Nuestro centinela azul
Publicado: Dom, 22 Jun 2014 0:19
NUESTRO CENTINELA AZUL
Era la calle principal de la ciudad y como cada día el centinela azul aguardaba protegerla al caer la noche. Mientras, me alegraba la vista con los colores que emanaban de ella, colores sin humildad pero a la vez con esa gracia hermosa y profunda.
La gran masa abarcaba mas allá de mi campo de visión pero tampoco importaba, era una masa impersonificada, que no asusta, de la que sientes cómo una bruma te envuelve insensibilizando la retina de los demás. Aunque si te paras a mirar y observas, verás que hay enigmas de sonrisas y tristezas que nadie advierte ni cuestiona, que aparecen entre la multitud; pero nos damos igual…
Y sí, a veces, solo a veces me da por levantar la cabeza y no puedo evitar pensar qué habrán visto esos ojos ahora cegados por la información y el gentío. Hay miradas cansadas, miradas de hambruna, miradas enamoradas, miradas de altivez, miradas de sueños… Cada una desprende un color. Tonos blancos artificiales, de farmacia se mezclan con los enfermizos colores rojizos de quien no ha podido dormir demasiado por el frio del suelo mojado y la indiferencia ajena.
A pesar de los enigmas, seguía andando para intentar evadirme de esa caja abierta de sueños y espanto y encontré verdes profundos, a lo lejos, diez metros más abajo. Aquello era plenitud, la plenitud de la naturaleza. Sentía la estabilidad del momento, el sosiego, la niñez y la alegría que brotaba en mí, con el río sensible y cristalino a mis espaldas. Cuanto más me alejaba las lágrimas de curación eran más evidentes, la purificación de los seres inertes y la vida gris. De vez en cuando giraba la cabeza y dolía sentir como la vista chocaba contra los muros y, justo encima, se erguía la gran luz azul del centinela que custodia esa vida regulada, destrozada y esperpéntica, ese guardián que nos guía los días y planifica nuestra muerte con precisión alpina.
No quería volver, quería seguir andando y llegar lejos, pero no tenía sentido, pronto habría más murallas y más dolor, estamos atados a la condena de ser humanos viviendo en sociedad y nada ayuda a la salud de estos pobres ángeles solitarios nacidos en tierra de cerdos y lobos.
Me tumbé en la hierba y cerré los ojos para sentir que desaparecía suspendido en el tiempo, para olvidar todo y poder volver a casa.
[RIGHT]Alvaro Luis Martinez[/RIGHT]
Era la calle principal de la ciudad y como cada día el centinela azul aguardaba protegerla al caer la noche. Mientras, me alegraba la vista con los colores que emanaban de ella, colores sin humildad pero a la vez con esa gracia hermosa y profunda.
La gran masa abarcaba mas allá de mi campo de visión pero tampoco importaba, era una masa impersonificada, que no asusta, de la que sientes cómo una bruma te envuelve insensibilizando la retina de los demás. Aunque si te paras a mirar y observas, verás que hay enigmas de sonrisas y tristezas que nadie advierte ni cuestiona, que aparecen entre la multitud; pero nos damos igual…
Y sí, a veces, solo a veces me da por levantar la cabeza y no puedo evitar pensar qué habrán visto esos ojos ahora cegados por la información y el gentío. Hay miradas cansadas, miradas de hambruna, miradas enamoradas, miradas de altivez, miradas de sueños… Cada una desprende un color. Tonos blancos artificiales, de farmacia se mezclan con los enfermizos colores rojizos de quien no ha podido dormir demasiado por el frio del suelo mojado y la indiferencia ajena.
A pesar de los enigmas, seguía andando para intentar evadirme de esa caja abierta de sueños y espanto y encontré verdes profundos, a lo lejos, diez metros más abajo. Aquello era plenitud, la plenitud de la naturaleza. Sentía la estabilidad del momento, el sosiego, la niñez y la alegría que brotaba en mí, con el río sensible y cristalino a mis espaldas. Cuanto más me alejaba las lágrimas de curación eran más evidentes, la purificación de los seres inertes y la vida gris. De vez en cuando giraba la cabeza y dolía sentir como la vista chocaba contra los muros y, justo encima, se erguía la gran luz azul del centinela que custodia esa vida regulada, destrozada y esperpéntica, ese guardián que nos guía los días y planifica nuestra muerte con precisión alpina.
No quería volver, quería seguir andando y llegar lejos, pero no tenía sentido, pronto habría más murallas y más dolor, estamos atados a la condena de ser humanos viviendo en sociedad y nada ayuda a la salud de estos pobres ángeles solitarios nacidos en tierra de cerdos y lobos.
Me tumbé en la hierba y cerré los ojos para sentir que desaparecía suspendido en el tiempo, para olvidar todo y poder volver a casa.
[RIGHT]Alvaro Luis Martinez[/RIGHT]