El final, capítulo 23 de "La deriva".
Publicado: Sab, 04 Feb 2017 11:22
EL FINAL
Y al séptimo día descansó. Ese día que, casualmente, es domingo, Carlos le ha preparado un copioso desayuno que ella no va a probar. Se acerca a la cama todavía desnudo y la despierta con un beso en la boca. Sofía le mira, insegura por un momento de quién son esos labios que ya no reconoce con seguridad. Le han parecido familiares pero en realidad cuando se han probado tantas bocas todos los besos saben al mismo beso. Sofía cierra los ojos y se pasa la lengua por los labios para recuperar en su memoria el gusto de esa dulce saliva que ha vuelto para enseñorearse. Al abrir de nuevo los ojos contempla la sonrisa complacida de su amante, escucha su voz que le susurra al oído palabras que ella ya no cree. Se ha equivocado tantas veces, primero creyendo que su amor iba a ser un amor perfecto, dos seres que funden su pasión y crean un arco iris resplandeciente, una fiesta perpetua de goce sin fin, una historia de amor más pura que la de Romeo y Julieta; después, dejándose convencer de que seria diosa posesiva, brazo derecho del gran dios, que tendría a los hombres a sus pies, que su ambición la haría hembra entre hembras. ¡Qué pronto descubrió que su espíritu no estaba hecho de ese material impuro! Su corazón es noble. Hay un desacuerdo entre sus potencialidades físicas y sus querencias íntimas que no puede superar. Se ve vencida, a punto de claudicar, pero hay algo en ella que no es dócil, una rebeldía subterránea que medrará. Carlos sin saberlo la está alimentando. Si lo supiera, si conociera el futuro inmediato, se alejaría de Sofía, la abandonaría al instante. Tampoco ella es adivina. Son dos trenes que chocarán con estrépito sin ser conscientes hasta el último momento de que el impacto mortal se va a producir. Transitan entre tinieblas, ciegos, y en el trayecto se tantean como si no se conocieran. Alguien experto adivinaría en ese cambio de rumbo de sus comportamientos un desarreglo peligroso que intentan ocultar. Es la hora de fingir. Sofía quiere ganar tiempo, no ha decidido el medio, en cambio si empieza a estar segura del fin. En ese fin no incluye su derrota y eso es un error, piensa que tiene una oportunidad, siente el filo de la espada en su cuello e intentará una maniobra desesperada para salvarse. Entretanto, lo mantiene contento. No quiere levantar sospechas. En ese goce festivo rozan sus cuerpos desnudos, aquella habitación es un santuario de luz, se miran como dos lobos hambrientos, están condenados a la sangre pero mientras esperan la lucha, danzan y se divierten. Hacen el amor apelando a su parte animal, muerden sus cuerpos, arañan sus pechos buscándose el corazón, es el éxtasis donde sexo y muerte son caballo y jinete. Tras las briosas acometidas no hay vencedores, ambos caen rendidos después de la batalla: agotados, jadeantes, cubiertos por el mismo sudor tibio y aceitado. Carlos es el primero en desprenderse, recostado, ladeado, dobla sus piernas y junta sus manos en absurda postura fetal; en el piso primero, Berta, sentada ante el ordenador , ajena al combate, escribe el articulo prometido, ignorante del giro del destino que la implicará. Puede presentir, aunque no lo ve, como Sofía apoya su cabeza en la almohada mientras observa la espalda de Carlos curvándose, la piel lisa y bruñida, el relajo de sus músculos tras la fiereza de la cópula. El sol cae de pleno sobre los estores y les pone un velo blanco, un haz de luz solar se filtra por la rendija redonda del lienzo, es un dedo que apunta a la nuca de Carlos, un círculo de fuego que indica el camino, el lugar del descabello. A Sofía la posee un odio condensado que pugna por reventar, un estallido de lucidez la impele, sabe lo que ha de hacer, guarda en el cajón de la mesilla una aguja de calcetar desparejada que su madre le regalo en un cumpleaños adolescente, abre despacio el cajón, Carlos mantiene la postura, adormilado. Sofía palpa el interior de la caja sin atreverse a mirar por miedo a que él pueda apercibirse, encuentra el arma delgada y fina, la extrae y la empuña con las dos manos, su cuerpo tiembla bajo la tensión, pero su determinación es firme, aferrado el estilete lo eleva por encima de su cabeza y con toda la fuerza de la que es capaz descarga un golpe mortal sobre el punto de luz, la aguja penetra la carne por el lugar exacto y ensarta el cuello de Carlos que recibe el impacto con un estertor de res malherida, su desprevenida conciencia solo tiene un momento para concebir la sorpresa del final, los ojos se le hinchan, enrojecen por la presión de las arterias moribundas y su boca se abre en un gemido inútil. Sofía mira sus manos manchadas de sangre, le entra un pánico atroz, un grito se le ahoga en la garganta, salta de la cama mirando horrorizada ese cuerpo que pende medio caído como un títere abandonado, huye hacia la puerta de salida, baja las escaleras a tropezones buscando ayuda, llama a la puerta de Berta que, sorprendida, interrumpe su articulo. Lo que ve al abrir no lo podrá olvidar jamás: una mujer desnuda, el cuerpo salpicado de sangre, la mira con desesperación fatal, lleva el terror instalado en sus pupilas y en una suplica agónica, mientras extiende sus brazos hacia ella, articula, en un balbuceo reiterado y obsesivo, estas palabras: le he matado.
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Y al séptimo día descansó. Ese día que, casualmente, es domingo, Carlos le ha preparado un copioso desayuno que ella no va a probar. Se acerca a la cama todavía desnudo y la despierta con un beso en la boca. Sofía le mira, insegura por un momento de quién son esos labios que ya no reconoce con seguridad. Le han parecido familiares pero en realidad cuando se han probado tantas bocas todos los besos saben al mismo beso. Sofía cierra los ojos y se pasa la lengua por los labios para recuperar en su memoria el gusto de esa dulce saliva que ha vuelto para enseñorearse. Al abrir de nuevo los ojos contempla la sonrisa complacida de su amante, escucha su voz que le susurra al oído palabras que ella ya no cree. Se ha equivocado tantas veces, primero creyendo que su amor iba a ser un amor perfecto, dos seres que funden su pasión y crean un arco iris resplandeciente, una fiesta perpetua de goce sin fin, una historia de amor más pura que la de Romeo y Julieta; después, dejándose convencer de que seria diosa posesiva, brazo derecho del gran dios, que tendría a los hombres a sus pies, que su ambición la haría hembra entre hembras. ¡Qué pronto descubrió que su espíritu no estaba hecho de ese material impuro! Su corazón es noble. Hay un desacuerdo entre sus potencialidades físicas y sus querencias íntimas que no puede superar. Se ve vencida, a punto de claudicar, pero hay algo en ella que no es dócil, una rebeldía subterránea que medrará. Carlos sin saberlo la está alimentando. Si lo supiera, si conociera el futuro inmediato, se alejaría de Sofía, la abandonaría al instante. Tampoco ella es adivina. Son dos trenes que chocarán con estrépito sin ser conscientes hasta el último momento de que el impacto mortal se va a producir. Transitan entre tinieblas, ciegos, y en el trayecto se tantean como si no se conocieran. Alguien experto adivinaría en ese cambio de rumbo de sus comportamientos un desarreglo peligroso que intentan ocultar. Es la hora de fingir. Sofía quiere ganar tiempo, no ha decidido el medio, en cambio si empieza a estar segura del fin. En ese fin no incluye su derrota y eso es un error, piensa que tiene una oportunidad, siente el filo de la espada en su cuello e intentará una maniobra desesperada para salvarse. Entretanto, lo mantiene contento. No quiere levantar sospechas. En ese goce festivo rozan sus cuerpos desnudos, aquella habitación es un santuario de luz, se miran como dos lobos hambrientos, están condenados a la sangre pero mientras esperan la lucha, danzan y se divierten. Hacen el amor apelando a su parte animal, muerden sus cuerpos, arañan sus pechos buscándose el corazón, es el éxtasis donde sexo y muerte son caballo y jinete. Tras las briosas acometidas no hay vencedores, ambos caen rendidos después de la batalla: agotados, jadeantes, cubiertos por el mismo sudor tibio y aceitado. Carlos es el primero en desprenderse, recostado, ladeado, dobla sus piernas y junta sus manos en absurda postura fetal; en el piso primero, Berta, sentada ante el ordenador , ajena al combate, escribe el articulo prometido, ignorante del giro del destino que la implicará. Puede presentir, aunque no lo ve, como Sofía apoya su cabeza en la almohada mientras observa la espalda de Carlos curvándose, la piel lisa y bruñida, el relajo de sus músculos tras la fiereza de la cópula. El sol cae de pleno sobre los estores y les pone un velo blanco, un haz de luz solar se filtra por la rendija redonda del lienzo, es un dedo que apunta a la nuca de Carlos, un círculo de fuego que indica el camino, el lugar del descabello. A Sofía la posee un odio condensado que pugna por reventar, un estallido de lucidez la impele, sabe lo que ha de hacer, guarda en el cajón de la mesilla una aguja de calcetar desparejada que su madre le regalo en un cumpleaños adolescente, abre despacio el cajón, Carlos mantiene la postura, adormilado. Sofía palpa el interior de la caja sin atreverse a mirar por miedo a que él pueda apercibirse, encuentra el arma delgada y fina, la extrae y la empuña con las dos manos, su cuerpo tiembla bajo la tensión, pero su determinación es firme, aferrado el estilete lo eleva por encima de su cabeza y con toda la fuerza de la que es capaz descarga un golpe mortal sobre el punto de luz, la aguja penetra la carne por el lugar exacto y ensarta el cuello de Carlos que recibe el impacto con un estertor de res malherida, su desprevenida conciencia solo tiene un momento para concebir la sorpresa del final, los ojos se le hinchan, enrojecen por la presión de las arterias moribundas y su boca se abre en un gemido inútil. Sofía mira sus manos manchadas de sangre, le entra un pánico atroz, un grito se le ahoga en la garganta, salta de la cama mirando horrorizada ese cuerpo que pende medio caído como un títere abandonado, huye hacia la puerta de salida, baja las escaleras a tropezones buscando ayuda, llama a la puerta de Berta que, sorprendida, interrumpe su articulo. Lo que ve al abrir no lo podrá olvidar jamás: una mujer desnuda, el cuerpo salpicado de sangre, la mira con desesperación fatal, lleva el terror instalado en sus pupilas y en una suplica agónica, mientras extiende sus brazos hacia ella, articula, en un balbuceo reiterado y obsesivo, estas palabras: le he matado.
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