Editorial Alaire

Ricardo Serna G escribió: ↑Jue, 08 May 2008 12:42 Francisco Lobo,

Genial, maestro
calidad y belleza
se unen.... Vida que hace vibrar
de emoción a la vida que lee
y siente


Lo felicito

Un abrazo fuerte

Rafel Calle escribió: ↑Dom, 01 May 2022 7:08 Los mejores poemas de Paco Lobo en Alaire: Más allá de la niebla.

Francisco Lobo escribió: ↑Jue, 08 May 2008 11:39 Más allá de la niebla, donde vive mi memoria,
en el sombrío territorio donde nunca jamás,
aún veo un ascua, leve luz,
el pequeño sonido de una infancia.
Olía a nada: por aquél tiempo
ni tan siquiera olía: aún no había entrado la existencia
debajo de mis ropas.
El Sol era muy grande, como los años y las manos de mi madre.
Cada día, dejaba alguna escama de inocencia
y escuchaba las libélulas,
posadas en el verdín de la estatua, en la plaza.
Habitaba el silencio. Amé, después,
cuanto cupo en mis manos,


































pero llegué a un jardín emborrachado en el tormento,
donde llueve ácido
y las estatuas están agrietadas
por feroces cuchillos de impiedad.
Dicen que me hice hombre: lo dudo.
Lo cierto es que vinieron musgos a mis huesos,
mis ojos se desnudaron de luz y,
tras el encaje y la escarcha,
soy una estatua fúnebre perdida en las tinieblas,
que aún escucha, en la fuente del jardín,
el vuelo de las libélulas.

Extraordinario poema, lo han dicho todo con la verdad por delente. Precioso, poeta amigo.

Desde la soledad de mi isla, un fuerte abrazo.

José Manuel F. Febles

Francisco Lobo escribió: ↑Jue, 08 May 2008 11:39 Más allá de la niebla, donde vive mi memoria,
en el sombrío territorio donde nunca jamás,
aún veo un ascua, leve luz,
el pequeño sonido de una infancia.
Olía a nada: por aquél tiempo
ni tan siquiera olía: aún no había entrado la existencia
debajo de mis ropas.
El Sol era muy grande, como los años y las manos de mi madre.
Cada día, dejaba alguna escama de inocencia
y escuchaba las libélulas,
posadas en el verdín de la estatua, en la plaza.
Habitaba el silencio. Amé, después,
cuanto cupo en mis manos,
pero llegué a un jardín emborrachado en el tormento,
donde llueve ácido
y las estatuas están agrietadas
por feroces cuchillos de impiedad.
Dicen que me hice hombre: lo dudo.
Lo cierto es que vinieron musgos a mis huesos,
mis ojos se desnudaron de luz y,
tras el encaje y la escarcha,
soy una estatua fúnebre perdida en las tinieblas,
que aún escucha, en la fuente del jardín,
el vuelo de las libélulas.

Francisco Lobo escribió: ↑Jue, 08 May 2008 11:39 Más allá de la niebla, donde vive mi memoria,
en el sombrío territorio donde nunca jamás,
aún veo un ascua, leve luz,
el pequeño sonido de una infancia.
Olía a nada: por aquél tiempo
ni tan siquiera olía: aún no había entrado la existencia
debajo de mis ropas.
El Sol era muy grande, como los años y las manos de mi madre.
Cada día, dejaba alguna escama de inocencia
y escuchaba las libélulas,
posadas en el verdín de la estatua, en la plaza.
Habitaba el silencio. Amé, después,
cuanto cupo en mis manos,
pero llegué a un jardín emborrachado en el tormento,
donde llueve ácido
y las estatuas están agrietadas
por feroces cuchillos de impiedad.
Dicen que me hice hombre: lo dudo.
Lo cierto es que vinieron musgos a mis huesos,
mis ojos se desnudaron de luz y,
tras el encaje y la escarcha,
soy una estatua fúnebre perdida en las tinieblas,
que aún escucha, en la fuente del jardín,
el vuelo de las libélulas.

Ana Estepa escribió: ↑Mar, 03 May 2022 10:35 Un poema muy melancólico, Francisco.
Con unas imágenes muy potentes y expresivas.
Cala hondo, transmites tus recuerdos de forma muy bella.
Disfrute la lectura.

Francisco Lobo escribió: ↑Jue, 08 May 2008 11:39 Más allá de la niebla, donde vive mi memoria,
en el sombrío territorio donde nunca jamás,
aún veo un ascua, leve luz,
el pequeño sonido de una infancia.
Olía a nada: por aquél tiempo
ni tan siquiera olía: aún no había entrado la existencia
debajo de mis ropas.
El Sol era muy grande, como los años y las manos de mi madre.
Cada día, dejaba alguna escama de inocencia
y escuchaba las libélulas,
posadas en el verdín de la estatua, en la plaza.
Habitaba el silencio. Amé, después,
cuanto cupo en mis manos,
pero llegué a un jardín emborrachado en el tormento,
donde llueve ácido
y las estatuas están agrietadas
por feroces cuchillos de impiedad.
Dicen que me hice hombre: lo dudo.
Lo cierto es que vinieron musgos a mis huesos,
mis ojos se desnudaron de luz y,
tras el encaje y la escarcha,
soy una estatua fúnebre perdida en las tinieblas,
que aún escucha, en la fuente del jardín,
el vuelo de las libélulas.