Siguió tratándolo igual, parpadeando su nombre, tomando sus manos a la hora de la merienda para decir: estoy, amor, he venido a buscarte. Matías parecía esperar con la mirada ensimismada, las manos sobre las rodillas, la vieja gabardina abierta, sin corazas. Ella se mostraba atenta y le contaba cosas al oído como si él pudiera saber de qué iban sus secretos a media voz. Hablaba de otros, de los perros daneses que criaron juntos, de aquel sol retórico que acababa iluminando los murales, de muchos libros en común, de paisajes en blanco y negro, de propósitos y tangentes, de planes para exonerar los sentimientos de sus castradas investiduras. Si Matías apagaba las luces del pasillo o si tomaba su medicina nocturna, era observado con ilusión; a ella le desbordaba el amor cada minuto, cada milésima de tiempo que rozaba a su lado. Nada costaba demasiado si era por complacerle, nada tenía valor si no era con él, mecida en su abrazo, viva en el hoyuelo de su mentón. No tardaron en ocupar los espacios del jardín interno con sus figuras enlazadas y una comunión de gestos.No tardaron tampoco en descubrir la historia que fundaba el relato... Matías era el hermano gemelo que había sobrevivido la guerra, aunque el daño cerebral fuese un detalle penoso e incontable. El otro, el amado, el dueño de todos los recuerdos, era solo memoria lejana, un crespón de luto, en las líneas de este pequeño cuento.
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