Un paseo por la ruta del Cares.
Publicado: Vie, 25 Oct 2013 23:31
Éramos el paisaje que pasaba de largo, el caminar lento por la estrecha ruta, el río que se crespa en nuestros ojos. Entonces todo en la ruta se vuelve tiempo, embocadura extraña hacia el sueño donde viajamos apoyados en la sed y en la mirada. Con la mirada ese afán difícil de atrapar la llave que abra la memoria que de la cabra guardan sus arroyos y las nubes. Una cabra que hubiera dejado allí la gracia de ser cabra, y al mirarla toma el barco en el crepúsculo, huyendo de nosotros por una tranquera oculta. La luz que alarga el día es la llave. Un hombre que lleva puesto un sombrero pajizo irá recogiendo las vendimias del sol sobre el camino, irá midiendo las sombras, metiendo en la mochila el vapor de la belleza. Durante parte del camino a viajado con nosotros y después, sin esperarlo, se ha perdido entre la espesura.
Desembocar en el famoso puente romano de Poncebos, lo vemos ahí, sin memoria del llano o de las nubes. Hendido, velado, sólo a su ley se debe, sólo en su ley trabaja; cruzar al otro lado del tiempo. Cuando precisas acude y cuando cruzas es ya tu sombra.
El río Cares rompe la timidez de un espejo y al segundo siguiente nos otorga la magia de poder reflejarnos en sus corrientes cristalinas. Las habitan, dicen, cascadas prodigiosas, blancas como el azúcar, sólo las truchas las profanan y al decir de los curtidos montañeros que a veces las confunden con el arco iris, no huyen pues dejan que sus brazos las rodeen mientras ellas, encendidas, mansas, se disuelven en colores por las aguas.
Se abría hacia la luz un pequeño túnel, tiene los ojos vueltos hacia el sol, lloraba rocío entre sus párpados, comprendimos entonces lo que esconde el alma del otoño y la nieve derretida de primavera; el agua misteriosa que un día lejano empezó dejándose caer como escarcha sobre las peñas.
Ahora ya sabemos lo que esconde con los ojos el sol; el fuego del silencio y qué palabras nos ofrecen los acantilados. Para entonces ya habíamos leído el atardecer y veíamos pasar las golondrinas sin destino, desnudando con su vuelo la espesura de ese bosque que ningún cartógrafo ha estudiado. Nosotros, ya lo advertimos, hemos pasado de largo, sin anotar nada sobre el peculiar trino de cobre de las golondrinas, por si acaso.