La puerta
Publicado: Dom, 05 Feb 2017 1:47
¿A dónde vas?
Podrías darme el recuelo de tus virtudes,
la crema de la que adoleces
y la esencia, aunque castigada, de tu semblante.
Serías capaz de atardecer en cualquier mañana,
de cabalgar al trote hacia un lugar indefinido,
retroceder sobre tus pasos
y vestirte y desvestirte tantas veces
como en tantas otras persistirán tus dudas.
Si abres un libro, crees que ya lo leíste,
si atesoras algo escondido
lo haces porque en el fondo piensas haberlo ganado,
y aunque sucumbes una y otra vez a tu desidia,
se te atraganta la voz,
y persigues un eco inexistente,
te imaginas como el salvador de lo insalvable,
el vengador de una supuesta venganza,
rey sin trono y dueño de un mundo, sin mundo.
Pero navegas en un mar desconocido,
donde, como un náufrago a la deriva,
buscas denodadamente
esa orilla que se convierta en acicate
de una mente turbia y espesa.
Es entonces cuando manejas tus sensaciones,
cuando una estantería es algo más que un mueble de literatura,
es una lección de caminar con el instinto,
de apaciguar las tormentas de un techo atosigado,
de lamer las heridas que ya no sangran
pero aún supuran,
de inmolar días y vender oscuridades,
de perderte en un rincón para comprobar
que esconde en su ángulo algo más que polvo,
para sentir que aún sientes
y vives porque respiras.
Pero…, no es suficiente.
Quedas envuelto en un laberinto
con la necesaria intención de localizar una salida
que te de la libertad de la que careces,
que aflore en ti ese jardín falto de vegetación
y de aquellos aromas del pasado.
Y lees un verso de tantos otros poemas de amor,
una estrofa, que te enamora a cada golpe de sílaba,
pero todos tienen un final oscuro,
endiablado por la sensación que imparte el erizar de la piel,
tu piel.
Y te envuelves en un maremágnum de fuego
luchando por no convertirte en ceniza
y esparcirte como polvareda de ruinas,
como ese vientre que engendra un ser que no nacerá,
como flor a la que su tallo quiebra,
como boca a la que las palabras no le fluyen
y ojos a los que las lágrimas le asfixian.
Y te mueves con la pasividad que cae la nieve,
buscando a tu alrededor alguna señal
que te haga despertar de un sueño convertido en pesadilla,
y te maltratas y enloqueces,
con las manos presionando la sien,
el sudor quemándote la piel
y la mirada con un velo de tristeza.
Descubres que nada es lo que parece,
que la piel tan solo es el forro del alma,
que naces con el objetivo de cerrar definitivamente una puerta,
y que cuando la cierras, observas,
que el vacío es tan inexpugnable,
como inexpugnable es una vida sin vida.
Al final, el libro ya está escrito,
da igual que los árboles mueran de carcoma,
que nieve más allá de un mes de Mayo
y que las golondrinas hoy no decidan emigrar,
que tú te inventes un nuevo día
o que luches para que éste no sea el último,
que saludes y no recibas saludo,
o que por fin encuentres un poema con un final feliz.
No olvides la mochila,
con llave o sin ella
la puerta se abrirá y se cerrará tan solo una vez.
Podrías darme el recuelo de tus virtudes,
la crema de la que adoleces
y la esencia, aunque castigada, de tu semblante.
Serías capaz de atardecer en cualquier mañana,
de cabalgar al trote hacia un lugar indefinido,
retroceder sobre tus pasos
y vestirte y desvestirte tantas veces
como en tantas otras persistirán tus dudas.
Si abres un libro, crees que ya lo leíste,
si atesoras algo escondido
lo haces porque en el fondo piensas haberlo ganado,
y aunque sucumbes una y otra vez a tu desidia,
se te atraganta la voz,
y persigues un eco inexistente,
te imaginas como el salvador de lo insalvable,
el vengador de una supuesta venganza,
rey sin trono y dueño de un mundo, sin mundo.
Pero navegas en un mar desconocido,
donde, como un náufrago a la deriva,
buscas denodadamente
esa orilla que se convierta en acicate
de una mente turbia y espesa.
Es entonces cuando manejas tus sensaciones,
cuando una estantería es algo más que un mueble de literatura,
es una lección de caminar con el instinto,
de apaciguar las tormentas de un techo atosigado,
de lamer las heridas que ya no sangran
pero aún supuran,
de inmolar días y vender oscuridades,
de perderte en un rincón para comprobar
que esconde en su ángulo algo más que polvo,
para sentir que aún sientes
y vives porque respiras.
Pero…, no es suficiente.
Quedas envuelto en un laberinto
con la necesaria intención de localizar una salida
que te de la libertad de la que careces,
que aflore en ti ese jardín falto de vegetación
y de aquellos aromas del pasado.
Y lees un verso de tantos otros poemas de amor,
una estrofa, que te enamora a cada golpe de sílaba,
pero todos tienen un final oscuro,
endiablado por la sensación que imparte el erizar de la piel,
tu piel.
Y te envuelves en un maremágnum de fuego
luchando por no convertirte en ceniza
y esparcirte como polvareda de ruinas,
como ese vientre que engendra un ser que no nacerá,
como flor a la que su tallo quiebra,
como boca a la que las palabras no le fluyen
y ojos a los que las lágrimas le asfixian.
Y te mueves con la pasividad que cae la nieve,
buscando a tu alrededor alguna señal
que te haga despertar de un sueño convertido en pesadilla,
y te maltratas y enloqueces,
con las manos presionando la sien,
el sudor quemándote la piel
y la mirada con un velo de tristeza.
Descubres que nada es lo que parece,
que la piel tan solo es el forro del alma,
que naces con el objetivo de cerrar definitivamente una puerta,
y que cuando la cierras, observas,
que el vacío es tan inexpugnable,
como inexpugnable es una vida sin vida.
Al final, el libro ya está escrito,
da igual que los árboles mueran de carcoma,
que nieve más allá de un mes de Mayo
y que las golondrinas hoy no decidan emigrar,
que tú te inventes un nuevo día
o que luches para que éste no sea el último,
que saludes y no recibas saludo,
o que por fin encuentres un poema con un final feliz.
No olvides la mochila,
con llave o sin ella
la puerta se abrirá y se cerrará tan solo una vez.