Las circunstancias
Publicado: Jue, 11 Dic 2014 14:46
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Las circunstancias
Ávila a las nueve de la noche en enero es un féretro engañoso. Los caminantes no caminan, se desplazan. Doblan las esquinas como si fueran sobre raíles en busca de los portales de sus casas o de algún bar en el que la guindilla y el vino les haga entrar en calor. En la taberna La Muralla, tabernáculo del saber y fogón de callos y perdices, se citaba la élite no oficial de la intelectualidad de andar por casa, de lo cual se sentía muy orgullosa Sarita como dueña del local. Nueve poetas con diversas ocupaciones, un filatélico, un encuadernador, un guardia municipal, dos heraldistas, un pendolista y seis u ocho especialistas en Santa Teresa conformaban el sólido núcleo de las tertulias que frecuentemente concluían en manifiestos, artículos, crónicas y cartas al director del Diario de Ávila que a duras penas conseguían de vez en cuando ver publicados.
Esta costumbre comenzaba a ser vigilada estrechamente por las autoridades oficiales de la cosa intelectual desde el ayuntamiento y la diputación. No gustaba aquella beligerante actitud del heterogéneo grupo, no constituido ni en mera asociación cultural, siendo mirados por encima del hombro por los numerarios del Ateneo y del Círculo Villanova, ambas entidades de rancio abolengo y que habían denegado sistemáticamente la entrada a los tertulianos de La Muralla.
Arturo Robledo, poeta y carpintero; Venancio Alarcón, poeta, administrativo y blasfemo, ambos respetados como ilustres eruditos en mística comparada mantenían diferentes posturas sobre principios clave acerca de la Santa, pero amigos a fin de cuentas desde aquellos años sesenta en que el servicio militar los unió para casi siempre. Siete hijos cada uno, consecutivos y varones, les otorgaron la noble distinción de hidalgos de bragueta, cuestión muy celebrada por los castellanos. Sus esposas, legítimas, dos santas mujeres danesas llegadas a la península con el lúdico plan de, sol, sangría y cópulas múltiples, pasaron del Benidorm de boîtes y marihuana a la austera y gélida Ávila. Dejaron sus minifaldas olvidadas y adoptaron el traje comunal de las órdenes civiles en la formal comunidad abulense para parir y parir, casi a la par, a sus respectivos siete hijos de cinco kilos al nacer, mal pesados.
Una noche de viernes, en la que casi todos los presentes o estaban acatarrados o de mal humor, surgió un problema de interpretación, otro más, sobre unos versos de la Santa. Arturo, el hidalgo poeta carpintero, ya en un incipiente estado de borrachera agudizado por el jarabe para la tos que estaba tomando, planteó desde su perspectiva marxista la anamorfosis de “Sea mi gozo en el llanto, sobresalto mi reposo, mi sosiego doloroso”.
Dirigiéndose a Venancio, en tono inquisitivo y con cierta mala leche, le propuso resolver el enigma de “mi sosiego doloroso”. Venancio, que tenía unas décimas de fiebre, le contestó con una blasfemia sobre el agua bendita y los santos, de mucho postín retórico, a la vez que golpeó con el puño la mesa de mármol haciendo retemblar los cafés y las copas. Sarita, gordísima y con voz de tenor, le llamó la atención al hidalgo con un contundente: “¡Aquí no blasfema ni dios!”. Arturo, en pronunciada ascensión chinchosa, y envalentonado por la admonición de Sarita, comenzó una exposición delirante sobre el sentido carnal del sufrimiento y sus aspectos sexuales citando textos del sexólogo musulmán, Ali Parker Bowles, de un artículo que había leído en The New Yorker. No se sabe bien porqué las insinuaciones que entre cita y cita dirigía a su amigo Venancio parecían encaminadas a poner en duda su condición legítima de hidalgo de bragueta, sugiriendo la ruptura del honor de hidalguía del administrativo poeta. Aquello descompuso a Venancio de tal forma que soltó una retahíla de juramentos, blasfemias e insultos comparados contra su amigo Arturo que hizo temblar el misterio. El filatélico intentó reconducir el asunto hacia terrenos de calma dialéctica a la par que sujetaba a Venancio para impedir que llegaran a las manos. Arturo, ya muy borracho y subido a un taburete, derivó su disertación hacia la conveniencia de hacer saber al Vaticano su postura sobre la negación del parto místico. Aquí se armó la de San Quintín. Los especialistas en la Santa saltaron las barricadas del silencio y a coro negaron la autoridad del carpintero en su vertiente heurística.
- “¡A la mierda todos!” - dijo Venancio hecho un basilisco.
Apartando a manotazos a los especialistas salió a la calle dando un portazo en las narices de Sarita. Este incidente marcó el principio del fin.
Mal que bien, las aguas se calmaron a lo largo del invierno, encuentro tras encuentro y no sin las discusiones obligadas y los consensos sobre asuntos irresolubles, el bloque cerró filas de nuevo frente al mundo y ya por primavera admitió a un nuevo miembro, un pintor constructivista de Tordesillas muy enfático en sus opiniones sobre el análisis místico de la imaginería española a través del expresionimo abstracto, cosa que dio mucho juego durante semanas y que derivó de forma sorprendente hasta resolverse el tema en un nuevo manifiesto que, a propuesta de Arturo, decía así en su antetítulo: “La Sociedad, destruida desde sus cimientos corruptos no nos sirve a quienes convencidos de lo místico como orden moral propugnamos la abstención de la cópula sustituyéndola por una ascesis a través del arte, las letras y el pensamiento”. A continuación, el título; “NO”. Doce páginas demoledoras.
La firma del manifiesto se produjo en las afueras de Ávila para evitar el intrusismo de los descreídos que pudieran aparecer por la taberna de Sarita. La venta del lebrel, a pocos kilómetros de la ciudad, fue el lugar elegido para la celebración del cónclave frente a cordero asado y ensalada. El dueño, que era de Simancas, presumía de hacer un vino de grado que fue muy bien acogido por los asistentes. El caso es que una vez leído, firmado y santificado con vino, el manifiesto quedó listo para su envío a las instituciones y medios de comunicación mientras lo transustancial del cordero y el vinazo hacía de las suyas en los cuerpos místicos de los congregados. Y ahora coñac, y ahora anís; dieron paso a cancioncillas populares con abrazos sudorosos hasta llegar a la natural calma de fastidioso silencio. Silencio que se rompió por la voz de Arturo cuando manifestó ser el único hidalgo de bragueta legítimo que vería el grupo de La Muralla.
La que se armó fue de órdago. Venancio, escocido desde las insinuaciones del invierno no pudo resistirse y no hubo quién pudiera sujetarlo. Insultos, peroratas sin sentido, disquisiciones y hostias. Partidarios de uno y otro se enzarzaron en una bochornosa pelea. El que más y el que menos tenía un ojo morado y algún coscorrón. Peor parado salió el pintor constructivista que, por nuevo o por memo, recibió de todos. La bronca acabó con la desbandada general. Venancio echó a caminar en dirección a la iluminada Ávila sin querer que nadie lo llevara en coche. Arturo se quedó con el de Simancas echando el último trago de anís y maldiciendo el mundo carnal y la mística.
No se sabe si por el disgusto, el exceso de cordero, de anís, o de gaseosa en el vinazo; le sobrevino a Venanacio mientras caminaba un apretón cuando ya había recorrido un par de kilómetros. Como pudo, sin luz de luna, se apartó de la carretera hacia la cuneta y allí se bajó los pantalones aliviándose en el asunto con mucha profusión de gases y pedorretas. En el instante en que le asaltó la incertidumbre de cómo limpiarse de aquello aparecieron las luces del coche de Arturo haciendo eses por aquella carretera estrecha. Al ver a su amigo en cuclillas en la cuneta frenó de golpe, pero tarde, y fue a llevarse por delante al pobre Venancio rebozado en su deposición.
Debido a las filtraciones de en qué circunstancias sucedió el asunto fue muy discutido en toda Ávila si había sido un accidente o fruto de una enconada rivalidad. En el funeral los catorce vástagos de las dos familias se mantuvieron a una distancia prudente vigilados por la policía municipal para evitar cualquier altercado delante del muerto. El pobre Venancio fue por fin muy alabado por su valía intelectual mediante una reseña monumental en el boletín del Ateneo, firmada por su presidente Ismael Céspedes. Lo que nunca pudo imaginar Arturo es que el propio Don Ismael, tan ponderado en sus manifestaciones, fuera quien daría lugar a su imperecedero estigma cuando pronunció aquella sentencia, como para sí mismo y con cierto pesar, delante de la plana mayor del Ataneo al decir: “Arturo, Arturo… vas a pasar a la posteridad como Arturo el matacagando”.
Sarita pronunció unas palabras muy emotivas una tarde de lluvia ante todos los componentes de La Muralla y se dio por disuelto el grupo, con mucho pesar por parte del constructivista de Tordesillas que buscó amparo en la organización Okupa Ávila.
Así fue como desaparecieron los dos hidalgos de bragueta de los paisajes de Ávila. Uno por un desarreglo intestinal, y el otro desterrado por la presión de la ciudad y de sus siete hijos que soportaban mal el poderoso sobrenombre de los matacagando.
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Las circunstancias
Ávila a las nueve de la noche en enero es un féretro engañoso. Los caminantes no caminan, se desplazan. Doblan las esquinas como si fueran sobre raíles en busca de los portales de sus casas o de algún bar en el que la guindilla y el vino les haga entrar en calor. En la taberna La Muralla, tabernáculo del saber y fogón de callos y perdices, se citaba la élite no oficial de la intelectualidad de andar por casa, de lo cual se sentía muy orgullosa Sarita como dueña del local. Nueve poetas con diversas ocupaciones, un filatélico, un encuadernador, un guardia municipal, dos heraldistas, un pendolista y seis u ocho especialistas en Santa Teresa conformaban el sólido núcleo de las tertulias que frecuentemente concluían en manifiestos, artículos, crónicas y cartas al director del Diario de Ávila que a duras penas conseguían de vez en cuando ver publicados.
Esta costumbre comenzaba a ser vigilada estrechamente por las autoridades oficiales de la cosa intelectual desde el ayuntamiento y la diputación. No gustaba aquella beligerante actitud del heterogéneo grupo, no constituido ni en mera asociación cultural, siendo mirados por encima del hombro por los numerarios del Ateneo y del Círculo Villanova, ambas entidades de rancio abolengo y que habían denegado sistemáticamente la entrada a los tertulianos de La Muralla.
Arturo Robledo, poeta y carpintero; Venancio Alarcón, poeta, administrativo y blasfemo, ambos respetados como ilustres eruditos en mística comparada mantenían diferentes posturas sobre principios clave acerca de la Santa, pero amigos a fin de cuentas desde aquellos años sesenta en que el servicio militar los unió para casi siempre. Siete hijos cada uno, consecutivos y varones, les otorgaron la noble distinción de hidalgos de bragueta, cuestión muy celebrada por los castellanos. Sus esposas, legítimas, dos santas mujeres danesas llegadas a la península con el lúdico plan de, sol, sangría y cópulas múltiples, pasaron del Benidorm de boîtes y marihuana a la austera y gélida Ávila. Dejaron sus minifaldas olvidadas y adoptaron el traje comunal de las órdenes civiles en la formal comunidad abulense para parir y parir, casi a la par, a sus respectivos siete hijos de cinco kilos al nacer, mal pesados.
Una noche de viernes, en la que casi todos los presentes o estaban acatarrados o de mal humor, surgió un problema de interpretación, otro más, sobre unos versos de la Santa. Arturo, el hidalgo poeta carpintero, ya en un incipiente estado de borrachera agudizado por el jarabe para la tos que estaba tomando, planteó desde su perspectiva marxista la anamorfosis de “Sea mi gozo en el llanto, sobresalto mi reposo, mi sosiego doloroso”.
Dirigiéndose a Venancio, en tono inquisitivo y con cierta mala leche, le propuso resolver el enigma de “mi sosiego doloroso”. Venancio, que tenía unas décimas de fiebre, le contestó con una blasfemia sobre el agua bendita y los santos, de mucho postín retórico, a la vez que golpeó con el puño la mesa de mármol haciendo retemblar los cafés y las copas. Sarita, gordísima y con voz de tenor, le llamó la atención al hidalgo con un contundente: “¡Aquí no blasfema ni dios!”. Arturo, en pronunciada ascensión chinchosa, y envalentonado por la admonición de Sarita, comenzó una exposición delirante sobre el sentido carnal del sufrimiento y sus aspectos sexuales citando textos del sexólogo musulmán, Ali Parker Bowles, de un artículo que había leído en The New Yorker. No se sabe bien porqué las insinuaciones que entre cita y cita dirigía a su amigo Venancio parecían encaminadas a poner en duda su condición legítima de hidalgo de bragueta, sugiriendo la ruptura del honor de hidalguía del administrativo poeta. Aquello descompuso a Venancio de tal forma que soltó una retahíla de juramentos, blasfemias e insultos comparados contra su amigo Arturo que hizo temblar el misterio. El filatélico intentó reconducir el asunto hacia terrenos de calma dialéctica a la par que sujetaba a Venancio para impedir que llegaran a las manos. Arturo, ya muy borracho y subido a un taburete, derivó su disertación hacia la conveniencia de hacer saber al Vaticano su postura sobre la negación del parto místico. Aquí se armó la de San Quintín. Los especialistas en la Santa saltaron las barricadas del silencio y a coro negaron la autoridad del carpintero en su vertiente heurística.
- “¡A la mierda todos!” - dijo Venancio hecho un basilisco.
Apartando a manotazos a los especialistas salió a la calle dando un portazo en las narices de Sarita. Este incidente marcó el principio del fin.
Mal que bien, las aguas se calmaron a lo largo del invierno, encuentro tras encuentro y no sin las discusiones obligadas y los consensos sobre asuntos irresolubles, el bloque cerró filas de nuevo frente al mundo y ya por primavera admitió a un nuevo miembro, un pintor constructivista de Tordesillas muy enfático en sus opiniones sobre el análisis místico de la imaginería española a través del expresionimo abstracto, cosa que dio mucho juego durante semanas y que derivó de forma sorprendente hasta resolverse el tema en un nuevo manifiesto que, a propuesta de Arturo, decía así en su antetítulo: “La Sociedad, destruida desde sus cimientos corruptos no nos sirve a quienes convencidos de lo místico como orden moral propugnamos la abstención de la cópula sustituyéndola por una ascesis a través del arte, las letras y el pensamiento”. A continuación, el título; “NO”. Doce páginas demoledoras.
La firma del manifiesto se produjo en las afueras de Ávila para evitar el intrusismo de los descreídos que pudieran aparecer por la taberna de Sarita. La venta del lebrel, a pocos kilómetros de la ciudad, fue el lugar elegido para la celebración del cónclave frente a cordero asado y ensalada. El dueño, que era de Simancas, presumía de hacer un vino de grado que fue muy bien acogido por los asistentes. El caso es que una vez leído, firmado y santificado con vino, el manifiesto quedó listo para su envío a las instituciones y medios de comunicación mientras lo transustancial del cordero y el vinazo hacía de las suyas en los cuerpos místicos de los congregados. Y ahora coñac, y ahora anís; dieron paso a cancioncillas populares con abrazos sudorosos hasta llegar a la natural calma de fastidioso silencio. Silencio que se rompió por la voz de Arturo cuando manifestó ser el único hidalgo de bragueta legítimo que vería el grupo de La Muralla.
La que se armó fue de órdago. Venancio, escocido desde las insinuaciones del invierno no pudo resistirse y no hubo quién pudiera sujetarlo. Insultos, peroratas sin sentido, disquisiciones y hostias. Partidarios de uno y otro se enzarzaron en una bochornosa pelea. El que más y el que menos tenía un ojo morado y algún coscorrón. Peor parado salió el pintor constructivista que, por nuevo o por memo, recibió de todos. La bronca acabó con la desbandada general. Venancio echó a caminar en dirección a la iluminada Ávila sin querer que nadie lo llevara en coche. Arturo se quedó con el de Simancas echando el último trago de anís y maldiciendo el mundo carnal y la mística.
No se sabe si por el disgusto, el exceso de cordero, de anís, o de gaseosa en el vinazo; le sobrevino a Venanacio mientras caminaba un apretón cuando ya había recorrido un par de kilómetros. Como pudo, sin luz de luna, se apartó de la carretera hacia la cuneta y allí se bajó los pantalones aliviándose en el asunto con mucha profusión de gases y pedorretas. En el instante en que le asaltó la incertidumbre de cómo limpiarse de aquello aparecieron las luces del coche de Arturo haciendo eses por aquella carretera estrecha. Al ver a su amigo en cuclillas en la cuneta frenó de golpe, pero tarde, y fue a llevarse por delante al pobre Venancio rebozado en su deposición.
Debido a las filtraciones de en qué circunstancias sucedió el asunto fue muy discutido en toda Ávila si había sido un accidente o fruto de una enconada rivalidad. En el funeral los catorce vástagos de las dos familias se mantuvieron a una distancia prudente vigilados por la policía municipal para evitar cualquier altercado delante del muerto. El pobre Venancio fue por fin muy alabado por su valía intelectual mediante una reseña monumental en el boletín del Ateneo, firmada por su presidente Ismael Céspedes. Lo que nunca pudo imaginar Arturo es que el propio Don Ismael, tan ponderado en sus manifestaciones, fuera quien daría lugar a su imperecedero estigma cuando pronunció aquella sentencia, como para sí mismo y con cierto pesar, delante de la plana mayor del Ataneo al decir: “Arturo, Arturo… vas a pasar a la posteridad como Arturo el matacagando”.
Sarita pronunció unas palabras muy emotivas una tarde de lluvia ante todos los componentes de La Muralla y se dio por disuelto el grupo, con mucho pesar por parte del constructivista de Tordesillas que buscó amparo en la organización Okupa Ávila.
Así fue como desaparecieron los dos hidalgos de bragueta de los paisajes de Ávila. Uno por un desarreglo intestinal, y el otro desterrado por la presión de la ciudad y de sus siete hijos que soportaban mal el poderoso sobrenombre de los matacagando.
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