Incidencias volátiles
Publicado: Vie, 22 Jun 2018 19:38
Cuántas balas perdidas han surcado el firmamento.
Cuántas falanges me sobran hasta tocar el cadáver y sentirme su igual.
Esto es un grito a la esperanza en jirones.
Un blasón aterciopelado para caber en mi máquina de coser poemas.
Filosofía, Ricardo.
Tu pensamiento puede ser más extenso que la demora en el ascensor cuando dos vecinos que no se hablan coinciden en su visión crítica de la plaga de los desahucios.
No critico, no.
Ricardo ya no hace esas cosas.
No forma parte de la transición hacia el cambio.
Déjenme decirles una cosa:
No se puede escapar de lo que se escribe.
No.
Porque antes que un poema vino el primer árbol en el que se talló un corazón con dos nombres.
Y antes de eso, la inocencia.
Esperaba algo mejor de mi poesía, no se lo voy a negar.
Cuántos pisos hay que subir hasta el próximo francotirador.
Hasta el próximo piso.
Tengo esto y aquello, la oveja negra y la clonación del rebaño.
En el redil no se puede construir un sueño, siempre hay alguien que marca la diferencia.
Y con pico y pala.
Hay quien dice que contradice la obra de dios.
Otros, conservadores, saben apreciar la brutalidad de la celeridad cognitiva.
Por ello -qué coño estoy diciendo- las raciones de palos llueven indistintamente.
Ricardo, sí, reflexivo, si escribe.
Escritor de polvo.
De humo.
Es la atmósfera de las vibraciones blindadas y acorazadas.
En otro tiempo, y otro espejo, me ultimaría.
No me libero de las cosas que se me ocurre decir, con la vívida búsqueda de la inmunidad.
Veo belleza en la noche y en los guarismos.
En la luna y la reabsorción del resplandor.
En el vaso de tubo del borracho.
Se me da bien relacionar los pensamientos, hasta dilapidar la fortuna que heredé de un arquetipo de simio.
No es explicable la vida, qué le vamos a hacer.
Bloqueo las emociones inconscientemente.
He llegado a un punto en que la saciedad y el tiempo atraviesan mis pulmones.
Y como una yegua partida en trescientos pedazos -uno por cada resignación de los machos-, se repite el mismo recorrido, pero nunca la misma dirección axial.
Y comoquiera que la filosofía queda corta ante la veracidad de las insistencias, huye, hasta desterrarme de la convergencia.
No es convicción, talento, ingenio.
Las flores son para el cielo lo mismo que la exhumación para una vejación inmerecida.
Y poesía puedo hacerla de mil maneras.
Incluida la profusión de los gusanos aceitosos que ascienden hasta el bálsamo de un embotellamiento.
O de las miradas entre dos desconocidos que se observan de reojo, solo para no caer en la rutina.
Pienso en el fondo de las cuestiones vitales, entre los bastidores de la inmensidad de una reliquia aceptada como dogma.
A algo me entrego, al fin y al cabo.
Pero es una entrega a domicilio, y no soy experto en pedidos.
Me arrastraré hasta la próxima estación.
Sin el martillo humeante del arrepentimiento incendiando bosques en los que he fingido perderme.
Como siempre.
¿Quién no ha pretendido ir a contracorriente sin cruzarse con obstáculos?
Y así y asá.
No es mérito ni demérito lo que penetra en mis coágulos, sino el hielo de una estacada que asesina y asesora a partes iguales.
Algo parecido a la sirena de la ambulancia.
O al instinto de supervivencia.
El discurso más largo del mundo bien podría ser el valor más reconfortante del pensador.
El atrevimiento responsable y obligado de la materia.
Así pues, con las cuentas saldadas -soldadas-, algo empieza a fluctuar en la conciencia.
Sus engranajes comienzan a operar entre sí, con un nuevo diseño para el conocimiento.
Es la osadía y la fantasía de los ineludibles compromisos.
Todos a una se sienten al fin comprendidos, correspondidos.
Y el hombre circula a la velocidad de la luz.
Estudios antropomórficos podrían decir lo contrario.
La verdad es que cualquiera podría decirlo.
Pero vivir en una burbuja no es explotar el pensamiento.
Cuando la suciedad permanece aun después de una limpieza a fondo, la sombra de la insatisfacción sobrevuela como una gran mancha.
Una mancha inabordable.
Infrecuentable.
Eso constituye el simbolismo de la carencia humana.
La conciencia no se confiesa.
Nunca lo ha hecho.
A pesar de las casposas sensaciones de desaprobación que nos envuelven.
No nos absuelve dios.
Tampoco la penitencia.
Ella es el ciclo de la vida.
Salvada solo con intrusiones de inocencia.
Su flujo es continuo.
Los animales lo saben, y por ello existen las mascotas.
La fábula del ciego y la concentración no es ningún cuento chino.
Con tanta introspección se puede llegar al mismo punto de partida cuatrocientos millones de veces.
No cambia nada en el fondo, solo en la superficie.
Por eso el hombre no bucea hasta su oxígeno.
Lo expulsa y lo expone a la radiación solar.
Lo pone a disposición del conocimiento.
Porque en la superficie también hay fondo.
No dentro ni sobre ella.
Es un mar de posibilidades.
Un mar sin olas.
Las tres cuartas partes del planeta cimentan el significado de la profundidad.
Y el núcleo terrestre arde y se traga la gravedad con diligencia, para no sufrir la caída del hombre.
Fisgonear en la metafísica es un método que puede salvar las distancias.
Pero ojo con las convicciones religiosas.
Si no se observan con fe pueden significar una condena para el hallazgo referencial.
Lo mejor es seguir una línea recta entre dos puntos.
Lo mismo siempre.
De diferentes formas.
Sin curvas ni socavones.
Con ingenuidad en los momentos clave:
El hombre no tiene porqué saber de qué pie cojea la necesidad.
No es magia ni un truco de manos.
Es la imaginación dirigida a fines caóticos.
El orden de las ideas es el mismo, aquí y en la memoria.
Eso es lo único que recuerdo.
Lo demás son invenciones.
Nubes que nacen de las chimeneas de una mansión de chocolate.
Pero goloso es el hambre de la reafirmación.
Hincaré el diente a la poesía, tarde o temprano.
Pero antes, me recostaré en su tresillo.
Y me asomaré a su balcón de gelatina.
Quizá sea la última estrella ésta que tiembla en el antepecho.
Por si acaso, escalaré una conciencia más, hasta llegar al Ricardo que gobierna aquella montaña.
Porque quién hizo a dios sino la historia.
Puedo durar siglos, pero llegaré.
Mi futuro no es incierto.
Lo que sucede es que la certeza no me intriga.
Así que sé algo que no sé.
Me separa de la palabra y del presagio.
Pero no soy un profeta, ni un volumen de enciclopedia.
Soy -si se puede decir así-, la transacción de una cuenta bancaria a otra, en un paraíso fiscal.
Eludo los impuestos.
No me condiciona la vida.
Solo el tributo.
Este imperio tiene demasiados gobernantes.
Y en mi mente de revolucionario se han apagado mil incendios.
Mil infiernos.
Puede ser que sea complaciente, u obediente, pero no descuido mis regimientos de reconocimiento.
No hay poesía para mí fuera de esto.
Normas y conductas.
Leyes y disposiciones.
Sentido común.
La desesperación de las lenguas.
Hablo por encima de las medidas.
No tengo nada que hacer.
Aunque lo haga.
Nada sucede alrededor de mí, aunque suceda.
No estoy en otro mundo, ni en otra dimensión.
Simplemente he hecho añicos la importancia de los hechos ajenos, aunque los vigile y custodie.
Algo en mí es humano, y no lo es.
No es cuestión de resolver dudas, porque no hay dudas.
No tengo dudas.
No tengo nada.
La ropa que me viste y la casa en que vivo, mis pertenencias.
Nada.
Nada sin volver y volver y volver al pensamiento irrompible que se estira hasta mis primeras preguntas.
No hay nada que preguntar, aunque lo haga.
Me interesa y no me interesa.
El orden y el caos.
La placentera sensación de cumplimiento del cuerpo.
Hasta el orgasmo del resto de las acciones.
Sean cuales sean, siempre serán acordes a lo que me trasciende, aunque no escuche su voz, ni contemple su luz.
No hay problema.
La justicia radica en el propio ajuste a lo que conozco de mí.
La poesía puede esperar.
La filosofía también.
Yo no.
Nada me sirve de ejemplo.
Vivo en un reloj de cemento.
Y mis pies son agujas sobre el pavimento.
O alfombras arrastradas de una habitación a otra completamente diferente, y en la que se amontonan las imágenes.
Y así hasta guarecer la llamada de los colores.
Cierro los ojos y duermo todos los días, pero no es un sueño lo que me embarga o me cambia la mirada.
Así funciona mi conciencia.
O lo que yo creo que es mi conciencia.
Quizá el cadáver de un dios que se atragantó con su propio grito.
Cementerio del único delito impugnable a ojos de la meditación.
Ahora estoy escribiendo, mientras otro Ricardo ha salido de mí, y me espera en la imaginación que se ha cruzado con la mía, justo antes de que una ráfaga de niebla se lleve todas las flores.
Penetramos el uno en el otro.
Nos compenetramos.
Solo siento tu paso por este espacio amplio de palabras, me dice.
Y por un instante, me complace algo que no sea tangible.
Siento que me comprende.
No es un amigo imaginario, porque su mirada de ébano supone una elevación del desgaste emocional.
Sabemos quién somos.
Y nos conducimos hacia el vanidoso porvenir.
Dentro de nosotros estamos nosotros.
Grandes y fuertes.
Tenemos un carácter igual e inmutable.
La seguridad de las ineludibles capacidades, y un monstruo vencido y disecado decora nuestro salón.
El brillo del sol llega hasta nuestra biblioteca.
Y el libro siempre se abre por la misma página:
un pasadizo.
Cuántas falanges me sobran hasta tocar el cadáver y sentirme su igual.
Esto es un grito a la esperanza en jirones.
Un blasón aterciopelado para caber en mi máquina de coser poemas.
Filosofía, Ricardo.
Tu pensamiento puede ser más extenso que la demora en el ascensor cuando dos vecinos que no se hablan coinciden en su visión crítica de la plaga de los desahucios.
No critico, no.
Ricardo ya no hace esas cosas.
No forma parte de la transición hacia el cambio.
Déjenme decirles una cosa:
No se puede escapar de lo que se escribe.
No.
Porque antes que un poema vino el primer árbol en el que se talló un corazón con dos nombres.
Y antes de eso, la inocencia.
Esperaba algo mejor de mi poesía, no se lo voy a negar.
Cuántos pisos hay que subir hasta el próximo francotirador.
Hasta el próximo piso.
Tengo esto y aquello, la oveja negra y la clonación del rebaño.
En el redil no se puede construir un sueño, siempre hay alguien que marca la diferencia.
Y con pico y pala.
Hay quien dice que contradice la obra de dios.
Otros, conservadores, saben apreciar la brutalidad de la celeridad cognitiva.
Por ello -qué coño estoy diciendo- las raciones de palos llueven indistintamente.
Ricardo, sí, reflexivo, si escribe.
Escritor de polvo.
De humo.
Es la atmósfera de las vibraciones blindadas y acorazadas.
En otro tiempo, y otro espejo, me ultimaría.
No me libero de las cosas que se me ocurre decir, con la vívida búsqueda de la inmunidad.
Veo belleza en la noche y en los guarismos.
En la luna y la reabsorción del resplandor.
En el vaso de tubo del borracho.
Se me da bien relacionar los pensamientos, hasta dilapidar la fortuna que heredé de un arquetipo de simio.
No es explicable la vida, qué le vamos a hacer.
Bloqueo las emociones inconscientemente.
He llegado a un punto en que la saciedad y el tiempo atraviesan mis pulmones.
Y como una yegua partida en trescientos pedazos -uno por cada resignación de los machos-, se repite el mismo recorrido, pero nunca la misma dirección axial.
Y comoquiera que la filosofía queda corta ante la veracidad de las insistencias, huye, hasta desterrarme de la convergencia.
No es convicción, talento, ingenio.
Las flores son para el cielo lo mismo que la exhumación para una vejación inmerecida.
Y poesía puedo hacerla de mil maneras.
Incluida la profusión de los gusanos aceitosos que ascienden hasta el bálsamo de un embotellamiento.
O de las miradas entre dos desconocidos que se observan de reojo, solo para no caer en la rutina.
Pienso en el fondo de las cuestiones vitales, entre los bastidores de la inmensidad de una reliquia aceptada como dogma.
A algo me entrego, al fin y al cabo.
Pero es una entrega a domicilio, y no soy experto en pedidos.
Me arrastraré hasta la próxima estación.
Sin el martillo humeante del arrepentimiento incendiando bosques en los que he fingido perderme.
Como siempre.
¿Quién no ha pretendido ir a contracorriente sin cruzarse con obstáculos?
Y así y asá.
No es mérito ni demérito lo que penetra en mis coágulos, sino el hielo de una estacada que asesina y asesora a partes iguales.
Algo parecido a la sirena de la ambulancia.
O al instinto de supervivencia.
El discurso más largo del mundo bien podría ser el valor más reconfortante del pensador.
El atrevimiento responsable y obligado de la materia.
Así pues, con las cuentas saldadas -soldadas-, algo empieza a fluctuar en la conciencia.
Sus engranajes comienzan a operar entre sí, con un nuevo diseño para el conocimiento.
Es la osadía y la fantasía de los ineludibles compromisos.
Todos a una se sienten al fin comprendidos, correspondidos.
Y el hombre circula a la velocidad de la luz.
Estudios antropomórficos podrían decir lo contrario.
La verdad es que cualquiera podría decirlo.
Pero vivir en una burbuja no es explotar el pensamiento.
Cuando la suciedad permanece aun después de una limpieza a fondo, la sombra de la insatisfacción sobrevuela como una gran mancha.
Una mancha inabordable.
Infrecuentable.
Eso constituye el simbolismo de la carencia humana.
La conciencia no se confiesa.
Nunca lo ha hecho.
A pesar de las casposas sensaciones de desaprobación que nos envuelven.
No nos absuelve dios.
Tampoco la penitencia.
Ella es el ciclo de la vida.
Salvada solo con intrusiones de inocencia.
Su flujo es continuo.
Los animales lo saben, y por ello existen las mascotas.
La fábula del ciego y la concentración no es ningún cuento chino.
Con tanta introspección se puede llegar al mismo punto de partida cuatrocientos millones de veces.
No cambia nada en el fondo, solo en la superficie.
Por eso el hombre no bucea hasta su oxígeno.
Lo expulsa y lo expone a la radiación solar.
Lo pone a disposición del conocimiento.
Porque en la superficie también hay fondo.
No dentro ni sobre ella.
Es un mar de posibilidades.
Un mar sin olas.
Las tres cuartas partes del planeta cimentan el significado de la profundidad.
Y el núcleo terrestre arde y se traga la gravedad con diligencia, para no sufrir la caída del hombre.
Fisgonear en la metafísica es un método que puede salvar las distancias.
Pero ojo con las convicciones religiosas.
Si no se observan con fe pueden significar una condena para el hallazgo referencial.
Lo mejor es seguir una línea recta entre dos puntos.
Lo mismo siempre.
De diferentes formas.
Sin curvas ni socavones.
Con ingenuidad en los momentos clave:
El hombre no tiene porqué saber de qué pie cojea la necesidad.
No es magia ni un truco de manos.
Es la imaginación dirigida a fines caóticos.
El orden de las ideas es el mismo, aquí y en la memoria.
Eso es lo único que recuerdo.
Lo demás son invenciones.
Nubes que nacen de las chimeneas de una mansión de chocolate.
Pero goloso es el hambre de la reafirmación.
Hincaré el diente a la poesía, tarde o temprano.
Pero antes, me recostaré en su tresillo.
Y me asomaré a su balcón de gelatina.
Quizá sea la última estrella ésta que tiembla en el antepecho.
Por si acaso, escalaré una conciencia más, hasta llegar al Ricardo que gobierna aquella montaña.
Porque quién hizo a dios sino la historia.
Puedo durar siglos, pero llegaré.
Mi futuro no es incierto.
Lo que sucede es que la certeza no me intriga.
Así que sé algo que no sé.
Me separa de la palabra y del presagio.
Pero no soy un profeta, ni un volumen de enciclopedia.
Soy -si se puede decir así-, la transacción de una cuenta bancaria a otra, en un paraíso fiscal.
Eludo los impuestos.
No me condiciona la vida.
Solo el tributo.
Este imperio tiene demasiados gobernantes.
Y en mi mente de revolucionario se han apagado mil incendios.
Mil infiernos.
Puede ser que sea complaciente, u obediente, pero no descuido mis regimientos de reconocimiento.
No hay poesía para mí fuera de esto.
Normas y conductas.
Leyes y disposiciones.
Sentido común.
La desesperación de las lenguas.
Hablo por encima de las medidas.
No tengo nada que hacer.
Aunque lo haga.
Nada sucede alrededor de mí, aunque suceda.
No estoy en otro mundo, ni en otra dimensión.
Simplemente he hecho añicos la importancia de los hechos ajenos, aunque los vigile y custodie.
Algo en mí es humano, y no lo es.
No es cuestión de resolver dudas, porque no hay dudas.
No tengo dudas.
No tengo nada.
La ropa que me viste y la casa en que vivo, mis pertenencias.
Nada.
Nada sin volver y volver y volver al pensamiento irrompible que se estira hasta mis primeras preguntas.
No hay nada que preguntar, aunque lo haga.
Me interesa y no me interesa.
El orden y el caos.
La placentera sensación de cumplimiento del cuerpo.
Hasta el orgasmo del resto de las acciones.
Sean cuales sean, siempre serán acordes a lo que me trasciende, aunque no escuche su voz, ni contemple su luz.
No hay problema.
La justicia radica en el propio ajuste a lo que conozco de mí.
La poesía puede esperar.
La filosofía también.
Yo no.
Nada me sirve de ejemplo.
Vivo en un reloj de cemento.
Y mis pies son agujas sobre el pavimento.
O alfombras arrastradas de una habitación a otra completamente diferente, y en la que se amontonan las imágenes.
Y así hasta guarecer la llamada de los colores.
Cierro los ojos y duermo todos los días, pero no es un sueño lo que me embarga o me cambia la mirada.
Así funciona mi conciencia.
O lo que yo creo que es mi conciencia.
Quizá el cadáver de un dios que se atragantó con su propio grito.
Cementerio del único delito impugnable a ojos de la meditación.
Ahora estoy escribiendo, mientras otro Ricardo ha salido de mí, y me espera en la imaginación que se ha cruzado con la mía, justo antes de que una ráfaga de niebla se lleve todas las flores.
Penetramos el uno en el otro.
Nos compenetramos.
Solo siento tu paso por este espacio amplio de palabras, me dice.
Y por un instante, me complace algo que no sea tangible.
Siento que me comprende.
No es un amigo imaginario, porque su mirada de ébano supone una elevación del desgaste emocional.
Sabemos quién somos.
Y nos conducimos hacia el vanidoso porvenir.
Dentro de nosotros estamos nosotros.
Grandes y fuertes.
Tenemos un carácter igual e inmutable.
La seguridad de las ineludibles capacidades, y un monstruo vencido y disecado decora nuestro salón.
El brillo del sol llega hasta nuestra biblioteca.
Y el libro siempre se abre por la misma página:
un pasadizo.