Las manos de la orilla
Publicado: Jue, 16 Ene 2014 18:10
“Todos los hombres nos sumamos al miedo por las noches”, masculló alguno, quizás yo. Porque uno es un gesto, una palabra, un código imposible descifrado por el tiempo. Luego la noche, se derrumba, y no somos más que los escombros de lo dicho.
Uno a uno se fueron presentando, y el mundo fue el perímetro de un “plin” de copas llenas. “Sólo aspiro con certeza a que me llamen por el nombre”, dijo otro leyéndome a la luz de una flama que temblaba. El fluido eléctrico había huido ante el primer presagio de tormenta.
Todas las noches de lluvia se parecen. Las horas heladas dictan su sentencia. Repican en el techo todas las campanas, el mar entonces inicia su liturgia y el amor es una cosa que percute sus lágrimas antiguas en las sienes. “No hay nave que no encalle”, continuó otro siguiendo la cadena con otro “plin” de copas llenas…, y otro y otro, como las mareas.
“¿Sabes?, el amor es sólo un vicio. Una necesidad física. Es el hambre disfrazada de princesa”, interrumpió el del fondo, interpretando que con las naves encalladas, aquel aludía a los presentes; a la recurrente soledad de los marinos, a sus sueños de sirenas. Algunos asentían.
“El amor aunque nos huya, o naveguemos en sentido opuesto a su evangelio, es la única verdad que nos define ”. Otros confirmaron esta réplica: “por supuesto”.
De tan tarde, empezaba a ser temprano. Bajo el diluvio, las siluetas corrían en otro renglón de su pequeña historia, bajo esa tenue luz que no permite pretérito en futuro. Y azotadas por el mar que rugía al otro lado de la calle adivinaban charcos, fronteras, desniveles.
“Todos al fin, buscamos la pareja en naves que han partido. Noé nos ha olvidado”. Dije al fin, notando el vacío en el recinto. Todos eran yo, desgajados de mis miedos.
“¿Mañana será otro día?, corearon los presentes desde lejos y abrazándome. Entonces miré por la ventana los destellos que nacían y morían heredando sus retumbos.
Otra vez llovería, otra vez la tormenta gritaría su sentencia, otra vez las siluetas pasarían sin nombre, sin destino, como piezas de ese engranaje inaprensible, que perpetúa los regresos a lo mismo; y otra vez encallarían donde mar y puerto se confunden… Porque al mar no se le engaña y ningún marino escapa de su vientre acuoso, más allá de las manos de su orilla.
Uno a uno se fueron presentando, y el mundo fue el perímetro de un “plin” de copas llenas. “Sólo aspiro con certeza a que me llamen por el nombre”, dijo otro leyéndome a la luz de una flama que temblaba. El fluido eléctrico había huido ante el primer presagio de tormenta.
Todas las noches de lluvia se parecen. Las horas heladas dictan su sentencia. Repican en el techo todas las campanas, el mar entonces inicia su liturgia y el amor es una cosa que percute sus lágrimas antiguas en las sienes. “No hay nave que no encalle”, continuó otro siguiendo la cadena con otro “plin” de copas llenas…, y otro y otro, como las mareas.
“¿Sabes?, el amor es sólo un vicio. Una necesidad física. Es el hambre disfrazada de princesa”, interrumpió el del fondo, interpretando que con las naves encalladas, aquel aludía a los presentes; a la recurrente soledad de los marinos, a sus sueños de sirenas. Algunos asentían.
“El amor aunque nos huya, o naveguemos en sentido opuesto a su evangelio, es la única verdad que nos define ”. Otros confirmaron esta réplica: “por supuesto”.
De tan tarde, empezaba a ser temprano. Bajo el diluvio, las siluetas corrían en otro renglón de su pequeña historia, bajo esa tenue luz que no permite pretérito en futuro. Y azotadas por el mar que rugía al otro lado de la calle adivinaban charcos, fronteras, desniveles.
“Todos al fin, buscamos la pareja en naves que han partido. Noé nos ha olvidado”. Dije al fin, notando el vacío en el recinto. Todos eran yo, desgajados de mis miedos.
“¿Mañana será otro día?, corearon los presentes desde lejos y abrazándome. Entonces miré por la ventana los destellos que nacían y morían heredando sus retumbos.
Otra vez llovería, otra vez la tormenta gritaría su sentencia, otra vez las siluetas pasarían sin nombre, sin destino, como piezas de ese engranaje inaprensible, que perpetúa los regresos a lo mismo; y otra vez encallarían donde mar y puerto se confunden… Porque al mar no se le engaña y ningún marino escapa de su vientre acuoso, más allá de las manos de su orilla.