El ex presidiario
Publicado: Jue, 20 Jun 2013 1:43
El ex presidiario
En todo caso, prefiero volver a la cárcel antes que seguir con esta libertad encubierta. Me han devuelto, es cierto, la calle, las putas, y mi libre albedrío en cuanto a la posibilidad de volver a estafar. Pero nada me sirve: la calle es peor que los corredores del penal. Camino sobre su mugre todos los días en medio de desconocidos, en quienes no puedo depositar siquiera una anécdota; y si me cruzo, a veces, con alguien que, sí, me conoce, huye de mí a causa de mi estigma. O, como con un sidoso, se detiene a hablar conmigo tomando una desagradable distancia, incómoda distancia, porque, además de sensible para estas cosas, soy un poco sordo a causa de los sopapos policiales que recibí cuando estafé al pariente de uno de ellos sin saberlo. Con las putas no consigo cama por culpa de este círculo vicioso: dinero para ellas, estafa para el dinero, cárcel para la estafa. Con ocho entradas en menos de cinco años la cosa se me ha complicado; ni mis ex compinches me dan una oportunidad. Ya corrieron la voz endilgándome el apelativo ese de yeta. “Siempre cae”, dijo uno, alguna vez, con un tono alusivo a que podría tener alguna conexión con la corruptela policial; que podría estar estafando para la corona, y que, con mi venia, ellos me encierran para disimular. Por suerte, esa grave acusación no prendió, luego de la violenta paliza que le infligí al desgraciado, y que me costó dos semanas de aislamiento. Se me ha complicado de veras. Allá, adentro, la vida es mucho más llevadera. Todos me conocen, me dan mi lugar, en cierta forma me respetan, y hasta los guardias me tienen cierta consideración. Tengo más chance para encontrar recovecos donde conseguir dinero. Están los nuevos, los que sienten el temor de encontrarse súbitamente en la jungla desprotegidos, a merced de la jauría, los nuevos que dócilmente se entregan a las maquinaciones de los más antiguos, de los avezados vividores como yo. Están las visitas, las mías que, a pesar de ser esporádicas, siempre están; y están las visitas de los compañeros, las hermanas, las primas, las amigas de las amigas, que siempre están, que siempre traen cigarrillos, algún dinero para sobornar a los hambrientos guardias, y cuerpos ardientes para ofrecer en las visitas privadas. En fin, la gente de ese mundo reconoce mis cualidades. He escuchado a un condenado decir que me ve casi como un artista. Imagínense el elogio.
Así, pues, no sé qué hacer. Seguiré así una semana, quizás dos, a lo sumo; pero, luego, si la cosa sigue así, apelaré al recurso último que siempre me ha salvado: volver a estafar para volver a la cárcel para volver a luchar por esta libertad inútil.
En todo caso, prefiero volver a la cárcel antes que seguir con esta libertad encubierta. Me han devuelto, es cierto, la calle, las putas, y mi libre albedrío en cuanto a la posibilidad de volver a estafar. Pero nada me sirve: la calle es peor que los corredores del penal. Camino sobre su mugre todos los días en medio de desconocidos, en quienes no puedo depositar siquiera una anécdota; y si me cruzo, a veces, con alguien que, sí, me conoce, huye de mí a causa de mi estigma. O, como con un sidoso, se detiene a hablar conmigo tomando una desagradable distancia, incómoda distancia, porque, además de sensible para estas cosas, soy un poco sordo a causa de los sopapos policiales que recibí cuando estafé al pariente de uno de ellos sin saberlo. Con las putas no consigo cama por culpa de este círculo vicioso: dinero para ellas, estafa para el dinero, cárcel para la estafa. Con ocho entradas en menos de cinco años la cosa se me ha complicado; ni mis ex compinches me dan una oportunidad. Ya corrieron la voz endilgándome el apelativo ese de yeta. “Siempre cae”, dijo uno, alguna vez, con un tono alusivo a que podría tener alguna conexión con la corruptela policial; que podría estar estafando para la corona, y que, con mi venia, ellos me encierran para disimular. Por suerte, esa grave acusación no prendió, luego de la violenta paliza que le infligí al desgraciado, y que me costó dos semanas de aislamiento. Se me ha complicado de veras. Allá, adentro, la vida es mucho más llevadera. Todos me conocen, me dan mi lugar, en cierta forma me respetan, y hasta los guardias me tienen cierta consideración. Tengo más chance para encontrar recovecos donde conseguir dinero. Están los nuevos, los que sienten el temor de encontrarse súbitamente en la jungla desprotegidos, a merced de la jauría, los nuevos que dócilmente se entregan a las maquinaciones de los más antiguos, de los avezados vividores como yo. Están las visitas, las mías que, a pesar de ser esporádicas, siempre están; y están las visitas de los compañeros, las hermanas, las primas, las amigas de las amigas, que siempre están, que siempre traen cigarrillos, algún dinero para sobornar a los hambrientos guardias, y cuerpos ardientes para ofrecer en las visitas privadas. En fin, la gente de ese mundo reconoce mis cualidades. He escuchado a un condenado decir que me ve casi como un artista. Imagínense el elogio.
Así, pues, no sé qué hacer. Seguiré así una semana, quizás dos, a lo sumo; pero, luego, si la cosa sigue así, apelaré al recurso último que siempre me ha salvado: volver a estafar para volver a la cárcel para volver a luchar por esta libertad inútil.