SAGRADO CORAZÓN
Publicado: Jue, 24 Abr 2014 11:54
SAGRADO CORAZÓN
Mi infancia fue una madre, una hermanita
y una casa que olía a cajones con bolitas
de alcanfor.
En esa casa había una habitación al fondo
que tenía un Sagrado Corazón que colgaba
sobre un hombre postrado en una cama. Mi padre
era un hombre postrado en una cama.
De madrugada, como un alarde de rutinas y costumbres,
mi madre entraba a solas en esa habitación del fondo.
En el pasillo, a veces, se oía como un rumor, un murmullo
de sábanas y pasos. Luego mamá abría la puerta,
nos llamaba, y entrábamos mi hermanita y yo cogidos
de la mano. Recuerdo que al entrar olía a limpio, a perfume;
también olía a casa y a niñez; y mi padre, recién aseado
sonreía.
Detrás de aquella puerta siempre estaba, como un vigía
celoso de su oficio, la imagen del Sagrado Corazón.
Ya no tuve mañanas como aquellas.
Una de ellas, recuerdo la tristeza,
la habitación del fondo se quedó vacía. El pasillo
se volvió silencioso, y la casa se nos hizo
tan grande y tan extraña que de pronto
dejó de ser la nuestra.
Tuvimos otra casa. Una casa que no olía a padre, a infancia
ni a alcanfor.
La vida pasa. Expiran lentamente
las décadas del hombre; se van soltando poco a poco
los lazos que nos unen; por eso un alba se llevó a mamá
igual que se llevó a papá: ineludiblemente con el paso
sereno de los tiempos.
La casa se volvió a quedar vacía. Acabó
por ser de otros.
Una mudanza suele ser un cúmulo
de pérdidas y encuentros. Y en el desván, como un amigo
que viene de muy lejos, apareció el Sagrado Corazón.
De mi infancia conservo pocas cosas: un álbum
de fotos de familia, una hermana, algún recuerdo
y ese Cristo que huele todavía, o como siempre, a pasado,
a casa y a alcanfor.
Vigila desde entonces
mi paso por el mundo.
--oOo--
Mi infancia fue una madre, una hermanita
y una casa que olía a cajones con bolitas
de alcanfor.
En esa casa había una habitación al fondo
que tenía un Sagrado Corazón que colgaba
sobre un hombre postrado en una cama. Mi padre
era un hombre postrado en una cama.
De madrugada, como un alarde de rutinas y costumbres,
mi madre entraba a solas en esa habitación del fondo.
En el pasillo, a veces, se oía como un rumor, un murmullo
de sábanas y pasos. Luego mamá abría la puerta,
nos llamaba, y entrábamos mi hermanita y yo cogidos
de la mano. Recuerdo que al entrar olía a limpio, a perfume;
también olía a casa y a niñez; y mi padre, recién aseado
sonreía.
Detrás de aquella puerta siempre estaba, como un vigía
celoso de su oficio, la imagen del Sagrado Corazón.
Ya no tuve mañanas como aquellas.
Una de ellas, recuerdo la tristeza,
la habitación del fondo se quedó vacía. El pasillo
se volvió silencioso, y la casa se nos hizo
tan grande y tan extraña que de pronto
dejó de ser la nuestra.
Tuvimos otra casa. Una casa que no olía a padre, a infancia
ni a alcanfor.
La vida pasa. Expiran lentamente
las décadas del hombre; se van soltando poco a poco
los lazos que nos unen; por eso un alba se llevó a mamá
igual que se llevó a papá: ineludiblemente con el paso
sereno de los tiempos.
La casa se volvió a quedar vacía. Acabó
por ser de otros.
Una mudanza suele ser un cúmulo
de pérdidas y encuentros. Y en el desván, como un amigo
que viene de muy lejos, apareció el Sagrado Corazón.
De mi infancia conservo pocas cosas: un álbum
de fotos de familia, una hermana, algún recuerdo
y ese Cristo que huele todavía, o como siempre, a pasado,
a casa y a alcanfor.
Vigila desde entonces
mi paso por el mundo.
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