Errabundo
Publicado: Lun, 24 Nov 2014 1:00
[RIGHT]El mundo horrible que tengo en la cabeza. Pero cómo liberarme y liberarle sin tener que desgarrar. Y es mil veces mejor desgarrar que retenerlo o enterrarlo en mi interior. Por eso estoy aquí, eso me es del todo claro”. (F.Kafka, en Diarios).[/RIGHT]
Avanzo a través de una cortina de humo,
sólo escucho el ruido de las persianas
que se cierran a mi paso. Temo continuar.
-¿Qué me espera al otro lado?
¿Qué hago con los tristes azucarillos?
-Viértelos, deja tu rastro,
quizás alguien siga tus pasos.
-¿Quién habló? Creí estar solo.
-¿Solo? ¿Crees que eres el único que erró?
Intento orinar, desahogar mis penas,
pero los dedos en racimos se elevan,
flotando en el aire;
parecen ancianos furiosos
tratando de arañar mis ojos.
Así que debo andarme con cuidado,
no perder, definitivamente, el bien más preciado.
Porque si ya nadie me viera penar,
se cerrarían los puños y los dientes,
aplastando y masticando ruiseñores de barro.
Y ya saben los niños al nacer, cuando lloran,
que el canto de la tierra airada
abrasa la ternura del cielo.
-¡Por Dios! ¿No hay nadie ahí?
¿A nadie le importa que el odio infle los pulmones,
reventando la boca del hombre
que sólo quiere respirar?
-Sigue caminando y soplando azucarillos,
procura llorar tu pena, antes que ella
te arranque los ojos.
-Entonces, ¿quién aplastó los racimos de uvas?
-¿Aún te atreves a preguntar?
Corre, miserable criatura, antes que baje la última persiana.
-Anda, corre, ven, dame tu mano -susurra una niña,
batiendo huevos y llorando.
Avanzo hacia ella, soplando al aire los azucarillos.
Escucho el llanto en su cuna.
Su fina aguja atraviesa mi garganta,
tratando de inocular más lágrimas.
Las vísceras estallan de pena,
sacudiendo el oro triste de la entraña.
Vomito los coágulos de sangre,
y roja de ira estalla la vida;
esperando su fermentación.
Sintiéndolo mucho ruedo,
atravesando la persiana que se cierra;
con los ojos bien abiertos y casi sin aliento,
espero respirar al otro lado.
Allí me espera un anciano,
que llorando y orinando mariposas
parece lamentarse.
Y una niña de pelo blanco,
lleva a hombres de la mano;
con suavidad derrama el llanto del vino
en las bocas sedientas de sangre.
Me bebo el ansia del conocimiento,
y no puedo dejar de llorar,
orinar y eyacular la ternura.
Sólo queda un esqueleto de hormigas
arrastrando mi condena
entre los campos blancos de la ternura,
y soñando ser el polvo de un claro cielo.
La sombra negra y alargada
orina sobre la nieve,
imagina un racimo de ojos;
ojos dulces de la ira
que me miran al cerrar sus párpados.
Avanzo a través de una cortina de humo,
sólo escucho el ruido de las persianas
que se cierran a mi paso. Temo continuar.
-¿Qué me espera al otro lado?
¿Qué hago con los tristes azucarillos?
-Viértelos, deja tu rastro,
quizás alguien siga tus pasos.
-¿Quién habló? Creí estar solo.
-¿Solo? ¿Crees que eres el único que erró?
Intento orinar, desahogar mis penas,
pero los dedos en racimos se elevan,
flotando en el aire;
parecen ancianos furiosos
tratando de arañar mis ojos.
Así que debo andarme con cuidado,
no perder, definitivamente, el bien más preciado.
Porque si ya nadie me viera penar,
se cerrarían los puños y los dientes,
aplastando y masticando ruiseñores de barro.
Y ya saben los niños al nacer, cuando lloran,
que el canto de la tierra airada
abrasa la ternura del cielo.
-¡Por Dios! ¿No hay nadie ahí?
¿A nadie le importa que el odio infle los pulmones,
reventando la boca del hombre
que sólo quiere respirar?
-Sigue caminando y soplando azucarillos,
procura llorar tu pena, antes que ella
te arranque los ojos.
-Entonces, ¿quién aplastó los racimos de uvas?
-¿Aún te atreves a preguntar?
Corre, miserable criatura, antes que baje la última persiana.
-Anda, corre, ven, dame tu mano -susurra una niña,
batiendo huevos y llorando.
Avanzo hacia ella, soplando al aire los azucarillos.
Escucho el llanto en su cuna.
Su fina aguja atraviesa mi garganta,
tratando de inocular más lágrimas.
Las vísceras estallan de pena,
sacudiendo el oro triste de la entraña.
Vomito los coágulos de sangre,
y roja de ira estalla la vida;
esperando su fermentación.
Sintiéndolo mucho ruedo,
atravesando la persiana que se cierra;
con los ojos bien abiertos y casi sin aliento,
espero respirar al otro lado.
Allí me espera un anciano,
que llorando y orinando mariposas
parece lamentarse.
Y una niña de pelo blanco,
lleva a hombres de la mano;
con suavidad derrama el llanto del vino
en las bocas sedientas de sangre.
Me bebo el ansia del conocimiento,
y no puedo dejar de llorar,
orinar y eyacular la ternura.
Sólo queda un esqueleto de hormigas
arrastrando mi condena
entre los campos blancos de la ternura,
y soñando ser el polvo de un claro cielo.
La sombra negra y alargada
orina sobre la nieve,
imagina un racimo de ojos;
ojos dulces de la ira
que me miran al cerrar sus párpados.