El reloj
Publicado: Jue, 24 Abr 2014 16:46
Tiene listo el almuerzo de Arturo desde hace rato, pero él todavía duerme. Su anciano esposo ha pasado una mala noche y tras el desayuno tempranero se ha vuelto a dormir. Juana no quiere despertarlo, esperará. Para comer le ha preparado un menú suave: pollo cocido con arroz blanco y de postre, flan casero. Mientras aguarda, se sienta en la mecedora de la sala y se sirve en copita de cristal oscuro un chorrito de jerez seco. A Juana le gusta especialmente ese momento, cuando ha terminado las labores de la casa y puede descansar. Al anochecer hace otro tanto, pero prefiere la mañana con esa luz tan clara que filtran los visillos y que le calienta los muslos. Hoy Arturo duerme más que de costumbre. Juana, entretanto, mata el tiempo paseando la vista por la sala, reconociendo el terreno, descubriendo al instante el menor cambio de sitio de un jarrón, una fuente, un libro o una silla, la distinta inclinación de un cuadro tras la limpieza o el leve inflarse de los estores cuando la brisa penetra por los resquicios de los ventanales. Para ella la sala nunca es la misma, ni los objetos, ni las plantas, ni por supuesto el gato que una vez más se ha aposentado bajo la mesa cuadrada y bosteza aburrido. Sus ojos verdes la miran complacientes. Muy pronto se acercara al sofá para dormirse sobre su almohada favorita: una pelota de tela burda, rellena de plumón sobre la que sitúa su cabeza triangular. Juana mira ahora el reloj de pared, el péndulo roza con monótona insistencia los inmóviles contrapesos, el tiempo repite el mismo segundo desde hace veinticinco años. Juana lo ve latir, es un ser vivo, se acerca, besa la caja de madera y le saca brillo con un pañuelo blanco, después palpa con la yema de los dedos la esfera dorada y pellizca la saeta grande, le da vueltas y la pequeña gira a su vez como si una cuerda tirara de ella, las horas fugaces marcan el paso de días imaginarios, no para Juana que está pensando en la navidad de mil novecientos sesenta y ocho, cuando el indiano, amigo intimo de Arturo, les regalo aquel imponente reloj, envuelto en corcho dentro de una caja de pino claveteada, con las letras de frágil pintadas en azul, se arrodillan los dos y con el enganche del martillo Arturo desclava las puntas mientras ella le observa con las manos en las rodillas. Arturo levanta la tapa y retira las piezas de protección, la ilusión de un niño grande se adivina en esa media sonrisa que tan bien conoce Juana, “es hermoso, verdad”-le dice mientras acaricia el cuerpo de caoba y aspira el aroma del barniz reciente. Juana recuerda el infantil acceso de celos que tuvo, el desagrado que le produjo aquel reloj de carillón al que su marido trataba como a una reliquia, un paciente moribundo al que había que resucitar cada poco dándole cuerda amorosamente con la llavecita que Arturo llevaba colgada del pecho, sintiéndose obligado, por la regularidad de aquellos estertores, a estar siempre al pie del cañón, atisbando su cadencia, pendiente de los cuartos, las medias y las horas, perfecto conocedor de su mecanismo, capaz de descubrir en ese organismo de hierros, resortes, ruedecillas y engranajes el más leve desarreglo, con solo interpretar las notas de su sempiterno canto. Lo amó, lo cuidó como si fuera sangre de su sangre, quizá para cubrir el hueco que dejó Ramón, su verdadero hijo, enfermo de melancolía, soñador y aventurero, que un día se enroló en un barco fantasma, al menos para ellos que desconocían el nombre , el destino y hasta el tamaño del navío. Ramón solo les dijo: “me embarco, quiero conocer mundo, ya os escribiré”, de eso hace quince años y siguen sin noticias , ninguna carta, ninguna llamada, ninguna postal, es como si hubiera muerto en cualquier naufragio, o estuviera perdido en una isla remota e inhabitada, “no hay que buscarlo, debemos respetar sus deseos”, ésta fue la respuesta de Arturo y ella lloró porque no quería resignarse, ni cerrar los ojos, ni le bastaba con el maldito reloj para derramar su cariño. No era el tictac de su maquinaria el sonido de un corazón, ni el péndulo el alegre cabeceo de un niño, ni el repique de las horas la dulce llamada de un hijo. “Juana, ¿estás ahí?”, la voz de Arturo le llega velada de sueño, metálica, distante, se enfadaría si la viera manipular en el reloj, teme que lo estropee y si así fuera, no sabe lo que pasaría, tal vez el corazón de Arturo se parara también o perdiera la conciencia del presente, y ya esa dimensión que llamamos tiempo dejara de tener sentido. Está tentada de no contestar, de hacerle sentir lo necesaria que es para él, en la duda, mantiene el silencio para forzarle, es un desafío, el reloj acude al rescate y martillea el aire, son las dos y Arturo se tranquiliza al escuchar las ondas sonoras que él interpreta como una contestación a su suplica. Juana maldice la intromisión, era el momento de recibir la deuda, lo que se le debe por ley, letras de amor vencidas y eternamente protestadas. La comida se enfría en la dilatada espera y Juana decide, por una vez, ser ella la que coma primero.