Construcción a partir de un personaje del relato POSESO
Publicado: Mié, 23 Jul 2014 18:28
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Construcción a partir de un personaje del relato POSESO de Gerardo Mont.
La desgracia heredada es difícil de perdonar, pero más lo es aquella producto de la negligencia humana. Hace ya demasiados años Ángel tenía que masticar el mundo desde una humillante silla de ruedas. Quizá por eso, sus ojos habían perdido el brillo de la madurez sosegada. Ser impedido, lisiado, minusválido, en una metrópolis latinoamericana, tenía una amargura añadida. El hombre fuerte, vigoroso, entrenado para trabajar la tierra y luego las máquinas, constituía un arquetipo viril, atractivo para el encantador sexo opuesto. Lanzar un piropo desde dos piernas fuertes era un gesto natural para la mayoría de sus congéneres. Él, en cambio, debía vivir con la incapacidad de su cuerpo de 37 años. Músculos atrofiados, funciones vegetativas sin contención y una soledad tremenda a su lado. La ley del trabajo, la protección de la empresa pivada, la seguridad social, todas instancias que se habían lavado las manos, en el accidente que lo había dejado muerto de la cintura hacia abajo.
Los últimos meses había intentado volver a circular con algo de naturalidad por las calles del centro.
Una tarde de septiembre, mientras contaba las horas vacías y su mente divagaba en el pasado, pudo divisar a dos adolescentes que caminaban con prisa hacia la parada de autobús. Nada extraño en ese horario laboral que llevaba y traía estudiantes por todas las aceras. La cercanía de la Universidad se encargaba de un tráfico constante de gente desplazándose aquí y allá. Pero Ángel, que hace mucho no sentía algo parecido a la emoción sensual, sufrió un corrientazo en sus adentros al toparse con los ojos de una de las muchachas. De los más hermosos que había visto jamás: vivos, dolientes y tristes, más de lo que su edad pudiera permitirle. Ella pareció corresponder su mirada con un gesto de rechazo y clara molestia. Lógico, pensó; es una nena y yo soy un inválido, un ser a medias atado de manera cruel a este destino injusto. Desde ese día procuraba, por todos los medios, estar cerca del lugar donde la había visto por primera vez. Un sofoco psíquico le atormentaba. La visión de la chiquilla lo trastornaba por completo. Cualquier resto de hombría que aún subsistía en su fuero interno, se veía movilizado por la presencia lejana de la chica. Imaginó mil veces un nombre para ella, un saludo, un cruce de palabras, un algo que lo convenciera de su realidad; cada noche al cerrar los ojos aparecía la joven mujer frente a ellos. Ni siquiera soñaba con tocarla, su existencia se había convertido en un brillo místico, sobrenatural. Recordó a Lolita de Nabokov, a Memorias de mis putas tristes de García Márquez y esas otras historias del cine donde la trama se basaba en estas casualidades inexplicables.
Casi terminaba el período escolar, un miedo atroz se apoderó de Ángel. Quien sabe cuando podría volver a verla. La noche anterior, uno de esos jueves interminables y tristes, no pudo conciliar el sueño. Más temprano que nunca se dirigió hasta las cercanías de la parada de autobús; tenía una sensación de angustia en la boca del estómago, un presentimiento terrible lo acosaba sin razón. De pronto vio acercarse a la joven estudiante, con paso firme aminoraba la distancia que los separaba. La confusión y los nervios jugaron en su contra, apenas pudo balbucear algo y el entorno comenzó a oscurecer; era algo parecido a la sensación de caerse por un precipicio interminable; la vida daba vueltas con el rostro de la niña mirándole. Algo andaba mal, muy mal. Tal vez estaba al borde de la despedida, sí, la hora final se acercaba. Leve, muy leve, separó su cuerpo del entresijo del alma... para sonreir con devoción a la preciosa muerte que lo llevaba consigo.
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Construcción a partir de un personaje del relato POSESO de Gerardo Mont.
La desgracia heredada es difícil de perdonar, pero más lo es aquella producto de la negligencia humana. Hace ya demasiados años Ángel tenía que masticar el mundo desde una humillante silla de ruedas. Quizá por eso, sus ojos habían perdido el brillo de la madurez sosegada. Ser impedido, lisiado, minusválido, en una metrópolis latinoamericana, tenía una amargura añadida. El hombre fuerte, vigoroso, entrenado para trabajar la tierra y luego las máquinas, constituía un arquetipo viril, atractivo para el encantador sexo opuesto. Lanzar un piropo desde dos piernas fuertes era un gesto natural para la mayoría de sus congéneres. Él, en cambio, debía vivir con la incapacidad de su cuerpo de 37 años. Músculos atrofiados, funciones vegetativas sin contención y una soledad tremenda a su lado. La ley del trabajo, la protección de la empresa pivada, la seguridad social, todas instancias que se habían lavado las manos, en el accidente que lo había dejado muerto de la cintura hacia abajo.
Los últimos meses había intentado volver a circular con algo de naturalidad por las calles del centro.
Una tarde de septiembre, mientras contaba las horas vacías y su mente divagaba en el pasado, pudo divisar a dos adolescentes que caminaban con prisa hacia la parada de autobús. Nada extraño en ese horario laboral que llevaba y traía estudiantes por todas las aceras. La cercanía de la Universidad se encargaba de un tráfico constante de gente desplazándose aquí y allá. Pero Ángel, que hace mucho no sentía algo parecido a la emoción sensual, sufrió un corrientazo en sus adentros al toparse con los ojos de una de las muchachas. De los más hermosos que había visto jamás: vivos, dolientes y tristes, más de lo que su edad pudiera permitirle. Ella pareció corresponder su mirada con un gesto de rechazo y clara molestia. Lógico, pensó; es una nena y yo soy un inválido, un ser a medias atado de manera cruel a este destino injusto. Desde ese día procuraba, por todos los medios, estar cerca del lugar donde la había visto por primera vez. Un sofoco psíquico le atormentaba. La visión de la chiquilla lo trastornaba por completo. Cualquier resto de hombría que aún subsistía en su fuero interno, se veía movilizado por la presencia lejana de la chica. Imaginó mil veces un nombre para ella, un saludo, un cruce de palabras, un algo que lo convenciera de su realidad; cada noche al cerrar los ojos aparecía la joven mujer frente a ellos. Ni siquiera soñaba con tocarla, su existencia se había convertido en un brillo místico, sobrenatural. Recordó a Lolita de Nabokov, a Memorias de mis putas tristes de García Márquez y esas otras historias del cine donde la trama se basaba en estas casualidades inexplicables.
Casi terminaba el período escolar, un miedo atroz se apoderó de Ángel. Quien sabe cuando podría volver a verla. La noche anterior, uno de esos jueves interminables y tristes, no pudo conciliar el sueño. Más temprano que nunca se dirigió hasta las cercanías de la parada de autobús; tenía una sensación de angustia en la boca del estómago, un presentimiento terrible lo acosaba sin razón. De pronto vio acercarse a la joven estudiante, con paso firme aminoraba la distancia que los separaba. La confusión y los nervios jugaron en su contra, apenas pudo balbucear algo y el entorno comenzó a oscurecer; era algo parecido a la sensación de caerse por un precipicio interminable; la vida daba vueltas con el rostro de la niña mirándole. Algo andaba mal, muy mal. Tal vez estaba al borde de la despedida, sí, la hora final se acercaba. Leve, muy leve, separó su cuerpo del entresijo del alma... para sonreir con devoción a la preciosa muerte que lo llevaba consigo.
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