En el parque
Publicado: Lun, 10 Nov 2014 1:16
Con la silueta adormecida en las entrañas de un parque
desdibuja la noche,
el lienzo puntillista con polvo de sí misma
y una luna allá en el vértice
anclada en la elasticidad de un suspiro.
Engarzada en un banco
sobrevive al sueño fugaz de alguna estrella,
navega en el silencio
buscando el verso náufrago que llevar a los labios,
se vacía
para albergar el pliegue de un anhelo
derretido en las sombras.
Bajo la única farola que ilumina el mundo
deja sueltos los sueños
como perros hambrientos ladrando a las estatuas,
al fantasma del cuarto de los trastos
donde nunca entra por miedo a encontrarse,
por temor al olvido,
al desencuentro de su voz con el silencio
que pernocta en las esquinas
de aquella radio antigua.
Recuerda,
con grietas en los párpados,
aquellos besos tartamudos en la ermita,
el dibujo de sus brazos hilvanando acueductos,
la sonrisa primera, los primeros esbozos,
el escondite mutante de la caricia diaria
y el temblor en las piernas
al tacto novicio de la humedad del cielo.
Se deslizan, paralelos al sauce,
la inocencia y el grito adolescente
como dos amantes locos por volver a la luz,
por regresar a esa curva
donde la velocidad era un abrazo de balde
y el precipicio anexo
una lección de vuelo en el aliento de dios.
Extraña tanto,
un cerrar de ojos resulta tan lejano,
tan promiscuo,
que marcha a casa dejando tras sus huellas
esa escarcha insomne
que perdura en el alba sobre las hojas muertas.
Y se tiende a soñar,
a desvariar sus flechas de amazona triste
sobre un perímetro líquido de tangencias equívocas,
a morirse despacio, a quebrarse en esferas
y dejar que la madrugada gire
sobre la mano hueca de un sonámbulo.
Mientras aquel sauce, despierto todavía,
llora verde sobre la hierba oscura.
desdibuja la noche,
el lienzo puntillista con polvo de sí misma
y una luna allá en el vértice
anclada en la elasticidad de un suspiro.
Engarzada en un banco
sobrevive al sueño fugaz de alguna estrella,
navega en el silencio
buscando el verso náufrago que llevar a los labios,
se vacía
para albergar el pliegue de un anhelo
derretido en las sombras.
Bajo la única farola que ilumina el mundo
deja sueltos los sueños
como perros hambrientos ladrando a las estatuas,
al fantasma del cuarto de los trastos
donde nunca entra por miedo a encontrarse,
por temor al olvido,
al desencuentro de su voz con el silencio
que pernocta en las esquinas
de aquella radio antigua.
Recuerda,
con grietas en los párpados,
aquellos besos tartamudos en la ermita,
el dibujo de sus brazos hilvanando acueductos,
la sonrisa primera, los primeros esbozos,
el escondite mutante de la caricia diaria
y el temblor en las piernas
al tacto novicio de la humedad del cielo.
Se deslizan, paralelos al sauce,
la inocencia y el grito adolescente
como dos amantes locos por volver a la luz,
por regresar a esa curva
donde la velocidad era un abrazo de balde
y el precipicio anexo
una lección de vuelo en el aliento de dios.
Extraña tanto,
un cerrar de ojos resulta tan lejano,
tan promiscuo,
que marcha a casa dejando tras sus huellas
esa escarcha insomne
que perdura en el alba sobre las hojas muertas.
Y se tiende a soñar,
a desvariar sus flechas de amazona triste
sobre un perímetro líquido de tangencias equívocas,
a morirse despacio, a quebrarse en esferas
y dejar que la madrugada gire
sobre la mano hueca de un sonámbulo.
Mientras aquel sauce, despierto todavía,
llora verde sobre la hierba oscura.