Mi amiga ( III )
Publicado: Dom, 14 Jun 2015 15:12
3. ROMANCE SALVAJE
¿Habéis visto películas de amor? Supongo que sí. Los romances salvajes de mi amiga no se parecían en nada a esas ñoñerías. La veía retozarse de placer cuando un gato la rondaba y quería copular con ella. Mi mamá decía que estaba en celo. Uno de los gatos que la rondaba era el Negrito. Pero, no vayáis a pensar que era el único, había muchos más. En ocasiones, se peleaban entre ellos por copular con la gata. Podían llegar a ser muy violentas las peleas de gatos. A mí, aquellas peleas, me llamaban la atención. No me podía resistir a aquellos gritos guturales y salía corriendo, sabía que iba a haber una pelea, y quería verlo. En la mayoría de ocasiones, no llegaba a tiempo. No era nada fácil ver una pelea de gatos. Salían corriendo a gran velocidad y se ocultaban por los jardines. Por otra parte, muchas veces no llegaban a pelear. Eran sabios y muy conscientes de que siempre era mejor evitar la pelea. Aquellas peleas ponían en riesgo a los contendientes. Los gatos tienen unas afiladas y mortíferas uñas, pero saben lo que se traen entre manos y pocas veces llegan a pelear en serio; a vida o muerte. No como los adultos, que siempre andan escandalizándose de la violencia; diciéndonos a los niños que no seamos agresivos. Cuando, en realidad, son ellos los que siempre están en guerra. Fabrican armas mortíferas, mucho más que las uñas de los gatos; armas nucleares y de destrucción masiva. ¿Cómo se atreven, pues, a darnos lecciones de moral? Los adultos siempre tan civilizados, educados y políticamente correctos. ¡Hipócritas!
Cuando Michina estaba en época de copular pasaba poco tiempo conmigo. Yo me sentía un poco desplazado, echaba de menos su compañía; solo venía para que le diera algo de comer. Después de copular, mantenía un pequeño romance con uno de los gatos; el que más copuló con ella. En la mayoría de ocasiones fue con Negrito. Yo respetaba su libertad y buscaba entretenimiento en otras cosas. Entre semana, me quedaba poco tiempo para aburrirme, entre ir al colegio, hacer deberes y algunos recados, poco tiempo libre me quedaba. Tenía más tiempo libre los fines de semana. Yo, si podía, iba a jugar con los niños de la otra calle, donde antes teníamos el bar. Pero, ya dije que no siempre era posible quedar con ellos; sobre todo los fines de semana que marchaban a sus torres.
Pasaba la mañana sentado en el bordillo de la calle; un bordillo muy alto. Aquí, también, es donde tomaba el sol con mi amiga. Y cuando ella no estaba, me sentaba solo y miraba la amplia carretera, la misma que cruzaba para ir al colegio. Los fines de semana no iba al colegio, no tenía que cruzar la calle. Me quedaba sentado, con la mirada perdida en el horizonte; más allá de la amplia carretera. «Gallo que no quiere pelear, es gallo muerto seguro...». ¿Habéis escuchado alguna vez esta canción? Yo la escuchaba en mi mente. Era una canción que sonaba mucho en el tocadiscos del bar. A la gente le gustaba, era de música salsa, o algo así, no recuerdo ahora. A mí, aquella canción, me entristecía y abrumaba. Notaba como mi cuerpo se deshacía, mis parpados pesaban y sentía un escozor en los ojos. También unas punchadas en el estómago; ¡ay, las terribles punchadas! Lamentaba verme allí solo sentado. Entonces, sí estaba convencido de ser un tonto. Mi mente vagaba buscando explicaciones, solo posibles explicaciones. ¡Todo resultaba tan confuso!
Claro, si miraba hacia atrás, me daba cuenta de que hacía ya tiempo que tenía problemas con mis papás, los profesores y los otros niños «normales». Recordaba, sentado en el bordillo, que tardé mucho en comenzar a hablar bien; que me tuvieron que llevar a algún tipo de clase «especial». Sólo recordaba, con claridad, que fui a un sitio que mi mamá llamaba logopeda, pero yo no sabía que era aquello. Era una palabra muy rara. Recordaba a la profesora que me enseñó a hablar: la señorita Mercedes. Una chica muy cariñosa y simpática. Hablábamos mucho de ella mi mamá y yo. Eran recuerdos agradables, pero, enseguida, todo era más confuso; sobre todo cuando trataba de recordar y ordenar qué fue sucediendo de ahí en adelante.
Sentado en el bordillo, mi mente buscaba explicaciones. Recordaba al profesor Don Jorge. ¡Entonces, sí me sentía muy tonto! No me gustaba nada recordarlo. Fue el profesor que me hizo repetir segundo de EGB. En clase, me llamaba «chinito mandalín», delante de todos los niños. Se mofaba porque no pronunciaba bien la «r». Todos los niños se reían de mí. Yo era el hazmerreír de toda la clase. ¡Qué bochornoso y qué rabia! Sumido en aquellos recuerdos, mi vida futura me daba pavor, no quería ni pensar en ello. ¿Dónde iba un cobarde como yo? Aquel segundo curso pasé mucho miedo. Sentía que no valía para nada y me dejaba intimidar por los matones del colegio. Ellos disfrutaban viéndome tan indefenso. ¿Qué podía yo hacer? En casa siempre estaban muy preocupados. Mi papá siempre gruñía, además, entendía todo al revés; ¡qué le iba a contar! A mi mamá la veía muy agobiada, no quería preocuparla más. Ella ya se asustó mucho cuando me llevó con la señorita Mercedes. Creía que yo ya estaba bien. ¿Cómo iba a decirle que no me sentía bien? ¡Con todo el esfuerzo que hizo! Ella hacía todo lo que podía. Yo tenía que ayudar en casa y no dar más problemas. Quería ser útil y no un estorbo.
Por suerte, aquello era parte del pasado. Ahora estaba en cuarto curso. Cuando repetí segundo fui con la señorita Carmela. Y, a partir de tercero, con la señorita Rosi. Ellas fueron amables y no se rieron de mí. Los otros niños tampoco, pero no podía dejar de pensar que era tonto. También tuve más valor para defenderme. Un día, Rubén, el matón de la clase, se reía de mí. En esa ocasión me abalancé sobre él y lo cogí del cuello. Ya no volvió a reírse de mí. La señorita Carmela me entendió y fue comprensiva. No llamó a mis papás para que me llamaran la atención. Mejor así. Vete a saber cómo lo hubiera interpretado mi papá, que siempre lo entendía todo al revés. Él siempre me regañaba cuando peleaba con otros niños y, además, me castigaba. ¡Vaya injusticia! ¿Acaso, no tenía yo derecho a defenderme? ¿Os pasó algo parecido alguna vez, fueron así de injustos con vosotros?
Cuando todas aquellas sensaciones y recuerdos me paralizaban y sentía que mi barriga se hinchaba, ya no lo resistía más. Me iba a dar vueltas por la calle, para airear mi mente y olvidarme de todo aquello. Primero buscaba a mi amiga, pero, a veces, no había manera de encontrarla. Entonces, me iba a dar vueltas por otros barrios. Yo vivía en una ciudad muy grande, había muchas calles que yo aún no conocía. Resultaba muy agradable ir de exploración y conocer calles nuevas.
Recuerdo un día muy especial. Estuve sentado, en lo alto del bordillo, con mi amiga entre mis brazos; tomando el sol. No estábamos solos, con nosotros estaba Negrito. Yo veía jugar, a lo lejos, a los otros niños. Escuchaba, a lo lejos, su griterío de niños tontos. Y me sentía el niño más especial y feliz del mundo. Tenía el honor de compartir un momento de amor y ternura, como nunca jamás he vuelto a ver; ¡os lo puedo asegurar! Negrito pasaba su lengua por todo el cuerpo de Michina. La relamía, la acariciaba y aseaba. Ella cerraba sus ojos verde aceituna y se dejaba hacer. Yo permanecía inmóvil, no quería interrumpir aquel momento mágico. Me olvidé de todo en aquellos momentos. Sentía que yo pertenecía a un mundo distinto. Un mundo mágico y especial. Era mi secreto.
4. EMBARAZO
Un día reparé en que mi amiga había engordado un poco, y al cabo de más y más días y semanas, se puso muy gorda. Michina estaba preñada, como decía mi mamá. La veía andar torpemente, tenía que pesar mucho aquella barriga. Aun así, ella seguía acompañándome a comprar el pan todas las mañanas, pero iba más despacio. Yo me paraba y la esperaba. Lo único que me preocupaba es que mis papás me regañaran por hacer tarde, yo no tenía prisa ninguna. Era muy lindo verla tumbada con su panza al sol. Me sentaba al lado de ella y acariciaba, muy suavemente, su barriga; a ella le gustaba.
En el bar, también, había días especiales, muy divertidos. Sobre todo cuando había partido, o entreno de fútbol. Teníamos un equipo de fútbol en el bar. Con sus jugadores, mi hermano era uno de ellos; su entrenador y su presidente.
—¡Julito Ronald Koeman! —exclamaba Miguel, uno de los entrenadores, y ahora locutor.
Sí, locutor. Miguel ya no era el trainer, dejó a otro el puesto. Pero era un apasionado del fútbol y no se perdía ningún partido. Grababan los partidos en cinta de video. El que grababa hacía a la vez de locutor. Luego, veíamos el video en el bar. ¡Era muy divertido! Los más pequeños, también, íbamos a ver los partidos, incluso nos dejaban grabar un poco. ¡Qué bien lo pasábamos! Yo iba con mis amigos: Javi y Félix. Los dos eran hermanos. Su papá, Joan, era el presidente del equipo.
Mi hermano se llamaba Julio, igual que mi papá. Era cuatro años mayor que yo. Jugaba bien al fútbol. Uno de sus jugadores favoritos era Bernd Schuster, a mí me hablaba mucho de él. A mi papá no le gustaba que Miguel llamara así a mi hermano. No se tomaba a bien las bromas. A mí me daba mucha pena ver enfadado a mi papá. A mi hermano siempre le gustó mucho el fútbol. Era muy bueno, sobre todo, haciendo toques. Así llamábamos a sostener en el aire el balón, dándole ligeras patadas. Yo siempre contaba: un toque, dos toques, tres toques, cuatro, cinco, seis, siete... Y así, muchos y muchos más.
El equipo, en honor a la verdad, era bastante malo. Perdían todos los partidos. Cuando ganaban alguno había que hacer una raya en el cielo, como decía mi mamá. Aun así, estábamos todos muy contentos en el bar. Incluso mi papá, a su manera, porque los invitaba a comer gambas. Mi papá hacia unas tapas muy buenas en el bar. Su especialidad eran las mollejas y el pisto manchego. También hacía unas parrillas de gambas a la plancha muy buenas. ¡Buenísimas! Todos decían que mi papá era muy buena persona.
Joan, el presi, como todos lo llamaban, a veces, hablaba con los chicos para que se esforzaran más. Ya dije que casi siempre perdían. Se sentaba en una mesa redonda que teníamos en el bar, la más grande, y los chicos iban pasando uno a uno. Él hablaba con ellos, muy serio; pero, siempre, con mucho cariño y palabras de ánimo. Se notaba que quería mucho a los chavales del barrio. Era muy buena persona, muy amigo de mis papás. A mí y a mi hermano nos quería mucho.
Mi papá pasaba casi toda la mañana en la cocina. Allí preparaba las tapas. Nada más entrar en el bar, venía un olor muy rico. A mí no me gustaba mucho, entonces, entrar a la cocina; para no molestar. Era muy pequeña aquella cocina. Sólo entraba si no me quedaba más remedio, cuando tenía que pedir dinero para algún recado o chuches.
—¿Me das cinco duros para comprar golosinas?
Sabía de memoria aquella frase y la repetía. Mi papá me hacía esperar tras un seco «espera». Después me daba los cinco duros y yo salía disparado a la tienda de chuches. Lo que más me gustaba era la regaliz roja. También, a veces, entraba a la barra del bar para beber agua. Sin embargo, no era de mi gusto hacer demandas a mi papá. No me sentía cómodo y le tenía un poco de miedo. Estando en el nuevo bar, mi papá ya no se enfadaba tanto conmigo. Se malhumoraba y me castigaba, pero no me pegaba. Sólo lo hizo en una ocasión. Pero, años atrás, en el bar antiguo, sí que me pegó en bastantes ocasiones. Yo pasaba mucho miedo. Me cogía del brazo, zarandeándome, y me azotaba. Daba miedo verlo tan violento. Yo me asustaba mucho. «¡Julio, déjalo ya, por el amor de Dios!» escuchaba gritar a mi mamá, a lo lejos. Luego me quedaba en una habitación que había en el bar. Una habitación muy grande con una cama. Estaba allá castigado, sin poder salir, hasta que me levantara el arresto, como él decía. Era su manera de educarme, estaba muy convencido de hacer lo correcto para mí. Venía y me daba una lección de moral, se aseguraba que aprendiera la lección y, entonces, me dejaba ir. Yo no entendía nada. Tumbado, en aquella cama, lloraba de rabia, pena y dolor. Apretaba los dientes, lo odiaba y le deseaba la muerte; luego lo perdonaba; luego lo volvía a odiar... y así en una espiral sin fin. Mi barriga se hinchaba y ponía dura. Me empezaba a doler. Tumbado, boca abajo, se aliviaba un poco mi dolor.
Llegué a tener claro, en medio de tanta confusión, que detestaba la violencia y que nunca sería como mi papá. Nadie se merece sufrir de esa manera, ningún niño. Los adultos, a veces, fracasan en sus expectativas, las de su absurdo y estúpido mundo de apariencias, y pagan sus frustraciones con los más vulnerables; los niños. Los adultos crean un mundo estúpido y cruel. Acaban viviendo en un mundo en guerra y sufren mucho. Mi papá debió sufrir mucho. Yo me daba cuenta de eso y me daba pena. ¿Quién sabe, lo mismo a él, también, le hicieron daño sus papás? Pero es muy injusto lo que hizo. A los niños hay que tratarlos con mucho amor; ¡nunca lastimarlos! ¿Qué pensáis vosotros, os hicieron daño alguna vez?
5. UNA CAMADA QUE ALIMENTAR
Al final ocurrió lo que todos estábamos esperando: Michina dio a luz. Mi amiga buscó un buen rincón, protegido, en un pequeño jardín. Yo me acercaba con sigilo y observaba a la gata dando de mamar a su camada. Se estiraba y los gatitos buscaban sus pezones. ¡Eran preciosos! Me quedaba embobado mirando.
—¿Pero, qué haces? ¡Corre ven ya, que llegaremos tarde!
Escuchaba, a lo lejos, gritar a mi hermano. Como cada mañana venía de comprar el pan. Aquella mañana, mi amiga no me acompañó. Está claro que tenía cosas más importantes que hacer; era mamá. Yo estaba muy orgulloso de ella. Le dejé los 200 gramos de hígado troceado y un cuenco con agua. Quería asegurarme de que no le faltara nada. Necesitaría reponer fuerzas. Ahora tenía una gran camada que alimentar.
Por aquel entonces, yo ya estaba en quinto curso y tenía un nuevo profesor: Don Tomás. Era un hombre de mediana edad, regordete, con bigote y bajito. Tenía bastante paciencia, pero, en algunas ocasiones, también se enfadaba; aunque no era de los que más se irritaban.
—¿Qué ets boig, o qué? No siguis bobo. ¿Qué ets un bobo?
Me parecía escuchar a lo lejos a Don Tomás, creo que se lo decía a Carlitos: un niño de la clase que siempre estaba de broma. Yo no hacía más que pensar en mi amiga. Si habría tenido suficiente con los 200 gramos de hígado. Esperaba que sonara el timbre para bajar al recreo, y que luego sonara de nuevo para ir a casa a comer. Así pasaba la mañana, con una única imagen en mi mente: Mi amiga alimentando a su camada. No escuchaba al profesor, sólo me parecía escuchar, muy a lo lejos, suaves murmullos y chasquidos de aquellas pequeñas bocas aferrándose a los pechos. Pensaba que mi amiga me necesitaba más que nunca y yo tenía que estar a la altura.
—Vamos a buscar una caja de cartón. —decía uno de los niños tontos de la calle.
—¡Sí, en una caja de cartón estará mejor! —gritaban los demás niños a coro.
—Dejadla tranquila, ya está bien aquí. Ella ya sabe lo que hace.
Ya estaban otra vez esos niños, entrometiéndose. Mi amiga era salvaje. ¡Una madre salvaje! Ya sabía bien lo que hacía. Había buscado un buen lecho en el jardín, donde estaba bien oculta a la vista y refugiada del frío. Michina era muy lista. ¡Qué se pensaban aquellos niños! No necesitaba mantas, ni cajas; lo único que sí necesitaba era alimento. Además, se abalanzaban sobre los cachorros para manosearlos. Ahí sí que me plantaba y les increpaba para que no los cogieran. A mi amiga no le gustaba que manosearan a sus hijos. También, sabía yo, porque me lo había dicho mi mamá, que las gatas abandonan a sus crías si las personas las tocan mucho. No iba a permitirlo. Pero mi amiga tampoco lo permitía. Cuando alguno de aquellos niños acercaba su mano, mi amiga daba un zarpazo. ¡Era salvaje mi gata!
En el bar hablábamos mucho de la maternidad de mi amiga. Estábamos muy entusiasmados. Mi papá se mostraba más indiferente, aunque tampoco parecía que le molestara. Solía advertir que no la molestáramos mucho. Mis papás solo cerraban el bar un día a la semana: los lunes. Aquel día era especial. Algunos lunes, no nos llevaban al colegio e íbamos a comer a un restaurante. Mi hermano y yo estábamos encantados. En una ocasión, nos llevaron a la montaña. Aquello era maravilloso. Todo estaba lleno de árboles a mi alrededor. Había asadores donde mi papá asaba la carne. Aquel día, vi a mi papá de mejor humor. Cuando estaba de buen humor cantaba. ¡Cantaba muy bien mi papá! Hacía un picadillo con tomates, pimientos y bacalao. Él lo llamaba: pi-pi rana. A veces, se acercaban a la mesa las avispas y mi papá las aplastaba con sus dedos índice y pulgar. Resultaba asombroso verlo. No le daban miedo las avispas y soltaba una carcajada mientras las aplastaba. Mi hermano y yo reíamos.
Aquel paraje fue un gran descubrimiento. Mi hermano y yo nos lanzábamos a la aventura. Había una fuente de donde salía un agua muy buena y fresquísima. Íbamos a atiborrarnos de agua. Llenábamos botellas para llevarlas a casa. En la ciudad no había un agua tan buena como aquella. Lo que más nos gustaba era recorrer la riera. No bajaba mucha agua. Andábamos sobre las rocas y trepando por la pared, si había algún obstáculo en el camino. Nos quedábamos parados en las charcas y observábamos a los cabezones, o helicópteros; así llamábamos a las libélulas. Son unos insectos muy raros y bonitos que viven donde hay agua estancada. ¿Los conocéis, visteis alguno?
A media tarde, subíamos a una fuente que había en lo alto de la montaña. Mi mamá y papá iban delante. Yo y mi hermano nos quedábamos atrás, mirando los insectos o cogiendo romero; había mucho y olía muy bien. De vez en cuando, miraba a mis papás, que iban caminando uno al lado del otro. Caminaban sin prisa, de manera pausada. Percibía cierta harmonía y me embelesaba mirándolos. Mi imaginación volaba y trataba de adivinar que pensaban. Me dejaba llevar por una sensación agradable, a la par que inquietante.
Mi amiga sacaba adelante su camada de gatitos, era una gran madre. Una vez más, me demostró que se valía por sí misma. Después de lo que vi, aquel día, no me quedó ninguna duda al respecto. Salía como cada mañana a comprar el pan y escuché esos gritos guturales, tan característicos de los gatos enfurecidos, pero, en esta ocasión, más explosivos si cabe. Me asusté mucho. Temía por la seguridad de mi amiga y su camada. Corrí hacia el jardín y, asombrado, vi como Michina se abalanzaba sobre un inmenso perro: un pastor alemán. La gata se tiró a su cuello como una fiera, cuando éste oso acercarse a su camada. El resto fue ver huir al perro. Mi amiga lo perseguía. ¡Esa era mi Michina! ¡La gata callejera! Nunca más dudé de su independencia. Me sentía el niño más feliz y afortunado por ser su amigo.
Mientras mi amiga sacaba adelante su camada, yo disfrutaba mucho de mis aventuras en bicicleta. Tenía una derbi roja, con amortiguadores y marchas. ¡Era chulísima! Quedaba con mi amigo Félix para salir en bicicleta. En otras ocasiones, también, me iba solo. Nuestro principal objetivo consistía en explorar otras calles de la ciudad. Más adelante, salir del barrio y la ciudad. Nuestro afán era llegar cada vez más lejos e ir atravesando fronteras. Desafiábamos a nuestros papás. ¿Desafiasteis alguna vez a vuestros papás? Para nosotros, se dibujaba un inmenso mundo virgen en el horizonte, esperándonos con los brazos abiertos. No estábamos dispuestos a perecer en el estrecho mundo que nos ofrecían los adultos. Estos, siempre, nos trataban como tontos, trataban de elegir por nosotros; nos infravaloraban. Ellos, consideraban que tenían que protegernos. Y yo pensaba, en ocasiones, que más valía que se preocuparan por arreglar su mundo.
Nos lanzábamos a las carreteras, las grandes, estas que atraviesan toda la ciudad. No era una tarea fácil, los coches iban rápido y había que andarse con mucho cuidado. Nos pitaban y bajaban las ventanillas para gritarnos. No les parecía correcto que fuéramos por allí con nuestras bicicletas. Nos alertaban del peligro. Nosotros nos sentíamos héroes, capaces de enfrentar los mayores desafíos. A veces, teníamos problemas cuando pedaleábamos a gran velocidad y se salía la cadena. Nos tocaba detenernos en los márgenes de la carretera y volver a colocar la cadena. Los coches seguían pasando y pitando, entonces, sí que nos sentíamos algo ridículos allí parados y con nuestras manos manchadas de grasa.
Nuestros papás no sabían nada, era nuestro secreto. ¿Vosotros tenéis secretos? Mi mamá siempre me decía que tuviera cuidado con la bicicleta, me lo repetía muchas veces antes de salir. Yo creo que intuía algo, además, parecía muy asustada cuando lo decía. A veces, cuando iba por las carreteras pensaba en ella. Me parecía escuchar de nuevo sus advertencias, me daba un poco de miedo y me detenía en seco. Luego me imaginaba a mí mismo como un héroe y arrancaba a más velocidad, con más brío. Entonces, ya no escuchaba las bocinas, ni los gritos; sólo sentía el aire que rompía en mi cara. Y veía, a lo lejos, un mundo nuevo que me esperaba.
Mi mamá era mucho más baja que mi papá. Tenía la cara rolliza y unos ojos pardos que brillaban, unas veces más y otras menos. Nos cuidaba mucho a todos en casa. Rezumaba bondad y cierta inocencia. A mí me inquietaba su belleza porque la veía como la de las mariposas; una belleza frágil y efímera. Eso, a veces, me daba miedo. Temía que pudiera sufrir en un mundo tan rudo y hostil; las mariposas no sobreviven a la brutalidad. Me imaginaba una mano ruda y tosca aplastando a una delicada mariposa. Entonces, no sabía qué pensar.
Con mi mamá pase muy buenos momentos. Siempre recordaba, con cariño, cuando en el autobús me decía palabras y me animaba a hablar. Me emocionaba ver como se preocupaba por mí. A veces, la veía triste y cansada. Otras veces, la veía más callada, como el capullo en gestación; más en sí misma. ¿Qué pensaría? Me preguntaba. Me dejaba atrapar por aquellos silencios y me parecían hermosos, en un mundo, el de los adultos, demasiado agitado y bullicioso.
A ella le gustaba mucho llevarnos al parque, creo que no le gustaba estar en el bar porque no tenía tiempo para estar con nosotros. Un día, muy especial, nos llevó al zoológico, con una amiga suya y otros niños. La veía más contenta aquel día, con más brillo en los ojos. Lucían más los colores de la mariposa al aire libre. Yo la miraba y me alegraba de ver sus cabellos acariciados por el viento. Andaba siempre despacito, con cierta alegría saltarina.
Mi papá y mi hermano se quedaban en el bar por las tardes. Mi mamá y yo nos íbamos en el autobús a casa. Siempre cogíamos películas de video y las veíamos juntos. A mí me encantaba ver películas. Veíamos las de James Bond, el agente 007. También, algunas de Louis de Funès, Indiana Jones, Bud Spencer y Terence Hill. Pasábamos la tarde viendo películas.
Mi mamá entendía mi amistad especial con la gata. Me ayudaba y se ofrecía a resolver mis dudas, cuando al principio no sabía que echar de comer a la gata, y, más adelante, con el embarazo y cría de los gatitos. Se preocupaba por fortalecer aquella amistad. Y, en lugar de mostrarse indiferente, alimentó mi ilusión. Fue cómplice de aquella bonita amistad.
6. LA COMUNIDAD DE LOS GATOS
Mi interés por los gatos fue en aumento. Sentía la necesidad de estudiarlos en detalle. Quería ser un investigador del universo felino. Lo que más me interesaba investigar era como se relacionaban entre ellos. Yo sabía que había una comunidad de los gatos, pero su dinámica escapaba a mi vista. ¡Son muy sutiles los gatos! Me fascinaba lo desconocido, lo misterioso.
Era un trabajo muy arduo. ¡No vayáis a pensar que es sencillo estudiar a los gatos! Llevaba una libreta pequeña para ir anotando mis observaciones. Iba a un jardín grande con una casona abandonada. Allí se refugiaban todos los gatos. Estaba vallada y no podía entrar. Me limitaba a recorrer su perímetro y estar muy atento a cualquier ruido o movimiento. A veces, no podía evitar sentirme algo avergonzado. No veía a ningún otro niño hacer aquello. Me daba por pensar, que yo lo hacía porque era tonto y hacía cosas de tontos. ¿Os ha pasado alguna vez, pensar que hacéis cosas de tontos? Yo, igualmente, continuaba mis pesquisas. Un día decidí saltar la valla. Pase mucho miedo. Me sorprendí al sentir aquel miedo pegado a mis huesos. Presentía que algo había cambiado en mí. ¿Dónde estaba mi rebeldía? Siempre había desafiado las normas, ¿por qué ahora me daba tanto apuro? Llegué a pensar que me estaba haciendo mayor, sentí un escalofrío mientras empujaba todo mi cuerpo sobre la verja. Salté al otro lado y caí, torpemente, al suelo; me sentía ridículo allí, sentado de culo. Avancé hacia la casona y me atrapó la tristeza, me imaginé un hálito de pena que salía de la casona. Me pareció un monstruo que me iba a tragar y salí corriendo.
Tal incidente no puso fin a mis indagaciones. Volví a frecuentar el jardín, libreta en mano; aunque no salté la verja. No llegué a descubrir muchas cosas, ya dije que los gatos son muy sutiles. Corrían mucho cuando se peleaban, era muy difícil observarlos con detenimiento. Casi tan difícil como observar un relámpago. ¿Lo habéis intentado alguna vez, observar un relámpago en la tormenta? Pues, así son los gatos. Llegué a la conclusión de que eran animales mágicos, que vivían en otra dimensión de la realidad, a la cual yo no tenía acceso.
Cuando no iba a estudiar las comunidades de gatos, iba con mis amigos: Javi y Félix. Teníamos una banda. ¿Habéis tenido alguna vez una banda? ¡Es muy divertido! Bajábamos los tres a un parque muy grande y lleno de árboles; ¡inmenso! Todo un terreno verde y virgen en medio de la ciudad. A nuestros papás no les hacía mucha gracia que bajáramos solos, pero nosotros éramos una banda valiente. Precisamente, nuestro objetivo era superar obstáculos, igual que el Equipo A. ¡Eran nuestros héroes! No nos perdíamos ningún capítulo.
—¡Venga Juan, no seas gallina!
—Tengo miedo, yo no puedo hacerlo.
—¡No serás de la banda! ¡Tienes que superar la prueba!
Juan era otro niño, que bajó en alguna ocasión con nosotros. Quería entrar en la banda. Allí estaba subido sobre la muralla de dos metros que rodeaba el parque. La prueba consistía en caminar sobre la muralla. Nunca fue capaz de hacerlo y nunca fue de la banda. Así de intransigentes éramos con la cobardía. ¡Nosotros éramos una banda de valientes! ¡Como el Equipo A!
Ésta no era la prueba más dura. Luego había otra más dura. Consistía en remontar un barranco, mientras los otros miembros de la banda, desde lo alto, iban lanzando piedras. Hubo un día especial: el día que Félix tuvo que enfrentar la prueba. Lo pasó muy mal, pero al final lo consiguió. Remontó el barranco mientras, yo y Javi, lanzábamos peñascos. Además, ya cuando estaba arriba del barranco y sólo tenía que subir un pequeño muro, un enorme peñasco impactó en su tobillo. Su hermano estaba enfadado y no quería que Félix superara la prueba; lanzó una enorme piedra a su espalda.
Siempre se estaban peleando los dos. No dejaban de competir, aunque lo de competir no lo hacen solo los niños. Yo creo que los niños lo aprenden de los mayores. ¿Qué pensáis vosotros, está bien competir? Igualmente, al final Félix entró en la banda, se lo había ganado. Su hermano, en aquella ocasión, no jugó limpio. Javi también lo reconoció. En la banda, además de valientes, lo más importante era ser justos. Éramos como Don Quijote, que estábamos en el mundo para deshacer entuertos. Una vez se entraba en la banda, no había más pruebas. Nos dedicábamos a entrenar nuestras habilidades. Íbamos a un enorme puente de hierro, por el cual se pasaba al otro lado de la vía del tren; donde se hallaba el parque. Subíamos a gran altura, trepando por los barrotes. Sobre lo alto, hacíamos pruebas de equilibrio. Éramos grandes equilibristas. ¡Y sin cuerdas!
—¡Pedroooooo! ¡Corre baja, hay que ir a comer!
Escuchaba, a veces, gritar a mi hermano desde abajo. Las piedras que éste lanzaba impactaban en los barrotes de hierro. Mi hermano, muy enfadado, trataba de afinar su puntería, pero yo era muy hábil y, desde las alturas del puente, esquivaba las piedras. Javi y Félix comenzaban a reír a carcajadas, entonces yo también reía; los tres reíamos a carcajadas. ¡Qué bien lo pasábamos en lo alto del puente! Veíamos el mundo pequeño a nuestros pies. Nuestros sueños se elevaban hacia lo alto; desafiando a la vida.
7. HACERSE MAYOR
—Me quiere.
—No me quiere.
—Me quiere...
Allí estaba yo deshojando la margarita. Me veía distinto, algo había cambiado. Me empecé a fijar en las niñas del colegio. Ya estaba en sexto de EGB. Me estaba haciendo mayor y me resultaba algo inquietante, no estaba seguro de poder cumplir las tareas que se requieren de las personas mayores. En mi mente se dibujaba una casona abandonada, en ruinas. Yo me veía entrando y saliendo, justo cuando la casona se derrumbaba. Practicaba este ejercicio de imaginación de manera repetida; igual que al deshojar la margarita. Salgo antes del derrumbe (me quiere), o quedo aplastado en escombros (no me quiere). A estos pensamientos dedicaba muchas mañanas. Ya no estaba tan pendiente de mi amiga. Seguí comprando los 200 gramos de hígado, pero después me abandonaba a mis pensamientos. Tenía urgencia por prepararme para mi futura vida de adulto y esto requería toda mi concentración.
Michina creo que lo entendía. Miraba sus ojos verde aceituna y se me antojaba escuchar: «Adelante Pedro, yo sé que lo harás bien». Entonces, me quedaba algo más tranquilo. Pero, cada mañana, antes de ir al colegio, volvía la inquietud que se deslizaba por mis manos y, con expectación, deshojaba las margaritas. En la clase, más que pensar en mi amiga, miraba a la niña que se sentaba delante de mí, esperando que se girara para mirarme. Yo esperaba con expectación; se girará (me quiere), o no se girará (no me quiere). Y vosotros, ¿deshojasteis alguna vez la margarita?
Me enamoré perdidamente de una niña. Sus papás tenían una tienda de pollos al ast. Yo iba cada domingo y espiaba a la niña. No podía dejar de pensar: me vio (me quiere), no me vio (no me quiere). Mi cuerpo temblaba cuando la divisaba a lo lejos, saliendo del portal. Y me acercaba disimuladamente, pasaba cerca, esperando que su mirada se encontrara con la mía. No había tal encuentro. Entonces, me parecía ver a un fantasma saliendo de la casona en ruinas; que tras salir se difuminaba en el polvo levantado por los escombros. Me invadía la tristeza, que me llevaba de la mano a recorrer las calles. Y veía los altos bloques y las nubes en el cielo, y yo en mi apesadumbrado caminar parecía no existir.
También tuve que asistir, medio atolondrado, a lo que me pareció un rito que indicaba mi paso a la vida adulta. Un día, mi hermano, que ya era muy mayor, y sus amigotes que iban por el bar, gastaron una broma a mi amiga; mi querida Michina. Fue bochornoso. Lo más desagradable fue entender y ser cómplice de sus motivos. Se dedicaron a rociar de vino los boquerones que luego dieron a la gata para que los comiera. Al rato la gata se tambaleaba, la pobre, y se caía al suelo.
Era algo muy estúpido y cruel, propio de una mente adulta: ¡Estúpida! Yo me sublevé, pero no tuve la fuerza suficiente, algo me arrastraba al fango de la mediocridad; sentí turbación cuando salió de mi una pequeña risa cómplice, que buscaba la aceptación del grupo. Estaba claro que algo en mí había cambiado. La pena y la aflicción venían de continuo a recordarme que algo había perdido. ¿Alguna vez tuvisteis la sensación de perder algo muy valioso?
—Así no, así. ¡No te enteras! ¡Serás inútil!
Exclamaba mi papá llenando la jarra de cerveza. Yo me sentía incapaz de llenarla bien, sin que se derramara la espuma. No había manera. Me derrumbé por completo y salí llorando de la barra del bar, sólo sentí como si desapareciera y me evaporara. Lo demás eran ruidos de fondo y rostros fantasmagóricos que parecían pertenecer a otro mundo distinto al mío. El humor de mi papá no había cambiado. Iba a peor, su rostro era tan escuálido que ya casi se difuminaba, como el fantasma que en mi imaginación salía del caserón.
Por fin, había llegado el momento de ayudar a mis papás en el bar. Yo me lanzaba con entusiasmo a servir las mesas. A mí me dejaban una, como mucho dos. También volví a entrar a la barra para llenar jarras de cerveza. No vayáis a pensar que me di por vencido. Conseguí aprenderlo. ¿Os pasó alguna vez, conseguir aprender algo que al principio os costaba mucho?
Por aquel entonces, echaba de menos a Michina. Cuando podía me escapaba a pasar ratos con ella. La buscaba y llamaba, ella seguía viniendo a mi encuentro. Entonces, mi inquietud se aliviaba un poco, mi amiga seguía estando allí, me seguía queriendo. Me emocionaba viéndola salir de los coches, corriendo a mi encuentro. Yo la abrazaba con más fuerza y brío que nunca. Tenía miedo de perderla, pensaba que ya la estaba perdiendo, poco a poco. Le hablaba, le explicaba que odiaba a mucha gente y al mundo; que me estaban arrastrando a algún lugar espantoso y que yo no quería ser como ellos. Le decía que tenía mucho miedo, que no podía despegar aquel miedo de mis huesos. Besaba sus mofletes y ella cerraba, dulcemente, sus ojos verde aceituna. Y me volvía a sentir el niño más feliz del mundo. Pero aquellos momentos iban siendo cada vez más breves, tenía otras obligaciones que atender.
Un día caminaba por la calle y vi una paloma herida. Sus alas estaban heridas y sangraban. Con mucha inquietud, la recogí y me la llevé al bar; tenía que curarla, conseguir que volviera a volar. Y lo conseguí al cabo de mucho tiempo. La puse en una caja de cartón, en un pequeño huerto que había al lado del bar. ¿Habéis curado alguna vez a una paloma herida? Le daba de comer migas de pan mojadas con leche. Lavé su herida y la desinfecté con agua oxigenada. Y con el tiempo se recuperó. Cuando llegó el día, la lancé a volar y mi vista se perdió, para siempre, en el vuelo de la paloma que remontó las alturas. Se alivió mi inquietud, yo ya tenía otro mundo que construir. Podía prescindir del estúpido mundo a mi alrededor.
Así fue como despertó mi apasionada afición por las aves. Me dediqué a observarlas y anotar en una libreta todo lo que veía, también las dibujaba. Tuve más éxito que con los gatos. Las aves son muy escurridizas, pero no tanto. Tenía unos prismáticos que me ayudaban a verlas a lo lejos. Solía bajar al parque de la ciudad. Aquello era un verdadero paraíso de las aves. Nada más llegar, olía el perfume de los inmensos plataneros y escuchaba el trino de los pajarillos; los graznidos de las urracas y el escándalo que armaban las cotorras. Yo buscaba un buen lugar frente a un pequeño riachuelo que había. Me quedaba quieto y en silencio, estirado en el suelo. Al rato veía las aves que se posaban a beber agua, o escarbaban con sus picos en la hierba, buscando gusanos y otros insectos para alimentarse. Llegué a clasificar muchas aves, gracias a una guía que tenía. Me convertí en un experto en aves.
—¿Te gustan los pájaros, no?
—¡Me encantan!
—Ah sí, ¿qué quieres ser, entonces, de mayor?
—Yo quiero ser ornitólogo.
Le dije al amable señor que me preguntó después de verme con mis prismáticos. Me sentía pletórico tras hablar con aquel señor y fantaseaba con ser zoólogo y ornitólogo. Llegué a pensar, que sí tenía yo un lugar en el mundo de los adultos. Puede que no todos fueran tan estúpidos y mediocres. ¿A vosotros, os preguntaron alguna vez qué queréis ser de mayores?
En el bar me sentaba con mi libreta y mis libros, dibujaba y pasaba a limpio mis notas del cuaderno de campo. Miraba de reojo a mi papá. Más bien, se mostraba indiferente. Yo lo veía cansado, tenía peor cara, no parecía tener ánimos para ocuparse de mis cuadernos de campo. Mi mamá me miraba con cierta complicidad, y yo, con una tímida sonrisa, abría la guía y buscaba el nombre del último pájaro que había observado.
Un día me lo pasé muy bien. Mis papás me llevaron al zoológico, también vino mi hermano. Mi papá se portó muy bien. Recuerdo, con cariño, como fue a la tienda conmigo y me compró una cinta de casete; una grabación de pájaros cantando. Y habló un poco conmigo, aquel día y otros. Me explicaba como él, siendo un niño, cazaba pájaros y comía los huevos que las aves ponían en las lagunas. A él le gustaba mucho el campo, más que la ciudad. Me gustaba hablar de todo aquello con mi papá. ¡Era muy divertido aquello que me explicaba! Me sentía como cuando besaba a mi amiga; me envolvía una calidez. Y él me acariciaba la cabeza y me despeinaba, como el señor Carrasco. ¡Qué hermoso mi papá en aquellos momentos! Parecía otro, yo ansiaba pasar momentos así con él. Pensaba que, entonces, se sentiría mejor y dejaría de verlo tan cansado y agotado. Después de comer, se echaba la siesta sobre la mesa. Me daba mucha lástima verlo amorrado, cansado, sobre la mesa del bar.
8. LA ENFERMEDAD
—¡Ay Dios mío, pero qué te pasa!
Desperté, sobresaltado, al escuchar a mi mamá muy asustada. Mi hermano no estaba en casa, debía decírselo a mi papá. Yo ya hace rato que escuchaba toser a mi papá, pero esto era algo habitual por las mañanas, también que escupiera mucho. Me levanté y avancé, temblando, hacia el lavabo. Mi mamá estaba en la puerta llorando y mi papá escupía sangre en el váter; se ahogaba.
—Llama... a...un...taxi...ejem...ejem.
Pedía, desesperadamente, mi papá como si se le fuera la vida. Yo fui rápido a mi habitación y me vestí. Salí corriendo.
—¿Voy a buscar un taxi?
—¡Vamos corriendo al Hospital! ¡Ay dios mío!
Mi papá se ahogaba, mi mamá lloraba, y yo salí corriendo a la calle, tan veloz como un rayo. Ahora podía ser útil, pensaba. Todo dependía de mí, tenía que estar a la altura. Recorrí las calles con mi corazón empujando por salir del pecho, mis oídos zumbaban al ritmo de los latidos.
—¡Vamos rápido a mi casa, yo le indico! ¡Mi papá se ahoga, tenemos que ir al Hospital! Gritaba yo al señor del taxi, que menos mal que entendió enseguida. Muy rápido arrancó el coche, siguió mis indicaciones y enseguida llegamos a casa.
—¿Se encuentra mejor, respira algo mejor?
Decía el señor del taxi, muy preocupado, mirando por el retrovisor a mi papá, que sólo emitía apagados estertores. Yo lo miraba, mis piernas estaban hechas un flan. No sabía lo que iba a pasar.
—No se preocupe, todo irá bien.
Decía el señor del taxi, devolviendo el cambio a mi mamá, que recogía el dinero con su mano ausente. Enseguida atendieron en urgencias a mi papá. Y pasaron muchas horas, nada sabíamos. Todo parecía deshacerse a mi alrededor, incluso yo mismo flotaba en el aire. Más tarde vino mi hermano y más familiares; todos muy asustados. A mí me sacaron del Hospital y me llevaron a casa, ahora no recuerdo quién.
Mi papá tenía un agujero en el pulmón, se le había llenado de aire. Eso decían mi mamá y mi hermano cuando, muy asustados, hablaban del tema. En cuestión de una semana, o menos, estábamos en un piso nuevo. Un piso al lado del bar. Un décimo piso de un enorme bloque que surcaba las nubes. La primera vez que entré en mi habitación, creí salir despedido por la ventana. El viento azotaba con furia las ventanas y se escuchaba el silbido de las ráfagas.
Allí vivimos de manera extraña, mi mamá, mi hermano y yo, mientras mi papá yacía en el Hospital. En aquella habitación, por la noches, devoraba con ansía mi nuevo libro de ciencias sociales; de historia contemporánea. Ya estaba en octavo de EGB. Me acordaba de mi papá, pues sabía que a él siempre le interesó la política. Para no ser llevado por el viento y para sentir, un poco, la presencia de mi papá, me abracé a los ideales políticos. No sabía si mi papá saldría o no del Hospital, sólo sabía una cosa; la vida era impensable sin él. ¿Os pareció, alguna vez, impensable la vida?
No tuve tiempo de pensar en mi amiga aquellos días. No sabía qué estaría haciendo. El bar estuvo cerrado, ahora no recuerdo bien cuánto tiempo, así que no iba por las mañanas a comprar el pan con mi amiga. Iba directamente al colegio. Cuando salía iba a comer a casa de mi abuela. Mi amiga seguía teniendo un lugar privilegiado en mi mente. Justo antes de cerrar los ojos para dormir, con mi cabeza apoyada en la almohada; veía sus ojos verde aceituna que se cerraban poco a poco. Yo apoyaba mis ojos tristes en los suyos y, poquito a poco, igual que se apaga un candil, iba entrando en el sueño.
Pasaron muchos días y semanas, apenas veía a mi amiga. En el colegio todo se iluminó, como si se hubiera abierto una persiana y, por primera vez, entrara algo de claridad. Escuchaba con atención a los profesores de matemáticas y lengua castellana. Para mí ya no eran cosas que me sonaran a chino, sino cosas que yo debía saber, dominar a la perfección. Ahora, más que nunca, quería que mi papá estuviera orgulloso de mí. Era el último curso y, si no aprobaba todas las signaturas, no obtendría el Graduado Escolar.
Por las noches seguía leyendo el libro de sociales. Cuando el profesor habló del tercer tema, yo ya había leído todo el libro. Tenía todo el libro pintado de rojo, con proclamas denunciando la injusticia del Antiguo Régimen, con loas a Robespierre y el ala jacobina de la revolución francesa. Cuando Don Tomás mostraba sus simpatías por el ala moderada (girondina) de la revolución francesa, yo ya tenía claro que se equivocaba, que la revolución era justa y había que llevarla hasta sus últimas consecuencias. Yo ya soñaba con ser un revolucionario. Un entusiasmo me arrebataba y llenaba de fuerza y coraje, como jamás antes había tenido.
Me atrevía a replicar al profesor cuando éste hablaba mal de los países comunistas. Entonces, creía entender por qué era así de cruel el mundo de los adultos, por qué estaban en guerra, por qué mi papá estaba siempre tan enfadado. Un día en clase, miraba embelesado una imagen de un soldado del ejército rojo, herido y postrado en el suelo de rodillas, a punto de morir. Me pareció ver a mi papá. ¡Era igual que mi papá! Yo sabía que mi papá había sido un revolucionario de joven.
Mi libro de historia contemporánea siempre me acompañaba. Incluso el día que fui a ver a mi papá al Hospital. Me acerqué a él, se quitó la mascarilla que tenía puesta y me dio un beso; sentí que se emocionaba y alegraba de verme. Luego me senté en el suelo, él me miraba y yo sacaba mi libro y lo hojeaba.
—Le gusta estudiar, veo que se aplica mucho.
Escuchaba decir a mi papá. Y me entraron ganas de llorar y correr a abrazar a mi papá. Volví a dirigir mi vista hacia el libro y, mientras recorría el texto y las imágenes, miraba de reojo los tubos que salían de mi papa, y un bote con sangre burbujeante al pie de la cama. Sentía asco y me vino un olor extraño e inquietante, igual que el que quedó en el váter de casa, el día que mi papá escupió sangre. Me despedí de mi papa y me vi reflejado en su mirada, me reafirmé en mis incipientes ideales. Abracé con entusiasmo los ideales del socialismo: de un mundo sin clases sociales, justo y en paz. ¿Abrazasteis alguna vez un ideal?
Aquellos días me veía lanzado con vehemencia a cierto lugar, con brusquedad perdí algo de la ternura e inocencia que sentí, tiempo atrás, con mi amiga. Y esto no dejaba de inquietarme. ¿Qué sería a partir de ahora de mi amiga? ¿Y si la perdía para siempre? Mientras se arremolinaban estas incertidumbres, con redoblado esfuerzo me aplicaba en las matemáticas y la gramática, aquellos huesos duros de roer. ¡No había lugar para contemplaciones! ¡Nada de sensiblería! Tenía que aprobar.
Finalmente, tras varios meses, volvimos a abrir el bar. Yo iba con mi hermano a abrir, y los dos ayudábamos a nuestra mamá. Parecía que las cosas volvían a la normalidad. Mi papá, también, salió del Hospital y vino a vivir con nosotros al bloque alto. Yo no volví a escuchar nada del agujero del pulmón, pensaba que ya se estaría cerrando y que mi papá se recuperaba. Sin embargo, veía mal a mi papá y no sabía qué pensar. Por aquel entonces, mi papá no podía comer comida normal, sólo comía triturados. Me daba lástima verlo tan vulnerable. Sin embargo, seguía teniendo mal genio. Y, según él, parecía que mi mamá tuviera la culpa de todo. No me gustaba que hablara mal a mi mamá. Me enojaba con él, aunque trataba de disimularlo.
En medio de mi ajetreada vida escolar, y la novedad de tener de nuevo a mi papá en casa, no dejaba de pensar en mi amiga. Algunas mañanas la buscaba para ir juntos a comprar el pan, pero aparecía en muy pocas ocasiones, cada vez menos. Mi amiga había cambiado, igual que yo. Cuando pensaba eso, me invadía la nostalgia y recordaba aquellas mañanas, cuando la llamaba y salía corriendo de debajo de los coches y yo la cogía en mis brazos; alzándola, arrimando su cara a la mía y besándola. Echaba de menos aquel olor que me embriagaba y sus ojos verde aceituna: aquel remanso de paz. Pero, ahora, ¿qué sería de mí? Con este aguijón clavado en mi mente marchaba al colegio. Y, conforme iba acercándome al colegio, entraban como remolinos los problemas de matemáticas por resolver, la ortografía y la gramática.
Por las tardes ansiaba estar con mi papá, tenía muchas cosas que contarle sobre lo que había leído. Quería que supiera que yo lo podía entender a él, y podíamos hablar de hombre a hombre sobre la revolución francesa, los jacobinos, la revolución rusa y los bolcheviques. Pero lo veía siempre cansado y de mal humor. Pensaba que no tendría tiempo para ocuparse de mí. Sin embargo, una tarde me animé y aparecí en casa con una película sobre la vida del Che Guevara.
—¿Ahora te vas a interesar por la política?
Escuché decir a mi papá. Más bien fue una pregunta retórica. La expresión de su cara era ajada y su tono de voz despreciativo. Sentí que las paredes me tragaban. No supe qué pensar, mi mente voló por la ventana y me quedé mudo. ¡Con todas las cosas qué había leído y tenía que contar! Vimos la película. Yo escuchaba una voz de fondo, farragosa y lejana, creo que la de mi papá. Se lamentaba de algo, parece que hablaba de ideales fracasados, vendidos o traicionados. Me quedé helado y desaparecí de aquella salita. No se dónde, pero allí no estaba. Puede que volviera a estar con mi amiga, pero ahora tampoco estoy seguro.
9. LA AUSENCIA
Las calles de la ciudad se iban luciendo y esperaban alumbrar la navidad. Eran fechas de ilusión y esperanza, yo me aferraba a la esperanza; faltaba ya menos para la primera evaluación. Y lo hacía, pese a que ya no creía en los reyes magos ni en santa claus, pese a que mi papá no se ponía bueno y había vuelto a ingresar en el Hospital. Aquellas luces parecían puestas allí para alumbrar mi vida, que parecía apagarse por momentos. Por las mañanas, tras comprar el pan y antes de marchar al colegio, buscaba a mi amiga. No aparecía por ningún lugar. Recorría las calles y con voz apagada la llamaba, esperando en vano una respuesta.
—Michina, Michina...
Y marchaba de nuevo al colegio. Mientras recorría las calles en mi imaginación veía como se derrumbaba el caserón. Me veía andando solo, desfilando en marcha fúnebre con mi amiga. También solo, cavaba una tumba donde depositaba la caja de cartón con el cadáver de la gata; una caja de color rojo chillón. Después me sentaba a contemplar la tumba, así permanecía horas, días, semanas, años, lustros, siglos, y toda una eternidad. Sin derramar una sola lágrima. Sólo imaginando que tenía que volver al caserón para reconstruirlo, colocar de nuevo piedra sobre piedra. Como no lograba ver con nitidez, en mi mente, el nuevo edificio, sino que, más bien, éste se derrumbaba una y otra vez; me quedaba sentado frente a la tumba de mi amiga. Y allí sentado, trataba de no llorar, no quería derrumbarme como el viejo caserón. ¿Quién me iba a reconstruir?
—No sabemos nada de ella. Algunos dicen que la atropelló un coche. Otros que alguien se la llevó a su casa...
Decía uno de aquellos niños tontos de la calle, mientras yo me retiraba apesadumbrado. No reconocía a ninguno de aquellos niños, ni aquella calle. Ni siquiera el bar, cuando entraba me parecía hallarme en un lugar extraño. Sólo veía rostros desfigurados que me observaban con indolencia, y escuchaba voces de ultratumba. Entonces, me veía de nuevo portando la caja morada. Y mi rostro era pálido como la cera. Parecía que se iba a derretir en cualquier momento.
En casa no dije nada de la gata. Seguíamos viviendo de manera extraña en el piso del bloque alto, los tres solos, mi papá seguía en el Hospital. Parecía que el agujero no se cerraba. Tampoco escuchaba decir nada a mi mamá y mi hermano. En alguna ocasión que les pregunté, me respondieron con un evasivo: «se pondrá bien, ya saldrá del Hospital». Cuando me decían aquello, veía como sus ojos se hundían hacia adentro y desaparecían del rostro. Me refugié, aquellos días, en preparar bien los exámenes. Pese a todo quería aprobar. Pensaba que, si bien no podía reconstruir el caserón, quizás sí podía aprobar.
10. LA MUERTE
—Anda Pedro, sal que vinieron a buscarte...
Escuché decir a Don Tomás, aquella tarde nublada y confusa. Recogí mis cosas y salí de clase. Bajé las escaleras y en la puerta del colegio encontré a mi abuelo. Durante el trayecto a casa me hablaba de la vida. Me explicaba que, a veces, hay que encontrar valor para seguir adelante; aunque nos pasen cosas tristes. También, me decía, que las personas se mueren, pero que van al cielo. Yo marchaba junto a él, no sabía hacía dónde; me dejaba llevar. Mis pies no tocaban en el suelo, quizás yo estuviera muerto, y mi abuelo vino a avisarme para que lo supiera. Pero, ¿por qué avisarme? Además, se supone que cuando uno está muerto no siente nada, ya no le importan las cosas.
—Anda Pedro, ven conmigo, vamos a dar una vuelta...
Miré con asombro el rostro afilado y envolvente que me dijo aquellas palabras y me ofreció su mano de cera. Con un ligero temblor me incorporé y cogí aquella mano fría. Salimos juntos a la calle, las luces se iban encendiendo y trataban de alegrarme. A mí aquello me pareció una frivolidad. Recorrimos las calles en silencio. Pensé que mi acompañante también estaba muerto y venía a convencerme de mi muerte. Pero, ¿para qué? pensaba yo en silencio.
—Tú padre ha muerto.
Esta fue la escueta frase que me clavó en el vientre aquel rostro afilado. No dije nada. Pensaba que no hablaba conmigo, más bien hablaba de manera indolente; sin motivo alguno, para nadie en particular, como suelen hacer los muertos. «Está bien. Habrá que enterrarlo, pero, ¿cómo haré para llevar yo solo la caja y cavar la tumba?» pensé.
—Navidad, navidad, dulce navidad...
Me pareció escuchar, muy a lo lejos, mientras en mi imaginación buscaba a mi papá y la gata entre los escombros del viejo caserón derruido. Y no aparecían por ningún lugar. Acaso, ¿estaban allí? Ya no podía estar seguro. Y tragué saliva, me costó, pero tragué un clavo de hierro incandescente. Así, callado, en un océano vacío, permanecí el resto del día.
Y las luces siguieron brillando y los villancicos sonando, supongo.
-FIN-
¿Habéis visto películas de amor? Supongo que sí. Los romances salvajes de mi amiga no se parecían en nada a esas ñoñerías. La veía retozarse de placer cuando un gato la rondaba y quería copular con ella. Mi mamá decía que estaba en celo. Uno de los gatos que la rondaba era el Negrito. Pero, no vayáis a pensar que era el único, había muchos más. En ocasiones, se peleaban entre ellos por copular con la gata. Podían llegar a ser muy violentas las peleas de gatos. A mí, aquellas peleas, me llamaban la atención. No me podía resistir a aquellos gritos guturales y salía corriendo, sabía que iba a haber una pelea, y quería verlo. En la mayoría de ocasiones, no llegaba a tiempo. No era nada fácil ver una pelea de gatos. Salían corriendo a gran velocidad y se ocultaban por los jardines. Por otra parte, muchas veces no llegaban a pelear. Eran sabios y muy conscientes de que siempre era mejor evitar la pelea. Aquellas peleas ponían en riesgo a los contendientes. Los gatos tienen unas afiladas y mortíferas uñas, pero saben lo que se traen entre manos y pocas veces llegan a pelear en serio; a vida o muerte. No como los adultos, que siempre andan escandalizándose de la violencia; diciéndonos a los niños que no seamos agresivos. Cuando, en realidad, son ellos los que siempre están en guerra. Fabrican armas mortíferas, mucho más que las uñas de los gatos; armas nucleares y de destrucción masiva. ¿Cómo se atreven, pues, a darnos lecciones de moral? Los adultos siempre tan civilizados, educados y políticamente correctos. ¡Hipócritas!
Cuando Michina estaba en época de copular pasaba poco tiempo conmigo. Yo me sentía un poco desplazado, echaba de menos su compañía; solo venía para que le diera algo de comer. Después de copular, mantenía un pequeño romance con uno de los gatos; el que más copuló con ella. En la mayoría de ocasiones fue con Negrito. Yo respetaba su libertad y buscaba entretenimiento en otras cosas. Entre semana, me quedaba poco tiempo para aburrirme, entre ir al colegio, hacer deberes y algunos recados, poco tiempo libre me quedaba. Tenía más tiempo libre los fines de semana. Yo, si podía, iba a jugar con los niños de la otra calle, donde antes teníamos el bar. Pero, ya dije que no siempre era posible quedar con ellos; sobre todo los fines de semana que marchaban a sus torres.
Pasaba la mañana sentado en el bordillo de la calle; un bordillo muy alto. Aquí, también, es donde tomaba el sol con mi amiga. Y cuando ella no estaba, me sentaba solo y miraba la amplia carretera, la misma que cruzaba para ir al colegio. Los fines de semana no iba al colegio, no tenía que cruzar la calle. Me quedaba sentado, con la mirada perdida en el horizonte; más allá de la amplia carretera. «Gallo que no quiere pelear, es gallo muerto seguro...». ¿Habéis escuchado alguna vez esta canción? Yo la escuchaba en mi mente. Era una canción que sonaba mucho en el tocadiscos del bar. A la gente le gustaba, era de música salsa, o algo así, no recuerdo ahora. A mí, aquella canción, me entristecía y abrumaba. Notaba como mi cuerpo se deshacía, mis parpados pesaban y sentía un escozor en los ojos. También unas punchadas en el estómago; ¡ay, las terribles punchadas! Lamentaba verme allí solo sentado. Entonces, sí estaba convencido de ser un tonto. Mi mente vagaba buscando explicaciones, solo posibles explicaciones. ¡Todo resultaba tan confuso!
Claro, si miraba hacia atrás, me daba cuenta de que hacía ya tiempo que tenía problemas con mis papás, los profesores y los otros niños «normales». Recordaba, sentado en el bordillo, que tardé mucho en comenzar a hablar bien; que me tuvieron que llevar a algún tipo de clase «especial». Sólo recordaba, con claridad, que fui a un sitio que mi mamá llamaba logopeda, pero yo no sabía que era aquello. Era una palabra muy rara. Recordaba a la profesora que me enseñó a hablar: la señorita Mercedes. Una chica muy cariñosa y simpática. Hablábamos mucho de ella mi mamá y yo. Eran recuerdos agradables, pero, enseguida, todo era más confuso; sobre todo cuando trataba de recordar y ordenar qué fue sucediendo de ahí en adelante.
Sentado en el bordillo, mi mente buscaba explicaciones. Recordaba al profesor Don Jorge. ¡Entonces, sí me sentía muy tonto! No me gustaba nada recordarlo. Fue el profesor que me hizo repetir segundo de EGB. En clase, me llamaba «chinito mandalín», delante de todos los niños. Se mofaba porque no pronunciaba bien la «r». Todos los niños se reían de mí. Yo era el hazmerreír de toda la clase. ¡Qué bochornoso y qué rabia! Sumido en aquellos recuerdos, mi vida futura me daba pavor, no quería ni pensar en ello. ¿Dónde iba un cobarde como yo? Aquel segundo curso pasé mucho miedo. Sentía que no valía para nada y me dejaba intimidar por los matones del colegio. Ellos disfrutaban viéndome tan indefenso. ¿Qué podía yo hacer? En casa siempre estaban muy preocupados. Mi papá siempre gruñía, además, entendía todo al revés; ¡qué le iba a contar! A mi mamá la veía muy agobiada, no quería preocuparla más. Ella ya se asustó mucho cuando me llevó con la señorita Mercedes. Creía que yo ya estaba bien. ¿Cómo iba a decirle que no me sentía bien? ¡Con todo el esfuerzo que hizo! Ella hacía todo lo que podía. Yo tenía que ayudar en casa y no dar más problemas. Quería ser útil y no un estorbo.
Por suerte, aquello era parte del pasado. Ahora estaba en cuarto curso. Cuando repetí segundo fui con la señorita Carmela. Y, a partir de tercero, con la señorita Rosi. Ellas fueron amables y no se rieron de mí. Los otros niños tampoco, pero no podía dejar de pensar que era tonto. También tuve más valor para defenderme. Un día, Rubén, el matón de la clase, se reía de mí. En esa ocasión me abalancé sobre él y lo cogí del cuello. Ya no volvió a reírse de mí. La señorita Carmela me entendió y fue comprensiva. No llamó a mis papás para que me llamaran la atención. Mejor así. Vete a saber cómo lo hubiera interpretado mi papá, que siempre lo entendía todo al revés. Él siempre me regañaba cuando peleaba con otros niños y, además, me castigaba. ¡Vaya injusticia! ¿Acaso, no tenía yo derecho a defenderme? ¿Os pasó algo parecido alguna vez, fueron así de injustos con vosotros?
Cuando todas aquellas sensaciones y recuerdos me paralizaban y sentía que mi barriga se hinchaba, ya no lo resistía más. Me iba a dar vueltas por la calle, para airear mi mente y olvidarme de todo aquello. Primero buscaba a mi amiga, pero, a veces, no había manera de encontrarla. Entonces, me iba a dar vueltas por otros barrios. Yo vivía en una ciudad muy grande, había muchas calles que yo aún no conocía. Resultaba muy agradable ir de exploración y conocer calles nuevas.
Recuerdo un día muy especial. Estuve sentado, en lo alto del bordillo, con mi amiga entre mis brazos; tomando el sol. No estábamos solos, con nosotros estaba Negrito. Yo veía jugar, a lo lejos, a los otros niños. Escuchaba, a lo lejos, su griterío de niños tontos. Y me sentía el niño más especial y feliz del mundo. Tenía el honor de compartir un momento de amor y ternura, como nunca jamás he vuelto a ver; ¡os lo puedo asegurar! Negrito pasaba su lengua por todo el cuerpo de Michina. La relamía, la acariciaba y aseaba. Ella cerraba sus ojos verde aceituna y se dejaba hacer. Yo permanecía inmóvil, no quería interrumpir aquel momento mágico. Me olvidé de todo en aquellos momentos. Sentía que yo pertenecía a un mundo distinto. Un mundo mágico y especial. Era mi secreto.
4. EMBARAZO
Un día reparé en que mi amiga había engordado un poco, y al cabo de más y más días y semanas, se puso muy gorda. Michina estaba preñada, como decía mi mamá. La veía andar torpemente, tenía que pesar mucho aquella barriga. Aun así, ella seguía acompañándome a comprar el pan todas las mañanas, pero iba más despacio. Yo me paraba y la esperaba. Lo único que me preocupaba es que mis papás me regañaran por hacer tarde, yo no tenía prisa ninguna. Era muy lindo verla tumbada con su panza al sol. Me sentaba al lado de ella y acariciaba, muy suavemente, su barriga; a ella le gustaba.
En el bar, también, había días especiales, muy divertidos. Sobre todo cuando había partido, o entreno de fútbol. Teníamos un equipo de fútbol en el bar. Con sus jugadores, mi hermano era uno de ellos; su entrenador y su presidente.
—¡Julito Ronald Koeman! —exclamaba Miguel, uno de los entrenadores, y ahora locutor.
Sí, locutor. Miguel ya no era el trainer, dejó a otro el puesto. Pero era un apasionado del fútbol y no se perdía ningún partido. Grababan los partidos en cinta de video. El que grababa hacía a la vez de locutor. Luego, veíamos el video en el bar. ¡Era muy divertido! Los más pequeños, también, íbamos a ver los partidos, incluso nos dejaban grabar un poco. ¡Qué bien lo pasábamos! Yo iba con mis amigos: Javi y Félix. Los dos eran hermanos. Su papá, Joan, era el presidente del equipo.
Mi hermano se llamaba Julio, igual que mi papá. Era cuatro años mayor que yo. Jugaba bien al fútbol. Uno de sus jugadores favoritos era Bernd Schuster, a mí me hablaba mucho de él. A mi papá no le gustaba que Miguel llamara así a mi hermano. No se tomaba a bien las bromas. A mí me daba mucha pena ver enfadado a mi papá. A mi hermano siempre le gustó mucho el fútbol. Era muy bueno, sobre todo, haciendo toques. Así llamábamos a sostener en el aire el balón, dándole ligeras patadas. Yo siempre contaba: un toque, dos toques, tres toques, cuatro, cinco, seis, siete... Y así, muchos y muchos más.
El equipo, en honor a la verdad, era bastante malo. Perdían todos los partidos. Cuando ganaban alguno había que hacer una raya en el cielo, como decía mi mamá. Aun así, estábamos todos muy contentos en el bar. Incluso mi papá, a su manera, porque los invitaba a comer gambas. Mi papá hacia unas tapas muy buenas en el bar. Su especialidad eran las mollejas y el pisto manchego. También hacía unas parrillas de gambas a la plancha muy buenas. ¡Buenísimas! Todos decían que mi papá era muy buena persona.
Joan, el presi, como todos lo llamaban, a veces, hablaba con los chicos para que se esforzaran más. Ya dije que casi siempre perdían. Se sentaba en una mesa redonda que teníamos en el bar, la más grande, y los chicos iban pasando uno a uno. Él hablaba con ellos, muy serio; pero, siempre, con mucho cariño y palabras de ánimo. Se notaba que quería mucho a los chavales del barrio. Era muy buena persona, muy amigo de mis papás. A mí y a mi hermano nos quería mucho.
Mi papá pasaba casi toda la mañana en la cocina. Allí preparaba las tapas. Nada más entrar en el bar, venía un olor muy rico. A mí no me gustaba mucho, entonces, entrar a la cocina; para no molestar. Era muy pequeña aquella cocina. Sólo entraba si no me quedaba más remedio, cuando tenía que pedir dinero para algún recado o chuches.
—¿Me das cinco duros para comprar golosinas?
Sabía de memoria aquella frase y la repetía. Mi papá me hacía esperar tras un seco «espera». Después me daba los cinco duros y yo salía disparado a la tienda de chuches. Lo que más me gustaba era la regaliz roja. También, a veces, entraba a la barra del bar para beber agua. Sin embargo, no era de mi gusto hacer demandas a mi papá. No me sentía cómodo y le tenía un poco de miedo. Estando en el nuevo bar, mi papá ya no se enfadaba tanto conmigo. Se malhumoraba y me castigaba, pero no me pegaba. Sólo lo hizo en una ocasión. Pero, años atrás, en el bar antiguo, sí que me pegó en bastantes ocasiones. Yo pasaba mucho miedo. Me cogía del brazo, zarandeándome, y me azotaba. Daba miedo verlo tan violento. Yo me asustaba mucho. «¡Julio, déjalo ya, por el amor de Dios!» escuchaba gritar a mi mamá, a lo lejos. Luego me quedaba en una habitación que había en el bar. Una habitación muy grande con una cama. Estaba allá castigado, sin poder salir, hasta que me levantara el arresto, como él decía. Era su manera de educarme, estaba muy convencido de hacer lo correcto para mí. Venía y me daba una lección de moral, se aseguraba que aprendiera la lección y, entonces, me dejaba ir. Yo no entendía nada. Tumbado, en aquella cama, lloraba de rabia, pena y dolor. Apretaba los dientes, lo odiaba y le deseaba la muerte; luego lo perdonaba; luego lo volvía a odiar... y así en una espiral sin fin. Mi barriga se hinchaba y ponía dura. Me empezaba a doler. Tumbado, boca abajo, se aliviaba un poco mi dolor.
Llegué a tener claro, en medio de tanta confusión, que detestaba la violencia y que nunca sería como mi papá. Nadie se merece sufrir de esa manera, ningún niño. Los adultos, a veces, fracasan en sus expectativas, las de su absurdo y estúpido mundo de apariencias, y pagan sus frustraciones con los más vulnerables; los niños. Los adultos crean un mundo estúpido y cruel. Acaban viviendo en un mundo en guerra y sufren mucho. Mi papá debió sufrir mucho. Yo me daba cuenta de eso y me daba pena. ¿Quién sabe, lo mismo a él, también, le hicieron daño sus papás? Pero es muy injusto lo que hizo. A los niños hay que tratarlos con mucho amor; ¡nunca lastimarlos! ¿Qué pensáis vosotros, os hicieron daño alguna vez?
5. UNA CAMADA QUE ALIMENTAR
Al final ocurrió lo que todos estábamos esperando: Michina dio a luz. Mi amiga buscó un buen rincón, protegido, en un pequeño jardín. Yo me acercaba con sigilo y observaba a la gata dando de mamar a su camada. Se estiraba y los gatitos buscaban sus pezones. ¡Eran preciosos! Me quedaba embobado mirando.
—¿Pero, qué haces? ¡Corre ven ya, que llegaremos tarde!
Escuchaba, a lo lejos, gritar a mi hermano. Como cada mañana venía de comprar el pan. Aquella mañana, mi amiga no me acompañó. Está claro que tenía cosas más importantes que hacer; era mamá. Yo estaba muy orgulloso de ella. Le dejé los 200 gramos de hígado troceado y un cuenco con agua. Quería asegurarme de que no le faltara nada. Necesitaría reponer fuerzas. Ahora tenía una gran camada que alimentar.
Por aquel entonces, yo ya estaba en quinto curso y tenía un nuevo profesor: Don Tomás. Era un hombre de mediana edad, regordete, con bigote y bajito. Tenía bastante paciencia, pero, en algunas ocasiones, también se enfadaba; aunque no era de los que más se irritaban.
—¿Qué ets boig, o qué? No siguis bobo. ¿Qué ets un bobo?
Me parecía escuchar a lo lejos a Don Tomás, creo que se lo decía a Carlitos: un niño de la clase que siempre estaba de broma. Yo no hacía más que pensar en mi amiga. Si habría tenido suficiente con los 200 gramos de hígado. Esperaba que sonara el timbre para bajar al recreo, y que luego sonara de nuevo para ir a casa a comer. Así pasaba la mañana, con una única imagen en mi mente: Mi amiga alimentando a su camada. No escuchaba al profesor, sólo me parecía escuchar, muy a lo lejos, suaves murmullos y chasquidos de aquellas pequeñas bocas aferrándose a los pechos. Pensaba que mi amiga me necesitaba más que nunca y yo tenía que estar a la altura.
—Vamos a buscar una caja de cartón. —decía uno de los niños tontos de la calle.
—¡Sí, en una caja de cartón estará mejor! —gritaban los demás niños a coro.
—Dejadla tranquila, ya está bien aquí. Ella ya sabe lo que hace.
Ya estaban otra vez esos niños, entrometiéndose. Mi amiga era salvaje. ¡Una madre salvaje! Ya sabía bien lo que hacía. Había buscado un buen lecho en el jardín, donde estaba bien oculta a la vista y refugiada del frío. Michina era muy lista. ¡Qué se pensaban aquellos niños! No necesitaba mantas, ni cajas; lo único que sí necesitaba era alimento. Además, se abalanzaban sobre los cachorros para manosearlos. Ahí sí que me plantaba y les increpaba para que no los cogieran. A mi amiga no le gustaba que manosearan a sus hijos. También, sabía yo, porque me lo había dicho mi mamá, que las gatas abandonan a sus crías si las personas las tocan mucho. No iba a permitirlo. Pero mi amiga tampoco lo permitía. Cuando alguno de aquellos niños acercaba su mano, mi amiga daba un zarpazo. ¡Era salvaje mi gata!
En el bar hablábamos mucho de la maternidad de mi amiga. Estábamos muy entusiasmados. Mi papá se mostraba más indiferente, aunque tampoco parecía que le molestara. Solía advertir que no la molestáramos mucho. Mis papás solo cerraban el bar un día a la semana: los lunes. Aquel día era especial. Algunos lunes, no nos llevaban al colegio e íbamos a comer a un restaurante. Mi hermano y yo estábamos encantados. En una ocasión, nos llevaron a la montaña. Aquello era maravilloso. Todo estaba lleno de árboles a mi alrededor. Había asadores donde mi papá asaba la carne. Aquel día, vi a mi papá de mejor humor. Cuando estaba de buen humor cantaba. ¡Cantaba muy bien mi papá! Hacía un picadillo con tomates, pimientos y bacalao. Él lo llamaba: pi-pi rana. A veces, se acercaban a la mesa las avispas y mi papá las aplastaba con sus dedos índice y pulgar. Resultaba asombroso verlo. No le daban miedo las avispas y soltaba una carcajada mientras las aplastaba. Mi hermano y yo reíamos.
Aquel paraje fue un gran descubrimiento. Mi hermano y yo nos lanzábamos a la aventura. Había una fuente de donde salía un agua muy buena y fresquísima. Íbamos a atiborrarnos de agua. Llenábamos botellas para llevarlas a casa. En la ciudad no había un agua tan buena como aquella. Lo que más nos gustaba era recorrer la riera. No bajaba mucha agua. Andábamos sobre las rocas y trepando por la pared, si había algún obstáculo en el camino. Nos quedábamos parados en las charcas y observábamos a los cabezones, o helicópteros; así llamábamos a las libélulas. Son unos insectos muy raros y bonitos que viven donde hay agua estancada. ¿Los conocéis, visteis alguno?
A media tarde, subíamos a una fuente que había en lo alto de la montaña. Mi mamá y papá iban delante. Yo y mi hermano nos quedábamos atrás, mirando los insectos o cogiendo romero; había mucho y olía muy bien. De vez en cuando, miraba a mis papás, que iban caminando uno al lado del otro. Caminaban sin prisa, de manera pausada. Percibía cierta harmonía y me embelesaba mirándolos. Mi imaginación volaba y trataba de adivinar que pensaban. Me dejaba llevar por una sensación agradable, a la par que inquietante.
Mi amiga sacaba adelante su camada de gatitos, era una gran madre. Una vez más, me demostró que se valía por sí misma. Después de lo que vi, aquel día, no me quedó ninguna duda al respecto. Salía como cada mañana a comprar el pan y escuché esos gritos guturales, tan característicos de los gatos enfurecidos, pero, en esta ocasión, más explosivos si cabe. Me asusté mucho. Temía por la seguridad de mi amiga y su camada. Corrí hacia el jardín y, asombrado, vi como Michina se abalanzaba sobre un inmenso perro: un pastor alemán. La gata se tiró a su cuello como una fiera, cuando éste oso acercarse a su camada. El resto fue ver huir al perro. Mi amiga lo perseguía. ¡Esa era mi Michina! ¡La gata callejera! Nunca más dudé de su independencia. Me sentía el niño más feliz y afortunado por ser su amigo.
Mientras mi amiga sacaba adelante su camada, yo disfrutaba mucho de mis aventuras en bicicleta. Tenía una derbi roja, con amortiguadores y marchas. ¡Era chulísima! Quedaba con mi amigo Félix para salir en bicicleta. En otras ocasiones, también, me iba solo. Nuestro principal objetivo consistía en explorar otras calles de la ciudad. Más adelante, salir del barrio y la ciudad. Nuestro afán era llegar cada vez más lejos e ir atravesando fronteras. Desafiábamos a nuestros papás. ¿Desafiasteis alguna vez a vuestros papás? Para nosotros, se dibujaba un inmenso mundo virgen en el horizonte, esperándonos con los brazos abiertos. No estábamos dispuestos a perecer en el estrecho mundo que nos ofrecían los adultos. Estos, siempre, nos trataban como tontos, trataban de elegir por nosotros; nos infravaloraban. Ellos, consideraban que tenían que protegernos. Y yo pensaba, en ocasiones, que más valía que se preocuparan por arreglar su mundo.
Nos lanzábamos a las carreteras, las grandes, estas que atraviesan toda la ciudad. No era una tarea fácil, los coches iban rápido y había que andarse con mucho cuidado. Nos pitaban y bajaban las ventanillas para gritarnos. No les parecía correcto que fuéramos por allí con nuestras bicicletas. Nos alertaban del peligro. Nosotros nos sentíamos héroes, capaces de enfrentar los mayores desafíos. A veces, teníamos problemas cuando pedaleábamos a gran velocidad y se salía la cadena. Nos tocaba detenernos en los márgenes de la carretera y volver a colocar la cadena. Los coches seguían pasando y pitando, entonces, sí que nos sentíamos algo ridículos allí parados y con nuestras manos manchadas de grasa.
Nuestros papás no sabían nada, era nuestro secreto. ¿Vosotros tenéis secretos? Mi mamá siempre me decía que tuviera cuidado con la bicicleta, me lo repetía muchas veces antes de salir. Yo creo que intuía algo, además, parecía muy asustada cuando lo decía. A veces, cuando iba por las carreteras pensaba en ella. Me parecía escuchar de nuevo sus advertencias, me daba un poco de miedo y me detenía en seco. Luego me imaginaba a mí mismo como un héroe y arrancaba a más velocidad, con más brío. Entonces, ya no escuchaba las bocinas, ni los gritos; sólo sentía el aire que rompía en mi cara. Y veía, a lo lejos, un mundo nuevo que me esperaba.
Mi mamá era mucho más baja que mi papá. Tenía la cara rolliza y unos ojos pardos que brillaban, unas veces más y otras menos. Nos cuidaba mucho a todos en casa. Rezumaba bondad y cierta inocencia. A mí me inquietaba su belleza porque la veía como la de las mariposas; una belleza frágil y efímera. Eso, a veces, me daba miedo. Temía que pudiera sufrir en un mundo tan rudo y hostil; las mariposas no sobreviven a la brutalidad. Me imaginaba una mano ruda y tosca aplastando a una delicada mariposa. Entonces, no sabía qué pensar.
Con mi mamá pase muy buenos momentos. Siempre recordaba, con cariño, cuando en el autobús me decía palabras y me animaba a hablar. Me emocionaba ver como se preocupaba por mí. A veces, la veía triste y cansada. Otras veces, la veía más callada, como el capullo en gestación; más en sí misma. ¿Qué pensaría? Me preguntaba. Me dejaba atrapar por aquellos silencios y me parecían hermosos, en un mundo, el de los adultos, demasiado agitado y bullicioso.
A ella le gustaba mucho llevarnos al parque, creo que no le gustaba estar en el bar porque no tenía tiempo para estar con nosotros. Un día, muy especial, nos llevó al zoológico, con una amiga suya y otros niños. La veía más contenta aquel día, con más brillo en los ojos. Lucían más los colores de la mariposa al aire libre. Yo la miraba y me alegraba de ver sus cabellos acariciados por el viento. Andaba siempre despacito, con cierta alegría saltarina.
Mi papá y mi hermano se quedaban en el bar por las tardes. Mi mamá y yo nos íbamos en el autobús a casa. Siempre cogíamos películas de video y las veíamos juntos. A mí me encantaba ver películas. Veíamos las de James Bond, el agente 007. También, algunas de Louis de Funès, Indiana Jones, Bud Spencer y Terence Hill. Pasábamos la tarde viendo películas.
Mi mamá entendía mi amistad especial con la gata. Me ayudaba y se ofrecía a resolver mis dudas, cuando al principio no sabía que echar de comer a la gata, y, más adelante, con el embarazo y cría de los gatitos. Se preocupaba por fortalecer aquella amistad. Y, en lugar de mostrarse indiferente, alimentó mi ilusión. Fue cómplice de aquella bonita amistad.
6. LA COMUNIDAD DE LOS GATOS
Mi interés por los gatos fue en aumento. Sentía la necesidad de estudiarlos en detalle. Quería ser un investigador del universo felino. Lo que más me interesaba investigar era como se relacionaban entre ellos. Yo sabía que había una comunidad de los gatos, pero su dinámica escapaba a mi vista. ¡Son muy sutiles los gatos! Me fascinaba lo desconocido, lo misterioso.
Era un trabajo muy arduo. ¡No vayáis a pensar que es sencillo estudiar a los gatos! Llevaba una libreta pequeña para ir anotando mis observaciones. Iba a un jardín grande con una casona abandonada. Allí se refugiaban todos los gatos. Estaba vallada y no podía entrar. Me limitaba a recorrer su perímetro y estar muy atento a cualquier ruido o movimiento. A veces, no podía evitar sentirme algo avergonzado. No veía a ningún otro niño hacer aquello. Me daba por pensar, que yo lo hacía porque era tonto y hacía cosas de tontos. ¿Os ha pasado alguna vez, pensar que hacéis cosas de tontos? Yo, igualmente, continuaba mis pesquisas. Un día decidí saltar la valla. Pase mucho miedo. Me sorprendí al sentir aquel miedo pegado a mis huesos. Presentía que algo había cambiado en mí. ¿Dónde estaba mi rebeldía? Siempre había desafiado las normas, ¿por qué ahora me daba tanto apuro? Llegué a pensar que me estaba haciendo mayor, sentí un escalofrío mientras empujaba todo mi cuerpo sobre la verja. Salté al otro lado y caí, torpemente, al suelo; me sentía ridículo allí, sentado de culo. Avancé hacia la casona y me atrapó la tristeza, me imaginé un hálito de pena que salía de la casona. Me pareció un monstruo que me iba a tragar y salí corriendo.
Tal incidente no puso fin a mis indagaciones. Volví a frecuentar el jardín, libreta en mano; aunque no salté la verja. No llegué a descubrir muchas cosas, ya dije que los gatos son muy sutiles. Corrían mucho cuando se peleaban, era muy difícil observarlos con detenimiento. Casi tan difícil como observar un relámpago. ¿Lo habéis intentado alguna vez, observar un relámpago en la tormenta? Pues, así son los gatos. Llegué a la conclusión de que eran animales mágicos, que vivían en otra dimensión de la realidad, a la cual yo no tenía acceso.
Cuando no iba a estudiar las comunidades de gatos, iba con mis amigos: Javi y Félix. Teníamos una banda. ¿Habéis tenido alguna vez una banda? ¡Es muy divertido! Bajábamos los tres a un parque muy grande y lleno de árboles; ¡inmenso! Todo un terreno verde y virgen en medio de la ciudad. A nuestros papás no les hacía mucha gracia que bajáramos solos, pero nosotros éramos una banda valiente. Precisamente, nuestro objetivo era superar obstáculos, igual que el Equipo A. ¡Eran nuestros héroes! No nos perdíamos ningún capítulo.
—¡Venga Juan, no seas gallina!
—Tengo miedo, yo no puedo hacerlo.
—¡No serás de la banda! ¡Tienes que superar la prueba!
Juan era otro niño, que bajó en alguna ocasión con nosotros. Quería entrar en la banda. Allí estaba subido sobre la muralla de dos metros que rodeaba el parque. La prueba consistía en caminar sobre la muralla. Nunca fue capaz de hacerlo y nunca fue de la banda. Así de intransigentes éramos con la cobardía. ¡Nosotros éramos una banda de valientes! ¡Como el Equipo A!
Ésta no era la prueba más dura. Luego había otra más dura. Consistía en remontar un barranco, mientras los otros miembros de la banda, desde lo alto, iban lanzando piedras. Hubo un día especial: el día que Félix tuvo que enfrentar la prueba. Lo pasó muy mal, pero al final lo consiguió. Remontó el barranco mientras, yo y Javi, lanzábamos peñascos. Además, ya cuando estaba arriba del barranco y sólo tenía que subir un pequeño muro, un enorme peñasco impactó en su tobillo. Su hermano estaba enfadado y no quería que Félix superara la prueba; lanzó una enorme piedra a su espalda.
Siempre se estaban peleando los dos. No dejaban de competir, aunque lo de competir no lo hacen solo los niños. Yo creo que los niños lo aprenden de los mayores. ¿Qué pensáis vosotros, está bien competir? Igualmente, al final Félix entró en la banda, se lo había ganado. Su hermano, en aquella ocasión, no jugó limpio. Javi también lo reconoció. En la banda, además de valientes, lo más importante era ser justos. Éramos como Don Quijote, que estábamos en el mundo para deshacer entuertos. Una vez se entraba en la banda, no había más pruebas. Nos dedicábamos a entrenar nuestras habilidades. Íbamos a un enorme puente de hierro, por el cual se pasaba al otro lado de la vía del tren; donde se hallaba el parque. Subíamos a gran altura, trepando por los barrotes. Sobre lo alto, hacíamos pruebas de equilibrio. Éramos grandes equilibristas. ¡Y sin cuerdas!
—¡Pedroooooo! ¡Corre baja, hay que ir a comer!
Escuchaba, a veces, gritar a mi hermano desde abajo. Las piedras que éste lanzaba impactaban en los barrotes de hierro. Mi hermano, muy enfadado, trataba de afinar su puntería, pero yo era muy hábil y, desde las alturas del puente, esquivaba las piedras. Javi y Félix comenzaban a reír a carcajadas, entonces yo también reía; los tres reíamos a carcajadas. ¡Qué bien lo pasábamos en lo alto del puente! Veíamos el mundo pequeño a nuestros pies. Nuestros sueños se elevaban hacia lo alto; desafiando a la vida.
7. HACERSE MAYOR
—Me quiere.
—No me quiere.
—Me quiere...
Allí estaba yo deshojando la margarita. Me veía distinto, algo había cambiado. Me empecé a fijar en las niñas del colegio. Ya estaba en sexto de EGB. Me estaba haciendo mayor y me resultaba algo inquietante, no estaba seguro de poder cumplir las tareas que se requieren de las personas mayores. En mi mente se dibujaba una casona abandonada, en ruinas. Yo me veía entrando y saliendo, justo cuando la casona se derrumbaba. Practicaba este ejercicio de imaginación de manera repetida; igual que al deshojar la margarita. Salgo antes del derrumbe (me quiere), o quedo aplastado en escombros (no me quiere). A estos pensamientos dedicaba muchas mañanas. Ya no estaba tan pendiente de mi amiga. Seguí comprando los 200 gramos de hígado, pero después me abandonaba a mis pensamientos. Tenía urgencia por prepararme para mi futura vida de adulto y esto requería toda mi concentración.
Michina creo que lo entendía. Miraba sus ojos verde aceituna y se me antojaba escuchar: «Adelante Pedro, yo sé que lo harás bien». Entonces, me quedaba algo más tranquilo. Pero, cada mañana, antes de ir al colegio, volvía la inquietud que se deslizaba por mis manos y, con expectación, deshojaba las margaritas. En la clase, más que pensar en mi amiga, miraba a la niña que se sentaba delante de mí, esperando que se girara para mirarme. Yo esperaba con expectación; se girará (me quiere), o no se girará (no me quiere). Y vosotros, ¿deshojasteis alguna vez la margarita?
Me enamoré perdidamente de una niña. Sus papás tenían una tienda de pollos al ast. Yo iba cada domingo y espiaba a la niña. No podía dejar de pensar: me vio (me quiere), no me vio (no me quiere). Mi cuerpo temblaba cuando la divisaba a lo lejos, saliendo del portal. Y me acercaba disimuladamente, pasaba cerca, esperando que su mirada se encontrara con la mía. No había tal encuentro. Entonces, me parecía ver a un fantasma saliendo de la casona en ruinas; que tras salir se difuminaba en el polvo levantado por los escombros. Me invadía la tristeza, que me llevaba de la mano a recorrer las calles. Y veía los altos bloques y las nubes en el cielo, y yo en mi apesadumbrado caminar parecía no existir.
También tuve que asistir, medio atolondrado, a lo que me pareció un rito que indicaba mi paso a la vida adulta. Un día, mi hermano, que ya era muy mayor, y sus amigotes que iban por el bar, gastaron una broma a mi amiga; mi querida Michina. Fue bochornoso. Lo más desagradable fue entender y ser cómplice de sus motivos. Se dedicaron a rociar de vino los boquerones que luego dieron a la gata para que los comiera. Al rato la gata se tambaleaba, la pobre, y se caía al suelo.
Era algo muy estúpido y cruel, propio de una mente adulta: ¡Estúpida! Yo me sublevé, pero no tuve la fuerza suficiente, algo me arrastraba al fango de la mediocridad; sentí turbación cuando salió de mi una pequeña risa cómplice, que buscaba la aceptación del grupo. Estaba claro que algo en mí había cambiado. La pena y la aflicción venían de continuo a recordarme que algo había perdido. ¿Alguna vez tuvisteis la sensación de perder algo muy valioso?
—Así no, así. ¡No te enteras! ¡Serás inútil!
Exclamaba mi papá llenando la jarra de cerveza. Yo me sentía incapaz de llenarla bien, sin que se derramara la espuma. No había manera. Me derrumbé por completo y salí llorando de la barra del bar, sólo sentí como si desapareciera y me evaporara. Lo demás eran ruidos de fondo y rostros fantasmagóricos que parecían pertenecer a otro mundo distinto al mío. El humor de mi papá no había cambiado. Iba a peor, su rostro era tan escuálido que ya casi se difuminaba, como el fantasma que en mi imaginación salía del caserón.
Por fin, había llegado el momento de ayudar a mis papás en el bar. Yo me lanzaba con entusiasmo a servir las mesas. A mí me dejaban una, como mucho dos. También volví a entrar a la barra para llenar jarras de cerveza. No vayáis a pensar que me di por vencido. Conseguí aprenderlo. ¿Os pasó alguna vez, conseguir aprender algo que al principio os costaba mucho?
Por aquel entonces, echaba de menos a Michina. Cuando podía me escapaba a pasar ratos con ella. La buscaba y llamaba, ella seguía viniendo a mi encuentro. Entonces, mi inquietud se aliviaba un poco, mi amiga seguía estando allí, me seguía queriendo. Me emocionaba viéndola salir de los coches, corriendo a mi encuentro. Yo la abrazaba con más fuerza y brío que nunca. Tenía miedo de perderla, pensaba que ya la estaba perdiendo, poco a poco. Le hablaba, le explicaba que odiaba a mucha gente y al mundo; que me estaban arrastrando a algún lugar espantoso y que yo no quería ser como ellos. Le decía que tenía mucho miedo, que no podía despegar aquel miedo de mis huesos. Besaba sus mofletes y ella cerraba, dulcemente, sus ojos verde aceituna. Y me volvía a sentir el niño más feliz del mundo. Pero aquellos momentos iban siendo cada vez más breves, tenía otras obligaciones que atender.
Un día caminaba por la calle y vi una paloma herida. Sus alas estaban heridas y sangraban. Con mucha inquietud, la recogí y me la llevé al bar; tenía que curarla, conseguir que volviera a volar. Y lo conseguí al cabo de mucho tiempo. La puse en una caja de cartón, en un pequeño huerto que había al lado del bar. ¿Habéis curado alguna vez a una paloma herida? Le daba de comer migas de pan mojadas con leche. Lavé su herida y la desinfecté con agua oxigenada. Y con el tiempo se recuperó. Cuando llegó el día, la lancé a volar y mi vista se perdió, para siempre, en el vuelo de la paloma que remontó las alturas. Se alivió mi inquietud, yo ya tenía otro mundo que construir. Podía prescindir del estúpido mundo a mi alrededor.
Así fue como despertó mi apasionada afición por las aves. Me dediqué a observarlas y anotar en una libreta todo lo que veía, también las dibujaba. Tuve más éxito que con los gatos. Las aves son muy escurridizas, pero no tanto. Tenía unos prismáticos que me ayudaban a verlas a lo lejos. Solía bajar al parque de la ciudad. Aquello era un verdadero paraíso de las aves. Nada más llegar, olía el perfume de los inmensos plataneros y escuchaba el trino de los pajarillos; los graznidos de las urracas y el escándalo que armaban las cotorras. Yo buscaba un buen lugar frente a un pequeño riachuelo que había. Me quedaba quieto y en silencio, estirado en el suelo. Al rato veía las aves que se posaban a beber agua, o escarbaban con sus picos en la hierba, buscando gusanos y otros insectos para alimentarse. Llegué a clasificar muchas aves, gracias a una guía que tenía. Me convertí en un experto en aves.
—¿Te gustan los pájaros, no?
—¡Me encantan!
—Ah sí, ¿qué quieres ser, entonces, de mayor?
—Yo quiero ser ornitólogo.
Le dije al amable señor que me preguntó después de verme con mis prismáticos. Me sentía pletórico tras hablar con aquel señor y fantaseaba con ser zoólogo y ornitólogo. Llegué a pensar, que sí tenía yo un lugar en el mundo de los adultos. Puede que no todos fueran tan estúpidos y mediocres. ¿A vosotros, os preguntaron alguna vez qué queréis ser de mayores?
En el bar me sentaba con mi libreta y mis libros, dibujaba y pasaba a limpio mis notas del cuaderno de campo. Miraba de reojo a mi papá. Más bien, se mostraba indiferente. Yo lo veía cansado, tenía peor cara, no parecía tener ánimos para ocuparse de mis cuadernos de campo. Mi mamá me miraba con cierta complicidad, y yo, con una tímida sonrisa, abría la guía y buscaba el nombre del último pájaro que había observado.
Un día me lo pasé muy bien. Mis papás me llevaron al zoológico, también vino mi hermano. Mi papá se portó muy bien. Recuerdo, con cariño, como fue a la tienda conmigo y me compró una cinta de casete; una grabación de pájaros cantando. Y habló un poco conmigo, aquel día y otros. Me explicaba como él, siendo un niño, cazaba pájaros y comía los huevos que las aves ponían en las lagunas. A él le gustaba mucho el campo, más que la ciudad. Me gustaba hablar de todo aquello con mi papá. ¡Era muy divertido aquello que me explicaba! Me sentía como cuando besaba a mi amiga; me envolvía una calidez. Y él me acariciaba la cabeza y me despeinaba, como el señor Carrasco. ¡Qué hermoso mi papá en aquellos momentos! Parecía otro, yo ansiaba pasar momentos así con él. Pensaba que, entonces, se sentiría mejor y dejaría de verlo tan cansado y agotado. Después de comer, se echaba la siesta sobre la mesa. Me daba mucha lástima verlo amorrado, cansado, sobre la mesa del bar.
8. LA ENFERMEDAD
—¡Ay Dios mío, pero qué te pasa!
Desperté, sobresaltado, al escuchar a mi mamá muy asustada. Mi hermano no estaba en casa, debía decírselo a mi papá. Yo ya hace rato que escuchaba toser a mi papá, pero esto era algo habitual por las mañanas, también que escupiera mucho. Me levanté y avancé, temblando, hacia el lavabo. Mi mamá estaba en la puerta llorando y mi papá escupía sangre en el váter; se ahogaba.
—Llama... a...un...taxi...ejem...ejem.
Pedía, desesperadamente, mi papá como si se le fuera la vida. Yo fui rápido a mi habitación y me vestí. Salí corriendo.
—¿Voy a buscar un taxi?
—¡Vamos corriendo al Hospital! ¡Ay dios mío!
Mi papá se ahogaba, mi mamá lloraba, y yo salí corriendo a la calle, tan veloz como un rayo. Ahora podía ser útil, pensaba. Todo dependía de mí, tenía que estar a la altura. Recorrí las calles con mi corazón empujando por salir del pecho, mis oídos zumbaban al ritmo de los latidos.
—¡Vamos rápido a mi casa, yo le indico! ¡Mi papá se ahoga, tenemos que ir al Hospital! Gritaba yo al señor del taxi, que menos mal que entendió enseguida. Muy rápido arrancó el coche, siguió mis indicaciones y enseguida llegamos a casa.
—¿Se encuentra mejor, respira algo mejor?
Decía el señor del taxi, muy preocupado, mirando por el retrovisor a mi papá, que sólo emitía apagados estertores. Yo lo miraba, mis piernas estaban hechas un flan. No sabía lo que iba a pasar.
—No se preocupe, todo irá bien.
Decía el señor del taxi, devolviendo el cambio a mi mamá, que recogía el dinero con su mano ausente. Enseguida atendieron en urgencias a mi papá. Y pasaron muchas horas, nada sabíamos. Todo parecía deshacerse a mi alrededor, incluso yo mismo flotaba en el aire. Más tarde vino mi hermano y más familiares; todos muy asustados. A mí me sacaron del Hospital y me llevaron a casa, ahora no recuerdo quién.
Mi papá tenía un agujero en el pulmón, se le había llenado de aire. Eso decían mi mamá y mi hermano cuando, muy asustados, hablaban del tema. En cuestión de una semana, o menos, estábamos en un piso nuevo. Un piso al lado del bar. Un décimo piso de un enorme bloque que surcaba las nubes. La primera vez que entré en mi habitación, creí salir despedido por la ventana. El viento azotaba con furia las ventanas y se escuchaba el silbido de las ráfagas.
Allí vivimos de manera extraña, mi mamá, mi hermano y yo, mientras mi papá yacía en el Hospital. En aquella habitación, por la noches, devoraba con ansía mi nuevo libro de ciencias sociales; de historia contemporánea. Ya estaba en octavo de EGB. Me acordaba de mi papá, pues sabía que a él siempre le interesó la política. Para no ser llevado por el viento y para sentir, un poco, la presencia de mi papá, me abracé a los ideales políticos. No sabía si mi papá saldría o no del Hospital, sólo sabía una cosa; la vida era impensable sin él. ¿Os pareció, alguna vez, impensable la vida?
No tuve tiempo de pensar en mi amiga aquellos días. No sabía qué estaría haciendo. El bar estuvo cerrado, ahora no recuerdo bien cuánto tiempo, así que no iba por las mañanas a comprar el pan con mi amiga. Iba directamente al colegio. Cuando salía iba a comer a casa de mi abuela. Mi amiga seguía teniendo un lugar privilegiado en mi mente. Justo antes de cerrar los ojos para dormir, con mi cabeza apoyada en la almohada; veía sus ojos verde aceituna que se cerraban poco a poco. Yo apoyaba mis ojos tristes en los suyos y, poquito a poco, igual que se apaga un candil, iba entrando en el sueño.
Pasaron muchos días y semanas, apenas veía a mi amiga. En el colegio todo se iluminó, como si se hubiera abierto una persiana y, por primera vez, entrara algo de claridad. Escuchaba con atención a los profesores de matemáticas y lengua castellana. Para mí ya no eran cosas que me sonaran a chino, sino cosas que yo debía saber, dominar a la perfección. Ahora, más que nunca, quería que mi papá estuviera orgulloso de mí. Era el último curso y, si no aprobaba todas las signaturas, no obtendría el Graduado Escolar.
Por las noches seguía leyendo el libro de sociales. Cuando el profesor habló del tercer tema, yo ya había leído todo el libro. Tenía todo el libro pintado de rojo, con proclamas denunciando la injusticia del Antiguo Régimen, con loas a Robespierre y el ala jacobina de la revolución francesa. Cuando Don Tomás mostraba sus simpatías por el ala moderada (girondina) de la revolución francesa, yo ya tenía claro que se equivocaba, que la revolución era justa y había que llevarla hasta sus últimas consecuencias. Yo ya soñaba con ser un revolucionario. Un entusiasmo me arrebataba y llenaba de fuerza y coraje, como jamás antes había tenido.
Me atrevía a replicar al profesor cuando éste hablaba mal de los países comunistas. Entonces, creía entender por qué era así de cruel el mundo de los adultos, por qué estaban en guerra, por qué mi papá estaba siempre tan enfadado. Un día en clase, miraba embelesado una imagen de un soldado del ejército rojo, herido y postrado en el suelo de rodillas, a punto de morir. Me pareció ver a mi papá. ¡Era igual que mi papá! Yo sabía que mi papá había sido un revolucionario de joven.
Mi libro de historia contemporánea siempre me acompañaba. Incluso el día que fui a ver a mi papá al Hospital. Me acerqué a él, se quitó la mascarilla que tenía puesta y me dio un beso; sentí que se emocionaba y alegraba de verme. Luego me senté en el suelo, él me miraba y yo sacaba mi libro y lo hojeaba.
—Le gusta estudiar, veo que se aplica mucho.
Escuchaba decir a mi papá. Y me entraron ganas de llorar y correr a abrazar a mi papá. Volví a dirigir mi vista hacia el libro y, mientras recorría el texto y las imágenes, miraba de reojo los tubos que salían de mi papa, y un bote con sangre burbujeante al pie de la cama. Sentía asco y me vino un olor extraño e inquietante, igual que el que quedó en el váter de casa, el día que mi papá escupió sangre. Me despedí de mi papa y me vi reflejado en su mirada, me reafirmé en mis incipientes ideales. Abracé con entusiasmo los ideales del socialismo: de un mundo sin clases sociales, justo y en paz. ¿Abrazasteis alguna vez un ideal?
Aquellos días me veía lanzado con vehemencia a cierto lugar, con brusquedad perdí algo de la ternura e inocencia que sentí, tiempo atrás, con mi amiga. Y esto no dejaba de inquietarme. ¿Qué sería a partir de ahora de mi amiga? ¿Y si la perdía para siempre? Mientras se arremolinaban estas incertidumbres, con redoblado esfuerzo me aplicaba en las matemáticas y la gramática, aquellos huesos duros de roer. ¡No había lugar para contemplaciones! ¡Nada de sensiblería! Tenía que aprobar.
Finalmente, tras varios meses, volvimos a abrir el bar. Yo iba con mi hermano a abrir, y los dos ayudábamos a nuestra mamá. Parecía que las cosas volvían a la normalidad. Mi papá, también, salió del Hospital y vino a vivir con nosotros al bloque alto. Yo no volví a escuchar nada del agujero del pulmón, pensaba que ya se estaría cerrando y que mi papá se recuperaba. Sin embargo, veía mal a mi papá y no sabía qué pensar. Por aquel entonces, mi papá no podía comer comida normal, sólo comía triturados. Me daba lástima verlo tan vulnerable. Sin embargo, seguía teniendo mal genio. Y, según él, parecía que mi mamá tuviera la culpa de todo. No me gustaba que hablara mal a mi mamá. Me enojaba con él, aunque trataba de disimularlo.
En medio de mi ajetreada vida escolar, y la novedad de tener de nuevo a mi papá en casa, no dejaba de pensar en mi amiga. Algunas mañanas la buscaba para ir juntos a comprar el pan, pero aparecía en muy pocas ocasiones, cada vez menos. Mi amiga había cambiado, igual que yo. Cuando pensaba eso, me invadía la nostalgia y recordaba aquellas mañanas, cuando la llamaba y salía corriendo de debajo de los coches y yo la cogía en mis brazos; alzándola, arrimando su cara a la mía y besándola. Echaba de menos aquel olor que me embriagaba y sus ojos verde aceituna: aquel remanso de paz. Pero, ahora, ¿qué sería de mí? Con este aguijón clavado en mi mente marchaba al colegio. Y, conforme iba acercándome al colegio, entraban como remolinos los problemas de matemáticas por resolver, la ortografía y la gramática.
Por las tardes ansiaba estar con mi papá, tenía muchas cosas que contarle sobre lo que había leído. Quería que supiera que yo lo podía entender a él, y podíamos hablar de hombre a hombre sobre la revolución francesa, los jacobinos, la revolución rusa y los bolcheviques. Pero lo veía siempre cansado y de mal humor. Pensaba que no tendría tiempo para ocuparse de mí. Sin embargo, una tarde me animé y aparecí en casa con una película sobre la vida del Che Guevara.
—¿Ahora te vas a interesar por la política?
Escuché decir a mi papá. Más bien fue una pregunta retórica. La expresión de su cara era ajada y su tono de voz despreciativo. Sentí que las paredes me tragaban. No supe qué pensar, mi mente voló por la ventana y me quedé mudo. ¡Con todas las cosas qué había leído y tenía que contar! Vimos la película. Yo escuchaba una voz de fondo, farragosa y lejana, creo que la de mi papá. Se lamentaba de algo, parece que hablaba de ideales fracasados, vendidos o traicionados. Me quedé helado y desaparecí de aquella salita. No se dónde, pero allí no estaba. Puede que volviera a estar con mi amiga, pero ahora tampoco estoy seguro.
9. LA AUSENCIA
Las calles de la ciudad se iban luciendo y esperaban alumbrar la navidad. Eran fechas de ilusión y esperanza, yo me aferraba a la esperanza; faltaba ya menos para la primera evaluación. Y lo hacía, pese a que ya no creía en los reyes magos ni en santa claus, pese a que mi papá no se ponía bueno y había vuelto a ingresar en el Hospital. Aquellas luces parecían puestas allí para alumbrar mi vida, que parecía apagarse por momentos. Por las mañanas, tras comprar el pan y antes de marchar al colegio, buscaba a mi amiga. No aparecía por ningún lugar. Recorría las calles y con voz apagada la llamaba, esperando en vano una respuesta.
—Michina, Michina...
Y marchaba de nuevo al colegio. Mientras recorría las calles en mi imaginación veía como se derrumbaba el caserón. Me veía andando solo, desfilando en marcha fúnebre con mi amiga. También solo, cavaba una tumba donde depositaba la caja de cartón con el cadáver de la gata; una caja de color rojo chillón. Después me sentaba a contemplar la tumba, así permanecía horas, días, semanas, años, lustros, siglos, y toda una eternidad. Sin derramar una sola lágrima. Sólo imaginando que tenía que volver al caserón para reconstruirlo, colocar de nuevo piedra sobre piedra. Como no lograba ver con nitidez, en mi mente, el nuevo edificio, sino que, más bien, éste se derrumbaba una y otra vez; me quedaba sentado frente a la tumba de mi amiga. Y allí sentado, trataba de no llorar, no quería derrumbarme como el viejo caserón. ¿Quién me iba a reconstruir?
—No sabemos nada de ella. Algunos dicen que la atropelló un coche. Otros que alguien se la llevó a su casa...
Decía uno de aquellos niños tontos de la calle, mientras yo me retiraba apesadumbrado. No reconocía a ninguno de aquellos niños, ni aquella calle. Ni siquiera el bar, cuando entraba me parecía hallarme en un lugar extraño. Sólo veía rostros desfigurados que me observaban con indolencia, y escuchaba voces de ultratumba. Entonces, me veía de nuevo portando la caja morada. Y mi rostro era pálido como la cera. Parecía que se iba a derretir en cualquier momento.
En casa no dije nada de la gata. Seguíamos viviendo de manera extraña en el piso del bloque alto, los tres solos, mi papá seguía en el Hospital. Parecía que el agujero no se cerraba. Tampoco escuchaba decir nada a mi mamá y mi hermano. En alguna ocasión que les pregunté, me respondieron con un evasivo: «se pondrá bien, ya saldrá del Hospital». Cuando me decían aquello, veía como sus ojos se hundían hacia adentro y desaparecían del rostro. Me refugié, aquellos días, en preparar bien los exámenes. Pese a todo quería aprobar. Pensaba que, si bien no podía reconstruir el caserón, quizás sí podía aprobar.
10. LA MUERTE
—Anda Pedro, sal que vinieron a buscarte...
Escuché decir a Don Tomás, aquella tarde nublada y confusa. Recogí mis cosas y salí de clase. Bajé las escaleras y en la puerta del colegio encontré a mi abuelo. Durante el trayecto a casa me hablaba de la vida. Me explicaba que, a veces, hay que encontrar valor para seguir adelante; aunque nos pasen cosas tristes. También, me decía, que las personas se mueren, pero que van al cielo. Yo marchaba junto a él, no sabía hacía dónde; me dejaba llevar. Mis pies no tocaban en el suelo, quizás yo estuviera muerto, y mi abuelo vino a avisarme para que lo supiera. Pero, ¿por qué avisarme? Además, se supone que cuando uno está muerto no siente nada, ya no le importan las cosas.
—Anda Pedro, ven conmigo, vamos a dar una vuelta...
Miré con asombro el rostro afilado y envolvente que me dijo aquellas palabras y me ofreció su mano de cera. Con un ligero temblor me incorporé y cogí aquella mano fría. Salimos juntos a la calle, las luces se iban encendiendo y trataban de alegrarme. A mí aquello me pareció una frivolidad. Recorrimos las calles en silencio. Pensé que mi acompañante también estaba muerto y venía a convencerme de mi muerte. Pero, ¿para qué? pensaba yo en silencio.
—Tú padre ha muerto.
Esta fue la escueta frase que me clavó en el vientre aquel rostro afilado. No dije nada. Pensaba que no hablaba conmigo, más bien hablaba de manera indolente; sin motivo alguno, para nadie en particular, como suelen hacer los muertos. «Está bien. Habrá que enterrarlo, pero, ¿cómo haré para llevar yo solo la caja y cavar la tumba?» pensé.
—Navidad, navidad, dulce navidad...
Me pareció escuchar, muy a lo lejos, mientras en mi imaginación buscaba a mi papá y la gata entre los escombros del viejo caserón derruido. Y no aparecían por ningún lugar. Acaso, ¿estaban allí? Ya no podía estar seguro. Y tragué saliva, me costó, pero tragué un clavo de hierro incandescente. Así, callado, en un océano vacío, permanecí el resto del día.
Y las luces siguieron brillando y los villancicos sonando, supongo.
-FIN-