- Una historia...-
Publicado: Mié, 10 Abr 2013 10:39
Caigo de la cama cada mañana
con el ánimo entumecido,
en el baño enjuago mis ideas,
y frente al espejo me insulto:
- qué bueno que amaneciste
cabronazo, gilipollas, hioputa…
a veces me insulto al estilo “siglo de oro”,
es una rutina, una ceremonia.
Después, ojeroso, continúo el ritual absurdo,
un café caliente, bien caliente,
denso como la sangre de un esquimal,
amargo, sin azúcar,
en calzoncillos y camiseta,
con unos buenos calcetines
que aíslen el frío del terrazo.
Esta mañana me duele respirar.
Son las nueve, suena el telefonillo,
la voz desagradable de la portera me sacude,
maleducada, prepotente:
- Te esperan en la calle- grita-
-Que te follen – contesto -
-Camello de mierda -esto lo dice sólo para ella-
Bajo por escaleras a oscuras,
cada segundo me vuelvo más desconfiado.
En el portal no hay nadie, el buzón se desborda,
en su interior publicidad, cartas del banco,
y una nota escrita en una servilleta con carmín de labios:
- Acabo turno a las siete, tal vez me queden fuerzas para otro polvo.
Hago una pelota con la servilleta y la tiro a la papelera,
por un instante pienso en ella,
follando con cualquiera.
La puta y el camello, una nueva película Disney.
En la calle me espera Mulo.
No es un apodo,
sus padres le pusieron ese nombre
porque nació con una verga enorme,
parece que el médico pensó en una malformación,
que le faltaba el pie,
cuando se dio cuenta de la realidad documentó el caso
y publicó un artículo en la revista Science.
Mulo siempre lo llevaba doblado en la cartera.
Trapicheábamos con drogas, no hacíamos distinciones,
heroína, cocaína, speed, hash, marihuana, cristal, anfetaminas, meta-anfetaminas…
todas la mierdas nuevas que aparecían, polvo de ángel, muerte súbita, meados de santo…
Comprábamos cantidades razonables en La Cañada
que vendíamos en coquetas dosis a los niños pijos de la ciudad.
A Mulo le gustaban mucho las niñitas rubias de bocas relajadas
que germinan en las discotecas de moda,
gustaba de su simpleza y las cazaba,
como un león a una gacela sorda, ciega
y un poco gilipollas.
Las dejaba doloridas unos días,
muchas querían repetir.
Yo optaba por el club Oasis,
donde siempre había algo caliente donde meterse.
Sin complicaciones,
una transacción comercial aséptica.
Aquella mañana Mulo tenía una resaca épica,
tenía los ojos tan hundidos que apenas se percibía
la existencia de un iris allá en lo profundo.
-No preguntes- me ladró al abrir la puerta del coche-
Agarré del asiento del acompañante un viejo revólver
todavía caliente.
Me dolía respirar.
Durante el trayecto sólo la compañía de los Stone Temple Pilots
y la rigidez extrema del cuello de Mulo,
que no apartaba los ojos-pozos de la carretera.
-Tenemos que hablar- Mulo apretaba el volante con fuerzas.
- Tú dirás –dije encendiendo un petardo-
- Necesitas hacer algunos cambios, inmediatos -sus manos blanqueaban-.
Me fijé entonces en la bolsa de deportes
que descansaba en el asiento trasero,
goteaba sobre el cuero una melaza roja
inconfundible.
- ¿Qué pasa? –pregunté a Mulo asustado.
Frenó el coche de golpe,
me pidió el revólver,
sin responder a cuestiones lógicas se lo di.
- Es tu puta, amigo, tuve matarla – en la voz de Mulo había desesperación, angustia-
-Baja y entierra esa jodida bolsa.
Salí temblando del coche,
rezando para que Mulo me disparara en la nuca,
siempre odié sufrir por vicio.
– Lo siento tío, lo siento, nunca quise que esto pasara…
Cerré los ojos.
Pero Mulo no disparó, aceleró
derrapando en su salida, de cero a cien
en nueve segundos, toda una vida.
Cogió más velocidad y se estrelló
contra la pared de una nave industrial.
Al estruendo de la explosión
salieron de sus jaulas decenas de trabajadores,
yo agarré la bolsa de deportes
y me escondí en una caseta de obras.
Me dolía respirar.
Con el susto en el cuerpo, tras una larga calada,
me dejé caer sobre el polvoriento suelo.
Reuní el valor suficiente para abrir la bolsa.
Su cabeza descansaba en el interior,
con los ojos muy abiertos.
Recordé entonces la nota del buzón
y me sentí gilipollas por haberla tirado.
Me dolía respirar.
Cuando llegó la policía estaba en estado de shock,
en comisaría expliqué lo que había pasado,
me dijeron que Mulo no existía,
no había nadie dentro del coche,
no aparecían restos de sangre,
no había cabezas cercenadas,
sólo ropa sucia dentro de una vieja bolsa de deportes,
ropa de mi talla.
Me desmayé.
Volví en mí sobre la cama de un hospital.
No había seguridad en la puerta.
En el historial al pie de la cama se describían múltiples contusiones
y tres costillas rotas,
me dolía respirar.
con el ánimo entumecido,
en el baño enjuago mis ideas,
y frente al espejo me insulto:
- qué bueno que amaneciste
cabronazo, gilipollas, hioputa…
a veces me insulto al estilo “siglo de oro”,
es una rutina, una ceremonia.
Después, ojeroso, continúo el ritual absurdo,
un café caliente, bien caliente,
denso como la sangre de un esquimal,
amargo, sin azúcar,
en calzoncillos y camiseta,
con unos buenos calcetines
que aíslen el frío del terrazo.
Esta mañana me duele respirar.
Son las nueve, suena el telefonillo,
la voz desagradable de la portera me sacude,
maleducada, prepotente:
- Te esperan en la calle- grita-
-Que te follen – contesto -
-Camello de mierda -esto lo dice sólo para ella-
Bajo por escaleras a oscuras,
cada segundo me vuelvo más desconfiado.
En el portal no hay nadie, el buzón se desborda,
en su interior publicidad, cartas del banco,
y una nota escrita en una servilleta con carmín de labios:
- Acabo turno a las siete, tal vez me queden fuerzas para otro polvo.
Hago una pelota con la servilleta y la tiro a la papelera,
por un instante pienso en ella,
follando con cualquiera.
La puta y el camello, una nueva película Disney.
En la calle me espera Mulo.
No es un apodo,
sus padres le pusieron ese nombre
porque nació con una verga enorme,
parece que el médico pensó en una malformación,
que le faltaba el pie,
cuando se dio cuenta de la realidad documentó el caso
y publicó un artículo en la revista Science.
Mulo siempre lo llevaba doblado en la cartera.
Trapicheábamos con drogas, no hacíamos distinciones,
heroína, cocaína, speed, hash, marihuana, cristal, anfetaminas, meta-anfetaminas…
todas la mierdas nuevas que aparecían, polvo de ángel, muerte súbita, meados de santo…
Comprábamos cantidades razonables en La Cañada
que vendíamos en coquetas dosis a los niños pijos de la ciudad.
A Mulo le gustaban mucho las niñitas rubias de bocas relajadas
que germinan en las discotecas de moda,
gustaba de su simpleza y las cazaba,
como un león a una gacela sorda, ciega
y un poco gilipollas.
Las dejaba doloridas unos días,
muchas querían repetir.
Yo optaba por el club Oasis,
donde siempre había algo caliente donde meterse.
Sin complicaciones,
una transacción comercial aséptica.
Aquella mañana Mulo tenía una resaca épica,
tenía los ojos tan hundidos que apenas se percibía
la existencia de un iris allá en lo profundo.
-No preguntes- me ladró al abrir la puerta del coche-
Agarré del asiento del acompañante un viejo revólver
todavía caliente.
Me dolía respirar.
Durante el trayecto sólo la compañía de los Stone Temple Pilots
y la rigidez extrema del cuello de Mulo,
que no apartaba los ojos-pozos de la carretera.
-Tenemos que hablar- Mulo apretaba el volante con fuerzas.
- Tú dirás –dije encendiendo un petardo-
- Necesitas hacer algunos cambios, inmediatos -sus manos blanqueaban-.
Me fijé entonces en la bolsa de deportes
que descansaba en el asiento trasero,
goteaba sobre el cuero una melaza roja
inconfundible.
- ¿Qué pasa? –pregunté a Mulo asustado.
Frenó el coche de golpe,
me pidió el revólver,
sin responder a cuestiones lógicas se lo di.
- Es tu puta, amigo, tuve matarla – en la voz de Mulo había desesperación, angustia-
-Baja y entierra esa jodida bolsa.
Salí temblando del coche,
rezando para que Mulo me disparara en la nuca,
siempre odié sufrir por vicio.
– Lo siento tío, lo siento, nunca quise que esto pasara…
Cerré los ojos.
Pero Mulo no disparó, aceleró
derrapando en su salida, de cero a cien
en nueve segundos, toda una vida.
Cogió más velocidad y se estrelló
contra la pared de una nave industrial.
Al estruendo de la explosión
salieron de sus jaulas decenas de trabajadores,
yo agarré la bolsa de deportes
y me escondí en una caseta de obras.
Me dolía respirar.
Con el susto en el cuerpo, tras una larga calada,
me dejé caer sobre el polvoriento suelo.
Reuní el valor suficiente para abrir la bolsa.
Su cabeza descansaba en el interior,
con los ojos muy abiertos.
Recordé entonces la nota del buzón
y me sentí gilipollas por haberla tirado.
Me dolía respirar.
Cuando llegó la policía estaba en estado de shock,
en comisaría expliqué lo que había pasado,
me dijeron que Mulo no existía,
no había nadie dentro del coche,
no aparecían restos de sangre,
no había cabezas cercenadas,
sólo ropa sucia dentro de una vieja bolsa de deportes,
ropa de mi talla.
Me desmayé.
Volví en mí sobre la cama de un hospital.
No había seguridad en la puerta.
En el historial al pie de la cama se describían múltiples contusiones
y tres costillas rotas,
me dolía respirar.