Infinitesimal
Publicado: Mar, 19 Ene 2016 11:46
Sentado enfrente de su madre, su voz se le escurría como si vadeara un río ininteligible de fonemas, mientras la miraba ya desde el otro margen de las cosas, con una pregunta que iba lanzando, insistente, al cauce intangible de su dependencia: ¿por qué?
Ignasio Salsola arrastraba la subordinación a los detalles, como arrastraba esa “s” de más que en su nombre fue fruto del descuido, quizás de la falta de interés. Quizás también, por ello, su dedicación a la astronomía y su vehemencia por su trabajo en el Observatorio Allegheny de Pittsburgh.
Tras dejarla hablando mientras se despedía, volvió al único lugar donde se sentía a salvo de las distancias. Atravesó andando la Avenida de Riverview. Delante, iba una desconocida. Al ir a sobrepasarla, percibió en su nuca un lunar casi invisible, que en su desmesura le pareció una copia exacta de la estrella “Lalande 21185”.
¿Me amas? -le preguntó.
No… –dijo ella confusa. La besó sin preguntar, pues percibió, como sólo puede hacerlo quien puede amplificar la inapreciable tonalidad del aire que circula entre las palabras, que en realidad, su voz presentaba una graduación imperceptible hacia la órbita de sus ojos.
Aquella tarde, se fueron a vivir juntos.
Decidió, como regalo, anudarle el mundo en sus brazos, difícil medir la inmensidad de un gesto cuando la propia infinidad había ocupado su pecho.
A la noche, atravesó de su mano la Avenida Riverview, tras dejar a la madrugada su coche extenuado. Accedió a la gran sala. Tras calcular la potencia descomunal del cosmos que se proyectaba entre las yemas de sus dedos, tecleó unas coordenadas kilométricas, que podrían ocupar la vastedad breve de una caricia. En el cielo, los satélites giraron, reflejando la luz pérdida en el universo que fue conectando en segundos la inmensa distancia que separaba del origen del Tiempo. Un rayo cruzó, como un anillo, los 12.742 km que les distanciaban de sí mismos, haciendo estallar los 8.300 satélites artificiales que se pulverizaron al estallido de 1 beso.
Oyeron sirenas a lo lejos, mientras corrían, diminutos, hacía la fugacidad de un futuro incalculable.
Ignasio Salsola arrastraba la subordinación a los detalles, como arrastraba esa “s” de más que en su nombre fue fruto del descuido, quizás de la falta de interés. Quizás también, por ello, su dedicación a la astronomía y su vehemencia por su trabajo en el Observatorio Allegheny de Pittsburgh.
Tras dejarla hablando mientras se despedía, volvió al único lugar donde se sentía a salvo de las distancias. Atravesó andando la Avenida de Riverview. Delante, iba una desconocida. Al ir a sobrepasarla, percibió en su nuca un lunar casi invisible, que en su desmesura le pareció una copia exacta de la estrella “Lalande 21185”.
¿Me amas? -le preguntó.
No… –dijo ella confusa. La besó sin preguntar, pues percibió, como sólo puede hacerlo quien puede amplificar la inapreciable tonalidad del aire que circula entre las palabras, que en realidad, su voz presentaba una graduación imperceptible hacia la órbita de sus ojos.
Aquella tarde, se fueron a vivir juntos.
Decidió, como regalo, anudarle el mundo en sus brazos, difícil medir la inmensidad de un gesto cuando la propia infinidad había ocupado su pecho.
A la noche, atravesó de su mano la Avenida Riverview, tras dejar a la madrugada su coche extenuado. Accedió a la gran sala. Tras calcular la potencia descomunal del cosmos que se proyectaba entre las yemas de sus dedos, tecleó unas coordenadas kilométricas, que podrían ocupar la vastedad breve de una caricia. En el cielo, los satélites giraron, reflejando la luz pérdida en el universo que fue conectando en segundos la inmensa distancia que separaba del origen del Tiempo. Un rayo cruzó, como un anillo, los 12.742 km que les distanciaban de sí mismos, haciendo estallar los 8.300 satélites artificiales que se pulverizaron al estallido de 1 beso.
Oyeron sirenas a lo lejos, mientras corrían, diminutos, hacía la fugacidad de un futuro incalculable.