por la sociedad que, además de su papel de amante «favorita del rey», la considerasen como una mujerzuela.

La fiesta fue un doble éxito para Hugo: la impactante actuación de su grupo, hasta el punto en que los no melómanos se extasiaron al escuchar los ajustados repertorios y la voz sobresaliente de Hugo; y, en segundo lugar, la tarjeta con el número telefónico que recibió de la señora Mabel, en una evidente muestra de que había sido seleccionado para un posible affaire.
Sin dudarlo, al otro día llamó a la mujer, corrió al lugar que ella le había indicado (la casa de una de las amigas de confianza), y luego de dos horas de espera (ella le explicó que esa era la forma de no levantar sospechas) se presentó con su mejor encanto.
Más o menos a los un mes, luego de varios encuentros más, el romance se volvió tan tórrido, la «Mabelita» quedó tan hechizada de Hugo, que lo invitó a un viaje de placer por Europa. Él le dijo:
—Tengo que ir a Concepción para visitar a mi hermano. A mi vuelta viajamos. Te haré la mujer más feliz del mundo.

Estuvieron tres semanas recorriendo Europa y disfrutando de la impetuosa atracción que había surgido entre ambos.
Hugo sintió un poco de miedo cuando se percató de que la «Mabelita» se había enamorado de él.


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Pero volvamos al pasado. Ya en la fiesta de la señora Mabel, Hugo y Horacio se hicieron amigos. Luego, cuando supieron cada uno que eran vecinos del mismo barrio, empezaron a frecuentarse. Horacio visitaba a Hugo con asiduidad. Se hicieron amigos muy allegados. Hablaban todo el tiempo de música, de canciones; y, algunas veces —no siempre, debido al problema auditivo de Catalina— practicaban alguna canción en el cuarto que era de Carlos (Hugo cerraba las junturas de las puertas y ventanas con papel diario).
—El lunes —era un viernes— debo viajar a Concepción —dijo Hugo— para visitar a mi hermano. Te invito, si quieres ir. Yo voy sin mi grupo. Llevemos nuestras guitarras por si surja algo. Me gustaría mucho tocar contigo.
Me anoto —le aceptó Horacio—. Creo que la pasaremos muy bien.
Ese fin de semana vivieron inseparables, hasta tal punto que Horacio se quedaba a dormir en la casa de Hugo, y almorzaba en la mesa familiar con la venia de Catalina y la voluntad servicial de Manuela. Esas idas y venidas de Horacio no pasaron desapercibidas para la vieja Eulalia, cuya maldad crecía en la medida que se acercaba a la muerte. La bruja se encargó de desparramar por el barrio la falsa noticia de que Hugo y el argentino eran amantes homosexuales.
—Son putos —decía a quien quería y no quería escucharla—. Un niño del barrio los vio besándose en el garaje.
Casi nadie le dio credibilidad a la injuria. Todos conocían las cualidades masculinas de Hugo. Veían que todo el tiempo desfilaban mujeres frente a su casa, y les constaban que unas cinco o seis muchachas del barrio habían caído en sus redes (dijeron que dos de ellas con embarazos abortados), para luego ser abandonadas con lágrimas que algunas vertieron durante meses.
—Oye, Horacio —le dijo Hugo, el día domingo, en la víspera del viaje a Concepción—. ¿Por qué no te integras a nuestro grupo? Introduciremos buena parte de tu repertorio; y podríamos, eventualmente, hacer una gira por la Argentina.
—No es mala idea. Me gusta, porque estaba ya con el plan de separarme del bandoneón. Pude comprobar que, aquí en Paraguay, a la gente le gusta el tango, pero no tanto; es decir, en un show le gusta escuchar menos del 20 por ciento de tangos y milongas. Y cada vez son menos las personas que desean bailarlo. Me gustaría probar el tango con arpa.
—Es cierto —dijo Hugo —. Aquí, en Paraguay la gente no sabe bailar el tango. Les resulta muy complicado.
—Pues, acepto —dijo Horacio —. Acepto unirme a tu grupo.
—Perfecto. Seremos un cuarteto, entonces. Cambiaremos el nombre de mi grupo por uno más moderno.
—Cuando se forma un grupo de música, una de las mayores incógnitas es qué nombre elegir, porque debe ser impactante, fácilmente recordable, y debe reflejar el alma del grupo, su estilo, su filosofía. ¿Tienes algo en mente? —preguntó Horacio.
—Ya lo he pensado. De llamarse Trío los Guaraníes, ahora se llamará Grupo Bohemia Cuatro. ¿Qué te parece?
—Me parece estupendo. Es un buen comienzo, amigo —le dijo Horacio, mientras le ofrecía la mano para sellar lo acordado.

Antes de despedirse, Hugo decidió comentarle a Horacio que estuvo preso. No le caería bien que se enterara de otra fuente.
—¿En serio, en Investigaciones?
—Sí.
—¿Y conociste a Juan Carlos Da Costa?
—Por supuesto. Fue por traerle una encomienda de Buenos Aires que me apresaron.
—Yo soy amigo de Da Costa; pero, no lo visito. Es muy peligroso.
—Así es —le dijo Hugo.


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En Concepción, Carlos se encontraba solo en su consultorio; y el movimiento de pacientes, casualmente, ese día era calmo. Había recibido un telegrama de su hermano Hugo, avisándole que vendría a visitarlo con un amigo músico, experto en tango (Carlos sonrió, pues recordó que Hugo sabía que a él le encantaba el tango, y que era uno de los pocos buenos bailarines de ese arte).

En la soledad de su consultorio, Carlos se dispuso a matar el aburrimiento, bebiendo dos dedos de whisky, y pensando en cuántos colegas suyos, de los que habían luchado por la democracia, se habían convertido en miembros del partido colorado, en cuántos se habían hecho soplones, en cuántos habían publicado en periódicos artículos a favor del gobierno, violentamente anticomunistas; en cuántos habían hecho carrera en la burocracia policial. Luego de todo lo que su hermano —cuando estuvo preso— le refirió sobre la actuación de los policías en la «mazmorra», su antigua acentuada indiferencia a los sufrimientos del pueblo cambiaba a una solapada indignación que lo iba convirtiendo en opositor franco a la dictadura. Pero no se hacía ilusiones. Sabía cómo comportarse en su país. Él no se consideraba un mártir potencial ni poseía la convicción romántica del Che Guevara (capturado y ejecutado de manera clandestina y sumaria por el Ejército boliviano, en colaboración con la CIA, el 9 de octubre de 1967), para entrar en la lucha de barricada, para atreverse a enfrentar a esa fuerza bruta, incivilizada, y ganarse la lesión irreversible de un testículo o la descompensación de su estado mental. Además, los tentáculos del pulpo policial podían desnudar con facilidad los secretos de su vida privada con el fin de extorsionarlo; o podían, si lo quisieran, apresarlo, humillarlo, torturarlo, y aun matarlo, ya que la impunidad nacional e internacional de la cual el gobierno disfrutaba era el escudo con que defendía sus crímenes. Carlos admiraba secretamente al Che, aquel colega suyo que había muerto por sus ideales. Lo consideraba un héroe de la eterna lucha contra la desigualdad económica que siempre ha existido en el mundo; pero no era un ejemplo de vida para él. Lo consideraba extremadamente pasional e idealista. Le gustaba más el tipo de revolución que había emprendido Mahatma Gandhi, quien instauró métodos de lucha social novedosos como la huelga de hambre, rechazando la lucha armada, y promoviendo la no violencia como medio para resistir al dominio británico, y la desobediencia civil si fuese necesario. Pero él no era un líder, carecía de las cualidades del orador que convence y crea el estado de euforia popular. Extrapolando su pensamiento a las distintas formas de luchar en una guerra convencional, al doctor Martínez no le hubiera gustado estar en el frente con un fusil en la mano, sino más bien en la retaguardia curando heridos, salvando vidas. Lastimosamente, algunos hombres corajudos que mostraron esa vocación de líder, fueron eliminados con salvajes métodos —cuyos distintos casos fueron filtrados a la gente por los mismos policías para que sirviera de ejemplo y disuasión—, y la revolución (el sueño de tumbar la dictadura se fue convirtiendo en un desesperado despertar a la realidad de una paz de cementerio.
Estos pensamientos, Carlos no los compartía con nadie, ni siquiera con Ignacio, aunque lo descartó por completo como soplón, ya que había pasado todas las pruebas a que lo había sometido sin que el español se percatara. Del que sí desconfiaba era del músico Justino, porque el dinero que ganaba nunca le alcanzaba y andaba siempre pidiendo plata en préstamo. «Te lo devolveré luego de la próxima actuación, sin falta», decía como una frase cliché (creía con convicción en su propia mentira, porque no se conoció un solo caso en que haya devuelto un préstamo). Y como, en algunas ocasiones se aparecía por el hotel Francés con dinero, invitando a los amigos con rondas de chops, los amigos se preguntaban en qué venta de qué cosa estaría metido.

Al servirse la segunda manija, la secretaria le dijo que Ignacio se encontraba en la sala de espera.
—Hazlo pasar —le ordenó.
—¿Qué tal , doctor? —le saludó Ignacio, dándole una entonación afectuosa al título.
—¿Te sirvo un whisky?
—Está bien —respondió Ignacio; y luego de servirse, empezó diciendo que estaba sondeando la posibilidad de encarar un negocio de importación-exportación, pero no para él que ya tenía bien definido su profesión y su proyecto de vida, sino para un amigo español que acababa de heredar y no sabía qué hacer con su dinero.
—Acá hay buenas perspectivas de invertir. Pero, no debería traer mucho dinero al principio, porque los «muchachos» son muy peligrosos. Le exigirán coimas, un pago por «protección». ¿Dónde tiene su dinero?
—Por el momento lo tiene en el banco, pero dice que los intereses que le pagan son muy bajos, y esa es la razón por la que quiere invertir.
—Dile a tu amigo que mi suegro lo puede ayudar. Maneja el negocio del parquet. Incluso, están exportando a China —le dijo Carlos.
—Bien —dijo Ignacio— tomaré nota de ello.
Carlos asintió con la cabeza y sirvió a ambos otra raya de whisky. Tenía ganas de conversar, de glorificar la amistad; y veía en ese español un hombre de ley, en quien se podía confiar. Carlos bebió con lentitud, haciendo buches con la bebida; y, luego de tragársela, le comentó a Ignacio que en Paraguay, de cada diez contenedores de whisky que entraban en la aduana, solo dos pagaban los impuestos correspondientes; los demás salían por la puerta grande con los dos que fueron «blanqueados», luego de llegar a un acuerdo con los «aduaneros».
—No me sorprende —le dijo Ignacio—. Habrás leído que la tripulación de Colón, en su gran mayoría, fueron presidiarios que recibieron el indulto a cambio de embarcarse.
—Sí, estudiamos acá en los colegios esa parte de la historia. Trajeron esos navegantes su afición por las putas, por el licor, por la baraja, por los toros, por la trampería, por la guitarra, por el sexo a diestra y siniestra, y no sé por cuántas cosas más.
—Ja, ja, ja… No sé si lo dices con indignación o con enfoque científico.
—Es una mirada fría a la historia —le dijo Carlos, con una sonrisa que mostraba su disposición a tomar esa verdad como uno de los funestos acontecimientos más de la historia de la colonización de América.

Estuvieron charlando un poco más, hasta que ambos decidieron ir a jugar una partida de ajedrez en el hotel Francés.
—En un par de días llega mi hermano a visitarnos. Es un músico extraordinario. Estuvo por Europa actuando en las fiestas de los magnates. Pasaremos unos buenos días en su compañía —dijo Carlos, orgulloso del talento de Hugo.
—¡Qué buena noticia! —expresó Ignacio.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Segunda parte
Capítulo 8



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Hugo dejó a Horacio en el hotel Francés diciéndole que iría a saludar a sus parientes, a estudiar el ambiente, y que luego regresaría a llevarlo si surgía alguna reunión.

Cuando Hugo llegó a la casa de su hermano, Matilde vio que su cuñado estaba hecho un hombre, muy diferente al chiquilín con quien compartió muchas horas de su vida (recordó que la había visto desnuda). Venía de vuelta de Buenos Aires trayendo el atractivo de los caballeros refinados, de los varones de buenos modales de las grandes ciudades. Se fue solo por un año y regresó luego de siete. Hasta su modo de hablar había cambiado. Se le había pegado ya la tonada porteña, y la elle pronunciaba como i griega. Para la gente entendida ese cambio significaba una fanfarronada; pero, la gente joven de Concepción lo veía como el resultado de un proceso envidiable, que cualquiera de ellos hubiese querido emular. En el grupo de sus nuevos amigos, rompió los viejos moldes y prejuicios con los relatos de sus anécdotas, algunas verídicas y muchas de ellas inventadas. Asistido por Horacio —quien hacía con profesionalismo su papel de acompañamiento—, mostró que era un consumado guitarrista y exquisito cantante de música paraguaya y ritmos latinos. Siendo Horacio nueve años mayor que él, se comportaba como un tío, dejándole el campo de acción libre para el pavoneo de su juventud. Y Hugo demostraba que era un maestro en el arte de vivir, un paradigma inalcanzable para los jóvenes de la ciudad. Ellos lo rodeaban, lo seguían adónde una farra con baile o a una peña se organizaran; y las muchachas —pudibundas todas ellas—, suspiraban por pasar una noche con él bailando y mostrándose a las otras amigas envidiosas. Hizo un despertar juvenil, verdadero cambio social, en esa dormida sociedad.

A la noche del mismo día en que Hugo llegó a Concepción, Matilde organizó una cena en su casa, donde no invitó a nadie (sabiendo que había venido acompañado, pidió a Hugo que no invitase a su amigo), porque intuía que la conversación, tarde o temprano, acabaría en el tema del adulterio, y ella necesitaba del apoyo de su cuñado, para que Carlos se reafirmara en presencia de tan importante testigo en su juramento de «no pecar nunca más».
Esta vez, el trato no fue tan frío. Los hermanos se saludaron (y hasta se abrazaron), charlaron con ganas. Carlos quiso saber todo sobre la vida de Hugo, sobre el tío Bartolomé, sobre su madre; y éste, como buen lenguaraz que era, se abrió para satisfacer la curiosidad de su hermano, aprovechando la ocasión para estrechar los lazos afectivos que siempre fueron cortos entre ellos.
—Así que estuviste preso —le dijo Carlos a Hugo, cuando estaban en la sala esperando el llamado de Matilde. Ambos se sirvieron unas rayas de whisky.
—Así es —respondió Hugo, y luego de un sorbo prosiguió—: Fue una experiencia que no le deseo a nadie. Pasé unos meses terribles, donde me sentí a merced de esos sicópatas. El trabajo que hacen es de alta escuela, científico. Sospecho que es de origen nazi. Los rumores sobre la presencia en Paraguay de Mengele, el ángel de la muerte, y otros jerarcas nazis que huyeron de Alemania, me hace pensar que es cierto, y que existe traspaso de estas evolucionadas formas de manipular la conducta de los enemigos políticos en base a la tortura. Te meten el rencor hasta en el pelo, de tal suerte que, cuando recuperas tu libertad, en lo único que estás pensando es en la venganza. Y, ante toda la terrible experiencia pasada, lo mejor era matarte antes de que te apresaran de nuevo. Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones que se denunciaban en los ámbitos internacionales de derechos humanos no eran más que suicidios, pese a que hacía falta un valor desesperado para matarse en un país donde la familia y los amigos pesaban en la balanza a la hora de decidir tan drástica suerte sobre uno mismo. La única manera de comprender esas fatales determinaciones era aceptando la teoría de que esos cerebros fueron modificados hacia la autodestrucción de ex profeso.
—Me sorprende lo que acabas de comentarme. ¿Tan criminal es este sistema? ¿Es acaso la tortura para el gobierno un arma natural que practica como método para buscar afianzarse en el poder?
—Con decirte que yo nunca fui «contrera», nunca tomé conciencia de las arbitrariedades que ahora he descubierto.

Mientras cenaban unas ricas milanesas con fideo al pesto preparados por Cirila, Hugo le comentó con más detalles a su hermano los meses que había sufrido en el Departamento de Investigaciones.
—¡Hijos de puta! —exclamó Carlos—. ¿Así están actuando ya estos matones?
—Así mismo —respondió Hugo—. Yo tampoco quise creer cómo la crueldad se ha hecho costumbre en ellos. Te cuento que, en medio de los gritos de misericordia, escuchaba conversaciones frívolas y risas grotescas de los torturadores.
—Y pensar que nuestro padre era un ingenuo y fiel admirador de este gobierno.
—Es lógico —dijo Hugo—. Las personas que nunca fueron apresadas o perseguidas, y las que están usufructuando los bienes de la corrupción, cantarán loas y morirán por este estado de cosas.
—¿Te quedó alguna secuela? —le preguntó Matilde.
—En comparación a lo que he visto y oído, lo mío fueron caricias. Los golpes que recibí fueron sin consecuencias. Pero, adentro he conocido a un comunista que se quedó sordo de un lado.
—Qué suerte la tuya—dijo Matilde—. Me apena saber que nuestro país se encuentra en manos de gente tan inhumana.

No se tocó el tema del adulterio. Matilde tampoco se sintió urgida de tocarlo. Un manto de hipocresía había caído sobre la casa: ya no dormían juntos, pero ante la gente se comportaban como si nada malo hubiera sucedido.

Al otro día, Hugo llevó a Horacio a cenar en lo de su hermano. Cuando el argentino fue presentado a Matilde quedó encandilado por su belleza, por su sonrisa, por su amabilidad, por su atractiva femineidad, por su melancolía; pero no le reveló esta admiración a Hugo por temor a que malinterprete. También le causó muy buena impresión el doctor Carlos, quien ese día se hallaba más animado que otras veces (creía con optimismo que su relación matrimonial se normalizaría).
—¡Acabo de salvar una vida! —comentó Carlos, en medio de la cena.
—¿En verdad, mi amor? Cuéntanos —dijo Matilde, con una carga de hiel que solo Carlos absorbió.
—Sí, sí, queremos saberlo —apoyó Hugo.
—El niño había sufrido un fuerte golpe en la cabeza —empezó diciendo Carlos— tras caer de un árbol. El hospital no disponía del equipo médico adecuado para una intervención, y yo solo contaba con unos pocos minutos para aliviar la presión del cerebro. En principio no sabía cómo manejar la situación, mientras el niño —de doce años— se debatía entre el estado inconsciente y el consciente. Entonces, se me ocurrió que la única forma de salvarle la vida era realizando un agujero en el cráneo, ya que existían indicios de una hemorragia interna en el cerebro. Le pedí al personal un taladro, y me trajeron uno que encontraron en el cuarto de mantenimiento. Por suerte recordé algunas prácticas sobre cadáveres que habíamos realizado en el anfiteatro de la facultad, y me embarqué en la intervención con el permiso de sus padres. La operación fue un éxito. El niño se encuentra bien. En pocos días será dado de alta. Así fue mi pequeña hazaña, la mayor satisfacción de mi vida profesional.
—¡Pero esto es un acto heroico! —exclamó Horacio, levantándose y aplaudiendo—. Lo felicito con mi más alta admiración.
Luego Matilde y Hugo también se levantaron de sus asientos, y fueron a abrazar y besar a Carlos.
—¡Buena esa, hermano! Eres un campeón —le alabó Hugo, y luego prosiguió:— Les invitamos, Horacio y yo, para ir a festejar el sábado en el hotel Francés. Fuimos contratados por el dueño para una actuación.
—Sí, sí —aprobó Matilde, con gran emoción (para ella cualquier acontecimiento social era de suma importancia, ya que el aburrimiento siempre la acosaba)—. Ahí estaremos. Gracias, Hugo.
Horacio se encontraba calcinado por los rayos de la belleza de Matilde, y toda la noche estuvo encendido de emoción y ganas de charlar y compartir. Contaba anécdotas de las noches de Buenos Aires, tratando de aparecer como héroe de esa bohemia que tanto admiraban los paraguayos, para intentar ganarse la atención y simpatía de Matilde.


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8spB

Llegó el sábado, día de la actuación. Era setiembre; pero, por esas cosas raras del clima, al contrario de lo que sucedía en otros años, esa noche el tiempo era fresco; una fuerte brisa continua llegaba del río. El agradable ambiente se prestaba para sentir comodidad; y para vestirse con camisas de mangas largas, los hombres, y llevar sus chales, las mujeres.
En el gran salón de la planta baja se improvisó un pequeño escenario de madera, y dejaron frente al mismo un espacio sobre las baldosas, suficiente para que el músico se distanciase dos o tres metros de las primeras mesas. En el escenario colocaron dos taburetes con dos micrófonos. Horacio se sentó en uno de ellos y no se movió de allí hasta concluir el primer acto (fueron tres); mientras, Hugo, actuó parado, moviéndose en ese espacio disponible hasta donde el cable del micrófono le permitía. Horacio llevaba un sombrero de tango (tipo Gardel), y Hugo un sombrero panamá blanco. Horacio estaba vestido todo de negro, y Hugo todo de blanco (hasta sus zapatos). La atmósfera que crearon ambos músicos fue mágica. Todas las canciones que interpretaron lo hicieron a un ritmo de jazz lento, aun las composiciones conocidas de Frank Sinatra, Los Beatles, algunas guaranias como bosa novas y otras, que le brindaban un aire especial, muy agradable al oído, porque los temas conocidos adquirían un aire renovador, sumado a ello la profunda concentración de los músicos en cada intervención. La gente quedó embobada. La velada era con cena incluida; pero, en muchas mesas, podía verse cómo los platos se enfriaban, porque los comensales temían que los ruidos de cubiertos y platos interrumpieran la magia creada. El salón se encontraba colmado con la crema y nata de la sociedad, quienes aplaudieron con entusiasmo sincero cada interpretación. Al terminar la actuación, Matilde le comentó a Hugo que toda la noche sintió piel de gallina, y cada canción le daba ganas de llorar de la emoción. «Gracias, cuñada. Tu comentario vale más que mil aplausos», le respondió Hugo, muy satisfecho de la actuación, de la compenetración sin fisuras que había alcanzado con Horacio.

Al segundo día de la actuación —el lunes—, Horacio se embarcó en un avión de la Fuerza Aérea rumbo a Asunción. Adujo compromisos personales. Esto, a pesar de los pedidos que arreciaron para nuevas presentaciones. Pero él prometió que, si se liberaba, volvería.

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Una tarde en que salieron a merendar la peluquera Claudia, Matilde y Hugo, al centro de la ciudad, en un bar con grandes ventiladores de pie soplando a velocidad máxima, porque el calor arreciaba, éste le aconsejó a Matilde que perdonara a su marido. Lo hizo con una expresión de sincera conmiseración hacia su hermano (nada más falso. Era un ardid para ganarse el corazón de su cuñada, para tener influencia sobre ella, para acostumbrarla a hablar de temas íntimos, como lo hacen los sacerdotes a quienes uno les confiesa sus más hondos pensamientos). Mientras Claudia (estaba deslumbrada por Hugo) asentía con la cabeza, incluso aprovechó el tema para ir más allá con su especulación.
—Ustedes, queridas amigas, deben comprender que la lealtad o la fidelidad es una imposición imposible de cumplir, tanto para hombres como para mujeres; teniendo en cuenta que, en nuestro país, las consecuencias para las mujeres son mucho más perjudiciales, muy diferente a los países avanzados donde los exmaridos toleran con respeto a los nuevos novios de sus exesposas. Para nosotros, ser fieles significa una de dos: encontrarnos bajo el influjo de una pasión aún viva o estar acostumbrados al letargo de una relación.
—Eres un cínico –le interrumpió Claudia (quien era cinco años mayor que Hugo), con una leve sonrisa de falsa contrariedad. Íntimamente, estaba de acuerdo con Hugo—. ¿Le estás diciendo a Matilde que debe aceptar alegremente el adulterio?
—No, de ninguna manera. No estoy insinuando eso —se apresuró a negar Hugo. Seguidamente, luego de acomodarse la rubia cabellera que le caía sobre la frente, prosiguió—: Al final, lo que quiero sostener es que la fidelidad crea el síndrome de la posesión. En este tema, y sólo en éste, comulgo con la idea de los hippies, en el sentido de que el amor debe ser libre, y que los impulsos del instinto no deberían ser contenidos por una ridícula moralina.
—Y yo digo que estás muy avanzado para nuestra época —dijo Matilde, mientras bajaba su mano sobre el brazo de su cuñado. Este sintió un estremecimiento.
—Quiero apostar que, si logramos llegar con vida, para el año 2000 estaremos viendo grandes revoluciones en las relaciones de pareja. Por ejemplo: «Amor, voy a pasar el fin de semana con Juan; vuelvo el lunes contigo».
—¡Estás loco! —dijeron ambas mujeres casi al unísono, riendo de buena gana.
—Rematadamente loco —agregó Matilde, mientras observaba a su cuñado con franca admiración.
A la vuelta, siguieron bromeando sobre el tema, riéndose, tocándose el brazo, las manos, y golpeándose con cariño las espaldas, mientras se alejaban en el coche de Claudia, las dos mujeres sentadas adelante; y Hugo, atrás, ubicado en el centro de ambas, de tal forma que seguía acariciando con su zalamera verba los oídos de ambas mujeres.
Hugo era un tipo interesante, nada parecido al común de los mortales, y menos aún a su hermano. Carecía de ambiciones de riqueza, de esa miserable mentalidad de Rico Mc Pato, que goza como en un orgasmo por cada moneda que incrementa su patrimonio, mientras su vida se convierte en una miedosa y mezquina soledad social. Es más, Hugo no mostraba respeto alguno por el dinero, derrochando cuanta suma caía en sus manos. La herencia que había recibido de su padre, se encontraba ya bajo su dominio, y disponía de ella a sus anchas, sin pensar en el futuro. Su interés único eran las mujeres, echarse un polvo con hembras diferentes, todos los días si fuera posible (a Claudia ya la tenía asegurada). A cada tanto, se atornillaba con alguna que había logrado mantener en vilo su libido; pero la encamada no duraba sino un par de semanas, hasta que invariablemente le pasaba la calentura y de nuevo a empezar. Era un fauno que no lograba zafarse de su carnalidad.
Su mejor arma de seducción para las incautas señoritas consistía en proponer matrimonio a la futura víctima, táctica que siempre cosechaba sus frutos, ya que nunca faltaban las mujeres estúpidas y crédulas que caían en su embuste. A más de una le pudo robar su casto tesoro con este método.
Hugo nunca había olvidado aquella escena en que vio a su cuñada desnuda. A veces sentía ganas de comentar el hecho con ella. Su propósito era conocer qué grado de intimidad ella soportaría al desenterrar un recuerdo tan erótico. A esta altura de su vida, encontrándose con una hembra deslumbrante que traspiraba sensualidad por todos los poros, ya no podía negarse a sí mismo que la deseaba. Claro está que ese deseo absolutamente prohibido, jamás dejaría que le haga perder la cabeza; aunque, el adulterio de Carlos convertía a Matilde, ante sus ojos, en una mujer libre o, en todo caso, con el derecho legítimo de pagarle a su hermano con la misma moneda. Se cuidaría como un espía para no dejar aflorar su pecaminoso sentimiento. «Sólo si ella me da pie», se decía, cada vez que sus demonios lo alentaban al sacrilegio. Como se ve, no es que él tuviera dentro de sus códigos esa prohibición, como una norma acatada y respetada por su moral; no, en el aspecto de las relaciones carnales, tenía bien claro cuál era el límite que no podía traspasar. «Solo nunca con la madre y las hermanas; pero como yo no tengo hermanas…, solo nunca con mi madre», había dicho una vez a un amigo. Más aún tenía claro que no le importaría en lo más mínimo acostarse con Matilde. Por su hermano Carlos no sentía un afecto sincero (su madre misma era una persona reacia a los afectos. No recordaba haber recibido caricias y besos por parte de ella en todo el tiempo de su infancia. Y jamás había abrazado a su hermano con fuerza, con entrega afectiva, ni cuando éste se casó ni cuando se recibió de médico). Los saludos entre ellos siempre fueron con las miradas desviadas o con apretones de manos. Así, pues, la mujer de su hermano no era para su codicia una fruta tan prohibida, imposible de probar. Y luego del adulterio de Carlos la fruta se puso más a su alcance.
Nuestro playboy no encontraba una mujer que en verdad le interesara, y como le costaba enfrentarse mucho tiempo consigo mismo, andaba siempre buscando a alguien con quien pasar el tiempo, con quien matar el aburrimiento; se acercaba a cualquiera más o menos bonita, con la intención de un abordaje rápido, entablar una relación de pasión directa y llegar a la cama lo antes posible, lo cual era su primario objetivo. Es ahí donde se sentía a sus anchas, relajado, abriendo su espíritu, sacándole el jugo a cada cita. Más allá de su apetencia sexual, necesitaba de esas compañías, ya que le gustaba charlar, contar anécdotas de sus viajes, desnudar su vanidad, y combatir el acoso de la soledad. El problema que le sobrevenía casi siempre era que la gran mayoría de las mujeres le resultaban, después del sexo, muñecas vacías, tontas, con quienes le resultaba imposible una conexión cultural. Quizá, también, el hecho de que su madre siempre hubo preferido a su hermano Carlos antes que a él (desde la infancia le fastidió con que era el modelo a seguir), incidiese en esa búsqueda edípica de la compañía femenina. Con Claudia, una mujer que no era ni bella ni fea, muy simpática, atenta durante las charlas, de risa fácil, tuvo un tórrido romance de una semana, que satisfizo a ambos, en el sentido que se descargaron totalmente del mutuo deseo.
Hugo tenía el encanto de ser cortés hasta la exageración. Semejaba un político en eterna campaña de ganarse el favor de algún nuevo elector. Derrochaba sonrisa y «Buenas…, ¿cómo está usted? Su familia…, ¿cómo anda?». Utilizaba los brazos y las manos como acariciantes alas que desplegaba con verdadero arte, para envolver a las personas. Escuchaba con atención de confesor los comentarios de sus interlocutores; y ante alguna confidencia nefasta (algún familiar enfermo o caído en desgracia), se le humedecían los ojos (no sabría explicar cómo lo hacía, pero lo cierto es que lloraba cuando le daba la gana), mientras realizaba supremos esfuerzos para trasmitir consuelo. Las personas mayores (y ni qué decir las damas) muy rápidamente lo adoraron.
Si bien para ese tiempo, se conocía ya la fama de Beatles, Rolling Stones, The Beach Boys, The animals, etcétera, fue, aparte de sus épicas actuaciones en las fiestas que se organizaban casi cada día en la ciudad, con el twist de Chubby Checker y el rock and roll de Elvis Presley que Hugo hizo estragos en Concepción. Se hablaba de él en todas las sobremesas donde participaban personas jóvenes. Llevando por delante el conservadurismo acendrado, la grave mirada de los mayores, aquel baile del twist se convirtió en un símbolo de revolución en la ciudad, un hito que marcó un antes y un después en la conservadora sociedad.


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Una tarde de sofocante calor (sábado, mientras Carlos trabajaba) que picaba la piel, invitó Hugo a Matilde a pegarse unos chapuzones en el río. Invitó también a Claudia, pero ella le dijo que los sábados eran los días en que más trabajo tenía. Matilde, sin embargo, aceptó y, en compañía de Cirila y Liz, fueron en el Peugeot, conducido por Hugo. Se acomodaron bajo una enorme sombrilla de playa, se quedaron en mallas que llevaban ya bajo la ropa, colocaron sobre un mantel unos sándwiches y bebidas, y se dispusieron a pasar una amena tarde de picnic y playa. Mientras Cirila y Liz entraron al agua, alejados de ellos, empezaron a charlar.
—Quiero que me cuentes cómo fue tu vida en estos años que estuviste fuera del país —dijo Matilde, mientras por pudor, a cada tanto se acomodaba la toalla sobre los blancos muslos.
—Estás blanquísima —le dijo él, dándole a entender que se había percatado de los detalles de su cuerpo—. Pero creo que la resolana te va a broncear un poco.
Ella le dio un suave golpe en el brazo, como un castigo en broma, e insistió:
—Me vas a contar, ¿o no?
—Claro que sí, cuñada.
—Soy toda oídos —susurró Matilde, con un encanto que hizo zarandear a Hugo.
—Te agradezco que quieras escucharme —dijo Hugo—. Después de vivir unos años en Buenos Aires, bajo la tutela de un primo de mamá, estudié guitarra y canto, porque mi sueño era viajar a Europa, seguir los pasos de Luís Alberto del Paraná. Me fue bien, formamos un trío y recalamos en España, donde empezamos a actuar. Luego conocí a Luís Alberto en Londres, durante un viaje que hicimos para cumplir un contrato. Nos hicimos muy amigos. A él le gustaba mi estilo, mis conocimientos, y se sorprendió cuando se percató de que yo conocía todo su repertorio. Al enterarse que habíamos cumplido nuestro contrato, me propuso contratarme para acompañarlos como posible reemplazante, en caso que alguno de ellos quedara impedido de actuar. Era una gira muy importante, financiada en parte por el gobierno paraguayo (Luís recibía un sueldo de embajador). No dudé un instante. Abandoné a mis compañeros y me acoplé al grupo de mi ídolo. Casi no actué con ellos, solo un par de veces, en fiestas privadas, en París y San Remo, pero fue una experiencia emocionante para mí. Estuve tras bastidores en el Royal Variety Show realizado el 4 de noviembre de 1963, en el Teatro Prince of Walles, de Londres, donde Paraná y su grupo actuaron junto a los Beatles y en presencia de la reina
—¡Qué experiencia, por Dios! —dijo Matilde, al tiempo que lo miraba embobada—. Pero, ¿cómo lograste conseguir el dinero y los papeles en Buenos Aires para aquel primer viaje que selló tu suerte? Eras muy joven...
—El dinero para el pasaje nos envió un paraguayo que vive en Barcelona, quien nos agenció los primeros contratos. En cuanto a los papeles, viajé con un pasaporte diplomático, gracias a un amigo gestor que trabajaba en nuestra embajada en Buenos Aires.
—Uf, qué buena historia…, emocionante… —dijo Matilde; y espontáneamente, se arrodilló para darle un beso a Hugo en la mejilla. Éste quedó entre turbado y varonilmente agrandado.
—¿Y, después, por qué regresaste, por qué abandonaste ese fantástico mundo? —dijo Matilde.
—Por muchas razones —empezó diciendo él—. La nostalgia, pero, principalmente, porque ya no soportaba mi papel de segundón en el grupo. Nadie se enfermó nunca, nadie renunció, nadie murió; así, pues, no tenía futuro con ellos. Decidí, entonces, regresar para volver a empezar con la música. Quiero armar un grupo de calidad y, probablemente, si me tienta la idea de hacer otra gira por Europa, me iré.
—Eres una estrella —le dijo Matilde, con su mirada de admiración. Ambos rieron.
Luego, súbitamente, apareció Claudia, cerca ya del mediodía.
—Vine a verlos un rato —dijo, sin disimular el interés que lo había hecho llegar hasta ellos.
A los pocos días, Claudia pasó a engrosar la larga lista de amantes de Hugo.


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Volvamos unos diez días al pasado. Al poco tiempo de llegar Hugo y Horacio a Concepción, le invitaron a un cóctel danzante (Hugo quiso estar, porque se trataba de una reunión de gente joven, donde concurrirían las chicas más lindas de la ciudad) en la casa de la rica familia Parisi, ubicada en el centro de la ciudad, en una de las bocacalles más caras. Las dos jóvenes Parisi —más bien, bien vestidas y maquilladas que lindas— habían organizado la reunión social, solo para conocer al chico que había llegado de la argentina, cuya fama de buen mozo y eximio artista se había esparcido sobre la monotonía de la ciudad. La casa colonial estaba construida sobre la línea de ambas veredas, que estaban techadas completamente hasta las calles, de tal suerte que en las numerosas lluvias (algunas torrenciales), el agua caía directamente sobre las cunetas. La sala donde se llevaba a cabo la fiesta de los jóvenes, era de enorme dimensión, con grandes ventanales enrejados que daban a los corredores de las veredas. Ahí, en cada una de las seis ventanas se apilaban los curiosos para deglutir todo lo que sucedía en el interior. Un chico de unos trece o catorce años, se había aferrado a los barrotes, para no perderse detalle alguno del gran espectáculo que se gestaba en el salón. Un flamante tocadiscos Philips con mueble de madera y una pila de discos de vinilo en formato 33RPM, aseguraban el soporte acústico de la noche. El chico, contagiado por el ambiente, excitado por el bullicio reinante, y dominado por la ansiedad de crecer para ser uno de ellos, grababa en su memoria cuanto podía, escenas que marcarían como hierro candente el rumbo de su vida. Anhelaba ser músico y buen bailarín y tener como novia a una de esas bellezas que reían y bebían y bailaban. Ahí fue que vio bailar a Hugo la música The Twist de Chuby Checker, y quedó petrificado por la forma en que éste se contoneaba, subiendo y bajando hasta el mismo suelo. Veía cómo la concurrencia en pleno dejó de bailar, para hacer un corro y aplaudir a rabiar el espectáculo increíble que estaba llevando a cabo el admirado visitante. Sin ser partícipe de la fiesta, esa fue la noche más emocionante de la vida del chico.


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Hugo era una persona de inagotable buen humor.
—¡Cirila! —le llamó un día en que amaneció con ganas de hacerle una broma—. Hoy me gustaría comer un plato de albóndigas que, según Matilde, te salen como para chuparte un dedo.
—No se dice albóndigas sino «almóndigas», señor Hugo —le corrigió la criada.
Hugo ya sabía, por boca de Matilde, que Cirila le llamaba así a esa comida. Y tanto él como su cuñada pensaban que era incorrecta esa forma de expresión; que, en todo caso, era un vulgarismo, una deformación de la forma correcta.
—Apostemos que como yo digo es lo correcto —le desafió Hugo—. A ver quién gana.
—Acepto —le dijo Cirila—. Por algo es que yo aprendí así.
—Bien —dijo Hugo, mientras pensaba. Luego prosiguió—: Si pierdo, te llevo a cenar un día sábado en donde tú elijas; y si gano, te irás con nosotros al río y te bañarás con un biquini.
En el país, ninguna mujer se había atrevido todavía a utilizar esa prenda considerada escandalosa. Mostraban las revistas que solo algunas actrices famosas las usaban. Cuentan que la pionera fue Brigitte Bardot, y la siguieron Marilyn Monroe y Jane Fonda, allá por las playas de Cannes y Saint Tropez.
Cirila, quien estaba un tanto excedida de peso, y carecía de un cuerpo armonioso que digamos, meditó unos segundos, y luego dijo:
—Está bien. Acepto. Usted debe comprarme las prendas. —En realidad, era admirable lo desinhibida que siempre había sido Cirila. Le importaba nada las miradas o las palabras de burla de la gente. Siempre tenía en la punta de la lengua respuestas hirientes con qué responder para defenderse.
Para salir de dudas han ido a consultar; y, curiosamente, encontraron que las dos voces están aceptadas en el Diccionario de la Lengua Española. Es más, encontraron que tiene registrada la palabra «almóndiga» desde la primera edición del Diccionario (1726). Todo estaba bien claro. No le quedaba a Hugo sino aceptar que había perdido.
—Está bien, Cirila. Has ganado la apuesta. Coordina con Matilde la fecha de la cena. Me has dado una buena lección.
Los tres rieron de buena gana ante el inesperado desenlace.


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8spG

Matilde hacía de los domingos un día especial, día de fiesta privada, con invitados elegidos a su criterio o a pedido especial de Carlos (luego, sin pretenderlo, esa costumbre se convirtió en una poderosa palanca social que encumbraba a su marido, y a ella la convirtió en una réplica modesta de los salones parisinos del siglo XVIII). En compañía de Cirila le gustaba celebrar ese día y sabía cómo hacerlo. Las reuniones se iniciaban a partir de las diez de la mañana hasta el oscurecer. Esta costumbre no se interrumpió por la crisis del adulterio; ambos supieron cuidar las apariencias.
Los días sábados, emulando el hábito de su madre, la casa quedaba aseada y presta. Las plantas recibían un tratamiento especial: eran minuciosamente tratadas. Antes de sacarle brillo a las hojas, plumereaban planta por planta, para sacar bien el polvo de las hojas; luego, eliminaban las hojas, tallos o flores muertas para permitir a la planta un crecimiento sano. Por último, mezclaban cerveza con leche y agua, o vinagre con agua, y con una esponja frotaban las hojas. Con este mismo procedimiento también limpiaban los tres bonsái que Matilde conservaba desde su época de soltera. Eran de tres árboles nativos: el cedro, el lapacho y el trébol, y constituían su mayor orgullo, dada la admiración que despertaba entre los visitantes de la casa.
Se hacían las compras en el mercado, porque los domingos no se trabajaba; esos días todos vestían sus mejores ropas y asistían a misa.
—¿Te he dado ya la lista? —le dijo a Cirila aquel sábado en que irían al mercado en auto conducido por Matilde (había aprendido a manejar bajo las instrucciones de Carlos).
—Sí, Matita.
Aquel domingo tenía cuatro invitados: Ignacio, el periodista español; Justino, el músico, que ejecutaba muy bien la guitarra y cantaba bastante bien; Norma, la amiga infaltable (sin su marido); y Hugo, visitante ilustre a quien su cuñada le encumbraba por los cielos frente a la gente.
La comida consistía, generalmente, en pastas acompañadas de carnes con salsas naturales de tomate, que variaban entre tallarines, ñoquis, ravioles de verduras, lasañas, todas hechas de forma casera, desde la preparación de la masa. Otras comidas que se repetían eran las milanesas y los asados a la parrilla con ensaladas verdes —que abundaban en la ciudad—. Se bebía vino, cerveza o jugos de frutas de estación. En ninguna otra casa de la ciudad (lo dijo Norma) se observaba un aire de fiesta tan notable como en la casa del doctor Martínez, quien en esos días adquiría una expresión de orgullosa satisfacción. Siempre que le halagaban, decía:
—El mérito es de ella; es su esfuerzo, su voluntad para realizar su idea.

Matilde se alegró —como todos se alegraron—, de haberlos invitado y de haberlos reunido. Ella y Cirila no paraban de dar vueltas, de ir y venir, de la cocina a la mesa y de la mesa a la cocina, pero sin caos, todo en orden, deslizándose las dos sin chocar (sin siquiera rozarse), a pesar de tener ambas manos ocupadas.
Luego, como nadie hablaba, como nadie iniciaba un tema de conversación, Hugo empezó a contar chistes, algunos algo complicados que muchos no entendían, pese a lo cual, toda la mesa reía, porque el que contaba los chistes lo hacía de una manera muy graciosa, acompañando los relatos con la teatralidad de un talentoso bufón: contorsiones de su cuerpo, gestos ingenuos, airados, crueles, y expresiones alocadas del rostro. Las personas se reían más de él que de los chistes que contaba. El único que se mantenía serio era Carlos, tratando con mirada glacial de aguarle los chistes a su hermano (ni él entendía por qué su hermano no le caía en gracia, por qué no le resultaba simpático). ¡Y cómo disfrutaban todos con aquellas explosiones de risa, por más que no fuesen absolutamente auténticas!, y Hugo siguió contando chistes sin parar, mientras bebía tragos y tragos y tragos de cerveza, hasta que Matilde, con dos palmadas, pidió que se sentaran a la mesa para servirse la humeante lasaña que acababa de bajar sobre una posa fuente de maderitas unidas con alambre en forma de pescado, para luego sacarse el guante de tela gruesa con que había sostenido la fuente caliente de vidrio irrompible.
Ya en plena comilona, todos con sus servilletas cubriéndose la pechera de sus camisas y blusas, admirando el sabor exquisito de la pasta, entre charlas y risas, Ignacio propuso la idea de concurrir esa noche al cine.
—Está anunciada la película Fahrenheit 451, dirigida por el Francés Truffaut, donde actúa Julie Christie. Está basada en la novela de Ray Bradbury.
—Yo tengo ese libro, si alguien quiere leerlo —dijo el músico, quien era apasionado por todo lo que trataba sobre ciencia ficción.
—Me encanta Julie Christie —comentó a su vez, Matilde—. La he visto en Doctor Zhivago, actuando con Omar Sharif.
—A mí también me encanta —añadió Claudia.
—Sí —agregó Ignacio, quien se mostraba ya abiertamente cinéfilo—, es una memorable película que obtuvo cinco premios Óscar; y que está basada en la fabulosa novela de Boris Pasternak del mismo nombre, y que fue determinante para que le dieran el Nobel.
—¿Sabes algo sobre el argumento de Fahrenheit 451? —preguntó Carlos a Ignacio.
—Sucede en el futuro, posterior al año 2010, en donde los bomberos ya no se dedican a apagar incendios sino a quemar libros, ya que, según su gobierno, leer impide ser felices porque llena de angustia al pueblo; al leer, los hombres comienzan a pensar, analizar y cuestionar su vida y la realidad que los rodea. El objetivo del gobierno es impedir que los ciudadanos tengan acceso a los libros, pues no quiere gente culta que cuestione sus acciones; y sí, que se conviertan en obreros que rindan mucho en sus labores.
—El dictador Francia ya llevó a cabo esa política aquí en Paraguay. Decretó la ignorancia como método de dominio de sus ciudadanos —dijo Carlos—. Así, pues, no es tan original ese argumento.
—Y hoy por hoy —intervino el músico—, la ignorancia se aplaude y se premia. Solo hay que observar el Congreso.
—¿Y la otra película, de qué trata? —preguntó Matilde, mirando a Ignacio. Daba por descontado que él sabría.
—Es una vieja película de vaqueros, indios y caballería —empezó diciendo Ignacio con sorna, para luego proseguir—: creo que se titula Hondo, y está protagonizada por el eterno John Wayne.
—Sería interesante que pasen primero este filme —dijo Carlos.
—¿Por qué? —preguntó Ignacio.
—Porque la gente que gusta de este tipo de películas son niños, jóvenes y adultos ignorantes, que arman tremendos barullos ante cada aparición del héroe o la caballería en los momentos de tensión argumental. Y estas personas, generalmente, se retiran cuando en el último horario empieza una película que les exige pensar. Solo buscan entretenimiento.
—Es cierto —aprobó Norma—; pero, el dueño del cine siempre pasa las películas «serias» en primer lugar, y esa gente que dices —miró a Carlos— no se calla un segundo.
Sonrieron todos con resignación. Quedaron de acuerdo en que irían al cine. «Hay que apoyar al dueño, quien suele traer películas muy buenas», dijo Justino. Opinión que todos aprobaron.

Gracias a esos domingos donde tan bien pasaban rodeados de personas agradables, las noches terminaban, siempre y cuando en Carlos no afloraba su excesiva «animalidad», con placenteros encuentros maritales, donde Matilde se comportaba con voluntad «cumplidora».


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Rafel Calle
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Rafel Calle »

Un trabajo por el que sin duda hay que felicitar al autor y, desde luego, yo lo hago con mucha alegría.
Enhorabuena, Óscar.
Abrazos.
E. R. Aristy
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por E. R. Aristy »

Vaya, Oscar, que bien elaborada, interesante y evocadora es esta capsula de los tiempos y sazones de los 60 en un pais lationoamericano. he ido leyendo de poco a poco y en cada capitulo encuentro tu buen hacer y lucidez. Seguire la lectura. Abrazos! ERA
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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

Mensaje sin leer por Óscar Distéfano »

Capítulo 9 SP
1968


9spA

El tiempo que le sobrevenía la crisis a Matilde, luego de descubrir la traición de su marido con su mejor amiga, fueron lapsos de silencios y gritos, de luchas entre sus ángeles y demonios; y, cuando una de las batallas ganaba el demonio del rencor, su padecimiento se volvía un drama prolongado para la casa de los Martínez. Pasaron dos meses y ella no lograba superar la traición. A veces, luego de estar días en tranquila predisposición a perdonar, amanecía completamente envenenada por el deseo de venganza: una sed de castigar, de herir a su marido. Pero, ante la conciencia de ser mujer, ante su impotencia para ejercer cualquier tipo de poder, las horas parecían cebarse en las lágrimas. El día se dilataba más allá de lo que la conciencia esperaba; nada pasaba nunca, y el viejo reloj del comedor golpeaba como un gong a cada infalible hora. Y para colmo de la yeta, justo al otro día del abominable descubrimiento, Cirila tuvo, a causa de los celos, una escandalosa trifulca con su novio, un músico de uñas largas y pelo engominado, cayéndose en una depresión casi igual a la de su patrona, hecho que la postró aún más en la soledad.
Eran dos mujeres sufriendo la ingratitud de los hombres. Los altibajos de la calma y el dolor, seguían oscilando como en una serie infinita. Aquel día, por ejemplo, las veinticuatro horas, Matilde no probó bocado de comida y no habló una sola palabra. Esa noche, como tantas de las últimas semanas, se encerró en su cuarto con el propósito de llorar. Quería descargar a través de las lágrimas, la opresión que sentía en la garganta, en el pecho y en el alma. Tirada sobre la cama boca abajo (cama donde vivió tantas noches de alegría y angustia), lloraba amargamente, soltándose al llanto, abriéndose para evacuar el asco y el dolor que sentía. En un primer momento, echó toda la culpa sobre Carlos, considerándolo un detestable traidor; luego, la culpable directa era Norma, esa ramera que no se conformaba con el marido que tenía, que pudo simular tan bien la amistad, y que conseguía con su dinero todos sus caprichos; y por último, se sentía culpable ella misma, por no haber podido liberarse y abrirse al placer del sexo, para ganar definitivamente a su marido.
Los recuerdos de las noches íntimas acudían a su mente como fantasmas monstruosos que venían para burlarse de su ingenuidad, para extender sus dedos acusadores, para señalar dónde se encontraban las fallas y cómo hubiese podido cambiar su vida. Y esos mismos demonios, acusaban también a Carlos, lo condenaban doblemente, porque antes que procurar solucionar el problema, cobardemente se lanzó en la búsqueda de otro cuerpo más accesible.
Cuando esos raptos la estrangulaban, Matilde no podía dormir en toda la noche; y sin salir de su cuarto, caminaba echa un despojo, dando vueltas, y tratando de poner en orden sus pensamientos. Pero sus pensamientos eran remolinos que se movían vertiginosos y la llevaban a la confusión total.
Recordaba su noviazgo, la época feliz donde el sexo no constituía una valla para su amor, y más lágrimas brotaron de sus ojos. Añoraba su sentimiento de entonces, la espontaneidad en que se amaban en aquella época.
Varias veces estuvo veinticuatro horas metida en su dormitorio, y salía obligada por la insistencia de Cirila, quien se encontraba muy preocupada, pues era la primera vez que veía así tan desamparada a su «niña». Además, veía también a Carlos, todos los días, muy turbado irse a trabajar, después de haber pasado la noche en el sofá del escritorio. «Es una situación muy anormal», pensaba.
Cirila sentía una tristeza inmensa al ver a Matilde, una mujer hermosa, llena de vida y de futuro, en camisón transparente, desgreñada, descalza y con los hombros caídos, deambular por la casa como una zombie. Era triste observar a una mujer hermosa perder todo su glamour.
—Pero, Mati —así la llamaba Cirila desde pequeña—, ¿qué fue lo que sucedió? ¡Por Dios! ¡Cuéntame ya! —. Tanto era el afecto que le profesaba, que dejó de lado su propio drama sentimental.
—Carlos y Norma son amantes —fue la fulminante respuesta.
«¡Ay..., qué gravedad!», pensó Cirila, presintiendo lo peor para todos. Su mente trabajaba febrilmente tratando de encontrar una forma de consolarla; y no se le ocurrió otra cosa que despotricar contra Norma, de tal suerte que todo parezca como si un mal demonio de fuera, haya sido el responsable de la caída en el pecado de Carlos. El tiempo del calvario había sobrepasado todos los límites.
—Nunca me gustó esa mujer: es falsa, siempre me pareció demasiado amable; pero no te podía decir lo que pienso de ella, porque te hubieses enojado conmigo. Ahora, sí, te puedo decir: ¡Es una cualquiera! ¡Una ramera barata! ¡Ella es la culpable de todo!
—Pero él también quiso... — replicó débilmente, Matilde.
—¿Y acaso no sabemos cómo actúan estas víboras? Le tientan al hombre hasta convencerlo, hasta conseguir lo que se proponen... Son verdaderas brujas. Carlos te quiere, Mati. Se nota a la legua. Solo que no habrá podido controlar su calentura. ¿No te estabas portando mal con él en la cama?
Matilde no tenía ganas de seguir con aquel diálogo. ¿Acaso nadie podría resucitar su destrozado espíritu? Aunque aceptase que Carlos fue arrastrado a la ignominia por los sutiles enredos de Norma y por su incapacidad para satisfacerlo, no iba a poder borrar nunca de su mente la escena del consultorio: confundidos los dos en el bajo placer. La imagen de Carlos gozando el cuerpo de otra mujer (recreada por su imaginación con lujo de detalles), se transformó en una daga que la torturaría quién sabe por cuánto tiempo.
—Por favor, basta, quiero que me dejes sola, Cirila. Anda ya. No me hables más… —suplicó Matilde, encerrándose de nuevo en su cuarto, mientras sollozaba muy dolorida.
Cirila se dedicó entonces a cuidar de ella y de Liz. Sentía compasión por la nena. Miraba esa carita asustada con la esperanza de que amaine la tormenta. Se olvidó de su propio problema con el músico. «Eso se va a arreglar», pensó. Liz había cumplido ya los seis años. Estaba cursando el primer grado en el colegio María Auxiliadora. Era una nena hermosa, parecida a su madre, pero totalmente apagada. Parecía acostumbrada a vivir sin alegría. Desde el año pasado, cuando cursaba el preescolar, las monjas ya advirtieron una falla en su modo de ser. Era retraída, con mucha dificultad para hacerse de amigas. Su maestra le había ya diagnosticado: «Esto es un autismo, o algo parecido». Y a pesar de insistir con los padres exigiendo mayor atención a la niña, estos hicieron muy poco para cambiar el estado de cosas. Carlos y Matilde, absorbidos completamente por la crisis matrimonial, descargaron sobre Cirila la responsabilidad del cuidado, hasta tal punto que le permitieron que duerman juntas. El matrimonio había gastado años en esquivar el problema, antes que en consagrarse a resolverlo.

Varios días más anduvo Matilde así (Cirila habló con Carlos para instigarlo a apagar el fuego del infierno), completamente abatida, sin ganas siquiera de darse un baño. En las horas que Carlos llegaba a la casa, ella se encerraba en su dormitorio, echándole llave al cerrojo, escapando de un posible encuentro. En esos días, prefería morir antes que mirarle en la cara. Todo era duda en su mente. Por momentos lo odiaba profundamente, con todas sus fuerzas, deseándole incluso la muerte, imaginando para él accidentes espantosos, que hicieran justicia a su canallada; luego, parecía recapacitar, recordando el lado bueno de su marido, sus virtudes, su debilidad por ella, y sentía conmiseración por él. Quería perdonarle. Y esos sentimientos iban y venían, y estuvieron a punto de volverle loca; hasta el extremo de sentir fuertes dolores de cabeza y una presión en el pecho que no aflojaba.
Toda su elegancia, su vanidad, su interés social, se deshicieron. El abandono personal era patético.
Es en esta época que Matilde empezó a utilizar los calmantes, los somníferos, los tranquilizantes y el champán o el vino, como un medio para huir de los problemas y de la realidad, y para disfrazarse de «Matilde agradable y social»; afición que se iría acentuando con el tiempo.


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9spB

Carlos, por su parte, con un sentimiento de culpa que le devoraba las entrañas, buscaba desesperadamente la manera de comunicarse con su mujer. No podía trabajar. Se pasaba el tiempo martirizado por la estupidez de su conducta, preguntándose cómo había llegado a esa situación extrema. A cualquier hora del día, muchas veces, dejando su consultorio atestado de pacientes, regresaba a su casa, con la esperanza de encontrar a su mujer recuperada de súbito, por la acción de algún milagro. Pero el milagro no sucedía. Habló con Cirila, pidiéndole que intercediera, que hiciera algo para solucionar la inestabilidad. Le dijo que ya habló con ella. Luego, poco a poco, por medio del análisis, llegó a la conclusión de que debía ser él mismo quien enfrentara la situación. Sí o sí había que cargarse de voluntad férrea para recuperar a su mujer. Por suerte para él, en los años sesenta, en Paraguay, las mujeres eran más proclives que el hombre, a aceptar y perdonar el adulterio. Un poco más antes, en Latinoamérica hasta veían con buenos ojos el asesinato de mujeres adúlteras por parte de sus maridos. En contraparte, el adulterio del varón, era siempre negociable; y en la mayoría de los casos, luego de asimilar el escándalo, las mujeres perdonaban (o aparentaban hacerlo), y la vida continuaba campantemente.
Entonces, una noche, con decisión se paró frente a la puerta del dormitorio, y no abandonó ese lugar hasta que le abrieron. Utilizó para ello la paciencia y los ruegos. Y venció en esa primera batalla. Al final de cuentas, Matilde no era de hierro.
—Necesito hablar contigo, por favor —le imploró, después de sobreponerse de la impresión que le produjo el aspecto de su mujer.
Ella no respondió. Sencillamente, se hizo a un lado para que él entrara.
Después de cerrar la puerta, Carlos, tomando las manos de Matilde, se hincó de rodillas sobre las duras baldosas, y con las lágrimas brotándole, rogó, suplicó que lo perdonara. Ante la impertérrita actitud de ella, se desesperó aún más: lloró ya abiertamente, con lágrimas verdaderas, como un condenado a muerte que se niega a morir.
—Por favor, mi amor…, ¿por qué no quieres escucharme?
Ella se mantuvo en silencio un prolongado rato. Parecía no importarle (o no creerle) cuando Carlos se mostraba arrepentido hasta la humillación. Luego de exasperantes segundos, dijo sin emoción alguna:
—No soy tu amor.
Esa respuesta, en apariencia coherente con su estado, fue, sin embargo, la luz que percibió Carlos en medio de la oscuridad del conflicto, porque le abría un camino, aunque brumoso, que podría salvar su matrimonio. «No soy tu amor», significaba el portazo que no había recibido en el consultorio. Expresaba que, ahora, ¡por fin!, ella deseaba castigarlo, que Matilde empezaba a sentir la necesidad de hacerle daño; y si necesitaba hacerle daño, es porque había decidido mantenerlo a su lado, porque sentía todavía algo por él. Carlos llegó a pensar que la naturaleza de su mujer estaba más preparada para el dolor que para el placer; pero, no se le ocurrió pensar que el sufrimiento la estaba convirtiendo en una mujer más fuerte, más arrogante, más orgullosa de sí misma; la suma de sus desdichas la resguardaba de un colapso, endureciendo su corazón día tras día, y haciéndola sentir la vida con más profundidad. Él se equivocó al creer percibir una cierta debilidad de carácter en ella. Ese pensamiento (que bien podría ser de Carlos): «Ella tampoco puede vivir sin mí», era una engañosa forma de estúpida omnipotencia.
—No sé por qué lo hice... Jamás pensé traicionarte... Nunca te he traicionado. Es la primera vez. Y si me perdonas, será la única vez. Necesito otra oportunidad, mi vida.
—No quiero que me digas: mi amor, mi vida o palabras parecidas. Son puras hipocresías… Siempre fuiste un hipócrita conmigo.
Carlos se estremeció de pensar que podía perderla.
—No es necesario que seas cruel conmigo, Matilde. Tú sabes que la tentación es muy fuerte, que el diablo siempre mete sus narices en estas cosas. Norma me ha venido buscando desde meses (sintió asco de sí mismo por proferir estas palabras, por echar toda la culpa sobre su amante; pero todo lo hacía por regresar a los brazos de su esposa).
—¿Por qué tenías que hacerlo justamente con esa perra?... No voy a poder olvidarlo en mi vida. —Y nuevamente se entregaba al sollozo y a los hondos suspiros.
Carlos empezó a explicar con bastante dificultad lo que había hecho, aunque Matilde esperaba esas palabras a sabiendas de que a Carlos le costaría mucho explicar lo que tarde o temprano tendría que explicarlo con mucha claridad. Las una hora y cuarenta minutos que duró la conversación tuvieron un tono deplorable, en donde la expresión «te quiero» no se pronunció ni una sola vez; mientras «ya no me quieres» fue pronunciada siete veces por Matilde y cinco por Carlos. La palabra «perdóname» fue pronunciada quince veces por Carlos, y quince veces un largo silencio fue el rechazo a ese ruego. Luego del último «perdóname» y del último largo silencio, Matilde, como impulsada por una fuerza surreal nacida de una mezcla caótica de emociones e ilaciones entrecruzadas de su subconsciente, le propinó a su marido una sonora bofetada que le arqueó el rostro y le hizo sorprenderse sobremanera (era la primera vez que ella reaccionaba así). El hecho de que llevara unos días enferma de celos, de amor propio herido, de sensación de una vida sin futuro, habría interferido en su comportamiento natural, dejándose llevar por el demonio de la venganza física. Seguidamente, se puso a llorar como una niña, tapándose la cara.

Carlos quiso reaccionar en un primer momento ante la bofetada recibida (le dolió bastante, y le dejó la mejilla enrojecida). Su educación machista no toleraba lo que acababa de pasar. Antes que poner la otra mejilla, tuvo el impulso de devolver el doloroso golpe; pero, recordó confusamente que su madre, siendo él aún un niño, le había abofeteado a su padre, y éste se había quedado quieto, mudo, como admitiendo una culpa que Carlos no acertó nunca a comprender. Había sentido aquella vez (y por interpolación, ahora) que esa bofetada era como el «diez avemarías y diez padrenuestros» que el confesor ordenaba como penitencia para limpiar los pecados, como un «borrón y cuenta nueva» para seguir luego con la convivencia. Hizo lo mismo que había hecho su padre. Lo que Carlos nunca supo es que Matilde tenía escondido un cuchillo bajo la almohada, para defenderse en caso de ser atacada.
—Perdóname, Matilde... Perdóname, Matilde —era lo único que atinaba a repetir Carlos—. Aceptaré todos los castigos que me merezco, pero no me dejes…, no me dejes. Solo perdóname. Estoy muy arrepentido de lo que pasó. Creo que esa mujer me ha embrujado.

Por más esfuerzo que hiciera Matilde (quizás como autodefensa de su conciencia ultrajada), su memoria no pudo recobrar los detalles que condenaran explícitamente a su marido; aunque sí, una suma intensa de sensaciones y estremecimientos, que despertaron en ella el sentimiento de la fatalidad, como si se sintiera predestinada a ser traicionada, como si en el fondo tuviese también ella un grado de responsabilidad. Este sentimiento hizo posible una mirada más indulgente con los hechos, una apertura de su espíritu a la reconciliación, aunque también un aumento sensible de su pudor y el rechazo a la carnalidad. Además, como había heredado las creencias supersticiosas de su madre, la posibilidad de que su marido haya sido embrujado ella lo admitía con toda naturalidad, lo cual ayudó a abrir el camino del perdón.

Aquella crisis sicológica cambió la naturaleza del sentimiento que los unía. El amor ya no era una búsqueda mutua de la dicha necesaria, y el orgullo ya no sería la admiración mutua en sus presentaciones sociales, al menos por un ignoto tiempo.

Para Carlos no había mayor dolor que el silencio de su mujer. Matilde esperó hasta el último momento, hasta que las imploraciones de su marido se hicieron lamentos, para luego perdonarlo; aunque, se trataba más bien de una aceptación para no destruir el matrimonio, porque olvidar aquella traición, eso no podría jamás. Su condición de víctima, que había ganado el golpe, de ahí en más, lo sacaría a relucir siempre que fuese necesario; y la emoción de tener al toro por las astas, de haberse hecho dueña de la situación, habían despertado en ella el mórbido placer de la lenta venganza, para lo cual disponía de tiempo, de todo el tiempo del mundo. Carlos no puso reparos en bajarle el cielo, en prometerle su vida sin voluntad propia, llena de contemplaciones, con el único propósito de mantenerse a su lado. Matilde aceptó aquella capitulación, sabiéndose otra Matilde, mucho más fuerte de carácter. El dolor la había cambiado determinantemente.
—Está bien —le respondió con cierta altanería—, Pero esta será la única y última vez que te perdono —El dolor no la había matado; al contrario, se convirtió en gran antídoto contra su desesperación.
De esa manera terminó la crisis del adulterio en la familia de los Martínez. Volvió la calma, aunque ¿podrían, como en el Kintsugi japonés, restaurar con oro las fisuras del vaso roto, volviéndolos más bello que su original?
Solo se podía predecir que, a partir de entonces, la dicha necesaria sería cada vez más difícil de alcanzar.

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El veintiséis de agosto de 1968, en Londres, los Beatles lanzaban su canción Hey Jude, la composición que más éxito tuvo en Estados Unidos, manteniéndose durante 9 semanas en el número uno. Fue escrita por Paul Mc Cartney en la época en que John Lennon se estaba separando de su esposa Cinthia, y era un mensaje de esperanza para el hijo de la pareja. Matilde cumplía ese mismo día treinta años. Para ella fue una coincidencia simbólica significativa, esperanzadora, ya que, desde la primera vez que escuchó esa canción quedó prendada de ella; aprendió de memoria su letra en inglés, y a cantarla íntegra a capella, y sabía cada palabra en inglés con su traducción al español.

A Matilde los treinta años le parecieron una edad crucial, como si fueran la frontera en que comenzaba a decir adiós a su juventud para instalarse definitivamente en la madurez, un punto de no retorno, la conciencia de que aquel futuro que le había parecido tan lejano se acercaba arbitrariamente, de un día para otro, sin pedirle permiso a nadie. Al mismo tiempo que disfrutaba (frente al espejo) de su aún entera juventud, la conciencia de la finitud de la vida; y, más aún, de la despreciable vejez, la embargaban.

Carlos le regaló el mejor perfume francés que pudo conseguir en la ciudad, y le dijo:
—Dicen que no hay que regalar perfumes, porque cuando terminan de consumirse, también se acaba el amor. Así que, ya sabes, mi reina, que de ti dependerá manejar los tiempos. Tienes que usarlo de acuerdo a tus sentimientos. Si algún día me quieres dejar; ojalá esto nunca suceda —remarcó en serio y en broma—, solo tienes que apurar su uso. Felicidades, mi amor.
—Iré usando de acuerdo a cómo te comportas —le dijo ella siguiendo la broma, aceptando el beso que él se proponía darle.
Esa noche la llevó a cenar en el restaurante del hotel Francés, un lugar que se abría desde la mañana temprano hasta muy entrada la noche. Esa noche el ambiente era cálido, se encontraban artistas, empresarios, jubilados, y todo tipo de gente fina y ociosa, que iban para leer los periódicos, servirse un café (capuchino era el gusto de Carlos), y jugar al ajedrez, a la dama, al backgammon, al dominó, a la generala, a escuchar música, como si fuera un club elegante de la ciudad. Pasaron una velada íntima y distendida. Comieron chupín de filetes de pescado surubí, acompañado de un buen vino blanco argentino. Más tarde, de regreso a la casa, luego de mucho tiempo, tuvieron una saludable noche de encuentro sexual. El problema del adulterio, aparentemente, había sido completamente superado.

Al otro día, al levantarse para ir a prepararse un café, se volteó y vio a Matilde moverse dándole la espalda, apenas envuelta por la sábana —mostrando así su perturbadora figura—, sobre el mullido colchón, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que, abrazando la almohada, apoyaba en ella la rodilla derecha.
Carlos la miraba extasiado.
De repente ella se incorporó, se sentó sobre el borde de la cama y abrió los ojos.
—Hola, mi amor —le dijo, con esa sonrisa tan seductora que desarmaba a Carlos, dejándolo en una nube de dicha vanidosa. Si en ese instante ella le hubiera dicho: «Anda, ve a comprarme un helado», él se hubiera ido corriendo, aunque tuviese que caminar diez o veinte cuadras, para satisfacer el capricho de esa mujer que veneraba.


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9spD

El sábado volvieron a salir. Carlos se empeñaba en ser amable, en dedicarse de lleno a su mujer; se volvió a comportar como en los primeros tiempos: amable, atento a todos los movimientos y palabras de ella; y, a la menor oportunidad la besaba y le decía piropos. «No quiero despertar nunca de este sueño de tenerte». «Prometo no fallarte nunca más, no desilusionarte, y haré lo imposible para que sigas permitiéndome amarte». «Sólo tengo la esperanza de que tu vida y mi vida elijan el mismo destino». Al regreso de una agradable velada, le dijo a su mujer:
—¿Qué te parece, mi vida, si mañana hacemos un paseo dominical por la ciudad, con Cirila y la niña? Podríamos salir a eso de las diez y luego nos vamos a comer pescado en el puerto.
—Dale —dijo ella, entusiasmada—. Realmente se sentía contenta por el cambio que mostraba Carlos. Así lo quería ver siempre. La emoción le hacía cosquillas en el pecho y le subía hasta la garganta (¡Cuánto no daría por llegar a la tierra codiciada!).
Tal como hablaron, al otro día salieron en el auto. Recorrieron dos barrios: uno, donde vivía gente humilde y donde se encontraba el mercado municipal. Como era temprano, antes de las diez, comieron empanadas de mandioca calientitas, recién salidas de la paila, acompañadas de jugos de naranja puros, sin agua. A todos les encantó. Luego visitaron el barrio de los ricos. «Es notable —dijo Carlos—. En todos los países del mundo, hasta en los pueblos más chicos, la gente rica se separa de la gente pobre. No quieren mezclarse». Matilde le dijo que a ella le parecía que se debía al hecho de que los ricos no quieren ser fastidiados con hurtos ni con pedidos de limosnas todo el tiempo. «Yo estoy decepcionado de la civilización —acotó Carlos—. La pobreza está creada por la codicia y la explotación de los ricos, y estos se pegan el ‘lujo’ de despreciar a los que hicieron posible sus fortunas». Matilde, alarmada, le dijo que deje de hablar de esa manera. Le reprochó: «¿Acaso quieres irte preso por comunista?». Carlos le dijo que estaba bien y se calló. A veces olvidaba que la dictadura era ya una peligrosa realidad en el país, pues se hallaba plagado de soplones.
Luego de visitar la catedral del colegio Salesiano y cuando tomaron rumbo hacia el río por la calle principal, se toparon con el camión cisterna que se encargaba de regar las más concurridas calles de la ciudad. Y también hacían sus «negocios» de venta de agua a las familias, haciéndole una competencia desleal a los carritos aguateros estirados por caballos o mulas. Todas las calles de Concepción eran enripiadas; y, cuando se pronunciaba el viento que venía del río, la polvareda que levantaba era insoportable. El riego solucionaba ese problema; pero, como hemos señalado, solo era privativo de las arterias más importantes del casco urbano; los barrios periféricos siguieron tragando polvo hasta que década después se iniciaron los trabajos de pavimentación.
En la ciudad no existía agua corriente. Solo lo poseían las familias adineradas que hacían cavar pozos artesianos y levantaban el agua en tanques de altura para distribuir el vital líquido por gravedad. El hotel Francés fue el pionero en este tema, tal es así que creó un negocio anexo para vender los motores e instalar los sistemas de cañerías de caños galvanizados.

Llegaron al río más allá de las doce, con muchas ganas de probar los exquisitos platos de pescado. El puerto constaba de un viejo muelle de madera, un edificio donde funcionaban las oficinas recaudadoras y, más al fondo, el taller de reparación de embarcaciones. A un costado, donde terminaba la playa y empezaba el barranco, se alzaban como seis o siete casillas que funcionaban como comedores, y terminaba con una galería sin paredes donde se vendían los pescados frescos, algunos vivos conservados en recipientes con agua. Eran vendedoras, mujeres de los pescadores que, cada atardecer, llegaban con sus canastos atiborrados de todo tipo de pescados: surubí, pacú, dorado, bagre, boga, y otros pescados que los pescadores desechaban por su escaso valor comercial, guardándose solo los que servían como carnadas para utilizarlos al otro día.
—Cómprame, papito. Mira lo grande que son mis pescados. Frescos son, patroncito. Barato, con descuento, patrón. Todo limpio ya está.
Matilde se reía porque todas tenían el mismo discurso.
—Compra un dorado grande —le dijo a su marido—. Te haré comer un manjar de dioses: dorado frito, previamente sazonado, así como me enseñaron en casa.
Carlos obedeció. Se llevaron el dorado más grande, uno de ocho kilos.
—Invitaré a mis amigos —le dijo Carlos.
Matilde asintió con la cabeza, feliz de imaginar que se luciría aquella noche.
Cuando empezó a caer la penumbra y el crepúsculo comenzó a extenderse a lo largo de la línea del horizonte, en tonos de rojos intensos mezclados con ocres, grises y una serie de matices indefinibles, que convirtieron el panorama en una estampa única, como si fuera un cuadro pictórico detrás del conglomerado de los comedores y del galpón de ventas que documentaba la magia del lugar. Matilde, quien se emocionaba ante estos impactantes brotes de belleza natural, se arrepintió de no haber llevado su máquina fotográfica.
Luego, cuando se aprestaban a regresar, vieron a una pareja de jóvenes que hablaban en portugués y que se acercaron a la costa del río. La mujer tenía el pelo rizado y era muy guapa y estiró los brazos en arco como desperezándose; y, desde donde Carlos y Matilde se encontraban, daba la impresión de que la muchacha tenía sujetado al enorme sol que se encontraba en el bajo cielo. El tipo que iba con ella era alto y también tenía el pelo rizado (ambos eran de raza negra) y un bigote descuidado, y sacó un cigarrillo y se puso a fumar con serenidad mientras observaba los cambios de colores que experimentaban el cielo y las aguas del río. Luego, dijo en voz alta: «¡Vamos embora, mulher! ». La mujer ya no miraba el crepúsculo sino el río o, más bien, algo que se movía entre los camalotes que se estancaron en la playa.
—¿Qué es lo que ella mira? –dijo Matilde, mientras estiraba el cuello tratando de ver.
—Parece una serpiente o una rana –dijo Carlos.
Entonces la mujer negra llamó al hombre para que viera lo que ella estaba viendo. El joven, sin inmutarse, arrojó la colilla, se acomodó la camisa entre los pantalones, y se fue a contemplar en silencio lo que la mujer le seguía señalando. El camalote se movió.
—Pues, es imposible distinguir si se trata de una serpiente o de una rana; aunque, por el movimiento algo brusco del camalote, diría que es una rana —dijo Carlos.
—Cierto. Las serpientes se deslizan más suavemente. Eres un genio, mi amor —dijo Matilde—, en tanto se arrodilló en el asiento para besarlo.
—No exageres —le dijo él, mientras esbozaba una vanidosa sonrisa.
La oscuridad hizo que fuera imposible seguir buscando con la mirada para ver al reptil; así, pues, regresaron algo cansados, mientras por la radio se escuchaba «La balsa », el último éxito de la banda Los Gatos.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Capítulo 10 SP
1968

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Reinaldo, que además de los problemas de hipertensión y diabetes que padecía, un día en que el tiempo estaba muy inestable tuvo un problema de salud grave estando en pleno campamento de Concepción, y necesitaba ser tratado de urgencia, porque se le había taponado la vía urinaria, lo que hizo que su vejiga se colmatara y estuviese a punto de estallar. Todos pensaron que ese día moriría, que el socorro no llegaría a tiempo para que le abrieran la «cañería» obstruida a causa de una antigua infección nunca eliminada. Por suerte, Carlos, ese día, una hora después del momento crucial en que se había disparado la alarma, encendió su radio para intercambiar con sus amigos radioaficionados. Dos de ellos estaban comunicados con la radio del campamento, comentando sobre el caso; y él, rápidamente, se percató de que se trataba de su suegro. Alarmado, le comunicó a Matilde el problema y se dispusieron a atravesar los cien kilómetros de tierra en el menor tiempo posible, en cuyo trayecto deberían ganarle a la amenaza de lluvia que se cernía en el horizonte. Enterado, el doctor Martínez, de los detalles de la crisis, se hizo con todos los elementos que le permitirían hacer una intervención urgente, luego de comprar en la farmacia Urbieta dos catéteres o sondas de Foley. El doctor Martínez sabía que, si llegaban a tiempo, la solución sería muy sencilla: pasar la sonda a través de la uretra hasta alcanzar la vejiga con el propósito de drenar la orina.
Previendo la posibilidad de que su auto no le sirviera para semejante travesía —le dijeron que los últimos diez kilómetros, prácticamente, ya no era una ruta sino una picada abierta en pleno bosque— pidieron a su amigo, Ángel Acosta, el odontólogo, prestada su camioneta Jeep Willys 1953, doble tracción. Acosta les aconsejó: «Contraten algún ayudante mecánico para que les acompañe. Puede serles útil para cambio de ruedas o para manipular el molinete en caso de empantanarse si llueve». Así lo hicieron, y a las ocho y media de la noche emprendieron la marcha, con la esperanza de llegar antes de la medianoche. Carlos había avisado por radio de su partida, pidiéndole al encargado que lo ayudara en caso de lluvia en esos diez kilómetros para llegar al campamento. El encargado le dijo que no se preocupara, que estaría con un tractor pendiente de esa eventualidad.
Llegaron a las doce y veinte de la noche, luego de un viaje sin contratiempos pero cargado de tensión a causa de la amenaza de lluvia que se hacía más patente. Reinaldo soportó con estoicismo durante el tiempo que tardaron en llegar, aunque hacía más de una hora que, dirigiéndose a sus subalternos, había empezado a rogar que le ayudasen, que lo evacuaran a la civilización. Al llegar junto a él, Carlos le demostró a su suegro lo mucho que había avanzado en la práctica de su profesión. Con decididos procedimientos —y la ayuda increíblemente aplicada de Matilde—, le hizo ponerse de pie a su suegro, le higienizó el pene y pidió a Matilde que lo sostuviera en posición horizontal (ella superó con naturalidad el escozor de observar y tocar el miembro de su padre); luego le introdujo en la abertura de la uretra la sonda bien lubricada y con movimientos giratorios fue empujando lentamente. Llegado a la mitad del tronco, la sonda se trancó; entonces, le dijo a Reinaldo: «Aguanta, suegro, que falta muy poco». Forzó la introducción de la sonda haciendo girar suavemente y logró pasar el obstáculo crítico, en tanto su paciente decía que no soportaba más el dolor. Al cabo de unos tensos segundos, la sonda llegó a la vejiga y empezó a drenar la orina, hecho que le produjo una sensación de bienestar glorioso a Reinaldo, que le hizo sonreír y agradecer a sus salvadores, yerno e hija. Después de esta exitosa intervención, el encargado de la empresa aceptó el certificado de reposo por quince días que Carlos había expedido, y regresaron a Concepción con el paciente muy aliviado y de buen humor. «Te liberaremos de la sonda mañana», le dijo Carlos.
Lucio, el ayudante de mecánico, le dijo a Carlos que prestara un par de cadenas para cubrir las ruedas en caso de lluvia. Carlos habló con Reinaldo y consiguieron el pedido.
Apenas recorridos esos diez kilómetros empezó a llover a cántaros. El techo de la Jeep era de carpa y con muy pobre protección a los costados.
—Preparémonos para empaparnos —dijo Carlos.
—¡Papá! —exclamó Matilde—. Cúbrete bien. Ahí detrás hay un piloto de Carlos.
—Pásale, Lucio —ordenó Carlos al ayudante de mecánico que habían traído.
Cuando avanzaron un par de kilómetros, la ruta de tierra colorada se volvió gomosa como si hubieran echado una película de jabón encima. Es cierto que el agua de la lluvia que seguía cayendo drenaba bastante bien hacia las cunetas; es decir que en el terraplén no se formaban charcos; pero, de cualquier manera, el viaje estaba destinado a convertirse en travesía, y si caían a la cuneta, el problema se agravaría terriblemente, porque necesitarían una ayuda externa para volver a situar el jeep en la carretera, ya que el cabo del molinete no llegaba a los árboles de la otra orilla.
—Señor —dijo Lucio— deténgase, por favor; colocaré las cadenas a las ruedas.
Carlos obedeció, y se felicitó a sí mismo por haber traído al ayudante. Con absoluta pericia colocó las cadenas, y las dos ruedas traseras, con mejoramiento de agarre, quedaron listas para un andar de más confianza.
—Déjeme manejar —le dijo Lucio a Carlos—. Tengo experiencia en esto. No quiero desmerecerlo; pero, si es su primera vez, no podrá avanzar ni mil metros. La lluvia es muy fuerte.
—Hazle caso, mi amor —dijo Matilde.
—Sí, tiene razón —le secundó Reinaldo.
A nadie le gusta que le saquen el comando de la nave; pero, Carlos no tuvo alternativa. El peligro de empantanarse era real. Tuvo que entregar el volante. Matilde pasó a sentarse al lado de su padre y Carlos al lado del chofer. Después marcharon por el centro de la carretera. Realmente, la forma en que el vehículo daba coletazos a uno y otro lado, le hizo entender a Carlos cuán difícil era conducir en esas condiciones. El viaje duró un poco más de siete horas, y cuando llegaron seguía lloviendo, mucho más calmada, pero sin dar visos de ir a parar. A lo largo del camino habían observado varios camiones detenidos, algunos por precaución sobre el terraplén y otros por negligencia hundidos en las cunetas. La mayoría eran camiones que trasportaban rollos de madera (En esta época había empezado ya la gran depredación de bosques en la república del Paraguay).

Llegaron cansados pero agradecidos a Lucio por su gran ayuda. Le pidió el último favor de lavar el vehículo y devolverle a su dueño. Eran las dos y media de la tarde cuando entraron a su casa.

A los ocho días, Reinaldo, aburrido de estar sin hacer nada y deseando todo el tiempo reintegrarse al trabajo, recibió un telegrama donde el gerente de la empresa le anunciaba, por disposición de la Gerencia general, que le otorgaban quince días más de reposo, y luego debía presentarse en las oficinas de Asunción. El mensaje le pareció premonitorio de su retiro, del fin de su época laboral, y una tristeza inexplicable se apoderó de su espíritu. Dejar de hacer lo que uno estuvo haciendo toda su vida era una imposición demasiado cruel como para que el hombre lo tomara con disimulos. Súbitamente cayó en una melancolía de la cual se percató su hija Matilde, quien lo acompañó en su desconsuelo.

En esos veinte días que permaneció en Concepción, por prescripción médica, Reinaldo pareció envejecer de golpe: de la noche a la mañana aparentaba unos diez años más. Se asustó —se asustaron—. En verdad pensó que se moriría a causa de la enfermedad que lo había expuesto públicamente, y también pensó que la inminente llegada de la jubilación le depararía un terrible aburrimiento. Sintió una profunda depresión, como si su vida hubiera concluido. Probablemente, el dolor más fuerte que un hombre pueda soportar es esperar el fin de su vida, como esos condenados que se encuentran en los corredores de la muerte.

Matilde fue su compañera de holgazanería. Trataba de distraerlo con su amorosa imaginación. Jugaban al buraco todo el tiempo y tomaban cerveza —para que Reinaldo ejercitara sus vías urinarias— con el permiso de Carlos. Sabiendo que su padre no le rehuía a la lectura, Matilde le propuso leerle un libro.
—Elige tú el tema —le dijo—. Dime qué género te gustaría.
—No sé si estoy para ficciones —le respondió Reinaldo—. Mejor léeme la historia de Roma, si puedes conseguirla. Me gustan las historias reales, las que están impregnadas de credibilidad. Y la historia de Roma enseña, no solo las intrigas del poder, sino la vida misma del hombre, de la humanidad.
—¡Claro que sí, papá! —exclamó Matilde, con mucha alegría—. ¿Qué momento de la historia es la que más te interesa: Calígula, Nerón?
—No, nada de esos enfermos. Me interesa Julio César; y, por sobre todo, existió un suceso que nunca logré entender: ¿por qué Bruto se confabuló con los asesinos, puesto que era como un hijo para Julio César?
Durante tres días Matilde le leyó a su padre —y se leyó a sí misma— la historia de Roma, enfocándose en la vida de Julio César. Comprendió la fortaleza de carácter del simple soldado que, gracias a su indoblegable voluntad —y con un poco de suerte—, llegó a detentar el mayor poder que un hombre pudiera ambicionar en su época.
—Creo que tengo la respuesta a la traición de Bruto —dijo Matilde, feliz de poder compartir con su padre esos días que fueron únicos en su vida.
—¿En serio?
—Sí, papá.
—Te oigo, hija.
—En esa época, donde las traiciones y los cambios de bando estaban a la orden del día, cada político romano ambicioso —como los apostadores— se veía obligado a tomar partido cada vez que surgía alguna trama de conspiración; es más, generalmente, el político romano se veía en la disyuntiva de decidir su futuro antes que tal o cual acontecimiento surgiera. Por ejemplo: siendo ya Bruto senador, y habiéndose percatado el senado de las intenciones dictatoriales perpetuas de Julio César, algunos colegas lo embretaron exigiéndole que tomara una posición. Sabiendo Bruto que Julio César estaba enfermo y que era imposible que saliera airoso de la traición que se hallaba consolidada, siguió los consejos de su madre, Servilia, para vender al hombre que los había amado con sinceridad a ella y a él, y que siempre se había comportado como un padre con Bruto.
—Ahora entiendo —dijo Reinaldo—, y no podemos juzgar a Bruto desde esta época. Creo que hasta el mismo César hubiera comprendido la actitud de Bruto, ya que esa conducta era habitual entre los políticos romanos.
—Así es, papá. Creo que has comprendido la médula de aquella traición.

Reinaldo cumplía sesenta años el 23 de noviembre de ese año (1968). Como si un ser maligno —el mismo diablo— le hubiera anunciado aquella vez que cumplió los 55 años y se jubiló: «Morirás en tal fecha», él siempre supo que ese maldito cumpleaños sesenta era la predicción que el «diablo» había hecho sobre su destino. Los peores presentimientos lo dominaron luego de recibir el telegrama de su empresa. Era consciente de que había llegado al tope de su rendimiento laboral, al tope de su edad biológica activa, al tope de lo que la fría política de la empresa podría admitir. Esta desgraciada complicación de sus vías urinarias, el susto que se pegaron en la empresa, sumado a ello la edad, se convertirían en razones más que suficientes para que le den de baja para siempre. Veía su futuro como el aire enrarecido y negro del horizonte cuando preanuncia una tormenta, la tormenta que se desataría en su cabeza cuando le anunciaran su retiro. Sentía pánico ante la idea de sentarse en el patio de su casa, en su viejo sillón de mimbre, a soportar el lento desgaste que la vejez provoca. ¿Y si la muerte llegara dentro de diez o quince años? ¿Debería soportar morir en vida todo ese tiempo, con el agravamiento paulatino de sus enfermedades y la nula posibilidad de encontrar algún tipo de goce existencial en todo ese lapso? Para mayor desgracia, una disfunción eréctil le había aparecido unas semanas atrás.

¿Por qué el hombre tiene que ser tan inútil en su vejez? En los tiempos antiguos esto no sucedía. Los ancianos eran personas respetadas a quienes se consultaba ante la aparición de los más graves problemas sociales. Hoy en día son arrinconados como una carga, y ni su familia tiene ya la voluntad para tenerlos en la casa. Solo buscan deshacerse de la presencia torpe, de la decadencia que trasmite malas vibraciones en el hogar. Antes no existían los geriátricos, esos lugares tristes donde cada anciano es el espejo del otro, y cuyo reflejo va ahondando sus depresiones día tras día.

El último domingo que estuvo en Concepción, Matilde le hizo una amorosa despedida, una comida con lo mejor de su experiencia gastronómica. Se esforzó como nunca para que su padre pasara una tarde inolvidable; y creo que lo logró, pues Reinaldo, al final de la reunión, desprendió unos lagrimones mientras agradecía el homenaje que su hija le había regalado.



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Al otro día, Reinaldo, dominado por una insalvable melancolía, se marchó de Concepción ante la dura realidad de haber llegado al final de su vida productiva.
Desde el barco miró alejarse el muelle. Saludó a su hija con los brazos en alto, parado en la cubierta, mientras observaba la sonrisa amorosa de ella, quien había ido a despedirlo. Entonces, en medio del gentío en que viajaba, a su melancolía se sumó una sensación de profunda soledad, como si de pronto sintiera que lo habían abandonado en un barco fantasma. Giró la cabeza hacia ambas márgenes del río y los ranchos que flotaban en medio de la vegetación, a la sombra de los tupidos árboles intensamente verdes, acrecentaban la nostalgia que le había nacido ya por abandonar tantos años de trabajo en medio del monte. Acaso le resultaba difícil de verdad aceptar el retorno definitivo a la vida urbana, luego de todo lo vivido en esos años de lucha laboral, no porque la vida en la ciudad hubiera cambiado en ese largo tiempo, sino porque el cambio se había producido en él, en la parte de adentro de su psiquis, en su modo de vida —quizás solo una quinta parte viviendo con su entorno familiar—, y sabía que le costaría mucho ubicarse al cien por ciento en la casa familiar.

Vivirás cada día, idéntico a los demás, y nunca más habrá un día siguiente, porque todos serán iguales como iguales se repetirán los recuerdos, cuando te sientes cada mañana en tu sillón de mimbre y abras el periódico para leer las mismas noticias de amor y odio, de guerras absurdas, de robos viciosos, las mismas letras destacadas que te ahogarán en la pérdida paulatina de interés por la vida social, por las personas, y te convertirán en un hombre huraño, con la sensación de ser cada día más inútil en la vida. Pero, bueno, es lo que tienes: ¡qué más da!



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Aunque tenían más días en que lograban congeniar después de aquella dura experiencia del adulterio —aparentemente ya sorteado—, a cada tanto, a Matilde le llegaban sus «recaídas» y las relaciones íntimas se volvían a resentir. Si antes le era difícil a Carlos convencer a su mujer, ahora las cosas tomaron un cariz exasperante. Le costaba mares navegar las aguas del deseo. Debía llevar a cabo una ardua tarea de derrumbe de cada muro que Matilde levantaba, uno tras otro, con las piedras que afloraban del punzante recuerdo que se guardaba para sí sola, sin expresárselo. Puso a prueba toda su experiencia de seductor inveterado, ya que necesitó soportar y superar las más aberrantes humillaciones.

Matilde parecía llevar la relación hacia el campo de la amistad. Daba la impresión de que el sexo ya no le interesaba (Esto volvía loco a Carlos: «¿Amistad? ¡Qué mierda!»). Cada vez que su marido la quería forzar, atenazaba con tanta fuerza sus piernas, que convertía los esporádicos actos sexuales en una especie de violación. De hecho que este tipo de conducta sería, con los años, considerado delito sexual; pero, en la década de los sesenta, a pesar de los grandes sucesos que conmocionaron al mundo: el hombre llegando a la luna, el amor libre de los hippies, el Prohibido prohibir de los franceses y otros tantos hechos sociales, según la legislación, la mujer seguía siendo, prácticamente, propiedad del hombre. El voto femenino se implementó recién en el año 61 (hacía siete años), no existía ley sobre el divorcio, y faltaban todavía una serie de reivindicaciones para acercarse a la igualdad de género.
Una noche, en el dormitorio, en medio de una de las disputas verbales que llevaban a cabo, Matilde le dijo a Carlos:
—¿Podrías dejar de fumar en el cuarto, por favor?
Él interpretó ese pedido como una provocación, como una bofetada psicológica; la miró fijamente buscando descubrir algún indicio de broma. Ella no pestañeaba, se mantuvo imperturbable. Entonces le dijo irónicamente si cómo le iba a pedir eso luego de ocho años de casados, tiempo durante el cual nunca había dejado de fumar en el dormitorio. Y ella le contrarrestó diciendo que ahora el humo le hacía daño, que había llegado la hora de decirle que le estaba perjudicando su salud. Entonces él, metiéndose el rabo entre las piernas, tuvo que salir al patio a terminar su cigarrillo, porque tampoco su orgullo le permitió apagarlo frente a ella. De cualquier manera, Carlos se ganó una inteligente cachetada aquella noche.

En algunos momentos él hubiese preferido un rechazo categórico, un no rotundo; pero ella, encerrada en sí misma, sorda a las súplicas, no decía sin embargo que no quería; seguía vistiendo el mismo camisón transparente que llamaba al deseo; y una vez en la cama, se entregaba a la lucha absurda de negársele, pero al mismo tiempo contorsionándose con tanta plasticidad y gracia que parecía negarse de adrede. En algunos momentos él se preguntaba si no se estaba acostumbrando a esa forma anormal de hacer el amor. Llegó incluso a estudiar la posibilidad de presentar el problema a un psicólogo, porque se sentía impotente para solucionarlo por sus propios medios. Fueron días de mucho tragarse sapos y culebras. Padecía la visión de que su vida íntima se encaminaba como un tren hacia un puente en desuso, donde podría acabar con una desgracia. Sufrimiento y espanto ante sus propios pensamientos, pues por momentos, llegaron a aflorar en su mente los fantasmas que clamaban por un castigo físico contundente, como única posibilidad de recuperación racional. No lo haría nunca, de eso estaba seguro; pero el solo hecho de haberlo pensado lo asustó, pues descubrió la existencia de un nuevo demonio dentro de su ser, un Carlos sin control que podría, en algún momento de desesperación, apoderarse de su conciencia y causar un daño irreparable. Sintió miedo de sí mismo. La situación se fue sosteniendo, sin embargo, gracias a algunos esporádicos momentos de satisfacción sexual.


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El telegrama que había puesto al descubierto el adulterio, fue redescubierto en los últimos días de la crisis, suceso que obligó a la pareja a considerar el viaje de Carlos a la capital. Durante todo el tiempo en que ultimaban los detalles del mismo, Matilde estuvo madurando otra idea: una determinación que le había surgido, aunque no con mucha claridad, en el mismo instante en que pilló in fraganti a su marido. Quería huir de esa ciudad, alejarse de ese ambiente que le resultaba sofocante, nocivo, tóxico, que le parecía hipócrita y falso como su amiga Norma. Desde que surgió el problema no volvió a frecuentar los salones de baile de los sábados, algo que mucho le gustaba hacer; y desde ya, no podría volver a presentarse con su antiguo esplendor a ninguna reunión social que se llevara a cabo en la ciudad, ya que el escándalo se hizo público, y la idea generalizada era que, ante el adulterio del varón, el estigma lo llevaba la mujer, por no poseer las cualidades atractivas para retener a su hombre, por no saber vaciarle la calentura.
—No quiero seguir viviendo en este lugar —dijo, no como un pedido sino como una imposición.
—Pues… mudémonos de casa —respondió él, solícito a complacer cualquier capricho de su mujer.
—No me refiero a la casa —replicó ella, muy afectada por los ansiolíticos. Le alteraba que Carlos no captase al vuelo sus ideas; lo veía ahora como el mismo cándido de siempre, incapaz de encontrar el camino que condujera a una vida matrimonial plena y normal. Luego, agregó:
—Se trata de la ciudad. No quiero seguir viviendo en esta ciudad... No quiero seguir viviendo más en esta ciudad. Quiero volver a Asunción. Acá no tenemos futuro. Acá me voy a enfermar.

Carlos quedó pensando unos segundos, al cabo de los cuales se convenció de que la idea no era mala, era lógica. Carlos mismo ya deseaba abandonar aquella ciudad. La práctica del aborto se había vuelto peligrosa; los rumores empezaban a infiltrarse en la sociedad; mucha gente se había ya enterado, aunque él disponía de muchas justificaciones que nadie podría discutirle, y disponía de amigos poderosos que sin duda lo respaldarían ante cualquier percance. De cualquier manera, la idea de marcharse de esa ciudad le pareció absolutamente positiva, ya que estaba también la molestia de su relación con Norma pues, además de que se estaba aburriendo con ella, se había acentuado la obsesión de ésta, y con ello, la posibilidad de un final desgraciado. Tanto el padre como el marido de Norma eran personas brutas, con escasa educación, que podrían reaccionar por impulso, desechando cualquier posibilidad de reflexión. Y, además, a Carlos le entró en la cabeza la idea de que en Asunción crecería más como profesional y, tal vez una mejor posición económica podría favorecer la normalización de su relación íntima con su esposa. Lo cierto y claro era que, con todo el quilombo que hizo de su vida, necesitaba nuevos aires, nuevo hábitat, un borrón y cuenta nueva.

Después de todo, la situación económica de la familia se encontraba bastante desahogada: la casa era ya propia (había cancelado la hipoteca), el equipamiento completo había sido adquirido al contado, y disponían de algunos ahorros que permitirían afrontar cualquier percance futuro. Como en el departamento boscoso de Concepción abundaba el trébol, todos sus muebles los mandó fabricar con esta cara madera y con un caro artesano. «Mudarnos a la capital. Abandonar los malos recuerdos. Empezar una nueva vida, con otra mentalidad. Se podría olvidar más fácilmente todo».
—Me parece una idea a la cual no puedo negarme —aceptó, finalmente, rendido ya a la idea de la mudanza.
Como Matilde no quería permanecer más tiempo en la ciudad, decidieron viajar todos juntos, con Cirila y la pequeña Liz. El barco salía en tres días, lo cual daba tiempo suficiente para los preparativos, para que Carlos dejara en orden las cuestiones pendientes. A los parientes y amigos dijeron que irían de vacaciones, excusa que evitaría cualquier intromisión en el plan, a excepción de Cirila, a quién dijeron que la mudanza era definitiva.

Llegaron así, a la noche antes del viaje, bastante aliviados del cansancio y la tensión de los últimos días, porque nuevos aires se vislumbraban en el horizonte, lo cual traía una nueva esperanza, que posibilitaría emerger del abismo en el cual habían caído. Las maletas se encontraban empacadas y esperando, y la casa mostraba ya su atmósfera de despedida.
Al otro día se levantaron muy temprano, porque el barco salía a las ocho de la mañana, y se encontraron con la sorpresa de que Cirila había desaparecido. No encontraron ninguna de sus pertenencias: ni sus ropas ni su espejo ni su cepillo de dientes. Era fácil comprender que se había fugado con un hombre, quizás con aquel pálido músico —aunque era posible también esperar que fuera otro—, con quien peleaba al dos por tres por razones de celos, y porque el músico de uñas largas Cirila le había robado a la empleada de Norma, a quien odiaba más que a Norma misma. Cirila estaba convencida de que la empleada de Norma era tan puta como su patrona, y esta convicción era motivo de insultos que casi siempre alcanzaba también a su novio.

Por tal desaparición, los Martínez tuvieron que embarcarse sin ella. Después de todo, Cirila era ya bastante grandecita para saber lo que hacía; y si no lo sabía, la vida se encargaría de hacérsela saber.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Capítulo 11 SP
1968

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11spA


Luego de un viaje de más de veinticuatro horas en el viejo buque mercante Cruz de Malta, sin contratiempos meteorológicos, todos ellos aburridos a más no poder, observando desde la terraza del buque la exuberante vegetación que se extendía por kilómetros (muchos árboles bajo agua debido a la crecida del río), los Martínez arribaron al puerto de la capital y, luego de los trámites de rigor, se dirigieron en un taxi a la casa de los Miranda. Darían cualquier cosa por un relajante baño con agua tibia, alguna rica comida de Soledad y un buen descanso en un mullido colchón. Toda la familia se puso feliz por la inesperada visita. Ni Reinaldo sabía del viaje.
El recibimiento fue muy cariñoso; y en cuanto a la pequeña Liz, le hicieron toda clase de fiesta: la alzaban, la besaban y le decían todas las lindezas que, generalmente, los niños, cuando perdieron la costumbre del trato diario, tienen que soportar. Ella, con la timidez de sus seis añitos, se sentía incomoda ante tanta demostración de afecto, aunque lo soportaba estoicamente, ya que no se atrevía a rechazarlos: se trataba de los abuelos, de la familia.

Muchas cosas habían cambiado en la casa. Las personas habían crecido y nuevos hábitos se incorporaron. El patio también estaba cambiado: las plantas se veían más verdes y bien cuidadas. Siguiendo el perímetro de la muralla que daba al vecino, se había plantado pasto inglés como borde para crear un largo cantero que se encontraba lleno de cantos rodados, lirios y plantas enanas de hojas grandes mezcladas con flores de estación. La muralla, que nunca había sido hermosa, ya que se llenaba de humedad a causa de la mala aislación en la base del muro de nivelación, estaba tapada por las plantas antiguas, principalmente mirtos y palmeras, que crecieron hasta pasar la altura de la misma. Se notaba la mano profesional en la creación de ese espacio que impresionaba a la vista.
—¡Qué hermoso está esto! —exclamó Matilde, para luego preguntar—: ¿Quién hizo este trabajo?
—Tengo un jardinero nuevo —respondió Soledad, sin decir el nombre del artista, por temor a prolongar la conversación sobre el tema. Le sobrevino una cierta incomodidad cuando Matilde la observó tratando de comprender su parquedad.

Cuando Teresa y Cecilia se acercaron para saludar, Soledad, con su costumbre de querer comentar los cambios de vida de las personas —más aún, las malas experiencias—, expresó:
—Tu prima Teresa está de vuelta con nosotros. Hace dos meses que dejó plantado a su concubino porque es un borracho que la maltrataba. Es una suerte que no haya tenido hijo con ese animal.
Se notaba por la expresión de su rostro que estaba de acuerdo con su sobrina por tal decisión, a pesar de que mucho la maldijo cuando Teresa abandonó la casa un día para ir a vivir con el rufián.
—Es mentira —se metió Reinaldo, con su característico humor ácido—; parece que se enamoró de otro y su marido la castigó. (Dijo se enamoró, por no decir lo «corneó»).
Es muy probable que esta historia haya sido cierta, pero todos prefirieron tomarlo como una broma y se rieron sin darle mucha más importancia a la cuestión.
—Está bien que le haya dejado a su concubino —insistió Soledad—; pero, ahora tiene que comportarse como una señora, vestirse adecuadamente, ir a misa todos los domingos, para que la gente no empiece a murmurar y vuelva a tener la oportunidad de casarse, esta vez como manda la ley de Dios.
—¿Por qué tiene que ser así? —atacó Matilde, con una súbita necesidad de defender los derechos femeninos—. ¿Por qué Teresa no puede rehacer su vida sin necesidad de hacer penitencia? ¿Por qué tiene que vivir ocultándose como si fuera ella la que se deshonró? ¿Solo porque tuvo la mala suerte de creer en ese malvado? No veo razón para que se esconda detrás de ropas de convento.
Esas palabras de su hija influyeron para que Soledad pensara que había ido un tanto lejos.
—Y tu prima Cecilia —dijo, dirigiéndose, más bien, a Carlos—, está por recibirse de enfermera.
—¡Qué bien! Contestó Carlos, mientras estudiaba a la misma. Sus ojos de macho le encontraban un fuerte atractivo, viendo a la muchacha bien crecida, heredera de la belleza de las Lefort y con un aire de delicadeza e inocencia que le hacía recordar a su querida Matilde de la época de novios. No había punto de comparación con Teresa, porque ésta tenía la risa y la mirada de las que han superado la inocencia, las sorpresas lógicas que toda hembra experimenta en su pubertad y adolescencia.
Sin embargo, el interés de Carlos fue momentáneo, instintivo, porque muy pronto se integró a la charla, y le borró de su mente a Cecilia. Desde ya, Carlos no era un mujeriego en el sentido de andar obsesionado detrás de las mujeres, o de andar detrás de alguna presa preestablecida. Podríamos decir que sus “desviaciones varoniles” se relacionaban directamente con la circunstancia de su relación marital. Cuanto mejor se llevaba con Matilde, menos necesidad sentía de caer en las incesantes tentaciones lujuriosas de su entorno; y cuanto más distanciados se encontraban en el apasionamiento (aunque el sentimiento se mantuviese firme), con mayor facilidad Carlos se dejaba llevar por las provocaciones de sus colegas femeninas, las enfermeras y las pacientes. Desechando, desde luego, que esas traiciones a su esposa fueran catalogadas como actos de venganza. Solo eran consecuencias de situaciones de soledad e incomunicación desesperadas.

A Matilde se la veía bastante distendida y alegre. Saludaba con efusividad, se reía por cualquier motivo y devolvía todas las atenciones. Parecía haber recuperado su antiguo modo de ver la vida, cuando las preocupaciones no existían, cuando la conciencia de su sola existencia le daba el motivo suficiente para ser feliz. Cada lugar, cada cosa le devolvían los recuerdos de aquella época feliz y la estimulaban a recobrarlas. En esas renovadas semanas los problemas de su vida íntima desaparecieron y volvió a sentirse libre de cualquier atadura erótica, y se mostró dispuesta a brindar la satisfacción sexual que su marido siempre necesitaba.
Posteriormente, no pudo guardarse por más tiempo el caso de Cirila, y empezó a contarlo. Les relató todas las andanzas «cazadoras» que conocía de ella. Sus épocas de enamoramientos y de desamores. Adivinaba las reacciones de sus padres, provocándole risitas intermitentes que hacían entrecortar su relato.
Soledad se escandalizó (no era en serio. Sólo pretendía cubrir su falla en la educación.) ante la noticia.
—Es una puerca —exclamó— y desagradecida para hacernos esto, después de todo el sacrificio que nos costó criarla. Y ahora, con los dos hijos que ya tiene en la «Casa cuna», tengo que ser yo quien vaya a visitar a esas pobres criaturas. Me arrepiento de no haberla obligado a abortar.
Carlos miró instintivamente a Matilde; ella también.
—Y qué se puede esperar de una sirvienta? —fue el único comentario de Reinaldo, a sabiendas de que «sirvienta» era más despectiva que «criada».
Con su determinación, Cirila puso en claro que su vida privada, su búsqueda de la felicidad romántica, se habían convertido en derechos suyos inalienables que nadie debía atreverse a cuestionar.
—Tengamos en cuenta que ya tiene edad para labrar su propio destino —la defendió Matilde.
—Yo no cuestiono eso —protestó Soledad—. El problema es que se mete con los hombres más inútiles de la tierra. Nunca busca una pareja que pudiera darle estabilidad económica, un hogar digno. Se comporta como una mujer dominada por la calentura.

—¿Y Facundo? —preguntó Matilde, cambiando de tema. Le fastidiaba hablar de aspectos negativos, de plagueos, porque su estima por Cirila iba más allá de los puteríos de su «hermana». De tanto dormir con ella en las noches de lluvia e invierno —donde cada una le abría a la otra su corazón con total confianza—, Matilde conocía el alma pura de Cirila; y si bien la veía entregar su cuerpo a hombres aprovechadores de los sueños de formar una familia, nunca aceptó la opinión de sus padres, quienes la consideraban una perdida, una mujer fácil, una mujer que violaba la moral cristiana de recato y decencia.
—Tu hermano es un perdido —respondió Reinaldo—. Ha dejado sus estudios para convertirse en un jugador y mujeriego.
Todos se callaron por unos segundos. Matilde pensó que su padre exageraba, porque eran los mismos juicios que siempre había escuchado. Seguían las noticias malas. Pero Matilde sabía que detrás de esas acerbas críticas en contra de su hermano, existía un sentimiento oscuro en su padre, algo que lo obligaba a manifestar, en cada ocasión que se le presentaba, un permanente desprecio por su hijo, como si se sintiera convencido de la imposible recuperación social de Facundo.

— ¿Cuántos días piensan quedarse? —dijo, Soledad, con el propósito de cortar el ensañamiento de su marido y defender a su hijo, y hablar de proyectos y sueños y no ya de alarmantes realidades.
—Pensamos establecernos definitivamente en Asunción y vinimos a preparar la mudanza —respondió, Carlos.
—¡Oh! ¡Estupendo! —se entusiasmó, doña Soledad. Todos aprobaron dicho entusiasmo.
—¿Qué fue lo que pasó? ¿Se cansaron de vivir allá? —disparó, don Reinaldo, porque veía muy brusca esa decisión; más aún porque, estando él allá, pudo comprobar que en Concepción les iba muy bien, que estaban progresando, y que Carlos se había convertido en un médico imprescindible para la comunidad. No le entraba en la cabeza que uno tenga que dejar un trabajo donde está ganando buena plata y una buena posición social. «Algo tuvo que haber sucedido», pensó.
—Por un lado —empezó Carlos—, nos aburrimos un poco; la ciudad es muy chica…
—Y la gente, muy chismosa —agregó Matilde.
—… Y queríamos cambiar de aire —prosiguió, Carlos—, mientras que por el otro, tuvimos en cuenta la edad escolar de Liz: queremos que se eduque mejor. Vimos que tiene aptitud para la danza y queremos que estudie esa disciplina.
—Y Carlos se estaba estancando como médico, repitiendo siempre las mismas prácticas —completó Matilde, con una sutil ironía que fue captada únicamente por él.
—Entonces, se quedarán a vivir con nosotros afirmó doña Soledad.
—Sí, mamá; hasta que vendamos nuestra casa de allá y compremos otra acá.


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11spB

De esa manera, se instalaron en el mismo cuarto que habían ocupado antes de la mudanza (el cuarto de soltera de Matilde). En los días subsiguientes se dedicaron a recorrer la ciudad, visitando a los amigos y parientes, aunque, más bien, cada uno por su lado. En la casa de doña Catalina, sí, se presentaron como una familia formal, acompañados de la pequeña Liz; y durante todo el tiempo que estuvieron frente a la siempre inexpresiva señora (Catalina había envejecido bastante: tenía el rostro surcado por profundas arrugas, y brilloso por las cremas, con los cabellos teñidos de un color marrón rojizo; y su postura, un tanto encorvada por los años y por la dificultad de sostenerse sobre aquellos calzados de tacones altos que se empecinaba en no abandonar.) se comportaron como si el matrimonio realmente hubo recuperado la total armonía. Y para no dejar lugar a dudas, hacían un esfuerzo para aparentar espontaneidad: se reían y hablaban sobrellevando la conversación con la fina hipocresía que muy bien habían aprendido.

Al cabo de unos quince días, sintieron que los hábitos en la capital favorecían el aire fresco que el matrimonio necesitaba; y casi recuperados de la vorágine del incendio espiritual, Carlos le comentó a Matilde que había recibido un telegrama del tío Pablito, donde le llamaba porque había una persona interesada en comprar la casa; era, entonces, tiempo de volver a Concepción para venderla y finiquitar las cuestiones pendientes que había dejado.
—Si te gusta la idea de acompañarme, a mí me encantaría —le propuso Carlos a su mujer para demostrarle que no existía ningún pretexto. Si todo sale como pienso, tardaremos más o menos dos semanas.
—No, no… No es necesario —le respondió ella—. Es mucho tiempo. Me quedaré a buscar para nuestra casa con mamá. Eso me gustaría hacer.
Quedaron, entonces, convenidos en que Matilde, acompañada de su madre, buscarían una linda casita para comprar, mientras él estuviera ausente.

Cuando Carlos viajó, Matilde, antes que sentir celos, teniendo en cuenta la posibilidad de un encuentro con Norma, experimentó una especie de alivio, como si una espina por largo tiempo molestosa fuese arrancada de su carne. «Carlos no es hombre para dos mujeres, me prefirió a mí», se dijo a sí misma con convicción. Aprovecharía el tiempo libre de su madre para reencontrarse consigo misma, para dejar de ser la esposa del doctor Martínez, y sentirse nuevamente Matilde, simplemente, con toda su individualidad disponible solo para ella.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Capítulo 12 SP
1968

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12spA

Luego de una semana de haber llegado Carlos a Concepción, se encontró con la sorpresa de que el interesado del que había hablado el tío Pablito, se había echado atrás. En realidad, quería aprovecharse de la circunstancia y pagar un precio excesivamente bajo por la casa. El tío lamentó la falta de seriedad del hombre; pero, sin poder remediarlo, se dedicó a acompañar unos días a su sobrino, antes de marcharse a la estancia.

Carlos quedó solo en la ciudad, pensando en dejar la casa a alguno de sus amigos, para regresar a la capital llevándose sus pertenencias.


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Cuando Norma se enteró de que Carlos había regresado de la capital, se le abrió el cielo. Su corazón palpitaba sin control por ese hombre que amaba indiscretamente. Se enteró que se hospedaba en el hotel Francés, solo, sin compañía alguna. Por primera vez en su vida un hombre se le había escapado de los brazos. Su orgullo de niña caprichosa se encontraba herido y clamaba por un resarcimiento. El no haber hecho suyo aquel encantador hombre, despertó su conciencia en el sentido de encontrarse ante un amor rebelde a su voluntad. Nunca había dudado de que Carlos se divorciaría para casarse con ella. Se sentía superior a Matilde en todo sentido (aunque no en belleza y señorío), pero fundamentalmente en patrimonio. Bueno, ahí se encontraba, frente a la realidad: con el solo dinero no se puede obtener todo lo que se quiere. Existen conquistas por las cuales se debe luchar personalmente, sin ayuda ninguna, con las únicas armas de las cualidades propias. Sin esperarlo, se enamoró perdidamente de su doctor, sentimiento que volvió a renacer en ella luego de mucho tiempo, y por cuya razón no estaba dispuesta a sufrir un desengaño. No permitiría que el destino le jugara una mala pasada. Había encontrado en ese hombre ideal una poderosa razón para volver a sentir el cosquilleo del amor, y no dejaría que nadie se interpusiese en el empeño de retenerlo. (A estas alturas, el sentimiento de Norma se había vuelto ya una obsesión enfermiza.)

Carlos no volvió a abrir el consultorio. Se dedicó a materializar sus planes. Para su mala suerte, el interesado que había encontrado el tío Pablo y que al final desistió, y viendo que, al pasar de los días, no aparecieron más candidatos, se resignó a esperar un tiempo más, lo cual significaba que quizás tardase más de la cuenta en regresar a Asunción. El trabajo de embalar las pertenencias de la familia le llevó varios días. A cada hora y en cualquier momento, aparecía Norma con todo su encanto para ayudar y brindarle su seductora sonrisa (y su voluptuoso cuerpo). Oportunidades para el reencuentro sexual no faltaron y, casi en forma automática, Carlos sucumbió a lo inevitable: volvió a acostarse con su examante. Luego de algunas débiles vacilaciones, vencido por el acoso impetuoso de Norma, espantando el susto que le quedaba de aquella crítica situación que pasó con su esposa, como un enfermo que ve alejarse el peligro de la muerte y vuelve a las andanzas que motivaron su enfermedad, se dejó llevar por la pasión, embargado por los gratos recuerdos que había pasado al lado de aquella fogosa mujer.
Norma, llena de dicha y esperanza, creyó, en un primer momento, haberse ganado definitivamente el corazón de su amante. «¡Es mío!», pensó, en varios momentos, cuando sentía a Carlos entusiasmarse con las caricias y cuando el acto sexual prometía llegar a alturas embriagantes.
El deseo primitivo existía en Carlos. No era de esos hombres probos que se atreven a decir «no» a una mujer hermosa que se le insinúa —y menos a una examante—. Le agradaba esa mujer que se entregaba a él con tanta pasión, haciéndolo sentirse valorizado enormemente en su masculinidad.
Ella lo trataba como a un dios, demostrando con su sangre enardecida, su corazón palpitante, sus manos temblorosas, sus ojos sacrílegos, el derroche de lascivia que derramaba en la cama. Lo miraba como una monja enamorada mira el retrato de Jesús. Lo admiraba en todo lo que decía o hacía. Reía con él, jugaba con su pelo, le acariciaba suavemente con el dorso de la mano, le hablaba en susurros muy cerca del oído, se contoneaba como una gata, besando y mimándolo todo el tiempo. El amor se había apoderado de ella con irrenunciable convicción.
Pero, Carlos, que nunca dudaba de su sentimiento hacia su esposa, sólo quería tenerla como una querida, como un affaire clandestino, no para otra cosa. Sentía con ella la infinita libertad de su instinto, esa comodidad de estar tendido en la cama sin que ningún pensamiento negativo lo moleste, disfrutando de su juventud, de su poderosa autoestima, del poder que provocaba la pasión en su amante. En vuelo de éxtasis, se elevaba sobre sus acumulados problemas conyugales (aunque, últimamente la relación había mejorado), su encendido espíritu, y sentía que su «verdad» era la que prevalecía sobre la de su esposa. Con su amante desaparecía aquel empeño humillante, aquella insalvable dificultad, aquel martirizado ruego a que lo obligaba cada acto amoroso con Matilde. Norma le resultaba diametralmente opuesta. Él podía hacer con ella lo que quisiera. Los brazos y las piernas de ésta se abrían como pétalos a los insectos, para recibirlo con ansiedad. Con Matilde, sin embargo, se cuidaba de no violar los territorios de la moderación, siempre tenía que estar tentando cada avance de su voluntad sexual. A Norma quería tenerla como a una más de sus amantes, porque Carlos sentía esa misma locura de los sentidos con otras mujeres, donde ella era quien llevaba las palmas, aunque ni remotamente era para él una mujer imprescindible en su vida. Matilde seguía siendo la dueña absoluta de su corazón.

¿Por qué, entonces, Carlos, luego de jurarse a sí mismo y a Matilde que nunca más se acostaría con esa mujer, se dejó caer de nuevo en ese peligroso juego? ¿Acaso no era Norma la causa de un conflicto grave que apenas había podido superar? Quizás lo hizo para sostener su hombría; quizás por venganza, por aplacar el tormento de tantos años de frustración, que pesaba mucho más en la balanza sobre los momentos agradables; o quizás simplemente por vicio, como esos alcohólicos que se pasan la vida libando a escondidas.

Pero no era solo ahora que sentía la necesidad de echarse unas canas al aire. A cada tanto le sucedía que, lejos de su mujer, presumía de sus dotes de seductor. Era como si quisiera demostrarse a sí mismo su irresponsabilidad en el problema sexual que sobrellevaban; esconder, tapar la frustración marital que sentía, cuando la relación empeoraba. Según él, su acto le daba la razón en la eterna confrontación que había llevado a cabo en su matrimonio. Como se puede ver existía en Carlos un cierto rencor que todavía no podía superar del todo.

Esa reincidencia en la traición aclaró su conciencia como marido y clarificó su filosofía como hombre. Ya lo tenía claro: necesitaba de las mujeres, como no podía vivir sin su mujer. De su arte, de su astucia dependería ajustar esas tendencias de su infierno interior.


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12spC

En el suceso de la venta de la casa de Carlos es importante aclarar que hubo una sutil manipulación de éste a su amante. Desde un primer momento, a Norma le había encantado la idea de buscar interesados en comprar la casa de Carlos, ya que la tarea le daría más tiempo para compartir con él. A veces le llamaba con la excusa de presentarle ofertas que eran falsas, solo para aprovechar y hablar cualquier tema relacionado aunque sea mínimamente con la relación de ambos. Más tarde, al ver que Carlos se mostraba ansioso y desesperanzado, cuando Carlos le confesó que, debido a su trabajo en la capital, no podía prolongar ya su estadía en la ciudad, Norma le prometió que sí o sí ella se encargaría de encontrar al futuro comprador. Tenía ya un plan trazado para esta promesa; y, además, este plan consideraba el regreso indefectible de Carlos a Concepción, aunque más no fuera acompañado por su esposa. Norma le había hecho prometer a su padre para que comprara la casa de Carlos; le convenció de que era una oferta ventajosa, le dijo que ella quería para su vivienda, escondiéndole su verdadera doble intención: ayudar a su amante y satisfacer una especie de fetichismo al hacerse dueña del hábitat de su amado. El padre aceptó. (Siempre aceptaba los caprichos de su hija, siempre que no fueran excesivamente onerosos.)
Así pactaron. Ella le haría saber por telegrama la fecha del finiquito de la operación. En tanto, le hizo pagar a su padre una seña de trato, para darle a Carlos la seguridad de que la venta era un hecho consumado.



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Carlos regresó a Concepción cuando Norma le envió el telegrama (solo, sin Matilde). Al cabo de un par de semanas concluyó con su tarea de finiquitar los trámites, encontrándose dispuesto a emprender el viaje de regreso a la capital. La casa lo había vendido a buen precio al padre de Norma, y todas las pertenencias familiares se encontraban ya embaladas, listas para ser llevadas al puerto. Su viaje sólo dependía de la llegada del barco.
Ante la inminencia de la partida, Norma se desesperó, ya que la relación con el hombre que amaba no se definía, y le asaltaba el presentimiento de que Carlos no regresaría a Concepción nunca más. El silencio de su amante en cuanto a alguna esperanza para el futuro, la forzó a pedir una aclaración directa.
—¿Es que piensas irte sin darme ninguna esperanza? —le reclamó, en un momento muy oportuno, cuando se encontraban por última vez en la cama.
Carlos se mantuvo en silencio. Luego del ajetreado embate sexual, se mostraba frío, preguntándose qué mierda hacía al lado de esa mujer a quien no amaba. Pensaba en Matilde, su bella y adorada Matilde. Con ella, la elevación espiritual era distinta de la que causa el simple placer sensual. Siempre le pasaba lo mismo: luego de cada traición le acometían sentimientos de culpa y sentía la necesidad imperiosa de estar junto a su mujer. Le asaltaban deseos de abrazarla, de besarla, de poseerla. En esos momentos maldecía la falta de compenetración que existió entre ellos, como si ese hecho fuese la única causa de su desleal comportamiento. «Qué distinto hubiera sido todo. Le hubiera sido fiel desde un principio», pensaba, en tanto oyó a su amante protestar levemente:
—Carlos…, ¿me escuchas?
—Sí, claro —respondió él, con cierta displicencia—; pero sucede que no existe otra esperanza —le costó terminar la frase. A norma se le cayó el alma de la cama.
—¿Por qué dices eso? —sus pupilas se inundaron de lágrimas— ¿Acaso te aburres de lo nuestro? —se animó a seguir descargándose— No entiendo, mi amor, si tú mismo me habías dicho lo penoso que te resultaba tu matrimonio… ¡Por favor!, necesito que me expliques…
—No dije que no existiera esperanza para lo nuestro… Dije que no existe esperanza para formalizar una relación contigo —afloraba en él un cinismo desconocido, un sentimiento de triunfo machista que, sin poder evitarlo, le causaba agradables espasmos de emoción—... Dije que me será imposible separarme de Matilde.
—Pero.., ¿recuerdas que me hablaste de tu separación como un hecho prácticamente consumado? —ni ella misma lo recordaba. En su consternación se aferró a esa probabilidad de pretérita promesa. Carlos tampoco recordaba haber hablado del tema; pero, en su desconcierto, admitió la posibilidad de haberlo hecho.
—Es imposible, Norma. Son tantos lazos, y muy fuertes, los que nos unen. Está también, de por medio, mi hija, de quien no podría vivir alejado. Si te hablé de separación, lo habré hecho en un momento de rabia momentánea hacia Matilde.
A veces, Carlos, parecía estar conversando con piloto automático, mientras pensaba en las cosas que realmente deseaba pensar.
Entonces Norma comprendió claramente su situación: Carlos no le negaba su compañía, su cuerpo, su calentura; pero le cerraba las puertas de su corazón; éste pertenecía a Matilde, después de todo. Sintió celos, odio, ira contra esa mujer que, sin merecerlo (según su óptica), poseía sin esfuerzo lo que a ella le resultaba fatalmente imposible. Se encontraba enredada en su propia maraña. Aquella tajante postura la empujaba a esa vida superficial, fría y vacía que tanto detestaba. ¿Volvería, luego de conocer las cúspides de la dicha íntima, a su vida aburrida al lado de su «insignificante» marido, resignándose a tamaña pérdida? Sus pensamientos giraban desordenadamente tratando de encontrar una solución que desatase el nudo que le cerraba la garganta. Hasta que su mente de mujer rica y caprichosa encontró una salida que la conformó plenamente: no cejaría en su empeño de conquistar a Carlos. Viajaría tantas veces como fuera necesario para encontrarse con él. Aceptaría la relación furtiva, y lucharía con todas las armas por volcar la realidad a su favor.
—Iré a verte —le dijo, escondiendo su tristeza detrás de la máscara de una hermosa sonrisa—. «No me resignaré a perderte», pensó, seguidamente.
Carlos no dijo ni sí ni no; la besó con falsa efusión, lo cual fue interpretado por Norma como un asentimiento. Se separaron, sin haber cortado definitivamente el vínculo carnal, y quedó abierta, a pesar de la escaza predisposición mostrada por él, la posibilidad de un encuentro futuro.


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12spE

Luego de sentirse satisfecho de dejar todo en orden para el viaje en la mañana siguiente, al oscurecer, Carlos se encaminó hacia el hotel Francés. Le apetecía beber unas copas de cerveza bien frías, ya que el calor no aflojaba hasta allá por la medianoche. Una vez dentro del salón para caballeros se encontró con Ignacio, quien estaba en solitario bebiendo desde una champañera con abundante hielo. Por supuesto que se alegró de ver a su amigo.

--A mi mujer no le gusta que yo beba. Entonces, siempre le repito que ella es la causa de esta afición.
--¿Cómo es eso? –le interrogó, Ignacio.
--Cuando un problema te mete en un círculo vicioso y no lo puedes resolver, suele suceder…
--Creo entender —fue todo lo que dijo, Ignacio. No le gustaba introducirse en los pormenores de una relación conyugal. La respuesta de Carlos fue muy dura; se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Le disgustaba ser el paño de lágrimas de sus amigos. Consideraba que cada matrimonio es un mundo complejo, y que tomar partido es peligroso para la amistad, ya que casi siempre existe arreglo en la pareja, y uno queda mal parado frente a cualquiera de los dos (y a veces frente a ambos).

Carlos aprendió a disfrutar de la cerveza no hacía dos años. Según él se convenció a sí mismo, la razón por la cual bebía, ahora ya asiduamente, era su nunca resuelto conflicto conyugal. Bueno, sería más justo decir: la razón por la que empezó a beber, porque ahora el gusto se había vuelto una costumbre. Y si bien no era un bebedor compulsivo, de tanto en tanto se pegaba algunas épicas borracheras.
Matilde le recriminaba sobre esa costumbre que a ella le parecía ya un vicio; y, al mismo tiempo, un engaño a ella, puesto que en su soltería prácticamente no había bebido.. Siempre que sus «antenas» descubrían que Carlos se pasaba de los tragos habituales le reprochaba con mayor dureza, sacándole en cara su condición de médico (el mal aliento que tendría en el consultorio), su condición de padre (el mal aliento cuando tenía en brazos a su hija), su condición de marido (el mal aliento en la cama), su condición social (¿qué dirá la gente?). Es cierto que a Carlos le creaba un sentimiento de culpa cuando se pasaba de la raya; pero, el repetido sentimiento de culpa muy pronto se convirtió en desvergüenza. Un día se pegó un discurso apologista sobre la democracia frente a su esposa, quien apenas tubo ganas de escucharlo; discurso que, más o menos con las mismas palabras, tuvo un éxito resonante en el club, aunque algunos amigos los catalogara de claramente subversivo. Por suerte, esa noche, no hubo perros sabuesos deambulando por los alrededores.
—No tolero a los abstemios —siguió, Carlos, queriendo profundizar en el tema—, a esos hombres que no se sabe por qué se alegran de que uno no beba. Ignoran que la embriaguez, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo en general, absolutamente imprescindible para la salud del hombre. Ignoran la aguda exaltación que provoca ese cielo irreal, el estímulo a la imaginación, el alivio del pánico escénico, y el sentimiento de franqueza y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo valoran y lo respetan. No estamos hablando de los viciosos, cuyas voluntades han sido esclavizadas, que terminan durmiendo en las esquinas o sobre los bancos de las plazas. Todos sabemos que cualquier exceso es malo, hasta en la búsqueda de amoríos. Dicen que hubo una linda época en que la romántica Asunción de jazmines en flor y luz de luna plateada no dormía nunca, para disfrutar de mágicas serenatas y peñas artísticas, de conversaciones y debates en legendarios bares y parrilladas con mesas al aire libre, hasta que en la década del 60 vino esta maldita dictadura stronista a «apretar aún más la tuerca», con su polémico edicto policial, que ordenaba cerrar los locales nocturnos a la una de la madrugada entre semana, y a las dos los domingos, exigiendo a los ciudadanos, so pena de apresamiento (a él y al dueño del establecimiento) y severo castigo físico, retirarse a sus casas, como si fueran adolescentes mal comportados. Mi padre, que era un hombre respetuoso de las normas, solía, sin embargo, frecuentar el bar El Rubio, a veces acompañado de mi madre y a veces solo, para disfrutar del mejor bife con huevos y cebolla (bife a caballo) del país y beberse un par de cervezas. Este mítico bar, antes del edicto, en las madrugadas se convertía en lugar de debates políticos y peñas musicales. Me comentó que se encontraba colgado en el lugar un letrero que decía: «Todo hueco de tu vida llénalo de bebida.», lo cual no se consideraba como una apología al alcoholismo, sino como un reconocimiento al gran poder que tuvo, tiene y tendrá, el alcohol en el perfeccionamiento de la civilización humana. Desde Noé, el primer borracho de la historia, hasta grandes artistas, han utilizado el vino, el licor, para desinhibirse y emprender la lucha por sus sueños. Había en ese bar apasionadas discusiones, aunque generalmente sobre temas frívolos como el fútbol o la injusta elección de una miss que no daba la talla. No es que los paraguayos no quisieran abordar otros temas más trascendentes; pero la presencia perruna de la policía disfrazada lo impedía. En la dictadura la policía secreta era pública. Se los olía desde lejos. Emitían una imagen que despertaba el instinto de conservación, el miedo a la tortura, y obligaba a alejarse lo más pronto posible. Lamentablemente —remató, Carlos—, vivimos en un estado policiaco.
—Nosotros también tenemos nuestra dictadura, que ya sobrepasó los treinta años –dijo, Ignacio.
—Es cierto –dijo a su vez, Carlos—, la de ustedes es también dura.
Charlar con Ignacio le resultaba muy agradable a Carlos. Admiraba en él su vasta cultura, su espíritu aventurero, su inclinación política socialdemócrata, y la educación (los modales de caballero) refinada, entre otras cualidades. Siguieron charlando con entusiasmo hasta más allá de cortarse la luz. Sin embargo, esa noche no se emborracharon.

Al despedirse, Carlos invitó a Ignacio a su casa en la capital, cuando éste emprendiera su regreso a Europa. Ignacio prometió que lo visitaría sin falta.


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Óscar Distéfano
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TERCERA PARTE



Capítulo 1 TP
1968


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1tpA

En su última visita, Carlos estuvo en Concepción por espacio de tres semanas y, durante ese tiempo, Matilde se mostró despreocupada de los posibles ataques amorosos de Norma. A pesar de seguir amándolo con todo su corazón, no había sentido celos de su examiga en todo ese tiempo. Consideraba aquel desliz de su marido como una locura pasajera (juicio asimilado de su madre); y por la manera en que él se comportó con ella, posterior al adulterio, creyó estar segura de que Carlos a quien en verdad amaba era a ella, convencimiento que le hizo confiar en su promesa de fidelidad, desde la traición al futuro. Parecía como que había recuperado la confianza en él (y en sí misma), como si al tenerlo lejos, los recuerdos buenos borraran los malos, y veía a su marido con una mirada romántica de indulgencia. Norma era —según su recuperada autoafirmación— una rival destruida por el fortísimo lazo que existía entre Carlos y ella. (Podríamos decir que Matilde había superado por completo la traición), o eso era lo que demostraba.
Cuando Carlos volvió de Concepción a finales de octubre de 1968 (en horas de la madrugada); al abrir la puerta de la casa de sus suegros, entrar en el cuarto donde vivía con Matilde, y de nuevo salir, entornando con cuidado la puerta para dirigirse a la cocina; cuando se sirvió un vaso de cerveza y, a través de la ventana que había abierto, vio el panorama de siempre: un tramo de la terraza y el sillón de mimbre de su suegro en el medio del patio; cuando regresó a su cuarto, se quitó la camisa y dejó el vaso de cerveza sobre la mesita de luz, y observó a su mujer dormida con placidez abrazada a la almohada que le correspondía a él, como si ella estuviese abrazándolo; cuando se sintió cansado del largo viaje en barco (a pesar de que fue río abajo) y le entró un poco de sueño por la cerveza que bebió en dos grandes sorbos, pero en lugar de meterse a la cama y dormirse, se desnudó y se dio una ducha; cuando encendió un cigarrillo, y volvió a la cocina para prepararse un sándwich y beber otra cerveza, cubierto con la enorme toalla desde la cintura hasta casi los tobillos, entonces se dio cuenta de cuánto amaba a Matilde, y de que con gusto hubiera sacrificado su sopor por verla despertarse en aquel momento, no solo para charlar sobre la rutina de los días que ella había pasado sin él y que él había pasado sin ella, sino también para hacer el amor, y para decirle que la amaba, y para escuchar de su boca que su amor era correspondido, mientras se embriagaba en su aliento saludable y cálido. Sus pensamientos quedaron en fantasías, ya que Matilde siguió durmiendo pesadamente, y solo se despertó cuando despuntaba el alba, obligada por la necesidad de ir al baño. Carlos se encontraba ya, cuando entonces, profundamente dormido. Luego, a eso de las nueve de la mañana, cuando estaban sentados a la mesa desayunando, y cuando comentaron el desencuentro, Matilde tuvo el presentimiento sombrío de que existía un cierto paralelismo con la escena final de Romeo y Julieta. Nuevamente su herencia supersticiosa le hacía ver un gato negro pasar frente a ella debajo de la escalera. Carlos se percató del apesadumbrado semblante de Matilde y sonrió ante ese cambio expresivo que tan bien conocía. «No te burles», le dijo Matilde, dándole un pinchazo en el brazo. Él prefirió darle un beso y callarse para no ahondar más en el asunto.
Durante la ausencia de Carlos, Matilde y su madre habían recorrido ya casi toda la ciudad en busca de la casa que tenían planeado comprar. Matilde ya sabía, gracias a un telegrama de Carlos, de cuánto dinero dispondrían, y qué suma adicional podrían, eventualmente, solicitar al banco. Luego de una frenética búsqueda en los clasificados de todos los diarios del país, encontraron varias posibles viviendas, todas con uno u otro problema que impedía la decisión.
Matilde (Soledad no se quedaba atrás.) era muy detallista, encontrándole defectos de todo tipo a las casas. Intuitivamente, con la única ayuda de algunas revistas de decoración y arquitectura, y gracias a las amistades con mujeres acomodadas que había frecuentado desde su época de colegio había adquirido su gusto estético. Sabía muy bien lo que quería, y no lo encontraba. Pasaban los días y no se decidía por ninguna. Todo el tiempo que esperaron a Carlos siguieron discutiendo las ventajas y desventajas de cada una de las casas visitadas. A las cansadas, con la aceptación de Carlos, se decidieron por una construcción nada pretenciosa en un barrio muy tranquilo, en la ciudad de Luque, en un barrio cubierto por cientos de árboles de pinos que ululaban en los días de vientos, a 15 kilómetros aproximadamente del centro de Asunción, y a diez del hogar de los Miranda. La vivienda, una de las doscientas que había sido construida por una empresa, cuyo dueño era el coronel Villasboa, uno de los hombres de confianza de Stroessner, influencia que el militar utilizó para hacer trabajar a soldados en servicio militar como albañiles, y para conseguir materiales de construcción del estado, lo cual hizo que las casas resultaran muy baratas. Además, con una entrega del veinte por ciento, financiaba el resto sin intereses (pero con las cuotas en dólares). Tenía tres habitaciones, un jardín al frente y un patio amplio con árboles frutales recién plantados en el fondo. «¡Qué suerte!, nos sobrará el dinero para invertir en las reformas», pensó Matilde, imaginando ya darle el toque que la distinguiera de las otras casas, todas parecidas entre sí. Se mudaron sin pérdida de tiempo, un poco después de terminada la limpieza, la pintura y la desinfección.
Para establecer su consultorio, Carlos alquiló un local en el centro, en un edificio construido y administrado por el círculo de médicos del país. Se sintió satisfecho del aspecto general, de la decoración sobria, de los muebles modernos, del aire profesional que se respiraba en ese sitio.
Fue ésta la época de convivencia más satisfactoria que ambos vivieron. Matilde estaba cambiada. Parecía haber dejado atrás los desgraciados sucesos. Un renovado deseo de vivir la embargaba. Las condiciones de su nueva vida eran tan intensas y agradables, que su conciencia cayó en un estado de satisfacción permanente. Empezó a sentir nuevamente lo agradable que era la proximidad de su marido: las charlas cultas, los ingeniosos chistes, el buen humor a toda hora y las múltiples muestras de cariño. Yendo de aquí para allá, con sus vestidos acampanados que le daban ese aire femenino, moderno y fresco, o con sus jeans apretados al cuerpo que la dejaban extremadamente sexy, pareció regresar a su época de novia enamorada. Volvió en poco tiempo a sentir esa vieja admiración por Carlos, esa alegría cuando regresaba a la casa, para sentarse en su regazo en los crepúsculos, y para decirle: «mi amorcito». Si bien es cierto que casi siempre no alcanzaba el clímax cuando hacían el amor, tampoco era un acto frío el que practicaba; se esforzaba por no asociar el acto sexual de ahora con el de antes; trataba de convencerse a sí misma que los hombres son más carnales que las mujeres, y de resignarse a pasar múltiples noches de erotismo sin ternura. Pero fue una etapa linda, donde la vida volvió a tener sentido, esperanza y futuro para ambos. Dado el grado de confidencialidad que existía con su madre, ésta le ayudó muchísimo a regularizar su estado emocional. Haber constatado que su esposo había acomodado sus proyectos a la conquista de la dicha necesaria del matrimonio la llenaba de un sano optimismo. No en vano vivió el calvario, ya que preveía de nuevo la resurrección.
Las noches íntimas mejoraron ostensiblemente. La circuncisión le había cambiado a Carlos con rotundidad su comportamiento sexual. Si antes hacía el amor con el cuerpo, subordinado a la incontrolable sensibilidad de su glande, ahora lo hacía con la mente, dueño de los juegos previos y del tiempo para llegar al orgasmo. La eyaculación precoz se convirtió en un mal recuerdo. Y como consecuencia de esta conquista de su voluntad lúbrica adquirió una seguridad en sí mismo que lo convirtió en un hombre muy orgulloso de su virilidad. Ahora se prodigaba con un erotismo mucho más suave, más delicado, auscultando segundo a segundo el pulso del instinto de su mujer, y seguía con sabiduría los pasos de la agitación. Tenerla en el hogar con todo el tiempo de un fin de semana, luego de dejar a Liz en la casa de sus abuelos, era como acceder a una dimensión onírica del bienestar y del placer.
Fue en esta etapa que Matilde redescubrió su gusto por la lectura: empezó a leer con asiduidad las grandes obras de la literatura universal, entre las que prefería las novelas románticas; obras que la hacían reír y llorar y emocionarse; obras que influyeron positivamente en la mejoría de la relación. No le gustaba prestar libros de las bibliotecas; prefería comprarlos y quedárselos, porque en más de una ocasión releía las obras que mucho le habían emocionado. Su cuarto se encontraba atestado de libros, dispuestos en estantes que cubrían dos paredes completas; se hizo de una escalera de madera para alcanzar los más altos. En una ocasión, Carlos le había dicho en son de broma:
—Estamos viviendo en un mundo de ácaros—. Y al ver que a Matilde le hizo gracia, a cada tanto repetía la broma con variaciones de expresión y de palabras.
También en estos tiempos se hicieron habitués del cine. No se perdieron las más importantes películas de la época. Lo que el viento se llevó, Cleopatra, La dolce vita, de Fellini, fueron algunas de las películas que habrán visto como mínimo dos veces cada una.
Carlos no podía dejar de apreciar el cambio, porque comprobó que Matilde había recuperado su papel de esposa, madre y amante. Verla prodigarse para él, preocupándose de sus ropas, de su máquina de afeitar, de cortarle las uñas, lo convirtieron nuevamente en hombre satisfecho, alegre, con ganas de llevar el mundo por delante. Ella ya no le contradecía. Ya no discutían inútilmente. Desaparecieron las reservas, las negativas, las condiciones (las malditas condiciones). (¡Qué fuerza tiene el amor!)
Durante las horas que pasaba en el consultorio, entre paciente y paciente, él pensaba en Matilde con asiduidad. Recordaba escenas lujuriosas experimentadas ayer, y se imaginaba nuevas que viviría esa noche. Terminar la jornada, subirse a su coche y emprender el viaje hacia su casa, era una rutina donde se iba cargando de excitación y fantasías eróticas. Esa teoría de que la pasión dura como máximo dos años y luego se apaga, le hubiera gustado demostrarles a sus antiguos amigos que era una teoría falsa. Él ya había cumplido ocho años de casado y seguía más apasionado cada día, mientras ella mejoraba en cada acto su comportamiento sexual y su belleza maduraba hacia la perfección.
Ellos solos, sin ayuda alguna de psicólogos, sin terapias (aunque, ciertamente, con mucho dolor), lograron alcanzar esa vida casi edénica que, lastimosamente, duró muy poco: menos de seis meses.


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La razón por la cual volvió la crisis al matrimonio fue un completo malentendido, y si no se pudo evitar fue porque Matilde se negó a escuchar la explicación de Carlos. Se rehusó a revisar la prueba telegráfica que demostraba la inocencia de su esposo. La génesis del descalabro estuvo en aquel favor que Norma le había hecho a Carlos, haciéndole comprar a su padre la casa de Concepción; y, a la vez, el juramento que ella se había hecho en el último encuentro, de que vendría a verlo, sin que él se atreviera a disuadirla de tal idea.
Con la compra de la casa, Norma creyó tener el derecho a una devolución de favor; y en cuanto al juramento o promesa, era una decisión que, si bien Carlos no había aceptado formalmente, para su desgracia, tampoco se negó con firmeza. Así fue que la obsesionada amante vino a la capital con su característica actitud de niña rica, imperiosa y envanecida, exigiéndole a su inolvidable amor un encuentro. Carlos no se imaginaba lo encaprichada que ella seguía por él. Cuando le respondió el telegrama a Norma, tratándola con explícita frialdad, dándole a entender que su vida estaba al lado de su familia, y que por favor lo dejara libre, ella lo amenazó con suicidarse y dejar una carta en un notario donde lo incriminaría. Carlos sabía que era una loca muy capaz de hacer lo que decía. Pero no consideró que fuese una amenaza para su matrimonio, ya que Norma no le pedía que deje su hogar para mudarse con ella. No, solo le reclamaba una cita para hablar, para que la ayudara a soportar su desamor y a olvidarlo. ¿Por qué negarse? Después de todo, ella le había hecho un gran favor haciéndole vender a buen precio la casa; y no podía tampoco negar los buenos momentos de pasión pasados a su lado. Se convenció a sí mismo que esa sería la última vez que volvería a encontrarse con ella.


¿Cómo fue que Matilde descubrió la segunda traición? (o lo que ella consideraba traición, porque hay que aclarar que esta vez no hubo sexo entre los examantes).
Se suele decir que nada sucede por casualidad en esta vida, pero Séneca nos dijo que todo es azar, puesto que, si vivimos en este mundo, se lo debemos al azar. Carlos eligió una mañana temprano para el encuentro con Norma, porque a esa hora era casi imposible que algún conocido pudiera cruzarse por azar en su camino. La citó en un café cerca de su consultorio; un lugar discreto, escondido, cerca del río. Pero se dio la desafortunada casualidad de que, unos minutos después de estar sentados en la mesa del bar, entró Facundo y los vio. Se había ido a consultar con su cuñado (disponiéndose muy temprano para ello), a causa de un persistente dolor de estómago (su viejo mal) que casi no lo dejó dormir, y entraba al bar para hacer hora, sabiendo que faltaban unos quince minutos para que el consultorio se abriera. Carlos quiso que le tragara la tierra. Recordaba lo hijo de puta que era su cuñado, y siempre le tuvo asco a sus inescrupulosos actos. Se levantó para encararlo. No tenía idea de cómo persuadir al infeliz de que no lo traicionara.
—¿Qué haces aquí? —le reclamó, visiblemente molesto.
—Vine a consultar contigo, Carlos. Anoche no pude dormir del dolor de estómago —le respondió Facundo, mientras observaba con la mirada oblicua a la acompañante de su cuñado, sentada unas mesas atrás. En medio de su malestar, de la expresión de dolor que sentía, dejó escapar una maliciosa sonrisa, que Carlos captó al vuelo.
—Esta señora es la que nos compró la casa de Concepción. Aprovecha su viaje para traerme algunos papeles que debo firmar para finiquitar el negocio —dijo Carlos, sin mucha convicción, tratando de justificarse frente a su cuñado. Pero fue lo que se le ocurrió en el momento; no tuvo otra idea mejor. Luego, de inmediato, se asustó, porque se percató de que Facundo podría descubrir con facilidad la falsedad de la excusa.
—No te preocupes, cuñado. A mí no tienes que explicarme nada. Puedes seguir tranquilo con tu charla —Facundo se hizo dueño de la situación—. Solo quiero abusar un poco de tu favor… Pregunto… si podrías conseguirme algunos calmantes, algunas muestras gratis…
Y viendo que Carlos asentía aliviado, Facundo remató:
—Y mucho te voy a agradecer si me prestas algún dinero. Estoy seco, hermano… Y te repito: no te preocupes por nada de lo que está pasando…
La extorsión se hizo patente y chocante para Carlos; pero, le pareció mil veces menos atroz caer bajo las garras de su cuñado que bajo las de su mujer. Hizo lo que tuvo que hacer. Cumplió todas las demandas de Facundo. Y del susto que sintió, fue más duro de lo necesario con Norma. Se negó categóricamente a pasar con ella la mañana en un motel, pese a que la veía más elegante que nunca, atractiva y despidiendo la fragancia sensual de un perfume francés. En un primer momento le tentó la idea; pero, luego, tuvo miedo, no precisamente de que fuera descubierto, sino miedo de Norma, de ilusionarla, de convertir el nuevo contacto en una obsesión fatal.


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No fue Facundo quien traicionó a Carlos. Fue Norma misma. Al salir de aquel bar se sintió indignada y enfurecida; no tenía nada en mente. Se deslizaba en el barullo de la calle sin prestar atención a nada, durante un tiempo incierto, que solo pudo determinar cuando ya cerca del mediodía se encontró sentada en otro bar del centro, frente a unas gaseosas y al sobre de una pastilla ansiolítica. Ahí dejó escapar su decepción, y en el fondo de su ser se prendía todavía a una esperanza que a ella le parecía no haber muerto. Pensó que Carlos pudo haber amanecido de mal humor, o que la persona con la que conversó lo haya sacado de quicio. Se convenció a sí misma que haría un intento último, buscando recuperar a aquel hombre imprescindible para su sueño. Practicaría el egoísmo amoroso, la más despreciable de las armas de las que disponemos los seres humanos para luchar en la guerra del amor; y lo haría, con la voracidad de las hienas cuando pelean entre sí por la carroña.
Tres días duró el acoso a Carlos. En dos ocasiones logró hablar con él en la calle, brevemente, donde éste seguía negándose impertérrito a aceptar el encuentro en el motel. Ella le amenazó con suicidarse, pero él le dio a entender que si tomaba esa decisión no se sentiría responsable, y buscó razonar con ella sobre el final definitivo de lo que alguna vez había surgido entre ellos. Trató de convencerla de que no volvería a poner en riesgo su matrimonio.
—Amo a Matilde… La vida no se detiene, Norma, y todo se normaliza luego de un tiempo. Eres una mujer extraordinaria. No te falta nada para ser feliz. Lo nuestro fue algo hermoso; pero eso que te agobia es un sentimiento engañoso; no es real; se te pasará…—Carlos sentía un amargo sabor en la garganta mientras corroboraba su determinación de no traicionar más a su esposa con ella. Odiaba ponerse en el papel de «amante difícil». Odiaba tener que rechazar a una mujer tan atractiva (le parecía como violar alguna regla sagrada de la masculinidad). Odiaba los ruegos de ella que no podía ya satisfacer. En verdad, su corazón estaba seco y vacío para ella a causa del peligro que representaba la conducta impredecible de Norma.
—Pareces un psicólogo o un sacerdote. No necesito lecciones de vida. Estoy más que segura de mis sentimientos. Eres muy cruel…
—Cálmate, Norma. Hablemos como personas sensatas…
Antes de terminar la frase, Norma se levantó súbitamente de la silla, dio un giro rápido y se marchó sin titubeo, con pasos seguros y el peso de la más dolorosa decepción de su vida. Si Carlos hubiera observado la expresión de su rostro quizás la hubiese llamado: parecía trasmitir la idea de que aquello no iba a quedar así.
Carlos sintió ese resentimiento con que su examante se había retirado. Una vaga inquietud se apoderó de él: la premonición de alguna jugada sucia.
Antes de volver a Concepción, Norma se vengó de la manera más repugnante. En un último intento por destruir el matrimonio la llamó ese día por teléfono a Matilde para preguntarle: ¿sabes con quien estuvo anoche tu marido? Él le había dicho que tenía una emergencia.

—Esto es lo más imperdonable que te he oído decir ––exclamó Matilde cuando se confrontó con Carlos––. ¡Infeliz! Me enoja de veras que me quieras hacer creer en la pretendida amistad que dices tener ahora con Norma. ¿Acaso crees que soy una estúpida?, ¿que dejarla ir a Concepción significa que me amas de veras? ––sus ojos estaban inflamados más bien de sangre que de lágrimas.
—¿No ves que la mujer está despechada y quiere arruinar nuestro matrimonio? ¿Acaso quieres que me mande mudar de la casa?
—Como gustes ––le respondió Matilde, con una insolente decepción. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¿Por qué lloras y no me escuchas? ––preguntó Carlos, tras de un breve silencio.
—Estoy llorando de rabia, no por debilidad ––le respondió Matilde, enjugándose y poniendo su expresión más dura.
—Puedo explicarte.

—No hay nada que explicar. ¡Eres un farsante! ¿Por qué no me comentaste que esa mujer había viajado para estar contigo? ¿Por qué dejaste que fuera ella quien me lo hiciera saber?
Seguidamente, Matilde dejó de llorar, se quedó seria, pareciendo que iba a recuperar la compostura. Luego, súbitamente, se enfureció más aún y lo llamó «maldito animal» y cosas aún peores, y ya no quiso seguir discutiendo con él.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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Óscar Distéfano
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Re: Novela: El amor en los años sesenta

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Capítulo 2 Tercera Parte
1968


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Cap 2tpA

Soledad se habituó a visitar a su hija de dos a tres veces por semana, casi siempre en horas de la tarde, y durante las veladas departían y tomaban el té, frío cuando el calor sofocaba y bien caliente cuando hacía tiempo fresco. Para la sed, Matilde tenía preparado licuados de frutas de estación, que guardaba en la heladera.
Las conversaciones siempre giraban alrededor del mundo de Matilde. A Soledad le gustaba el nuevo barrio por su tranquilidad y por el agradable y limpio aire que se respiraba. Agradecía que su hija le brindara el tiempo para compartir con ella, sin percatarse que Matilde era quien más necesitada se encontraba de la compañía de su madre, ya que, ésta, desinteresadamente la visitaba, la apoyaba y le demostraba su incondicional amor.
Después de largos años aburridos al lado de su marido, moribundas las llamas de la atracción sexual, y sin otras cosas en que ocuparse, aparte del cuidado de la casa, Soledad sentía que las horas se habían vuelto lentas para ella; entonces, aquellas visitas a su hija le devolvían un cierto afán de lucha por el entusiasmo de sostener el sentido de su existencia. Los sempiternos problemas de su hija y los cuidados que requerían su delicada nieta Liz, acrecentaban aquel fervor por la sangre. Para ella resultó, más que un acierto, una bendición, el regreso de su hija al entorno, al escenario del antiguo teatro familiar.
Soledad no estaba enterada de la recaída en la crisis conyugal que tuvo la pareja. Matilde no quiso comentar todavía a su madre, porque esperaba decidir ella primero los pasos a dar, No quería adelantar los sermones de su madre a favor de Carlos. (Es lo que creía.)
Y menos enterado estaba Reinaldo. Tampoco sabía que la crisis volvió a parir en la relación varios de sus hijos más crueles como la angustia, el dolor, la desesperanza…; hijos robustos, exigentes, hambrientos…, especialmente la angustia: áspera, exasperante, como el goteo que cae en la frente en una cámara de tortura.
La realidad no es como es (nunca la conoceremos), sino como engañosamente nuestra imaginación la forja y la guarda en la memoria. Es decir que la realidad es imposible de aprehender, porque la mirada de cada ser humano la transforma. Y más deformada se muestra cuando uno ve solo lo que quiere ver. Así es como Matilde veía solo lo que quería ver. Si ella, aquella vez en Concepción, había visto la traición de su marido más bien como producto de la tentación de Norma (el ofrecimiento de la manzana por parte de Eva), antes que como una falta imperdonable de él, considerando a su marido, no totalmente inocente, pero mucho menos culpable…, ahora lo condenaba sin piedad. Se negó a aceptar explicación alguna cuando él le rogó que lo escuchara. «Él es muy astuto en tender esa trampa», fue la razón de la tajante negativa. Además, «¿qué excusa podría presentar ante la evidencia de haber aceptado la visita, de haber aceptado un nuevo encuentro con ella?».

«El dolor siempre cumple lo que promete», tal como lo dijo alguna vez la famosa madame de Stäel, se hacía una verdad patente en Matilde. Volvieron las largas noches de insomnio retorciéndose en su cama, los dolores de cabeza a causa de tanto pensar, el rencor avivando un peligroso deseo de venganza; volvió el desinterés por el cuidado de su hija, abandonándola en los brazos de la abuela; y volvió lo más temido, el miedo que aterraba: la falta total de apetito sexual. Su libido, más que como en una anciana, parecía encontrarse en el cuerpo de una mujer muerta, porque la caprichosa razón bloqueaba tenazmente las ganas del instinto.
Una de esas tardes madre e hija hablaron del tema.
—No te veo feliz, hija. En tu rostro leo una desazón, una falta de alegría. Creo estar segura de que algo no funciona correctamente dentro de tu matrimonio.
Ella se sintió, de pronto, desnuda. «Esta mamá es un caso de hechicería; siempre adivina todo».
—No, no es nada… —dijo ella sin convicción.
—¡Vamos, vamos, hija! —dijo con voz firme. Se te nota en la cara, mi amor. Desde que volviste, no te he visto como eras antes. ¿Recuerdas?
—Más bien, me gustaría saber quién te ha chismoseado. (¿Cirila, tal vez.?)
Esto pareció indignar a Soledad, que golpeó el suelo con sus altos tacones, mientras le decía con voz firme de no guardarse nada porque se podría enfermar; y, al mismo tiempo, con las manos le hacía el gesto de desembuchar, de «cantar».
Matilde pareció titubear. Miraba el vacío como buscando una señal, una luz verde que le permitiera el paso, que le ayudara a explayarse libremente, porque algo, un nudo en la garganta le impedía hablar. Finalmente, ante la mirada atónita de la madre, sus ojos se humedecieron: sus hermosos ojos verdes que, así acuosos, parecían las superficies de dos esmeraldas enigmáticas y profundas. Inmóvil frente a la tasa de té que se enfriaba, el pasado del escándalo se le vino encima, sintió nuevamente el peso brutal de la traición con que le pagaron su respeto a la vida conyugal; pero no podía comprenderlo; no encontraba las causas de aquella infidelidad. Tenía frente a sí las consecuencias, las desastrosas consecuencias, pero nada más que eso. En su mente honesta no cabía la justificación de tal inmoralidad. Y ni siquiera se puso a considerar que ella lo haya empujado con sus tantas negativas a los brazos de aquella también traidora mujer. ¿Cómo explicarle a su madre el cúmulo de malas experiencias vividas? ¿Cómo exponer algo que ni uno mismo comprende? ¿Cómo concebir el despertar desde un calmo sueño para caer en una pesadilla? Pero así como sentía la imposibilidad de aclarar sus pensamientos, le acometía confiar sus penas; necesitaba un corazón leal que le acompañara en sus pesares, y que se aliara a su causa. ¿Quién mejor que su madre para ello?
Las lágrimas le brotaron incontenibles, hasta que le sobrevino el llanto. Era un llanto apagado que se aferraba en no salir del todo; llanto de víctima avergonzada, de virgen ultrajada, de ser humano pisoteado; dolor desconcertado y profundo que parecía consumirse a sí mismo.
—¡Hija! —exclamó Soledad, tremendamente impresionada—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué te hicieron? No me digas que fue ese hombre, tu marido, quien te ha hecho sufrir así… ¡Dios mío! —y entonces ambas parecieron comprender la verdadera dimensión del problema.
—Mamá…: soy muy desgraciada… No quie… ro… más… vivir así.
Mientras iba venciendo la dificultad de hablar, su llanto se volvía más desprendido, y sentía poco a poco el alivio de la liberación de las lágrimas.
Soledad se levantó y fue a pararse cerca de su hija sosteniéndola de la cabeza.
—Tranquilízate, mi amor. Para estas cosas se tiene una madre en la vida. Descárgate conmigo. ¡Vamos, cuéntame!
—Le acariciaba la cabeza, mientras enjugaba los humedecidos ojos con el borde de su blusa. —Cuéntamelo todo. Yo te ayudaré.
—Me ha engañado con otra, con mi mejor amiga, con la mujer con quién éramos carne y uña… Me ha engañado y todo Concepción se ha enterado; lo he perdonado; y, ahora, cuando todo parecía mejorar en nuestro matrimonio, ella ha reaparecido. Me ha enviado una nota perversa, desvergonzada, donde me dice que estuvo con Carlos en estos días, y me afirma que él solo está conmigo por comodidad, que ya no me ama. Ambos se han portado muy mal conmigo, mamá… Me hicieron mucho daño antes, y ahora empiezan de nuevo…
En la realidad se juzgan los hechos. Cuando alguien comete un delito, como un robo, por ejemplo, ¿a quién juez le interesa las profundas causas, los móviles psicológicos, las necesidades económicas del ladrón? En estos casos, no existen los atenuantes ni los agravantes; sencillamente, los jueces examinan los hechos, reconstruyen minuciosamente las circunstancias de la fechoría, releen las leyes referidas a ese acto socialmente penado y, entonces, sin ningún remordimiento, con la conciencia del deber cumplido, aplican la ley. ¿A quién importaba por qué Carlos había caído en el adulterio?
—Debemos admitirlo: lo ha cometido —empezó diciendo Soledad, esforzándose en encontrar la raíz de alguna idea conciliadora—; y ese hecho basta para que lo condenes. A mis ojos, al igual que a los tuyos, de la noche a la mañana mi querido yerno se ha convertido en un mal esposo, en un animal bajo, instintivo, que no merece consideración alguna.
Soledad decía todo esto más bien para darle un respaldo emocional a su hija. No era lo que ella sentía. Como mujer madura y experimentada (había sido abandonada en plena gravidez), sabedora de la villanía de los hombres, cautelosa, fría, conocía el camino a seguir en estos trances. Sabía que su hija no era la primera mujer en la tierra que recibía cuernos, y se sentía perfectamente en condiciones de ayudarla a afrontar este insulto.
—Traté de superarlo; pero, a cada tanto, me viene una punzada en el pecho. Cuando estaba en proceso de olvidar, vuelvo a recordar la escena donde los descubrí in fraganti, y se me cae el optimismo, la voluntad de salvar nuestro matrimonio.
—No te preocupes, querida: tu madre entiende de estas cosas.
—No sé, mamá. Dudo que puedas ayudarme.
Esperó que Matilde se desahogara; que limpiara su alma con más lágrimas, para después proseguir:
—Quiero que me escuches, Matilde, que prestes atención a mis palabras, porque pienso que te pueden servir de algo.
—Dudo que me ayudes, pero quiero escucharte. Sé que deseas ayudarme, así como sé que me quieres —dijo Matilde, dispuesta ya a un diálogo franco con su madre. En ese momento, como un creyente que descarga sus pecados a un confesor, Matilde creyó en su madre como en un salvador. Deseaba oír lo que ella deseaba decirle.
—Sucede —arrancó entonces Soledad— que a mí me ha ocurrido lo mismo, y quiero contarte mi historia.
Matilde volteó el rostro para observar fijamente a su madre; cesó definitivamente su llanto, y sus ojos se abrieron demostrando interés por lo que empezaba a oír.
—Hará unos diez o quince años —empezó diciendo, Soledad, feliz de asumir el consuelo de su hija— descubrí que tu padre andaba de amores con una chiquilina de diecisiete años. Era una muchacha campesina, quien vivía con sus padres en un pueblito cerca del aserradero donde él debía ir constantemente como parte de sus obligaciones laborales. El muy caradura, había comprado la venia de los padres con ayuda económica; y a la mocosa, con regalos y prendas de vestir sorprendentes; y ahí, frente a las mismas narices de los familiares, se quedaba a dormir con ella. ¿Cómo descubrí la infamia, antes que la chicuela se embarazara y la situación se complicase aún más? Casualidad o enmarañada fatalidad, como tantas veces sucede. Encontré una foto de la joven en un vericueto de su valija. ¿Qué hice? Primeramente, me cercioré de que la historia fuese cierta; viajé con él hasta el lugar, y una vez comprobada la doblez, lo puse en evidencia. Cuando ya no tuvo otra alternativa que reconocer su falta, y aplastado por el peso de los remordimientos, asintió todo y pidió perdón. Sin armar ningún escándalo, le pregunté si volvería a vivir conmigo o si se quedaría con la mocosa. Por supuesto que decidió volver (¡Claro que volvería!). Sentí también yo el dolor de verme traicionada; pero, así y todo, herida en mi amor propio, me callé, cerré la boca, evité cualquier barullo, porque con ello no resolvería nada. Nunca se me pasó por la mente separarme de él, yo no quería eso; cuesta un montón tirar por la borda tantos años de convivencia. Lo mejor para mí era adoptar la actitud más sensata en toda esa historia, la que me posibilitaría los provechos de los que ahora dispongo. Me resigné a aceptar que en la vida manda mucho más el disimulo y la hipocresía. Pero no por ello debía amargarme y destruir mi vida. Esa determinación mía sirvió para que él viviera, de ahí en más, con un terrible sentimiento de culpa, lo que hizo que se convirtiera en el más intachable de los maridos. Me hice dueña del poder en la relación, y la vida me pareció, incluso, más interesante.
Soledad esperaba con ansiedad los efectos de sus palabras, de su historia adaptada al problema de su hija.
—Siempre admiré la forma en que resuelves los problemas.
—Hay que convertir los problemas en ventajas para una —sentenció Soledad, con una maquiavélica sonrisa— ¡Le haremos pagar, hija! Que no te quepa la menor duda. Lo confrontaría; yo le pediría una explicación, pero tengo los nervios deshechos. Tengo miedo de mí misma, de marcarle a arañazos toda su linda cara.
Matilde guardó silencio un tiempo, durante el cual pareció analizar con conciencia la historia que le parecía un tanto cruel, hasta que, al final, con el rostro relajado, casi esbozando una sonrisa, al vislumbrar con entusiasmo el nuevo horizonte que su madre había abierto para ella, aceptó:
—Creo que tienes razón, mamá. Convertiremos esto en un beneficio (esta idea fue determinante para forjar el cambio en la personalidad de Matilde). Te quiero mucho, mucho...
Al fin y al cabo, si Carlos había decidido quedarse con su esposa, a pesar de la enorme fortuna de Norma, luego de haberle jurado que aquella aventura había terminado para él, y luego de insistir en mostrarle los telegramas donde se probaba su inocencia…, sería tonta al no perdonar a su marido, en las condiciones que su madre había avizorado. Después de todo, el único error de Carlos fue no haberse adelantado a Norma en la revelación del viaje de ésta (aunque Matilde aún no aceptaba dicha explicación).
Madre e hija se abrazaron con fuerza. Indudablemente, Matilde, iba abriendo los ojos a las complejidades de la realidad de la vida. Con esta nueva visión, el romanticismo fue cediendo su lugar en su norma de vida.
A esa altura de los acontecimientos, Soledad pensaba ya en uno de sus amigos curanderos, a quien pediría el favor de hacer justicia de los bajos mundos ante el martirio soportado por su hija. Ella creía ciegamente en todo tipo de nigromancia. Creía en los horóscopos, en la brujería, en el tarot, en todas las creencias que provenían de las ciencias ocultas. Había que hacer cualquier maniobra con el propósito de lograr que Carlos se libere de cualquier tentación que lo hiciera reincidir en el adulterio con Norma. Habría que lograr la capitulación psicológica de Carlos ante su esposa.


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Cap 2tpB

Por su parte, Hugo había adquirido la costumbre de visitar por lo menos una vez por semana la casa de los Miranda. Rápidamente se hizo aficionado también él al juego del buraco, con tanta pasión que llegó a romper algunas citas para seguir jugando esas noches hasta casi el amanecer. Le gustaba la compañía de las mujeres que ahí vivían (y las que ocasionalmente frecuentaban). Varias noches se metió en la cocina, previo trato con Cirila, a organizar la cena. Él mismo se encargaba de hacer las compras en el autoservicio del coreano Kim —uno de los más surtidos de la ciudad—, situado en el centro, en el trayecto que hacía desde su casa a la casa de los Miranda. En invierno le gustaba cocinar pescado: sopa de surubí con abundantes verduras y un toque de queso roquefort, cuyo sabor todo el mundo le señalaba con expresiones de aprobación, lo cual lo dejaba orgulloso de su tarea, y agradecía sin dejar de lado a Cirila, porque sabía que no debía descuidar la autoestima de quien volvería a necesitar en cualquier momento (ella le picaba las verduras). En verano, sus platos eran más simples; generalmente platos al horno: souflees, carnes bien sazonadas con ensaladas verdes, o bien un guiso que tendía hacia la paella: trozos de cerdo y pollo, con una porción de calamares, aderezados con especias y, entre ellas, el azafrán. «Para chuparse el dedo.», le decía Soledad.
Generalmente, en los juegos participaban Soledad, Teresa, Cecilia y Hugo, todos contra todos o, a veces, en pareja. Gracias a él (y por esto su presencia era anhelada) se creaba un ambiente de improvisación epicúrea, donde cada quien trataba de agradar al otro lanzándose halagos, o entrando en discusiones sobre alguna jugada polémica con una actitud de falsa contrariedad, pequeñas peleas en broma que aumentaban la animación emocional y permitía el contacto corporal (cuando las discusiones eran de mujer a mujer, la travesura casi desaparecía). Él se sentía como un pachá en un harén; por ejemplo, cuando le tocaba barajar y dar las cartas, lo hacía sobre el tapete muy cerca de él, de tal suerte que nadie tocara las cartas antes de concluir el conteo; luego, tomando cada montón de once cartas, los iba entregando a sus respectivas dueñas, y en esas entregas se producían imperceptibles roces de manos que provocaban, a su vez, miradas de complicidad picante. Pero, cuando en algunas noches se acoplaban Matilde y Carlos, el ambiente era un poco menos distendido (Dos gallos en un mismo gallinero.), aunque, gracias fundamentalmente a Soledad, nacían también climas de placenteros disfrutes. En estos casos, los juegos se hacían en parejas de a dos, con tres equipos, donde Hugo siempre trataba de elegir a Soledad como compañera, buscando no provocar suspicacias más allá de la amistad; porque sucedía que, si una pareja ganaba un juego, el festejo era desbordante: generalmente se levantaban de sus asientos, se abrazaban, lanzaban sus gritos de triunfos y, en algunos casos, se besaban. Cuando la pareja de Soledad y Hugo ganaba alguna partida, la efusión era casi inmoderada: se abrazaban muy fuerte y se besaban un poco más de lo habituado. Había nacido entre ellos una atracción inusual que, por suerte, nadie cuestionaba. Hugo tenía ese algo que atrapaba como un imán a muchas mujeres; aparte del carisma y la atractiva imagen natural, era una mezcla de cortesía varonil, propensión a brindar halagos, caricias en el ego femenino, y a mostrar constante buen humor y alta autoestima. Con sus habilidades seductoras, un comportamiento misterioso que despertaba la curiosidad, atraía rápidamente a la mujer que le interesaba. ¿Era una trampa? Podría ser; pero, su telaraña solo buscaba lo que la naturaleza le exigía hacer: atrapar lo que su necesidad biológica le imploraba. Si bien dicen que un mujeriego abandona sus andanzas cuando se enamora de verdad, dudaría de que pudiera suceder eso con Hugo, ya que sentía pánico ante la idea de asumir algún compromiso. Desde los quince años, cuando su madre lo confinó a Buenos Aires (ignorando que lo había lanzado al mundo como una leona a su cría desmamante), gracias a sus condiciones de buen músico dispuso de su libre albedrío, viajó por el mundo, hizo vida de Playboy, de Don Juan, se codeó con multimillonarios; y luego, quizás porque le faltó la suerte de los triunfadores, regresó al Paraguay sin fortuna, sin fama mundial, pero con el suficiente prestigio para ser «el rey tuerto en el país de los ciegos».
El único rechazo que recibió fue el de Cecilia cuando intentó seducirla. Ella no se interesó en lo más mínimo por él. Su corazón latía por Carlos, y la fidelidad de su sentimiento era a prueba de cualquier tentación. Esa sensación de fracaso hizo que Hugo no se sintiera plenamente feliz. Siempre que la observaba o se dirigía a ella, la veía más tentadora y bella; pero, a su vez, más lejana. Al final, tuvo que convencerse de darse una tregua, para esperar que en el futuro se presentara algún cambio en el comportamiento de la atractiva muchacha.
Si Hugo, estando libre de sus compromisos profesionales, no las visitaba alguna semana se debía a que no le agradaba toparse con Reinaldo; por esta razón, lo hacía con mayor asiduidad cuando éste viajaba al aserradero. Y si alguna vez se encontraban, Hugo trataba de no intimar nunca con Reinaldo. Le había resultado penoso entablar una charla con él; le era imposible traspasar la burbuja (de espeso y opaco cristal) de privacidad que el serio señor había construido alrededor suyo. Le resultaba, no sólo incómodo, sino sufrido soportar el laconismo exasperante de Reinaldo, cuando se veían obligados a dirigirse la palabra. En varias ocasiones, Hugo procuró vencer la valla ultra defensiva de aquel mundo interior, haciéndose el simpático, tratando de encontrar el tema de conversación que pudiera interesarle. Intentó hablar con él de mujeres, de política, de fútbol, de asuntos que pudieran halagarlo, pero siempre recibía respuestas que impedían una profundización del tema; eran respuestas frías, frases cortantes, que hacían pesada la conversación. Reinaldo parecía demostrarle un cierto desaire, una prepotente autoridad innecesaria. Era como que el mensaje subliminal recibido por Hugo, decía: «no estás a mi altura intelectual». (Evidentemente, era un comportamiento necio del tirano. ¿Qué sabía él de la rica experiencia del joven, del intercambio cultural y emocional que podría lograr en una conversación seria con él?). Hugo, una persona muy perspicaz, comprendía aquella irracional y soberbia conducta. Optó por hacerse el doblegado, buscando tener el menor trato posible con él; y, como dijimos, visitar la casa en su ausencia siempre que esto fuera posible. Para su tranquilidad, gracias a Soledad, conocía las semanas que le tocaba al áspero marido el turno de viajar. Entonces, Hugo, sin necesidad de llamar por teléfono, visitaba la casa a cualquier hora, sin protocolos, sin necesidad de llamar, ya que en el barrio nadie le echaba llave a sus portones.


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Cap 2tpC

Hugo percibió muy pronto que Soledad le daba pie para una aventura pasional, y también se percató de lo peligroso que sería seducir a esa mujer, ciertamente madura pero admirablemente bien conservada (cualquiera diría que tenía menos de cuarenta años); peligroso, porque podría destartalarse la relación entre ambas familias, y esa responsabilidad era algo que Hugo no soportaría cargar sobre su conciencia.
Pero, pasando el tiempo, la atracción creció, ambos cuerpos chispeaban cada vez que ocasionalmente se tocaban y, poco a poco, se convenció a sí mismo que era injusto para el Hugo del futuro arrepentirse de haber perdido una gran ocasión de satisfacer su pasión. Cuando la decisión estuvo tomada, se hizo de una estrategia bien definida: optó por conocer los menores movimientos de su presa; para ello, además de las visitas oficiales que hacía, se dispuso también a visitar inadvertidamente el barrio, haciendo un estudio de los horarios de los movimientos de los que habitaban la casa. Los de Reinaldo estaban resueltos, ya que la misma Soledad le había familiarizado sobre ellos; los de Teresa y Cecilia tampoco le costó gran trabajo conocer, ya que ambas trabajaban y estudiaban, y solo se las veía en la casa a partir de las seis de la tarde y los fines de semana; los de Cirila pudo conocer detalladamente a la una semana, porque estudiaba corte y confección los martes y viernes por la tarde, y tres días en que no estudiaba se iba al mercado por las mañanas, a eso de las seis y regresaba pasada las diez. En cuanto a Facundo, la suerte quiso que su asedio empezara cuando el hombre no vivía en la casa. Una semana completa rondó con su auto por el barrio, observó el silencio de las calles, una plaza semiabandonada, con sus veredas rotas y sus bancos estropeados (se había sentado en uno de ellos a hacer guardia), pocos autos que giraban y se perdían por otras calles. Encontró a dos cuadras de su objetivo un barcito donde le sirvieron unas ricas empanadas al horno, mientras confirmaba los horarios de entradas y salidas. Un taller de tapicería. Una mercería donde la dueña también confeccionaba ropas básicas. Una vivienda en construcción con albañiles que lanzaban piropos a cualquier pollera que pasaba. A los ocho días casi se enamoró del barrio, de esa vida tranquila que contrastaba radicalmente con la suya. Y su ocupación de detective terminó en un éxito completo. Ahora sabía con exactitud las horas del día en que encontraría a Soledad sola en la casa. El último problema que le restaba resolver era cómo encararla, cómo hacer que la atracción no se prolongara para terminar escuchando el consabido pretexto para «romantizar» la relación: «es muy pronto, deberíamos conocernos un poco más». Se decidió, entonces, por la opción militar: un asalto a sangre y fuego. Fijó fecha y hora para su objetivo: martes, 12 de noviembre de 1968, a las 14:30 hs.
Antes de la fecha prevista, la noche del viernes, estuvo jugando buraco con las tres mujeres (Matilde había ido al cine con Carlos), y el juego de seducción llegó a su apogeo, pues el diálogo de gestos y miradas hizo patente de que Soledad había perdido el pudor para con Hugo. Esto le puso muy contento a nuestro casanova, porque su fantasía hacía ya una película italiana con respecto a lo que sucedería el martes. No quiso comunicar a Soledad de sus intenciones, porque él creía que las mujeres fácilmente se asustan y cambian de parecer. Así, pues, le caería de sorpresa, para encontrarla, casi con seguridad, dormida frente a las aspas del ventilador.
Llegado el día, Hugo estuvo desde las nueve de la mañana preparándose para el anhelado asalto. Cinco horas de su vida, sin que nadie lo moleste, quemó con mil gusto alistando todos los detalles para que su persona estuviese con la espléndida preparación para el rescate de una reina recluida en la torre más alta del castillo.
Apoyado en unos buenos tragos de whisky, estacionó su auto a media cuadra de la casa, y se encaminó decididamente hacia su objetivo. No tenía dudas de que Soledad se encontraba sola en la casa. «No me rechazará. Está conmigo. No me rechazará», se decía una y otra vez, mientras recordaba los detalles de seducción que ella nunca había rechazado; aunque un leve temor no le abandonaba, porque la experiencia le decía que las mujeres son impredecibles.
Llegó a la casa, abrió el portón que se encontraba sin tranca, caminó por el costado de la casa evitando el timbre de la entrada principal, y cuando pasó frente a la ventana de Soledad —las persianas se encontraban entornadas—, pudo verla en ropas interiores (negras) acostada dándole la espalda. Era un cuerpo perfecto en su madurez (las nalgas más hermosas que conoció en su vida), que encendió su mente y su cuerpo, y redobló en Hugo la voluntad del asalto. Como esos ladrones que se encaminan decididos a «todo o muere» hacia la puerta principal de un banco o a la de una joyería importante, dio el rodeo para ubicar la puerta del dormitorio, entró abruptamente, se arrojó sobre ella en la cama, le tapó la boca a besos, y la hizo suya en una maratónica efusión desordenada, desenfrenada, fogosa, con la aceptación incondicional de ella. Hugo consideró esa experiencia de su carrera seductora como una de las mejores satisfacciones de su masculinidad.

Suceden encuentros sexuales fogosos, apasionados, pero que se dan una sola vez en la vida. No se entiende el porqué. Quizás…

Hugo siguió frecuentando la casa de los Miranda, siguió flirteando con Soledad, como si en cualquier momento irían a repetir la inolvidable experiencia; pero, lamentablemente para Hugo, por h o b motivos, nunca más pudo poseerla. El hermoso recuerdo, como la frustración por no volverla a poseer, lo llevó en su viva memoria hasta el día de su muerte.


La compasión es la manifestación civilizada del desprecio.



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