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Primero fue la duda II

Publicado: Dom, 14 Jun 2015 14:30
por Raul Muñoz
-¡Ei compa! ¿Tienes algo de comida? Me muero de hambre.
¡Ei despierta marmota!

Ezequiel despertó y acertó a ver algo parecido a un rostro difuso. Había obrado un milagro. « ¡Claro que Dios existe!». Como quien alimenta a los dioses, acompañó a la criatura a la cocina y sirvió el desayuno. No estaba seguro de que fuera una criatura divina, tenía sus dudas. Pensó que sería mejor no dirigirle la palabra. Se sentía a la merced de algo sagrado.

—Soy Quico y te doy las gracias por todo tío. Me salvaste el culo. Ayer se lío muy gorda. Esos hijos de puta dieron muy duro, ¿sabes lo del niño?


Ezequiel distinguió con nitidez la palabra niño y su rostro se iluminó. Aquella criatura sabía lo del niño. Alguien que había visto lo mismo que él, tenía que ser alguien divino. «¡Claro que Dios existe!».

—Bueno, es igual. Eres un tío legal y te doy las gracias por echarme un cable –dijo Quico tras esperar en vano una respuesta.
Ei tío, no sabía que fueras del barrio. Yo también soy del barrio, lo que pasa es que no quería regresar a casa y que mis padres se preocuparan. Se preocupan mucho los viejos. Son buena gente, pero tienen demasiado miedo.


Las palabras llegaban a sus oídos como un murmullo divino, aunque no distinguía su significado. Se sentía complacido y a gusto con aquella criatura. Sus pensamientos caían como lluvia de estrellas, pero no era posible retenerlos.

—Bien, veo que eres de pocas palabras. Esta tarde hay asambleas. Han metido a peña en chirona, además, no estamos dispuestos a permitir que no se haga justicia con el niño. Si quieres venir serás bienvenido, faltan manos compa. También me resta pedirte un último favor, me salvarías el culo. Es mejor que no vaya aún a casa, si me pudiera quedar algunos días más aquí me iría de coña.


Y al fin pudo retener la estrella. «Solo un ser divino se sacrifica por la justicia para encontrar la salvación, como el niño Jesús. Esto es lo que llevo años empeñado en creer, ahora lo tengo frente a mis ojos. ¡Claro que Dios existe!».

—Bien, ¿qué me dices?


Sonreía al rostro que siempre ando buscando.

—Claro que… em, hay que sacrificarse por la justicia, salvar… em.. al niño. —balbuceó.

— ¡Guay eres de puta madre! —exclamó Quico levantándose bruscamente de la silla y poniéndose su abrigo— Miraré de no llegar muy tarde esta noche. ¿Te animas a venir a la asamblea?


Ezequiel sólo escuchó una especie de gruñido, que no le pareció nada divino, y se dirigió a su habitación; se sentía aturdido y necesitaba descansar.

—Está bien, como quieras. Nos vemos luego. -dijo Quico saliendo por la puerta.

***


Un agudo timbre lo despertó. Había pasado muchas horas durmiendo. Ya no recordaba prácticamente nada. Se asustó y fue a abrir la puerta. Por el interfono escuchó una voz extraña:

-¡Tío, compa, abre que soy yo! Vengo con mi colega, espero que no te moleste.


Ezequiel sólo escuchaba una especie de mugido y colgó. El timbre volvió a sonar.

— ¡Venga tío, abre que soy yo! ¿No te acuerdas? El de la mani, aquello del niño –gritaba Quico al otro lado del aparato.


Distinguió con nitidez la palabra niño y, con un pálpito en el corazón, abrió la puerta. Esperó con impaciencia, como si estuviera ante la puerta de un templo sagrado. Finalmente vio otra vez a la criatura que se aproximaba, esta vez en compañía.

—Mira tío, ésta es mi novia: Luisa. Si se pudiera quedar conmigo sería fabuloso, espero que no te importe. –dijo Quico sentándose en el sofá.


Ahora sí recordó algo. « ¡Claro! Acuérdate, la obra divina. Hay que hacer justicia». Su rostro se iluminó, se sentía eufórico. «De ahora en adelante resolveré todas mis dudas. Sí, pero, ¿qué piensas hacer con el seminario? Queda menos y nada para tomar la última decisión. ¡Sí, pero Dios existe!».

—Tío, por qué no nos traes algo de beber, venimos sedientos.


Ezequiel permanecía plantado y completamente perplejo; ruborizado e invadido por sus pensamientos. « ¡Qué cosa más extraña con la que viene el animalejo! Parece una serpiente. ¡Qué asco como se la cuelga del cuello!».


—Mira que tío más raro, es una pasada. Pero es un buen tío, me salvó el pellejo.—susurraba Quico a Luisa, y reían a carcajadas y se besaban.



«Bueno, está bien. La verdad es que no tienen apariencia humana, claramente son animalejos muy extraños. Más extraños que las ratas transeúntes que encuentro por la calle. Tampoco esperaba encontrar hombres, no creo que haya ninguno, a parte del hombre de las ratas. Pero, por extraño que me resulte, me habló de sacrificarse por la justicia como el niño Jesús».

Quico salió de una de las habitaciones, sin camiseta y sonriendo, y posó su mano sobre el hombro de Ezequiel. A éste último le pareció un gesto divino, como una puesta de sol.

—Mira, –dijo Quico rascándose la cabeza— las asambleas han ido muy bien. Sólo necesito que colabores y podamos estar un par o tres de días más en tú casa. Por otra parte, estamos preparando más asambleas y acciones. Tenemos que conseguir que se haga justicia con el pobre niño que murió. ¿Te acuerdas? Seguro que sí. Además, en estos momentos necesitamos más gente que nunca. Tú eres un buen tipo y podrías sernos de utilidad. ¿Qué te parece, quieres venir mañana a la asamblea?


«Sin duda estaba en lo cierto. Ha vuelto a hablarme del niño y la justicia. No puedo seguir sin dar una respuesta. El tiempo pasa y cada vez queda menos para tomar una decisión».Y se dejó llevar por el ímpetu.

—Te acompañaré.

—Muy bien, fenomenal. No esperaba menos de ti. –dijo Quico dirigiéndose a la habitación.


Y aquella figura desapareció de su vista como la figura de Dios. Se le escapaba, pero sabía que estaba algo más cerca.

***



Cuando cayó en la negrura de la noche y el sueño; Ezequiel vio como una plaga de langostas gigantes avanzaban sin tregua hacia la ciudad, pardas todas ellas como la negra noche y sedientas como el chopo al abrigo del río. No se detenían y un aleteo de sombras consumía la ciudad. No respetaban la intimidad de los amantes ni la suavidad de su lecho. Los cuerpos se retorcían frenéticamente y chocaban unos con otros, salpicando las calles y las paredes de fluidos viscosos. La gente atemorizada bajaba las persianas y no se atrevían a contemplar el desolado paisaje. Una de las langostas, contemplaba impasible, posada sobre una antena, la alcoba de los amantes. Estos, insensibles al pudor y la mirada inocente de la criatura, juntaban sus cuerpos en un vaivén quejumbroso y bañado en las supuraciones de la carne putrefacta.

Y despertó sobresaltado. De la habitación contigua venían ruidos extraños que lo inquietaban aún más. Sus tripas se agitaban con violencia. Se retorcía en su lecho ansiando el sueño que no podía conciliar. Al cabo de un buen rato se hizo el silencio y los ruidos se apagaron. Volvió a dormir y en su sueño vio una gran cristalera en forma esférica; un mosaico de formas y colores que deslumbraban su vista. También se vio a sí mismo frente a una enorme puerta que su vista no alcanzaba.

Se evaporó aquella imagen onírica y otra apareció en su lugar. Con mucha expectación vio una gran serpiente a sus pies que permanecía inmóvil. Tras un buen rato, invadido por la incertidumbre de si dormía o estaba muerta, Ezequiel se agachó y fue aproximando su mano. Cuando ya casi la rozó, se sobresaltó al ver como ésta se desenroscaba y erguía frente a él. Con enorme sorpresa escuchó como la serpiente pronunciaba las siguientes palabras:

« ¡Divino aquel que supo salirse del camino!
Cual vieja verdad que ensombrece tu silueta, andas sin rumbo fijo. Buscando un lugar en el altar, en el lugar reservado para mandar a callar:
¡Son tantos los enemigos que vociferan a tu alrededor!

Escultura mayor,
aquella que sobre escombros se construye.
¡Mandato divino y furia del desatino!
Si divino es tu destino,
angustiante será el camino,
pues, con tal material
se creó el individuo».

Justo cuando la serpiente pronunciaba las últimas palabras, Ezequiel despertó de su sueño. Jamás, como en aquel momento, había tenido su mente tan clara. No aparecía pensamiento alguno, tampoco ninguna duda. Tan pronto entendió aquellas palabras, las olvidó.

Se dirigió a la cocina a beber un poco de agua. Al pasar por el recibidor vio como una chica se deslizaba de la habitación contigua. Ezequiel se sorprendió al distinguir una figura humana, creía recordar que era una especie de animalejo lo que vio el día anterior. « ¿Y por qué no? Pueden haber más hombres o mujeres en la ciudad».

—Hola, ya casi está amaneciendo. Voy a beber un poco de agua, tengo mucha sed. —dijo Luisa con voz somnolienta.

—Yo también tenía sed y aquí estoy –dijo Ezequiel.

—Me parece bien, –dijo la chica desperezándose– la verdad es que ayer no nos presentemos formalmente. Soy Luisa, la novia de Quico. Me dijo que le ayudaste dejándole dormir aquí y que eres un tipo muy legal.


« ¡¿Pero, perdiste el norte?! ¿Qué piensas hacer con el seminario? Quedan ya menos de dos días. ¡Todo esto es un disparate! Terminaré por enredarme y ya no habrá manera de aclararse».

— ¡Ay! Debes de ser muy tímido, parece que te cuesta hablar, aunque ya me dijo Quico que eras un tipo de pocas palabras.



Ahí plantado miraba perplejo a la chica. «¿Cómo puede ser que la entienda? La verdad es que tiene una voz muy humana, como yo. En todo caso, ¿Dios existe o no existe? ¿Me servirá de algo todo esto, vale la pena? Dios existe o… En todo caso, ¿qué fue del niño, se hará justicia?».

— ¡Ei baja, vuelve a la tierra! —decía Luisa haciendo gestos con la mano de arriba a abajo.

— ¡Venga chicos, a desayunar! ¡Nos espera un largo día de asambleas, todo sea por la revolución! —exclamó Quico entrando a la cocina.

***





Llevaban tres meses saliendo juntos. Luisa era una chica joven y universitaria como Quico. Vivía con sus padres en el barrio de Horta de Barcelona. Se conocieron en una manifestación estudiantil. A Luisa le enamoró el ímpetu de Quico, la seguridad con la que hablaba y su capacidad para la acción. Ella no tenía el arrojo de Quico. Se sentía más a gusto en el terreno de las ideas y el pensamiento. Estudiaba filología, también le encantaba la filosofía­

Su pasión por la política no le vino por parte de sus padres, estos eran bastante reacios y no veían con buenos ojos la afición de su hija. Fue en el instituto, al cursar la asignatura de historia contemporánea, que quedó prendada por el joven profesor que la impartía. Se convirtió, aquel profesor, en su primer amor; un amor platónico.

A partir de entonces se aficionó a la política y devoraba libros sobre cualquier temática filosófica. Uno de sus autores preferidos era Platón. Luisa veía a Ezequiel como alguien con mucha vida interior. Un buen acompañante para explorar en el universo del saber, lo imaginaba vagando en el mundo platónico de las ideas; sus gestos lo delataban.

Los tres sentados en la cocina tomaban el desayuno. Ezequiel no dejaba de mirar con atención a Quico. Se sentía a gusto, pero también inquieto. «¡Qué curioso, resulta fascinante! Estoy casi palpando la figura que siempre busqué, sus palabras me bañan en un lenguaje cercano y humano. ¡Es un ser humano! Pero, hay algo que me inquieta. ¿Dios existe? Me hace dudar de lo que siempre había creído. ¡Se parece tanto! Esos ojos, esa mirada...».

Sus compañeros de mesa lo miraban de manera condescendiente y se sonreían entre ellos. Parecía como si el mundo se hubiera detenido en aquel instante. Se levantaron como ángeles, con levedad, para no interrumpir la ensoñación de Ezequiel, y se dirigieron a la habitación. «Esa mirada…esa mirada. ¿Dónde la habré visto antes? ¡Claro!». Corrió hacia su habitación. Se abalanzó sobre el escritorio y observó aquel libro, el mismo que llevaba días sobre la mesita. «Vale, lo sabía, no puedo estar equivocado. Ahora voy por el buen camino. Pero, ¿Dios existe o no? ¿Qué piensas hacer con el seminario? Da igual eso ahora, si de algo estoy seguro es de que voy en la dirección correcta». Quico y Luisa lo miraban desde el umbral de la puerta.


—Vaya, –dijo Luisa— si eres un amante de los libros. Por cierto, muy buen libro y autor.

—Jolín, –intervino Quico soltando una carcajada– tantas letras acabarán por paralizarnos. La revolución necesita de más acción y menos libros.

—Bueno, es… em... realmente… apasionante. –balbuceó Ezequiel.

—Ya, ya, otro ratón de biblioteca. Más acción es lo que necesitamos si queremos cambiar esta mierda de mundo –dijo Quico levantando el puño.


Se hizo el silencio. Luisa miraba con cierto desprecio a Quico y sonreía a Ezequiel, que dejaba el libro sobre la mesita.

— ¡Ei compas se nos hizo tarde, vámonos ya para la asamblea! —exclamó Quico rompiendo el silencio.

***



La vista de Ezequiel se perdió en la inmensa sala. Vio gente de todas las edades. Se pasaban un micrófono y hablaban por turnos. La mayoría llevaban pañuelos rojos anudados al cuello. Se respiraba un ambiente de comunión y fraternidad. Se emocionó al ver como la gente se abrazaba. También como lo hacían Luisa y Quico, que permanecían a su lado. Sus pensamientos quedaron en suspenso y flotaban en la sala. Estaba muy conmocionado, jamás había visto a tantos hombres y mujeres juntos; todos ellos con un sentimiento común.

Si hubo una idea que dirigiera la voluntad de todas aquellas personas, era ésta la de justicia. Todos se lamentaron por los terribles sucesos y lo injusto de que muriera aquel niño. Reclamaban justicia, que los responsables pagaran por sus actos. Aquella asamblea terminó en un grito, coreado por toda la multitud: «¡Queremos justicia!».

Caminaban los tres de regreso a casa. Luisa y Quico iban cogidos de la mano y en silencio. Ezequiel se dejaba llevar, no pensaba, más bien imaginaba quién fue aquel niño, cuáles fueron sus ilusiones antes de que la brutalidad del mundo acabara con su vida; la cortase de cuajo.

Los tres sentados en la cocina tomaban café. «Un mundo en guerra, un mundo en guerra…». Sus ojos se fueron tornando vidriosos y Luisa lo miraba con ternura.

— ¿Qué piensas Ezequiel? —preguntó Luisa.

— ¡Eh!… em… que estamos…en un mundo en guerra.

— ¡Claro que estamos en un mundo en guerra! Porque los cerdos burgueses se empeñan en mantener sus privilegios, y para esto emplean la violencia. –dijo Quico alzando la voz y cerrando sus puños.

— ¡Terrible, a mi este mundo me da miedo! —exclamó Luisa muy emocionada.

—Hay que ganar esta guerra, aplastar a esas alimañas.

—Pero, em… yo quiero la paz.— balbuceó Ezequiel.

-¡La paz, la paz! Todos queremos la paz, pero en un mundo que se sustenta en la explotación esto nunca será posible.

— ¿Pero, no crees que si seguimos por el camino de la violencia siempre estaremos en guerra? —dijo Luisa.

— ¡Los violentos son ellos, no nosotros! —contestó Quico.

—Mirar, amigos, yo siempre he querido creer en la bondad de dios y de los hombres. Tiene que haber algo bello y noble en nuestra alma, algo divino. -explicaba Ezequiel, animándose a hablar.

— ¡Pero qué dices hombre, no vengas con monsergas! Acaso, ¿me vas a venir con el rollo de que Dios existe?

—Hombre, quién sabe, quizás haya algo. Yo no sé bien el qué, pero hay ideas y cosas que están más allá de nuestro alcance, y, en muchas ocasiones, dirigen el curso de nuestras vidas. Siendo así, tiene que haber algo bondadoso porque en definitiva es lo único que puede sostener la vida. La maldad la destruye. –reflexionaba Luisa en voz alta, acariciando sus cabellos.

—Lo importante no es si hay algo o no, sino qué queremos hacer nosotros; cómo queremos nosotros que sean las cosas. —dijo Quico.

—Bueno, —decía Ezequiel— se trata del bello acontecer de la vida, ésta se renueva a cada instante, estalla a nuestro alrededor en múltiples formas. Nosotros somos su expresión, tenemos que ser capaces de vibrar y estremecernos. Esto incluye el espanto ante la violencia, por lo tanto, anhelar la paz. Existirá la bondad y la belleza si somos capaces de sentirla. Llevo muchos años, amigos, os lo puedo asegurar, tratando de sentir en lo más profundo sin engañarme a mí mismo. Y yo siento algo, no me es posible aprehenderlo, pero lo puedo sentir y aún me puedo estremecer. Y si esto no fuera así, para mí ningún sentido tendría la vida.

—Está bien, Ezequiel, amigo. Todo lo que tú quieras, pero estamos en un mundo en guerra; ahí están la violencia y la guerra. Tú mismo lo decías antes. –dijo Quico.

El rostro de Ezequiel se desencajó. « ¡Que horror! Entonces, ¿Dios existe o no existe? ¿Y la bondad?».

***



«Estamos abandonados como niños extraviados en el bosque. Cuando permaneces ante mí y me miras, qué sabes tú de los dolores que hay en mí y qué se yo de los que hay en ti. Y si yo me arrojara a tus pies y llorara y te contara, qué sabrías más de mí que del infierno, si alguien te hubiese dicho que allí hace calor y es un lugar espantoso. Sólo por eso los seres humanos deberíamos mostrarnos entre nosotros tan respetuosos, tan pensativos y amantes como si estuviéramos ante las puertas del infierno». (F. Kafka. A Oskar Pollak).

La mirada de Ezequiel recorría aquellas líneas, sus manos acariciaban el libro y su piel se erizaba.

— ¿Qué lees Ezequiel? –preguntó Luisa.


Ezequiel mostró el libro sonriendo.

—Interesante autor. —dijo Luisa, cogiendo una silla y sentándose frente a él.

—Es realmente fascinante, algo mágico. —puntualizó Ezequiel.

—Igualmente, es un autor algo sombrío. Alguien atormentado y angustiado.

— ¿Tú crees? Quiero decir que no creo que ésta sea la lectura correcta del autor.

— ¿Por qué dices esto? —preguntó Luisa.

—Bien, porque yo pienso que Kafka vivió la vida con toda su intensidad. Tenemos una falsa imagen de él: la de alguien débil y enfermo. Sin embargo, en realidad, somos nosotros los cobardes y débiles.

— ¿Qué quieres decir exactamente? No te acabo de entender.

—Quiero decir que el ser humano como cualquier ser vivo, pero puede que más que ninguno, es muy frágil y vulnerable. Tal fragilidad nos lleva a sentir un miedo, comprensible, al vernos abocados al peligro de la vida. Tenemos que luchar para sobrevivir y evitar la muerte, nuestro mayor miedo. Bien, creo que es este miedo el que moviliza la mayoría de nuestras acciones.

—Creo que te sigo, continua por favor.

—Pues bien, el paso siguiente suele ser el de negar ese miedo, lo que se traduce en ser fuertes. Hay que evitar a toda costa la debilidad, que siempre está mal vista. Kafka fue lo suficientemente humano.
No quiero decir fuerte o débil, creo que tales adjetivos no resultan nada útiles. Su gran lección fue hacernos conscientes de lo frágiles y vulnerables que somos, y la necesidad de mostrarnos respetuosos y compasivos entre nosotros.

—Um… Me cuesta un poco seguirte, pero creo que te voy entendiendo.

—Mira, —dijo Ezequiel pasándole el libro a Luisa— lee este párrafo. Creo que aquí lo explica muy bien.


Luisa sostenía con sus manos temblorosas el libro y leía atentamente.

— ¡Qué bonito! —exclamó Luisa.


Y se lanzó a los brazos de Ezequiel, quien sintió un escalofrío que recorrió cada rincón de su cuerpo.
Germinó un sentimiento puro y divino. Ezequiel rompió a llorar y se deshizo como una magdalena en la cara dulce y tierna de Luisa, mientras la besaba con ternura. Un fuego intenso recorrió los labios de Luisa y se apagó en los de Ezequiel, que para siempre se perdió en la sabiduría del conocimiento. En su mente se dibujaba una imagen: la de una serpiente que se enroscaba en su cuerpo y le ofrecía una manzana, que ahora Ezequiel mordía y saboreaba cual ave que vuela en libertad. Sintió la levedad de todo su ser.

« ¿Hay algo más divino?».

***



— ¡Qué hermosa mujer, si yo fuese más joven! —dijo el hombre cuyo rostro estaba cubierto por una densa barba blanca.


Un joven, sentado al lado del viejo, encendía un cigarrillo y escuchaba atentamente. El viejo se lamentaba por el tiempo transcurrido, aquel que le arrebató su juventud. La chica que llenaba la copa del viejo parecía ajena a las reflexiones de éste y sonreía.

—Ves, —decía el viejo— he aquí todo lo que cualquier hombre puede esperar de la vida: una sonrisa y nada más. Yo no sé usted joven, pero yo con eso soy feliz. Son tantos los recuerdos que cobran vida, tantos como copas de la amarga bebida que inunda el vacío que dejo aquella mujer.

—Ya está bien abuelo, otra vez lo de aquella mujer. —dijo el joven.

—No joven, —contestó el viejo— no es suficiente todo el alcohol embotellado que se estrella sobre el bebedor para olvidar la tibia caricia de aquella mujer, que me peinaba cada mañana y derramaba el dulce néctar de la vida en palabras embriagadoras; versos que hacían poesía y escribían el hermoso libro de la vida.


Ezequiel, sentado en la barra de aquel bar, aún podía sentir el calor que abrasaba sus labios. Sus pensamientos flotaban con levedad y acariciaban sus mejillas. Escuchaba al viejo conversando con el joven y se sentía parte de un poema.

—Usted joven, —prosiguió el viejo— retenga las palabras vanidosas que le impiden ver más allá de su propio deseo atrapado en una mirada; la de esta hermosa muchacha que le ofrece la vida. No se aferre más a la muerte que le convida a huir de la compañía.


La muchacha ofrecía sus veinte primaveras que escuchaban con atención las sabias palabras, y se dejaba acariciar por éstas y la penetrante mirada del joven posada sobre sus senos. Sintió un escalofrío que subió desde las carnes trémulas de sus nalgas hasta unos pechos desafiantes. Aquel escalofrío de deshizo en un suspiro y de su boca enjuagada en deseo brotaron las siguientes palabras:

—A la próxima convida la casa. Usted viejo, no deje de hablar. Usted joven, no diga nada, siga contemplando el hermoso y placentero acontecer de la vida.


Ezequiel salió del bar y recorrió las calles de la ciudad. No cabía en su gozo. «El hermoso y placentero acontecer de la vida. ¡Cuánta sabiduría y cuánta belleza! Nunca hubiera imaginado tanta poesía en lo mundano. ¡El bello acontecer de la vida, que sabias palabras! Pero entonces, ¿dónde se hallan la belleza y la bondad? ¿En el cielo o en la tierra? ¿Qué es lo verdadero? ¿Lo profano o lo sagrado? ¿Es necesaria la existencia de Dios? ¿Y para qué?».

A su paso miraba al frente. Veía hombres y mujeres que caminaban cogidos de la mano; charlando y riendo; fundiéndose en un abrazo. Todo le pareció frágil y bello. «Es curioso, ahora veo a hombres y mujeres cuando antes solo veía ratas». Se sintió muy feliz y osó imaginarse a sí mismo, un vulgar ser humano, fabricando figuras de barro a las cuales otorgaba un deseo. Se le ocurrió que tenía que inmortalizar toda la belleza que contemplaba. Entró en un bar y, amablemente, pidió prestado un bolígrafo. Se sentó en una mesa, cogió una servilleta y, con pulso tembloroso, escribió:

«LO BELLO Y MUNDANO QUE PUDE CONTEMPLAR:

La brisa envolvía la caricia temprana de la mañana que venía al encuentro de los enamorados.
Una vieja encina daba cobijo a la ternura, desparramada en susurrantes palabras de amor que se mecían en el movimiento de los cuerpos desnudos y al abrigo de la prudencia que se perdió en una noche oscura. Desde entonces solo hubo dulces mañanas en las cuales los enamorados, bajo la luz del sol y la atenta mirada de todos los hombres, se amaban y ofrecían su amor al mundo.

Ezequiel, 16 de mayo de 590 a.c».

***




«Querido Ezequiel:

Salimos antes para preparar la concentración de esta tarde. Recuerda que iremos en manifestación al funeral del niño. Nos vemos en paseo de gràcia con diagonal.

Hasta pronto, besos de Quico y Luisa».


Ezequiel tras leer la nota, se puso su chaqueta y salió a la calle. No podía perderse aquel acontecimiento. Bajó hacia el paseo de gràcia. «Pobre niño, no puedo dejar de pensar en lo injusto de su muerte. Sólo tenía cuatro años, comenzaba a vivir. ¿Qué estarían pensando aquellos hombres uniformados cuando disparaban a una multitud desarmada? Seguramente ellos puedan llegar a razonar que cumplen ordenes, pero, ¿acaso es preciso cumplir cualquier orden?».

Atravesaba las calles desiertas. Un silencio acaparador envolvía la ciudad, parecía como si se hallará en el fin del mundo y ya no hubiera rastro de vida. Aquella tarde se prestaba al recuerdo, como si ella misma solo fuese el recuerdo de otra tarde. El cielo estaba encapotado y toda la vida quedaba atrapada en los negros nubarrones. Se palpaba mucha ira contenida.

Cuando llegó al paseo de gràcia toda aquella ira estalló en un solo grito. «¡Queremos justicia!» -gritaban los manifestantes. Sus ojos vidriosos buscaban entre la multitud a sus compañeros. Se sentía Ezequiel cual partitura presta a afinarse en aquella multitud. Flores y pétalos bañaban aquella masa hasta donde su vista alcanzaba. Un perfume vagaba en la atmósfera, envolvía y daba sentido a la dignidad que clamaba justicia.

Y al fin pudo ver a lo lejos lo que parecía un retrato inmenso. «Debe ser el retrato del niño». Avanzó entre la multitud, torpemente y a pisotones. La gente lo disculpaba con una sonrisa condescendiente. «Tengo que verlo con claridad, ese niño lo merece». Logró ver de cerca el rostro y también un nombre: Josué. Cayó al suelo desmayado. La gente lo rodeaba, poco a poco fue abriendo los ojos y recuperando la conciencia. El primer rostro que distinguió fue el de Quico, que lo miraba con dulzura.

—Estás muy conmocionado amigo, —decía Quico— seguramente por eso te mareaste. No te preocupes, se te pasará enseguida.


Ezequiel bebió un poco de agua de una botella que le ofreció Luisa.

— ¡Por el amor de dios que horror, me ahogo de pena! ¡Ayúdenme amigos míos, no puedo más! — gritaba Ezequiel desconsoladamente.

—Volveremos a nacer, amigo Ezequiel. Volveremos a nacer, no lo dudes. —dijo Quico, que emocionado lo abrazaba.

—Todos juntos, ahora más que nunca, por Josué; por todos los niños, hombres y mujeres que sufren la brutalidad de un mundo en guerra. —clamaba una mujer entre la multitud.

— ¡El pueblo unido jamás será vencido! —gritaba la multitud.


Bajo esta consigna recorrieron las calles portando con dignidad al pequeño Josué. A lo lejos como un gesto vulgar y grotesco se desplegaba un inmenso cordón policial.


***

Publicado: Lun, 15 Jun 2015 7:17
por Administración Alaire
Pasa a la Sala de Espera.

Publicado: Vie, 19 Jun 2015 8:30
por Administración Alaire
Sale de la Sala de Espera.