Las historias perfectas
Publicado: Dom, 30 Abr 2017 20:53
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Existen. Están desde un pasado muy remoto cautivas en la imaginación. Millares de células espirituales contribuyen a su desarrollo. Han comenzado su viaje adosadas al devenir álmico. Deben ser, eso sí, catalizadas por el afecto en todas sus formas de expresión.
Una historia perfecta es una semilla antigua, profundamente loable.
Podría decirse que es una suerte de gen humano que debe convencer al yo colectivo del fin sublime de su existencia.
También es biología triunfante, física inmanente, materia consciente de la pureza de sus átomos.
Los más escépticos y racionales intentarán amontonar dudas a su alrededor; y lo conseguirán hasta cierto punto. La perfección nos produce miedo; parece superar nuestras vallas, nuestra limitada visión mortalmente cobarde. La fatalidad acecha, sitia; infiltrada y arbitraria nos seduce en su tremenda oscuridad. Pero a pesar de cualquier variable, las historias perfectas nacen y se reproducen; son destinos lumínicos y hermosos que no dejan de latir.
¿Cómo puede reconocerse una de ellas? Son valerosas y llevan la cara muy limpia; se extienden entre los cuerpos, encajan con devoción en la soleada intemperie y, sobre todo, perduran. Su don de eternidad las hace brillar en cualquier rincón. Son fáciles y muy lúcidas. Libran batallas de respeto cada día, obran y dejan huella en cada lugar que habitan. La trayectoria de sus ecos es infalible; mantienen su vigor porque se retroalimentan de amor bueno. Practican, algunas veces, la clarividencia; se asoman con serenidad a ventanas prohibidas, a recovecos lesos; pero no importunan estos sitios, no, para nada; sólo dejan en ellos unas gotas de paz.
Las historias perfectas se suben a los tejados, velan en silencio la quietud de la primavera, permutan el holocausto en sus raíces; son principescas y humildes; en ellas, el equilibrio es una suma de poderes, un resto de alas, el poniente más atrevido de la galaxia.
Las historias perfectas nos hacen bendecir el pan, el lecho, el tú, el yo, los ancestros. Moran en ese lugar indivisible que nos protege, en ese punto de la dicha que lo ha conseguido todo.
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Existen. Están desde un pasado muy remoto cautivas en la imaginación. Millares de células espirituales contribuyen a su desarrollo. Han comenzado su viaje adosadas al devenir álmico. Deben ser, eso sí, catalizadas por el afecto en todas sus formas de expresión.
Una historia perfecta es una semilla antigua, profundamente loable.
Podría decirse que es una suerte de gen humano que debe convencer al yo colectivo del fin sublime de su existencia.
También es biología triunfante, física inmanente, materia consciente de la pureza de sus átomos.
Los más escépticos y racionales intentarán amontonar dudas a su alrededor; y lo conseguirán hasta cierto punto. La perfección nos produce miedo; parece superar nuestras vallas, nuestra limitada visión mortalmente cobarde. La fatalidad acecha, sitia; infiltrada y arbitraria nos seduce en su tremenda oscuridad. Pero a pesar de cualquier variable, las historias perfectas nacen y se reproducen; son destinos lumínicos y hermosos que no dejan de latir.
¿Cómo puede reconocerse una de ellas? Son valerosas y llevan la cara muy limpia; se extienden entre los cuerpos, encajan con devoción en la soleada intemperie y, sobre todo, perduran. Su don de eternidad las hace brillar en cualquier rincón. Son fáciles y muy lúcidas. Libran batallas de respeto cada día, obran y dejan huella en cada lugar que habitan. La trayectoria de sus ecos es infalible; mantienen su vigor porque se retroalimentan de amor bueno. Practican, algunas veces, la clarividencia; se asoman con serenidad a ventanas prohibidas, a recovecos lesos; pero no importunan estos sitios, no, para nada; sólo dejan en ellos unas gotas de paz.
Las historias perfectas se suben a los tejados, velan en silencio la quietud de la primavera, permutan el holocausto en sus raíces; son principescas y humildes; en ellas, el equilibrio es una suma de poderes, un resto de alas, el poniente más atrevido de la galaxia.
Las historias perfectas nos hacen bendecir el pan, el lecho, el tú, el yo, los ancestros. Moran en ese lugar indivisible que nos protege, en ese punto de la dicha que lo ha conseguido todo.
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