"Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.6)
Publicado: Jue, 13 Jul 2017 9:51
Tenía dos hijos, de los que ignoro su edad. No llegué a conocerlos, aunque no se puede decir que ella intentara ocultarlos, los mencionó en más de una ocasión, como de pasada, sin darle importancia: “Llegaré tarde, tengo que dejar a Raúl en el cole” “Hoy no podemos quedar, Marta tiene fiebre”. Lo que me sorprendía era como podía compaginar las continuas salidas con sus deberes de madre; porque Elena, todo hay que decirlo, dedicaba la mayor parte de su tiempo a ella misma . Es posible que viviera una doble vida como le sucede a mucha gente y que por las mañanas fuera otra persona, entregada a los designios del hogar y a los cuidados de la prole; sea como fuere, ante nosotros mostraba solamente una de sus caras, aquella que le permitía participar en el juego del coqueteo ambiguo, de la insinuación y la duda. Su principal diversión consistía en hacer de espejo, se colocaba estratégicamente como tercer ángulo de un triángulo fantasmal y cuando te aventurabas con una proposición lo tenías que hacer dirigiéndote a ella, aunque no participara, como necesaria premisa que diera aliento a tus argumentos. Al cabo de un rato el efecto se volvía contra ti, porque al topar con ese muro de silencio, acababas por argumentar contra el otro y contra ti mismo. Parecía como si su rostro impasible fuera el reflejo de una negación no manifestada, una perpetua interrogación que se clavaba como una espina en el globo de tu supuesta lucidez y la hacia estallar, sin contemplaciones, y de eso se trataba : de acabar la conversación con un “pero, si yo no he dicho nada”, una traición saboreada por quién retenía el vaso dorado y seductor que te atraía para, una vez bebido el contenido, morir por el veneno del abandono inesperado, entregado inerme a las fieras que escupían asertos como dogmas de fe desde el púlpito de su falta de recato, cuando en la arena de la vida tanta desnudez de experiencia, conocimientos y sensaciones mostraban ellos como yo, igualados en la pantomima y condenados a no escuchar siquiera el aplauso de la única espectadora, monumento cincelado por el repudio, para la cual, ellos y yo ,representábamos inútilmente. Su espíritu pendular nos tenía confundidos, pero Elena combinaba los sentimientos como quien combina los colores de un vestido, consiguiendo que el cromatismo resultante fuera inusualmente atractivo. Dicho de otra manera: mantenía siempre encendida la llama del deseo, por exceso o por defecto. Actuaba como en el juego de la oca, solo que ella se adelantaba a decir lo de “tiro por que me toca”y tanto Matías, como Luis o yo mismo éramos jugadores pasivos a la espera de que su ficha ¿por azar? cayera en nuestra casilla. Nuestra actitud era la del bobo de feria o la del paleto, al que cualquier modernidad le encandila. Esa situación nos dividía, insinuaba favoritismos inexistentes o despechos teatrales, que admitíamos como principios inmutables grabados en tablas de ley, y hoy vivía su momento de gloria uno y mañana su calvario, y esta era la gracia que le encontraba Elena, la de ser abeja reina entre zánganos, cortesana en una corte sin milagros, acostumbrada a poner los pesos en la balanza según le pareciera, pues nos consideraba ciegos e inexpertos –no sin razón- y prestos a satisfacer sus ardores como y cuando lo requiriera el caprichoso designio de sus coyunturales querencias, las cuales, si algo tenían de relevante, era la naturalidad sicalíptica con que se planteaban, lejos de la ambigüedad y del “si quiero-no quiero”. Ella sabia entregarse a las circunstancias, que eran su espacio elemental, mientras el nuestro, por consecuencia, derivaba hacia la contingencia del se toma o se deja, lo que nos convertía en oportunistas , la peor de las raleas, gente sin principios o que los oculta por el placer momentáneo que resulta del hecho de ser elegido frente a otros, y lo curioso es que el escenario lo preparaba con las palabras, su arma favorita de seducción, pues sus conocimientos, en cualquier terreno, eran superiores a los nuestros y se hablara de arte, política, literatura o de lo que fuera, sus comentarios eran precisos y fundamentados. Sorprendía en ella esa sólida base cultural que nadie adivinaría en una primera impresión superficial. Esta faceta sabia como explotarla, pues sus opiniones las dejaba caer con cuentagotas y este era parte de su atractivo, la poca generosidad a la hora de expresarse en cuestiones no cotidianas más próximas a la especulación que a los quehaceres más triviales, en los cuales ocupaba la mayor parte de su tiempo y de su conversación. Alguna vez, era inevitable, le preguntamos por su pasado, qué había estudiado o lo que había hecho hasta ese momento, entonces salía con alguna evasiva y el misterio intelectual comulgaba con el físico. Y así nos tenía, como a las ratas de Hamelin, desfilando al son que ella tocara, completamente esclavizados por el color de sus antojos.