Revelación
Publicado: Vie, 05 Oct 2018 10:18
“El pájaro rompe el cascarón.
El cascarón es el mundo.
Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo.”
Demian, de Hermann Hesse
REVELACIÓN
Recuerdo aquel asombro,
súbito,
inesperado,
fugaz como un relámpago.
Tendría yo unos doce años.
Hasta entonces
mi vida discurría en unas aguas
serenas y tranquilas.
Mi presente era un rastro
de amigos y veranos,
de misa los domingos,
de abuelos y meriendas,
de días de colegio
y Navidades al amparo
de Dios en una casa.
Después de aquel destello
de luz reveladora
el mundo se volvió más denso,
inhóspito y opaco (ahora
mostraba la evidencia
difusa de sus sombras).
Mi corazón rompió a latir
con fuerza en lo profundo.
Recuerdo el momento.
Fue ante un espejo.
Mi rostro reflejaba a un hombre
longevo, pero afín.
Un hombre que exhibía mi semblante,
de niño, envejecido.
Ese día murió un amigo.
Javier.
Once años.
Sentí romperse un velo
delante de mis ojos.
De pronto,
cada segundo, cada hora,
eran lapsos de tiempo sin retorno.
Mi casa no era el nido
custodio, que creía.
Mi ansia de vivir hablaba
del fin y de la muerte.
La vida, la familia,
los dogmas más sagrados
y profundos,
pendían de una soga
delgada y decadente.
Murió más que un amigo.
Murió un mundo.
Mi mundo.
La dermis protectora que cubría
mi ingenua condición preadolescente.
Otra vida, real y menos clara,
se abría paso frente a mí.
Día a día,
mi rostro ante el espejo,
se acerca a esa imagen
que vi cuando era niño.
--oOo--
El cascarón es el mundo.
Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo.”
Demian, de Hermann Hesse
REVELACIÓN
Recuerdo aquel asombro,
súbito,
inesperado,
fugaz como un relámpago.
Tendría yo unos doce años.
Hasta entonces
mi vida discurría en unas aguas
serenas y tranquilas.
Mi presente era un rastro
de amigos y veranos,
de misa los domingos,
de abuelos y meriendas,
de días de colegio
y Navidades al amparo
de Dios en una casa.
Después de aquel destello
de luz reveladora
el mundo se volvió más denso,
inhóspito y opaco (ahora
mostraba la evidencia
difusa de sus sombras).
Mi corazón rompió a latir
con fuerza en lo profundo.
Recuerdo el momento.
Fue ante un espejo.
Mi rostro reflejaba a un hombre
longevo, pero afín.
Un hombre que exhibía mi semblante,
de niño, envejecido.
Ese día murió un amigo.
Javier.
Once años.
Sentí romperse un velo
delante de mis ojos.
De pronto,
cada segundo, cada hora,
eran lapsos de tiempo sin retorno.
Mi casa no era el nido
custodio, que creía.
Mi ansia de vivir hablaba
del fin y de la muerte.
La vida, la familia,
los dogmas más sagrados
y profundos,
pendían de una soga
delgada y decadente.
Murió más que un amigo.
Murió un mundo.
Mi mundo.
La dermis protectora que cubría
mi ingenua condición preadolescente.
Otra vida, real y menos clara,
se abría paso frente a mí.
Día a día,
mi rostro ante el espejo,
se acerca a esa imagen
que vi cuando era niño.
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