Ni siquiera Janis Joplin en la cúspide de su desenfreno, en el cénit de su gloria debería haberle dado la espalda a la multitud, en ella había muchachos que canturreaban sus canciones y creían en el espíritu del himno de las flores, había quienes gemían cuando enmarañaba sus cabellos a ritmo de un blues dolorido y exigente, quienes lloraban emocionados mientras lucía una vestimenta raída y las limusinas la esperaban en la calle. Supongo que hubieran deseado que se desplazara en un pequeño Ford, que llevara con orgullo haber sido una muchacha de clase media acomplejada por sus granos y por su peso.
Pero te fuiste, ¿no es cierto, nena? y nunca más escuché que dijeras que me necesitabas mientras la gente decía tonterías a nuestro alrededor. Pero ya ves, no te quería tanto como para luchar por enderezar las alas de un ángel caído, las mías apenas me hacían despegar de los días monótonos y del miedo a la vida; es duro tener alas y no poder volar, perder la libertad por no haber sabido interpretar una metáfora que temblaba en los vientos de la rosa. Te fuiste, nena, y las primaveras han sido más cortas desde entonces, nadie supo explicarme que los años duran menos cuanto más de cerca nos miran los ojos de la muerte, nadie supo ocupar tu pedestal de un modo convincente y prolongado.
Yo no te quería tanto como para recoger del suelo aquel pájaro herido que llevabas en el pecho y se ahogaba en tu canto cuando Leonard, ya cansado y aceptando la derrota ante las garras inmisericordes de los años, aún danzaba en las dominios de Plutón para tener a esa muchacha que no eras tú, no tenía tu nombre, pero tenía tu rostro.
Como dijo el poeta de los tristes, de los perdidos; solo pienso en ti de vez en cuando, pero es suficiente para que tenga que secarme una lágrima perdida, para que sostenga en una mano una pistola que te recuerda siempre y en la otra una flor que te ha olvidado.