DON PIRUCHO y su cielo de azahares
Publicado: Dom, 10 Nov 2013 14:02
En una silla matera de paja, cerca del brasero con la pava chillando y el mate en la mano, don Pirucho reposaba sus años con la piel ajada y su mirada mansa. De tanto en tanto llevaba la bombilla a su boca y sorbía un trago amargo, pues nunca le ponía azúcar a la infusión criolla. La sombra de la galería era el reparo necesario para esa caldeada tarde de enero llena de sol. Le gustaba detener su atención en los mandarinos y naranjos ya en flor, con ese color y perfume inconfundible de los azahares.
No me gustaba interrumpir sus cavilaciones, pero mi niñez me llevaba siempre a acercarme en busca de sus cuentos y narraciones de vivencias del campo. Me sentaba muy cerquita en las baldosas gastadas cerca del rincón donde había un montón de piedras de boleadoras tan redondas que no podía comprender que fueran hechas a mano por los aborígenes. Por algunos instantes me detenía en las callosidades y arrugas de sus manos que en sí mismas eran una historia.
“Buenas y santas, m´hijo!” Había calidez y afecto en ese saludo tan paisano. Miré entonces su cara donde no cabían ya más arrugas. Se desprendía de ella una bondad desacostumbrada y una placidez de quien ha vivido plenitudes, sin cuentas pendientes.
“Hola don Pirucho!”, respondí. "Me contaría alguna de esas historia de su vida?"
Y comenzaba entonces pausadamente, que apuros no tenía, a contar sus cuentos sobre la luz mala, pumas cebados y yerras en las que había sido siempre criollo conocedor de las tareas de lazo, marcación a fuego y castración de novillos. Solía terminar su charla, ya cansado, con algunas referencias a los sanavirones que había conocido y que producía siempre especial admiración en mi imaginación de niño.
Hace poco me enteré que don Pirucho había muerto, que se había ido a ese cielo lleno de azahares y por eso con tristeza en el alma quise recordarlo, así, como yo lo disfrutaba.
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Todos los derechos reservados
No me gustaba interrumpir sus cavilaciones, pero mi niñez me llevaba siempre a acercarme en busca de sus cuentos y narraciones de vivencias del campo. Me sentaba muy cerquita en las baldosas gastadas cerca del rincón donde había un montón de piedras de boleadoras tan redondas que no podía comprender que fueran hechas a mano por los aborígenes. Por algunos instantes me detenía en las callosidades y arrugas de sus manos que en sí mismas eran una historia.
“Buenas y santas, m´hijo!” Había calidez y afecto en ese saludo tan paisano. Miré entonces su cara donde no cabían ya más arrugas. Se desprendía de ella una bondad desacostumbrada y una placidez de quien ha vivido plenitudes, sin cuentas pendientes.
“Hola don Pirucho!”, respondí. "Me contaría alguna de esas historia de su vida?"
Y comenzaba entonces pausadamente, que apuros no tenía, a contar sus cuentos sobre la luz mala, pumas cebados y yerras en las que había sido siempre criollo conocedor de las tareas de lazo, marcación a fuego y castración de novillos. Solía terminar su charla, ya cansado, con algunas referencias a los sanavirones que había conocido y que producía siempre especial admiración en mi imaginación de niño.
Hace poco me enteré que don Pirucho había muerto, que se había ido a ese cielo lleno de azahares y por eso con tristeza en el alma quise recordarlo, así, como yo lo disfrutaba.
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