AMOR, EN MI MAYOR.

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Gerardo Mont
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AMOR, EN MI MAYOR.

Mensaje sin leer por Gerardo Mont »

“Veinte años son una vida completa. En veinte años uno puede acercarse mucho a sus sueños por más distantes que sean o puede alejarse de ellos tanto, como para no recordarlos”, decía José Astorga con cierta melancolía en la voz, a su compañero y amigo del alma, Roberto, durante la hora del almuerzo y del Informativo de las doce de aquel viernes. Las ocho horas de oficina diarias, viendo los mismos rostros y escuchando las mismas historias con matices distintos, van haciendo que las diferencias, las rencillas, aun los odios y las amistades se conviertan en íntimas…, en más profundas de lo prudente para la salud humana que requiere de cierta privacidad para preservar el respeto. Así, José escuchaba a su amigo como se escucha a una madre, con el sacro respeto del que se sabe bien querido y mejor orientado, y desnudaba ante él su alma con una pasión desmedida, a veces, y “nada conveniente a los roles de un macho”(le advertía Roberto, un poco en broma, un poco en serio).
“Debes resolver eso, antes de que los consuma a los dos”, cerró Roberto aquel día, su larga disertación sobre el amor y las decisiones que le atañen y luego se levantó apresurado. Desde la esquina del salón de comidas, junto a los ventanales del segundo piso, José lanzó una mirada a la ciudad fatigada de tanto correr sin rumbo fijo, sin metas sensatas que alcanzar y luego fijó sus ojos en las lejanías de la Sabana, en el punto donde imaginaba que estaría su mujer, trabajando también, entre gente que la haría sentir mejor que él, halagando su belleza, su buen desempeño, su manera de vestir, su inteligencia.
Después de lidiar con la marea alcalina, José se enfiló entre papeles hacia el crepúsculo. La tarde había sido realmente bella, pero pasó desapercibida frente a su ventana, que estrenaba cada instante, rostros y autos que José no definía y que así, sin alguien que les dé su nombre, no son más que una masa informe de la que se desprenden partes de rato en rato. Cuando salió casi de último, se despidió de los pocos que quedaban, y que sabían que iba de vacaciones de fin de semana, para lo cual había sacado libre el lunes. Su jefe inmediato le había puesto por condición que dejara el trabajo adelantado, “para no facilitarles excusas a otros que son buenos para tenerse los huevos”. José era de los empleados destacados y al menos dos o tres veces al año ganaba la distinción del “Empleado del Mes”. Él como muchos era de esos tipos que añoran sus labores de oficina, ese tiempo en que los asuntos personales pasan a segundo plano y las neuronas se ocupan de cosas que no les permiten escarbar en las realidades propias. Aunque, como se lo repetía Roberto, él no tenía razones reales por las cuales quejarse.
El trayecto hasta su casa, y de paso por su mujer, era relativamente corto, pero las presas a las horas pico hacían de aquella distancia toda una odisea de madrazos, de disgustos, “de verse a un pelito de un accidente”, de desesperación. “Una especie de gas delirante se libera a estas horas haciendo de todos los atascados un batido surreal, de rojos, negros y púrpuras”, cavilaba José, con su característica imaginación desbordada. Y luego pensaba en su mujer esperándolo, expuesta en la acera a esas miradas que desnudan, a esas promesas de extraños desplegándole un catálogo de cosas que le harían, si por alguna razón inexplicable se volvía loca y se subía al auto de un sucio desconocido o tomaba la mano de algún vulgar transeúnte camino a cualquier motelillo de a "cinco rojos la hora". “Sin duda tendría que volverse loca para algo así – se decía – , después de días y años lidiando con mejores partidos, empleados subordinados o superiores de muy alto rango en el gobierno central, que harían cualquier cosa por llevársela a la cama. De verdad que es buena – seguía diciéndose –, porque si no como continuaba con él, que hacía pocos méritos, ante una mujer acostumbrada a tener la atención”. Además, aunque él ostentaba un puesto para nada despreciable y un salario a tono con el mismo, ella en cuanto a logros laborales lo superaba, y por mucho.
De pronto, el gran edificio donde trabajaba Flor le sacó pecho frente a frente y él se intimidó como cada vez. Miró de reojo el quinto piso, a pesar de que sabía que su mujer tendría que estar fuera desde hacía un buen rato. Y entonces, José, al llegar al punto y sorprenderla fija en el periódico para esquivar el acoso, le decía, como ésta, cada vez: “Mami, ya llegó su sucio” y ella levantaba la mirada, reía y se apresuraba al auto. En realidad el entendimiento de la pareja parecía de diez.
Sin embargo, José y Flor después de veinte años de matrimonio no se tuteaban, aunque habían aprendido a llamarse “amor” con toda la intimidad que les permitía la ausencia del “mi”. Pero, a las horas del sexo (porque nunca eran menos de dos y hasta cuatro o cinco los fines de semana) se permitían todos los excesos que en pareja se pueden realizar, omitiendo solamente aquellos en los que se requería de las habilidades del contorsionista. La palabra “creatividad”, sin duda, podría definir cada noche de entre semana y cada madrugada y amanecer de los fines de semana, pero luego volvían a la rutina del “sÍ” y del “no” sin cruzar mucho las miradas. Quizás se sentían –habían concluido cuando decidieron evaluar su relación tiempo atrás– como un par de desconocidos que no debían haber hecho lo que hicieron, sin la “red afectiva” que previera las caídas, sobre todo después de tantas “confesiones sucias”. La pareja, adicta al aturdimiento que la química provoca en los cuerpos, solía potenciar el placer, activando las sensaciones latentes que se van encajando durante el día, y las fantasías que éstas generan. “El juego sexual que se alimenta de la imaginación es necesario para las relaciones sanas…, para no caer en la rutina”, le había dicho Roberto, como quién dice una máxima irrefutable, y José, por supuesto lo había implementado en su cama. Sin embargo, a pesar de la infalible receta, José notaba que en su esposa crecía un recelo, por las compañeras que de alguna manera incitaban su libido. Y aunque por su parte, en lo que a él concernía, era bastante tolerante con ella, nunca terminó de tragarse sus exploraciones por las tierras eróticas donde gobernaba Roberto, que aunque no era su conocido personalmente, excepto en algunas fotografías en las que medio asomaba su rostro entre el montón, extrañamente significaba un elemento erótico muy fuerte para su mujer. Y si bien, éste no sabía nada, y él tampoco tenía la mínima intención de hacérselo saber, últimamente le era un poco incómodo mirarlo a los ojos.
José y Flor no tenían hijos. La endometriosis de Flor no había cedido a los tratamientos y el sueño de un crío con sus lágrimas y sus risas, con los complementos de los biberones, o mejor todavía, de “la teta”, a la hora precisa – si la providencia les hubiere otorgado el paquete completo –, así como los pañales adecuados, las cremas, el médico, las carreras propias de la crianza, los juguetes y el ruido en casa, se fue desvaneciendo, como se desvanecen los bellos especímenes humanos, que se aclaran por segundos frente a las ventanas del lugar de trabajo y luego se convierten en siluetas, y poco a poco en unas que podrían ser cualquier otra cosa y que terminan desembocando en la nada.
De alguna manera el sueño fallido de un crío, se convirtió en el luto por una realidad frustrada, y luego en el párvulo espectral que se paseaba en el vacío que él había generado entre ellos después de ese deceso que se llama desesperanza.
“¿Acaso habitamos un santuario?”, explotó José, una de tantas veces, que su esposa durante el día le hiciera bajar la voz. Criado en una familia de muchos varones, el timbre grueso, la voz en alto compitiendo sobre las otras por un reinado necesario, para no ser ignorado y pasar la vida escupiendo palabras que a nadie mojan, era lo cotidiano para los Astorga, que además iban perdiendo el oído a paso lento pero seguro; y de tal manera que después de los cincuenta, ya todos carecían del don de la modulación, y tenían además, que solicitar el reprise de lo dicho, muchas veces, en el ínterin de esos chasquidos de tiempo que llamamos días. Pero, por otra parte, siendo que en la familia Astorga las mujeres ponían las reglas, no fue difícil para José acomodarse a las solicitudes de su esposa. “Ya vendría el tiempo en que ella tendría que soportarlo, cuando su oído se cansara de escuchar las estupideces que saturan las vías de la comunicación entre parejas”, se dijo.
Y como José desde niño había desarrollado un gusto desmedido por la lectura, no fue difícil para él regresar nuevamente al silencio adictivo de los libros. Lidiando con la obesidad a edad temprana, había desarrollado una especie particular de introversión, una que desde el exterior era imposible de percibir. Cuando sus compañeros lo emplazaban a participar de sus actividades propias de niños adelantados a su edad, él hacía alarde de sus dotes de buen orador, y de improvisador de anécdotas de gran comicidad, en las que involucraba a sus compañeros, devolviéndoles, inteligentemente, las burlas que le iban acertando. Sacaba de su manga como un hábil prestidigitador, crueles genialidades, por lo que poco a poco sus adversarios se convirtieron en aliados, para no ser víctimas de su talento. Sin embargo, mientras que el sol de la amistad se iba instalando en su paisaje con todas sus variantes: soles que queman, soles alegres, soles de playa, soles tímidos en los lugares altos asomando su nariz húmeda entre las nubes, soles pendientes…; él iba cerrando las oscuras cortinas de su ánimo, en secreto, y la de sus complejos, siempre sangrantes, tras la sonrisa fingida, que sólo paliaba – sobre todo cuando abordó la pubertad –, un dolor inexplicable, absurdo a veces.
Con masturbación, dietas rigurosas y lecciones de las diferentes materias en las que destacaba, que en realidad camuflaban sesiones de sexo prematuro con jovencitas que no obedecían a sus padres, José desinfectaba sus inexplicables heridas…, “casi estigmas del alma”. Luego, con el tiempo llegó el amor a inquietarle esa zona del ser, que durante la temprana juventud fue acallada con otras ocupaciones: “llenando de vocablos la voz del instinto”. Fue así, como en una de varias fallidas, pero muy parecidas a lo que tendría que ser, conoció al único amor de su vida y a la única mujer con la que imaginaría un hogar, con todo lo que implica. Y ella, no más con su presencia, abrió algunas hendijas por las que se colaba el sol en su oscura perspectiva de la vida.
“…Pero que rápido corre el tiempo. Usain es un lentito a la par de él”, solía decir José, mientras veía venir con cierto terror los cuarenta. Sin embargo, los cuarenta le llegaron a la pareja sin novedades ni pendientes, en el seno de un hogar casi completo, casi feliz, casi sincero; porque “definitivamente no existen absolutos”. Habían viajado tanto, que tácitamente, tras unas cuantas miradas, habían acordado suspender la aventura con una decepción “hitleriana”, se podría decir.
“Hitler, cuando su colaborar gay le anuncio el fracaso de su empresa buscando el Santo Grial – lo que desencadenara el suicidio de éste último –, se avocó a otras empresas igual de absurdas buscando poderes místicos, pero sin permitirse otra vez, decepciones, aunque no encontrara nada tampoco”, había comentado alguna vez José, durante una de sus lecturas y sin asegurarse de la atención de su esposa, a lo que ella asentía, sin haber escuchado – como tantas veces – lo que decía su marido. Así también (como llega la decepción abruptamente) la pareja decidió, en honor a la prudencia, a la sensatez y a la madurez propia de su edad, dedicarse a actividades que involucraran más, el uno al otro. Por supuesto y sin que lo supiera Flor, José fue alentado a sacar la tarea, por su amigo Roberto.
Ese domingo de la semana anterior, uno de tantos que van cayendo sin que nadie los junte, en un esfuerzo mañanero, después del buen sexo y tras unas copas de sábado que consumieran las horas del sueño, la pareja decidió evaluar sus cartas en el juego y jugar juntos (por decirlo de alguna manera). Fueron puntuales, por la falta de costumbre de dilatar conclusiones para ir quemando el tiempo, como lo hacen las parejas felices. José anotaba en una libreta sus puntos y los puntos de ella con la ilusión de “conformar una imagen, con los suficientes pixeles, para que se pareciera a la realidad esperada por los que se unen sin coacción y hacen de la vida una aventura de a dos”.
Flor:
- Más y mejor atención. Conversar sobre novelas de la tele, sobre las ventas por catálogo. Salir de compras o al cine. Ya no más viajes largos, pero explorar el país los fines de semana, para también tener sexo en otras camas y no sólo entre las cuatro paredes de la habitación.
- Olvidar por un buen tiempo tratamientos costosos y la necesidad de niños en la casa y después de ese tiempo considerar la adopción.
- Que me dé cuenta de lo que estoy comiendo y deje a un lado el libro para conversar, al menos durante ese rato.
- Más besos fuera de la cama.
José:
- Compartir ratos de lectura al gusto de ambos y luego comentar las mismas.
- Ver partidos de fútbol juntos (al menos los más importantes) y compartir algunos cocteles.
- Aprender poco a poco a tutear al otro.
- Planificar los fines de semana fuera de la casa sin dejar de compartir los ratos de sexo.
Con toda la sinceridad de que eran capaces, celebraron las coincidencias y en las demás cosas prometieron el mejor esfuerzo. Durante la semana intentaron una y otra vez el “vos”, aunque el “usted”, se negaba a abandonar la nave.
Cada vez que coincidían por la casa se decían cosas, a veces tontas, y que desataban cierta incomodidad, pero en el fondo ambos lo agradecían, porque “de las pequeñas cosas se compone el amor”–citaba Flor a su abuela, cuando José cuestionaba la necesidad de decir esas “babosadas” que lo hacían sentirse cursi–. La comida mejoró y los halagos no se hicieron esperar. Las noches seguían siendo buenas.
Flor recordaba, cada vez que tenía que cocinar o que tenía intimidad con su esposo, las frases del condimento en la cocina con las que su abuela aderezaba la vida: “Una pizca de sal y otra de azúcar y nada queda mal”, “un poco de picante y el gusto sale adelante”, “y que no falten los olores, porque sabores son amores”. Y ella como nieta aplicada, generalizó los conceptos, por lo que no admitía sexo que no estuviere bien condimentado. Y ahora – entendía –, “había llegado el momento de aderezar la vida”.
En esos días ambos experimentaron el inmensurable poder de la costumbre, reclamándolos para sus moldes, tanto que en tres días casi desisten, pero continuaron, porque no adivinaban en el otro una condición similar a la propia.
Los días se fueron desgranando lento. Ese lunes eterno, José buscó el consejo de Roberto nuevamente y escuchó la misma receta y la misma y la misma, los días subsiguientes. Flor, más astuta con sus cosas personales, solamente lanzó preguntas impersonales entre las compañeras a las horas del chisme y la comida, tratando de despertar el tema entre ellas mientras escuchaba con atención. El lunes preguntó, a la primera oportunidad, donde se plegó la conversación acercándose a los suyo: “¿qué creen de que ‘todos los hombres son iguales’?”, el martes: “¿qué tan cierto es que los hombres separan el amor y el sexo?”, el miércoles: “¿puede ocurrir que un hombre deje de amar a su mujer, pero la siga deseando intensamente o viceversa, que la ame pero no la desee?, el jueves: “¿cuáles son los remedios caseros para curar el amor en pareja?” y el viernes: “¿Se pueden anticipar las infidelidades de la pareja y en uno mismo?”. Flor entonces, tuvo un panorama más amplio de las relaciones humanas entre dos que deciden juntarse, y con ese fundamento conformó sus propias teorías.
Llegó el fin de semana. Ambos habían planificado cuidadosamente lo que llamaron “aventura en tierra firme”. Con un poco de temor al fracaso en la parte que les tocaba, subieron al auto las maletas preparadas el día anterior y se enrumbaron hacia la costa Atlántica.
En el camino, Flor accionó la perilla para la llave maya, y la música de los tiempos de noviazgo y del gusto de ambos, empezó a sonar infatigable. Aunque el artificio no fue muy ingenioso, sino, más bien trillado, recordar les hizo bien, y poco a poco se fueron soltando de una extraña rigidez de ánimo que les había asaltado, en lugar del sentimiento, que se suponía debía acompañar a las románticas en inglés, pero que inadvertidamente, los hizo sentir atenazados.
De cuando en cuando José le acariciaba la mano y ella no se atrevía a quitarla de la posición adecuada sin una buena excusa. “Así es el amor – pensó ella –, no anda buscando excusas”.
Se detuvieron una sola vez, a desayunar a una hora del destino. Se miraron y José dijo: “Está pendiente lo de anoche”, Flor sonrió un poco sonrojada, mientras asentía con la cabeza. En la mesa contigua, la reacción de dos padres de edad media y de su hija adolescente, indicaba que habían escuchado. Él tocó sus piernas, notando que su mujer aún guardaba, un tanto de ese pudor que hace tan atractivas a las inexpertas. La adolescente captando de reojo el acto, se desbordó en recuerdos de encuentros recientes. La madre le arrugó las cejas, pero ella siguió con su mirada boba, hacia adentro. El padre miró a la madre, como inquiriendo: “¿recordás?”.
El paisaje era exquisito, como un cóctel de colores que anticipan glorias. “Si los tonos vivos atrajeron a esta tierra, las raíces profundas del Cabécar, del Bribrí y del Negro, tierra de lluvias y soles con sabor intenso, ¿cómo no iba a atraerlos a ellos, compleja gente de ciudad con interiores púrpura?”, pensó José, mientras su mujer indagaba en el lago verde y traslúcido de sus ojos, notando por primera vez esa tristeza en sus profundidades, como peces amarillos que se juntan, intentando un sol. Ella entonces, sintió una especie de conmiseración que los envolvió a ambos; a él por lo que se guardaba sin permitirse la purificación interna de desahogar culpas y tristezas y a ella, por no saber ganarse esa confianza que va trenzando las almas gemelas.
Por un rato, el paisaje no tuvo quién definiera su belleza desde la inercia de aquel punto, luego las señales que anunciaban la proximidad del hotel, devolvieron los colores al alma de las cosas.
El hotel desde la parte alta de la carretera, prometía un oasis de descanso y de placer. El sonido del mar, la brisa con olor a sal, los cuerpos con olor a coco y la rítmica música de un oleaje tranquilo, desplegaban la parte lenta y suavemente expresiva de su danza, preparándose así, para una noche de crestas que se despeñarían en las rocas como en una orgía “sado”, para las brisas silbando entre las palmeras la voluntad del cambio, para los cuerpos que bailan los sensuales bailes caribeños.
La bienvenida del guarda, a la entrada, la sonrisa ensayada infinidad de veces hasta darle la tonalidad exacta entre agradable y conmovida, de la recepcionista, el Botones con su mejor definición de “servicial” aunque sin duda, un poco decepcionado anticipando una raquítica propina en colones, les activaron esa condición que se manifiesta con una exhalación y una serie de músculos que se relajan. Flor destacó la forma de herradura del hotel y dijo: “buena suerte”, guiñándole un ojo a su marido. José señaló las suites del segundo piso, todas con balcones como bocas alimentándose de un paisaje paradisíaco, con un voraz apetito. Poco después, el Botones les daba indicaciones y les entregaba la maleta frente a la puerta aún cerrada, y se alejó después de su propina. “¿Por qué no habrá entrado a mostrar la habitación como es costumbre?”, preguntó Flor, mientras José accionaba el mecanismo y respondía, “tal vez para que haga esto” y tomó a su mujer entre los brazos, pateó la puerta, y un camino de pétalos rojos y blancos, apuntando hacia el lecho, donde dos cisnes formados con toallas dibujaban un corazón, junto a una botella de vino, los recibió. “Mi amor…”, dijo la mujer con un nudo en la garganta, al oído de José.
El marido puso a su esposa sobre la cama con gran cuidado, imaginando mientras lo hacía que los “malos rollos” dormían y podrían despertarse, e inició un recorrido por su cuerpo empezando por sus labios y su cuello. La desvistió sin dejar de besar sus partes sensibles y luego ella a él. “Un rapidito mi amor”, dijo José y Flor respondió: “Sí un rapidito nada más, mi amorrrr, hay que guardar para la noche”. Y no por corto dejó de ser intenso.
Después de una hora de sueño, salieron a recorrer el lugar en sus trajes de baño. El tiempo había sido bueno con ellos y la genética le permitía a ella, todavía, con una buena alimentación y sin mayores sacrificios de horas de gimnasio, lucir bastante atractiva. El marido, por su parte, jamás descuidaba su dieta y se mantenía bastante lejos, de lo que podría haber anticipado, cualquiera que hubiere conocido su etapa de niño y preadolescente sobrecarbohidratado.
Sí de lejos, el lugar ya era bello, de cerca parecía un sueño sumergido en las fantasías de un púber sano. Piscinas con cascadas, zonas verdes, jacuzzis al aire libre, espacios reservados por una vegetación bien cuidada – para descanso o lectura –, el spa entre las cascadas, las sombrillas y las camillas para broncearse frente al mar de ojos azules, los senderos bien cuidados, las especies de aves y colores, muchos colores como los de un alma que se sabe todos los buenos rincones de la vida, conformaban lo que en la imaginación de algún gran arquitecto se habría quedado corto.
Sin embargo y a pesar de esa paz natural y contagiosa, un sobresalto los sorprendía de cuando en cuando, algo así como un miedo rico, como una adicción al filo de la navaja, solamente imaginada.
Flor, volviendo a la zona segura alejada de los bordes, dudó de sí… Dudó de su capacidad de sobrellevar un “matrimonio en tierra firme”. Su abuela y madre de crianza, le había advertido tanto sobre los peligros de ligar con el sexo opuesto, que la prohibición se le convirtió en deseo irrefrenable. Pero ella, ahora, deseaba dar la talla; convertirse en una mujer completa, es decir, de todo el día y no sólo de las horas felices del sexo. “¿En qué piensas?”, preguntó José y ella respondió: “En abuela. Todavía me hace falta”. La abuela Filomena, había muerto hacía poco más de un año.
Dos horas después, el cansancio del reconocimiento exhaustivo y el chapuzón posterior, se convirtió en hambre, coincidiendo con la hora del almuerzo. Se secaron y decidieron comer en la zona al aire libre donde no se exigía a los comensales, cuerpos más cubiertos. Flor se sintió un poco incómoda. “¿No crees que debimos vestirnos?”, “Tranquila, no ves que todo mundo anda peor en ésta zona”. Ambos evitaron mirar hacia otros lados desde su esquina de la mesa, aunque se sabían observados. Todos parecían conocerse desde antes o al menos rondaban la mejor parte del proceso. Más rápido que de costumbre, comieron, y luego se alejaron por la parte más distante del grupo de turistas. José se ubicó tras de su esposa para cubrirla un poco, y sólo él se despidió agitando la mano derecha e intentando una sonrisa. Si bien la mayoría eran foráneos y como tales, generalmente respetuosos, los posibles nacionales tendrían que inspeccionar el cuerpo de su mujer, con esa mirada estúpida que revela a un individuo, que cree que goza de poderes hipnóticos o algo parecido que doblega a las mujeres, o al menos las obliga a pensar en ellos, y a regresar por otra fuerte dosis de su extraordinario sexo ocular.
Ya en la habitación, se pusieron cómodos y se sentaron en el balcón. “Que fácil ser infiel – dijo José – Mirá todos esos culos tirados en la arena, nada más de recogerlos…”, “No se me caliente todavía mi sol, que usted fue el que pidió lectura. Ya le…Ya te tocará lo tuyo”, respondió la esposa haciendo una trompita sexi y acariciándole la cara, luego se levantó, tomó los dos libros que traía entre su ropa aún empacada y puso uno en manos de su esposo y el otro se lo dejó en las propias. A José le tocó seleccionar los cuentos de acuerdo a lo planeado. “Gato bajo la lluvia” de Hemingway y “El ahogado más hermoso del mundo” de García Márquez fueron la selección. Ambos leyeron ambos, entre miradas furtivas al paisaje y a los que poco a poco se agregaban a él y a la bebida.
“Ahora sí amor, perdón: MI AMOR, dígame algo de los dos cuentos, de éstos dos premios Nobel”. “Sabés, que no soy aficionada a los libros, nadie, ni el sistema me lo inculcó cuando niña… Soy abogada no filóloga. Pero, pero, aquí va. Primero, el del gringo tan famoso, no me atrajo mucho en la lectura, como sí el otro de Márquez, que tiene mucho más enjundia, digo yo – ella pasó sensualmente las manos por su cuerpo –, mucho más latino. El de Ernest…jeje, me parece que trata del desgaste de las relaciones de pareja, de la costumbre y de cómo cualquiera fácilmente puede usurpar una finca con las cercas descuidadas, ojalá caídas – la mujer hizo una pausa tras una pequeña incursión en algún pensamiento relacionado y agregó –, pero para mí le falta…, le falta el condimento que hace que una quiera más; debió haber sido un poco más explícito…y…y…adornar un poco más el relato. Yo sé que son cuestiones de estilo, pero es mi opinión. El de Márquez, puede tratar de muchas cosas pero, en la forma que el muerto despierta a las mujeres y luego al pueblo, yo quiero ver una relación con el anterior y entender que trata de las relaciones humanas, de cómo mueren lentamente en lugares yermos (creo que se dice), y necesitan que alguien o algo las despierte… Pero podría tratarse de otras cosas. Y… ya, es todo”.
“Muy bien amor. Es válido todo lo que dices. En el cuento de Márquez por ejemplo, se puede interpretar la creación de un mito y como los humanos necesitamos de esas cosas y las construimos con minuciosos detalles, pero lo vamos a dejar así porque tu punto es completamente válido – José le lanzó un beso agradeciendo la atención, respiró profundo y continuó –. Y sobre el de Hemingway, el mismo Márquez dice que es uno de los mejores relatos del autor norteamericano y dentro de sus cualidades está, enseñar sólo la “puntita”, jeje, porque lo mejor viene en imaginar qué sería de la pareja de estadounidenses después. Pero coincido con vos (ya voy quitando el usted, vio), en que aunque considero una genialidad ese relato, no me es muy atractivo a la lectura, ni sus elementos simbólicos me parecen tan imaginativos, pero hay que hacer caso y repetir a los que saben, para no parecer tontos…jeje. Para mañana te doy a leer “Tobermory” de Saki, un gato que si es gato y que según Borges era una GENIALIDAD con mayúscula. Supongo que Hemingway en su afán de asemejarse a los clásicos, admiró tanto a Tolstoi, que terminó pareciéndose, al menos en este relato, a él; en eso de querer decir mucho que no se dice pero que le niega a uno el placer de la lectura. Tal vez había leído el cuento de los tres ermitaños, antes de escribir el suyo (bueno sé que él ponía al ruso en lo más alto de su lista) – Flor levantó las cejas y su marido sonrió entendiendo que se estaba excediendo en la información, pero no pudo moderarse y continuó –. Y no digo que lo imitaba, obviamente que no, siendo quien era Hemingway, pero Márquez hace gala de una malicia indígena sin igual, digan lo que digan los demás. Claro, me refiero sólo a estos relatos, porque tendrías que leer del gringo “Las Nieves del Kilimanjaro”, por ejemplo y te darías cuenta de por qué fue quien fue… Y aunque no se trata de poesía, veo una manera de escribir – en ese relato, insisto – que se me parece a los que objetan el uso de la metáfora reduciendo el escrito a un bello y escueto pensamiento… Quizás el amor es una metáfora del sexo”. – José miró a su mujer inquiriendo en el hermético marrón de sus ojos, mientras pensaba que eran hermosos y que apenas se estaba dando cuenta de ello, luego siguió hablando –. “El lenguaje simbólico es un privilegio del ser humano, sino míralo en ‘Los Guardianes de la Galaxia’, la película de Marvel que vimos esta semana. ¿Recordás al que tenía tatuado todo el cuerpo? – ella asintió con la cabeza –, como no entendió cuando el protagonista, que si era terrestre, le indicó que podría matar a su enemigo pasándose el dedo por el cuello, y aquel respondió: ‘para que querría pasarle el dedo por el cuello…, lo que quiero es matarlo’… Jajaja. Buen ejemplo, ¿verdad? En fin: ‘para gustos los colores’…, y todos tenemos derecho a opinar y a escoger”.
“Jaaa, ni siquiera sabíamos que teníamos gustos parecidos”, interrumpió Flor sintiéndose feliz. Nunca antes habían compartido tan asertivamente, sin las discusiones tontas y sin tener que sonreír a opiniones a las que no les encontraba, ni pies ni cabeza. Por su parte José, siendo un lector asiduo, no recordaba haber disfrutado tanto de una lectura que era repetida para él, y se dejó decir casi instintivamente: “Te amo MI AMOR…, así: en MI MAYOR”. “Yo también te amo”, respondió su mujer con una gran sonrisa. “Sonríes lindo, también”.
El mar comenzaba a desperezarse, sus bostezos se iban pareciendo un poco más a los rugidos y sus primeros estirones reducían la extensa zona de arena húmeda y dormida. Los culos sin nombre iniciaban su retirada, a quitarse la arena, a buscar el resto del cuerpo en el licor y en los placeres.
La pareja, con la sincronía de relojes suizos se levantó, se dirigió a la King y se tendió a mirar al techo hasta dormir. Flor babeaba el brazo de José, que había tomado por almohada, él roncaba en una tonalidad más suave y más dulce.
Los despertó al unísono un viento frío, anochecido, apuntando directamente hacia la cama, batiendo las cortinas cerradas tras las puertas abiertas del balcón. “Ya es de noche”, dijeron a una y se rieron mientras la zona pélvica inyectaba electricidad hacia arriba, agitando el corazón, bombeando en el cerebro. Se apresuraron a bañarse, sin decir más y a acicalarse para la hora convenida.
El mar rugía, como enjaulado tras las rocas de la orilla y las palmeras.
Poco después, los Astorga se miraban con avidez sentados en el borde de la cama. Bajo la bata, ella estrenaba un precioso liguero blanco, con un hilo encarnado que mostraba solamente un lacito rojo naciendo en la raíz de las nalgas. Su cuerpo bien trazado, como por el dedo de un versado en sexo, había hecho temblar siempre a su esposo. Él, en un bóxer Calvin klein, también blanco, trazado como para ella y “ni con poco ni con mucho, apenas pa’ llegar al punto” (citó Flor en su mente, otra frase de cocina de su abuela).
José preparó un par de tequilas con limón y sal para cada uno, diciendo: “de uno en uno, para calentar es bueno, de dos en dos para saciar las ganas”, luego ella repitió el proceso – preparó dos casi llenos para ella y dos desbordados para él –, y entre besos, tiró su bata. Él hizo lo propio y empezó a recorrer sus curvas con las yemas de los dedos, luego con su olfato inhaló sus perfumes íntimos. El tiempo corría lento. “Quieres otro lleno”, preguntó la mujer y él contestó: “dos más llenos para cada uno y un Jägermeister para matizar”. Los tomaron dejando que llegaran al estómago y abordaran el torrente sanguíneo; y no mucho después, las bebidas surtían efecto.
Miraron ambos a la luz de la lámpara el brochure del hotel. “Es el tuyo”, preguntó Flor, señalándolo lentamente. Él, lo tomó en la mano izquierda, mientras decía cuidando la entonación: “el mío está en la casa”. Observaron muy juntos: “Hotel Pura Vida, encuéntrese a sí mismo en el placer”. Luego pasaron a las imágenes de las suites bien alumbradas en la noche, dejando ver en sus entrañas los malabares del deseo, también las fiestas que abrazando apenas las primeras sombras iniciaban alrededor de las piscinas y en los bares, y los cuerpos casi desnudos suplicando miradas y algo más…
José se levantó, plegó las cortinas, accionó el sistema de sonido fuera de la suite, encendió las luces y volvió a la cama, que frente a las puertas de vidrio reclamaba la atención de los que atisbaban desde los jacuzzis, alimentando su propia actividad, y desde las sillas de los bares secos y mojados, esperando alguna invitación, y también desde otros ángulos un poco más reservados. Flor al pie de la cama, bailaba al son de una música turca que recién había insertado en la bandeja. Su cuerpo exudaba desenfreno ante la portentosa erección de su marido. Recordó como al principio, incitar el deseo de los hombres, sentirse cómoda con ello, no era “comida de trompudos”. Una mujer bella y recién estrenada, con la ambición de una profesión universitaria costosa y una abuela pobre que ocupaba de su ayuda, es fácil presa ahora, como lo era antes, del dinero fácil (a veces nada fácil) que se gana con la piel y sus aceites.
Al principio sólo fueron bailes de tubo y desnudos parciales de “la Barbie licenciada, casi virgen de acuerdo al certificado médico y avalado por la U” – como la presentara con su vozarrón un gordo que siempre andaba en una pura llamita–, luego los desnudos completos tomaron el sabor a más dinero, y la avidez de los ojos se convirtió en adicción. Pocos meses después, lo inevitable en el ambiente para una joven atractiva, sumó a su lista de “cogidos” en la adolescencia, una cantidad exuberante; y eso que apenas la veían llegar los veinte. A los veintiuno había ahorrado suficiente para terminar su carrera y abandonó su faceta de muñeca, para abordar la vida en serio, que “sólo el amor hace que las cosas sepan realmente RICO…, no sólo rico a secas”, se dijo, aunque después dudaría muchas veces de esa “máxima abuelística”.
Para la sana edificación de los misterios, los esposos habían acordado no hablar del pasado; y Flor convenientemente, le recordaba el pacto a su marido las veces esporádicas que él mostraba ganas de saber, a pesar de que pensaba que “la versión más veraz nunca pertenece al implicado”.
Dos horas y muchas posiciones y gemidos después, reposaban desnudos y esperaban. José desactivó el sistema que permitía y potenciaba el sonido desde el interior de las suites, fuera de las mismas.
“¿No sentiste las miradas soltándote el lacito rojo?…jajaja – la mujer no le hizo notar el volumen excedido y acompañó su risa a todo pulmón –. Quizás ahorita nos lluevan las ofertas – él guiñó el ojo derecho, el de las verdades –”. Flor se chupó los labios antes de decir: “Ojalá, que rico sería, ¿verdad?”. Alguien llamaba a la puerta. “¿Abro Mi Amor?”. “Mi Amor… ¿Estás seguro?”.
El mar rugía compulsivamente. ¿Él es Roberto?, preguntó la mujer desde la cama.
Última edición por Gerardo Mont el Mié, 06 May 2015 22:41, editado 6 veces en total.
"Para saber que sabemos lo que sabemos, y saber que no sabemos lo que no sabemos, hay que tener cierto conocimiento" (Nicolás Copérnico)
Ver es más que abrir los ojos y apuntar nuestras angustias. Es más que calibrar las agujas del pecho a la rutina.
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Hallie Hernández Alfaro
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Gerardo, qué buena exploración de los territorios afectivos, íntimos, condicionales. José y Flor, la pareja del usted y el buen sexo desplegado (entre mil detalles enriquecedores y humanos, humanísimos). Me gustó mucho la recreación del momento de la lectura. La psicología cognitiva siempre tuvo razón; hablar, cambiar impresiones, compartirlas, vivenciarlas desde el otro. Desde la sensibilidad hasta la razón varias veces ida y vuelta. Los absolutos, las fracciones, la coincidencia en tiempo y espacio, la conección más o menos trabajada. Evidencias en este relato corto una constelación de astros muy cercanos y comunes; nos dejas asomarnos a la cuerda floja de sus parpadeos.


Me ha gustado un montón, querido amigo. Mil gracias por este valioso aporte, por este chute de proteína literaria.

Aplausos sonoros y un abrazo enorme para vos y tu hermosa familia.

PD: Hay muchas palabras juntas producto de la edición del texto; si puedes vuelve a copiarlo con el editor visual en gris.
.
"He guardado la Luna en los cajones
por si vuelves de noche que te alumbre;
no te tardes, papá, que sin la lumbre
de tu amor no se encienden los fogones.'"

Esta cárcel sin ti, Ramón Olivares
Hallie Hernández Alfaro
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Volví, Gerardo. El comienzo del relato es muy bueno, especialmente bueno; la frase de José, la amistad con Roberto, los ejercicios de confianza. Partiendo de esta apertura la fuerza narrativa se multiplica; y el final, allí hay un escenario con posibilidades y riesgos, con adrenalina y aventura. El amor con mi es una gran apuesta; gracias de nuevo por compartir, amigo.

Felicitaciones muchas y un abrazo fuerte.
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Gerardo Mont
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Hallie Hernández Alfaro escribió:Gerardo, qué buena exploración de los territorios afectivos, íntimos, condicionales. José y Flor, la pareja del usted y el buen sexo desplegado (entre mil detalles enriquecedores y humanos, humanísimos). Me gustó mucho la recreación del momento de la lectura. La psicología cognitiva siempre tuvo razón; hablar, cambiar impresiones, compartirlas, vivenciarlas desde el otro. Desde la sensibilidad hasta la razón varias veces ida y vuelta. Los absolutos, las fracciones, la coincidencia en tiempo y espacio, la conección más o menos trabajada. Evidencias en este relato corto una constelación de astros muy cercanos y comunes; nos dejas asomarnos a la cuerda floja de sus parpadeos.


Me ha gustado un montón, querido amigo. Mil gracias por este valioso aporte, por este chute de proteína literaria.

Aplausos sonoros y un abrazo enorme para vos y tu hermosa familia.

PD: Hay muchas palabras juntas producto de la edición del texto; si puedes vuelve a copiarlo con el editor visual en gris.


Hallie, estimada amiga y admirada poeta, un honor contar con tus lecturas y tus inteligentes comentarios. Es admirable el tiempo que dedicas a apoyarnos con tus profundas lecturas y realmente se te agradece. Eres una maestra de este arte y tu inteligencia emocional es admirable. Qué estés bien junto a los tuyos. Un gran abrazo, amiga.
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Hallie Hernández Alfaro escribió:Volví, Gerardo. El comienzo del relato es muy bueno, especialmente bueno; la frase de José, la amistad con Roberto, los ejercicios de confianza. Partiendo de esta apertura la fuerza narrativa se multiplica; y el final, allí hay un escenario con posibilidades y riesgos, con adrenalina y aventura. El amor con mi es una gran apuesta; gracias de nuevo por compartir, amigo.

Felicitaciones muchas y un abrazo fuerte.

Querida amiga, sin duda, como dices "el amor con 'mi' es una gran apuesta", quizás la mayor a la que se Aventura el hombre y sin duda la de mayor trascendencia. Creo que el ingrediente primordial de todo lo creado es el amor, más allá del conocimiento y que allí reside la razón de la existencia o de la conciencia de ser.

En el relato trato un poco de las relaciones humanas y sus recovecos, pero hago una transposición de roles, que en la actualidad observo, y que no es más ni menos que un poco de lo mismo con diferentes actores: José se siente inferior en alguna medida, indigno quizás, su mujer tiene un mayor salario y Flor nacida en las tierras de los roles del objeto sexual, posteriormente asume el rol del que fuese victima. En fin, creo que aunque los autores cambien estamos viendo mucho de lo mismo ¿Y qué del amor? Quizás solo un sueño en el que nos embarcamos sin rumbo fijo. ¿Habrán ellos errado el camino?, ¿Será éste el de confrontar la avidez sexual de la manera en que lo hacen? Hay mucho de eso ahora. Antes el hombre tenía dos: la propia y la otra. No avanzamos mucho..., creo ¿Hasta donde es válida la teoría del espacio propio e inviolable? Son solo preguntas. José y Flor se aventuraron en algo que ¿quién sabe como les habrá salido?

Un lujo contar con tu apoyo, amiga. Un abrazo inmenso para tí y los tuyos, con muchos Buenos deseos.
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Sube para deleite de todos.
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Gracias amiga por subir este intento de decir cosas actuales. Un grandísimo abrazo.
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Hallie Hernández Alfaro escribió:Sube para deleite de todos.


De verdad un honor tu paso y tu apoyo amiga. Qué estés bien junto a tu linda familia estimada amiga. Un abrazo inmenso.
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