Una Brújula de Bronce
Publicado: Jue, 17 Jul 2008 18:36
Una brújula de Bronce
A mis abuelos
Situemos los ojos del tiempo en Comodoro Rivadavia, por ejemplo en el año 1926.
El viento estruja las casonas grises, las aprieta como una chacha contra su pecho de cangalla y espuma. Son casas rectas, cortadas a cuchilla; galpones chatos como reptiles de calamina enterrados hasta la barriga en la rada del puerto. Hay pocas ventanas para las colas rabiosas del viento. Las viviendas lucen como almacenes oscuros, vendados por una tromba de polvo y yodo. Se diría que las moradas semejan cabezas de basiliscos o morros que olisquean en la polvareda. Parece que estuvieran engrilladas a las arenas calizas, amarradas como balsas de palo junto a la piedra.
La ventisca cargada repasa las techumbres volcando bolas de nieve barrosa, hojarasca inexistente, pelusa del mar. Las maderas se zarandean como cuerpecillos de aves con frío, tiritan.
Todas la construcciones miran el agua cual botellones expectantes, casi con la dulzura con que lo hacen las estatuas de Pascua. Otean las miasmas marinas, el pelaje de las olas bravías, la álgida bolsa de la costa.
Los depósitos y las moradas chorrean hacia el piélago como desde la cesta de algún caminante afanoso. Chorrean como bochas de helado o como gatos sucios y asustados que petrifica la gorgona de las aguas, la furia del Atlántico.
Todo es modesto como el hierro, sin embargo pulimentado, perimetralmente sencillo y suave, como el beso de un hijo.
Las tierras removidas se secan en terraplenes como cadáveres de flores sin dueño. Hay remos de pie en las dunas metalizadas y hay árboles atados a los botes.
A pesar de la aspereza del cielo, huele a carne de manzanas, a harina, a cuerdas y a canela caliente. Los cuerpos mismos saben a chocolate y a esponjas.
Los barcos atracan en Comodoro Rivadavia cual intrusos, furtivamente se agarran de los postes, sospechosos, umbríos. De sus chimeneas brotan varillas de un humo ralo, timorato, casi como la barba de un chivo.
Las casonas petisas tienen dos o tres ojos mongoles y amarillos que lanzan resplandores cebáceos sobre la piel del saurio marino. En el crepúsculo, dichos ocelos se dilatan y brillan como luceros polares, con cierta crueldad definitiva e inmemorial.
Los obreros caminan solamente por los surcos de sombra, por las grietas; se han amalgamado con los colores del agua como leones marinos. Son más pensamientos o evaporaciones errantes, que hombres. Salen y entran en los agachados almacenes, como aleteos exánimes.
Todo el villorio es como el feto de un coco. Algo ausente y teratológico como el primer amor. Eso. Comodoro Rivadavia es como un primer amor. Una estampida hacia el hielo.
Una estampida hacia el hielo, repito.
Uno imagina grilletes desistidos en cobertizos plenos de céfiro y penumbra. Uno presiente pavas grandes, que chillan como pavos, aposentadas en parrillas al pie del fuego. Uno intuye presencias malignas en las cuevas ocultas de las escarpaduras.
Se rumian hazañas y fratricidios al amor de panzudas farolas de aceite. Se apilan durmientes de quebracho para locomotoras pechugonas que nunca llegarán a la rada.
Los rostros de los rorros refulgen tiznados cuando los apuntan los faros de los buques. Se inscriben siseos peligrosos en la maleza, como filamentos de sol que muerden la roca.
A la noche, cuando los carroñeros sobrevuelan las pilas azufradas de diamantes negros, aparatos de radio rastrean bajo el mar. Finalmente, la electricidad de los rayos, se recoge en piletones llenos de algas misteriosas del color de los golpes.
La carne se expende sobre tablas en el puerto, se envuelve en papel ocre y se parte a hachazo. Igual el pescado y el hielo.
Enormes cajones colmados de porcelanas finas bajan a tierra y vuelven a elevarse en las plataformas del los barcos. Nada arraiga. Como si este pueblo costero de niquel y arena fuese sólo una carta echada a la memoria de un dios enojado.
En las casas hay arcones que contienen algodón en hebra, clavijas, libros de viaje, biombos de papel y caña seccionados en pedazos.
A veces, en lo hondo de los charcos, irradia una brújula de bronce.
Rafael Teicher
A mis abuelos
Situemos los ojos del tiempo en Comodoro Rivadavia, por ejemplo en el año 1926.
El viento estruja las casonas grises, las aprieta como una chacha contra su pecho de cangalla y espuma. Son casas rectas, cortadas a cuchilla; galpones chatos como reptiles de calamina enterrados hasta la barriga en la rada del puerto. Hay pocas ventanas para las colas rabiosas del viento. Las viviendas lucen como almacenes oscuros, vendados por una tromba de polvo y yodo. Se diría que las moradas semejan cabezas de basiliscos o morros que olisquean en la polvareda. Parece que estuvieran engrilladas a las arenas calizas, amarradas como balsas de palo junto a la piedra.
La ventisca cargada repasa las techumbres volcando bolas de nieve barrosa, hojarasca inexistente, pelusa del mar. Las maderas se zarandean como cuerpecillos de aves con frío, tiritan.
Todas la construcciones miran el agua cual botellones expectantes, casi con la dulzura con que lo hacen las estatuas de Pascua. Otean las miasmas marinas, el pelaje de las olas bravías, la álgida bolsa de la costa.
Los depósitos y las moradas chorrean hacia el piélago como desde la cesta de algún caminante afanoso. Chorrean como bochas de helado o como gatos sucios y asustados que petrifica la gorgona de las aguas, la furia del Atlántico.
Todo es modesto como el hierro, sin embargo pulimentado, perimetralmente sencillo y suave, como el beso de un hijo.
Las tierras removidas se secan en terraplenes como cadáveres de flores sin dueño. Hay remos de pie en las dunas metalizadas y hay árboles atados a los botes.
A pesar de la aspereza del cielo, huele a carne de manzanas, a harina, a cuerdas y a canela caliente. Los cuerpos mismos saben a chocolate y a esponjas.
Los barcos atracan en Comodoro Rivadavia cual intrusos, furtivamente se agarran de los postes, sospechosos, umbríos. De sus chimeneas brotan varillas de un humo ralo, timorato, casi como la barba de un chivo.
Las casonas petisas tienen dos o tres ojos mongoles y amarillos que lanzan resplandores cebáceos sobre la piel del saurio marino. En el crepúsculo, dichos ocelos se dilatan y brillan como luceros polares, con cierta crueldad definitiva e inmemorial.
Los obreros caminan solamente por los surcos de sombra, por las grietas; se han amalgamado con los colores del agua como leones marinos. Son más pensamientos o evaporaciones errantes, que hombres. Salen y entran en los agachados almacenes, como aleteos exánimes.
Todo el villorio es como el feto de un coco. Algo ausente y teratológico como el primer amor. Eso. Comodoro Rivadavia es como un primer amor. Una estampida hacia el hielo.
Una estampida hacia el hielo, repito.
Uno imagina grilletes desistidos en cobertizos plenos de céfiro y penumbra. Uno presiente pavas grandes, que chillan como pavos, aposentadas en parrillas al pie del fuego. Uno intuye presencias malignas en las cuevas ocultas de las escarpaduras.
Se rumian hazañas y fratricidios al amor de panzudas farolas de aceite. Se apilan durmientes de quebracho para locomotoras pechugonas que nunca llegarán a la rada.
Los rostros de los rorros refulgen tiznados cuando los apuntan los faros de los buques. Se inscriben siseos peligrosos en la maleza, como filamentos de sol que muerden la roca.
A la noche, cuando los carroñeros sobrevuelan las pilas azufradas de diamantes negros, aparatos de radio rastrean bajo el mar. Finalmente, la electricidad de los rayos, se recoge en piletones llenos de algas misteriosas del color de los golpes.
La carne se expende sobre tablas en el puerto, se envuelve en papel ocre y se parte a hachazo. Igual el pescado y el hielo.
Enormes cajones colmados de porcelanas finas bajan a tierra y vuelven a elevarse en las plataformas del los barcos. Nada arraiga. Como si este pueblo costero de niquel y arena fuese sólo una carta echada a la memoria de un dios enojado.
En las casas hay arcones que contienen algodón en hebra, clavijas, libros de viaje, biombos de papel y caña seccionados en pedazos.
A veces, en lo hondo de los charcos, irradia una brújula de bronce.
Rafael Teicher