
La lumbre apagada duerme
mientras reverberan, clamando justicia,
los cuernos de un triste toro.
Ya nadie se atreve a vérselas,
sin círculos que delimiten la muerte
ni antorchas que iluminen la noche.
-Acercaos a mi pena...
parece decir el moribundo y suplicante animal,
torcido y doblegado en su suplicio.
Ya no le quedan fuerzas,
ni siquiera para barrer de un lametón
al ingenuo niño que clava palillos en sus ojos.
¡Se divierte, y tanto que se divierte
el niño frente al manso animal!
¡Y se sonrojan, y tanto que se sonrojan
las niñas que portan las relucientes velas!
Los muertos festejados lloran sin consuelo
al ver manchadas sus relucientes camisas
por la penosa sangre que se derramó.
Los campos se hunden, anegados,
en el barbecho de la fiesta nacional;
se oculta la cosecha, avergonzada.
Y las calaveras de toda una nación
se levantan con orgullo, una vez más,
para besar la frente negra de la pena.
El aire se pliega en su olor a muertos,
cae la tarde para dar la última estocada.
Corren los niños la cortina del sueño,
y las niñas descubren el decorado
donde una vez más rodará el hombre,
y habrá de ser quien es:
el esperpento de la muerte y la guerra,
la sangre y la destrucción.
Un rojo intenso cubre los ruedos,
un noble animal ha muerto.
Las flores hablan entre ellas,
y se lamentan en silencio.
Despierta el mezquino animal
en un ruedo, un dieciocho de julio,
y se rompe en sonoros aplausos
para acallar la libertad de un pueblo,
que perece, humillado y vencido,
en las sementeras:
enterrado, de muy malas maneras,
por los caminos, en fosas, y cunetas.