Espadas
Publicado: Lun, 18 May 2015 9:17
La flora intestinal crece en las riberas desoladas;
Júpiter peina la flor retorcida
del ombligo de un sueño abisal;
Eva menstrua la herida de una mitocondria;
y una miga de caucho resuelve las ecuaciones
de una vida remota.
La sucesión de imágenes lleva a la fisura del azufre,
a la propulsión indefinida de las cataratas
en unos dedos de nieve inmaculada.
Me acompaña el silencio de un pan tierno
en el delgado trance de luces y sombras
que reduce la acidez,
fagocitando la idea del etéreo ácido ribonucleico
-disuelto en la estructura omnipresente y omnipotente
del ácido desoxiribonucleico-.
Todo queda reducido a un miedo maternal,
iluminado en un relámpago mudo;
a la electricidad,
que convulsiona un cerebro apagado
y reducido a cenizas por la luz de un cielo
preñado de estructuras moleculares.
Aquellas plumas aún rechinan
en la incandescencia del tiempo.
No he podido más que sollozar
la tenebrosa fotosíntesis pluricelular
de los cuerpos abandonados.
Fui mi propio alimento, el pan que se parte en mis manos.
Y no tengo nada más que ofrecer.
No entiendo cómo es que aún canta el esqueleto blando de aquel pájaro.
Es el único sonido que llega a mi fina membrana,
y como la letra olvidada de una canción,
retorna en la insistencia muda del silencio.
Y me susurra el temblor del trigo sin pan;
el rubor de la flor sin semilla;
la cristalización del metileno en los vientres.
Y, con todo ello, formula la ecuación del escalofrío en mis dientes,
indecisos como la espada del mar.
Pájaro desplumado, ¡qué lejos te encuentras de la luz
y la cosquillas de tu bondadoso esqueleto!
Te atraviesa el amargo sable de la música sin ritmo;
el olor de los minerales, lacerando la entraña de la tierra.
La cuchilla de tu lengua oxida el caldo primigenio de la materia;
buscando su luz, atraviesa mi mirada perdida.
Ahora debes comprender el cansancio de mis párpados,
sosegar el trino del opaco cristal.
Ten piedad de mi lengua agarrotada, y de una manos
que ya conocen su destino sin contornos.
Ellas se han familiarizado con el dulce cansancio
de la materia blanca del hueso.
No esperan ya, acariciar la larga cabellera de la noche,
bordada en la trepidante suavidad de los besos.
Antes, disuelve en mi boca tu dolor calcinado,
canta la terrible canción de los labios;
de las espadas sin aspavientos
que se baten en el duelo de la vida y la muerte.
Y deja que reverbere la blanca espuma de un mar
de acero inoxidable.
Busquemos refugio en el reverso de los párpados,
pongámonos a salvo del ruido atronador
de la tierra.
Y que un afilado silencio talle el delgado hilo de luz,
que aún suspira por el ombligo de Eva.
No temamos por ella, su luz es eterna.
Que el oscuro rostro de la tormenta hable
por nosotros,
mientras descansamos para siempre
más allá de la luz
que ahora nos ciega.
Júpiter peina la flor retorcida
del ombligo de un sueño abisal;
Eva menstrua la herida de una mitocondria;
y una miga de caucho resuelve las ecuaciones
de una vida remota.
La sucesión de imágenes lleva a la fisura del azufre,
a la propulsión indefinida de las cataratas
en unos dedos de nieve inmaculada.
Me acompaña el silencio de un pan tierno
en el delgado trance de luces y sombras
que reduce la acidez,
fagocitando la idea del etéreo ácido ribonucleico
-disuelto en la estructura omnipresente y omnipotente
del ácido desoxiribonucleico-.
Todo queda reducido a un miedo maternal,
iluminado en un relámpago mudo;
a la electricidad,
que convulsiona un cerebro apagado
y reducido a cenizas por la luz de un cielo
preñado de estructuras moleculares.
Aquellas plumas aún rechinan
en la incandescencia del tiempo.
No he podido más que sollozar
la tenebrosa fotosíntesis pluricelular
de los cuerpos abandonados.
Fui mi propio alimento, el pan que se parte en mis manos.
Y no tengo nada más que ofrecer.
No entiendo cómo es que aún canta el esqueleto blando de aquel pájaro.
Es el único sonido que llega a mi fina membrana,
y como la letra olvidada de una canción,
retorna en la insistencia muda del silencio.
Y me susurra el temblor del trigo sin pan;
el rubor de la flor sin semilla;
la cristalización del metileno en los vientres.
Y, con todo ello, formula la ecuación del escalofrío en mis dientes,
indecisos como la espada del mar.
Pájaro desplumado, ¡qué lejos te encuentras de la luz
y la cosquillas de tu bondadoso esqueleto!
Te atraviesa el amargo sable de la música sin ritmo;
el olor de los minerales, lacerando la entraña de la tierra.
La cuchilla de tu lengua oxida el caldo primigenio de la materia;
buscando su luz, atraviesa mi mirada perdida.
Ahora debes comprender el cansancio de mis párpados,
sosegar el trino del opaco cristal.
Ten piedad de mi lengua agarrotada, y de una manos
que ya conocen su destino sin contornos.
Ellas se han familiarizado con el dulce cansancio
de la materia blanca del hueso.
No esperan ya, acariciar la larga cabellera de la noche,
bordada en la trepidante suavidad de los besos.
Antes, disuelve en mi boca tu dolor calcinado,
canta la terrible canción de los labios;
de las espadas sin aspavientos
que se baten en el duelo de la vida y la muerte.
Y deja que reverbere la blanca espuma de un mar
de acero inoxidable.
Busquemos refugio en el reverso de los párpados,
pongámonos a salvo del ruido atronador
de la tierra.
Y que un afilado silencio talle el delgado hilo de luz,
que aún suspira por el ombligo de Eva.
No temamos por ella, su luz es eterna.
Que el oscuro rostro de la tormenta hable
por nosotros,
mientras descansamos para siempre
más allá de la luz
que ahora nos ciega.