EL ORIGEN DE LA TRISTEZA
Publicado: Lun, 19 Nov 2012 17:07
¿RECUERDAS MADRE?
¿Recuerdas, madre,
cuando recorríamos las mañanas de calles llovidas,
con tu llanto en los labios
mojados en la desesperación del abandono?
Yo,
arraigado a la costumbre de la consternación,
me aferraba a las cortinas de tus faldas
con las manos ateridas de miedo y de tristeza.
Tus lágrimas resbalaban de los profundos huecos negros de tus ojos,
en tu enrojecida nariz
goteaban las mucosidades de una larga noche pasada en el desvelo,
esperando el amor que no llegaba.
¡Vamos!,
me decías iracunda,
¡vamos a sacar a tu padre de otra cama!
mientras de la mía me sacabas soñoliento y cansado.
Aun no amanecía, madre,
y al ronco trashumar del transporte público
arrastrabas de la mano tus penas en las inquietudes de tu hijo,
que no sabía comprender y callaba,
lloraba por dentro,
bebiéndose la sal de las lágrimas
en la garganta enmudecida del dolor.
Y MI PADRE CALLABA
Y mi padre callaba.
Sólo la mirada en el fuego fulminaba el silencio.
Las llamas alcanzaban la sala del recuerdo
en violentos arrebatos de furia que acababan en la alcoba de la testosterona.
La selva se anidaba en bramidos.
Al fondo del cubil
el cachorro lamía las heridas del miedo en los ojos del asombro
y en oídos que escuchaban la atenta sinfonía del placer
intentando callar la espasmódica armonía con sus manos de infancia.
¿Cómo es posible amar lo que nos duele tanto?
La pregunta caía en un abismo
en el que Dios no sabía las respuestas.
El Cristo volteaba su infinita tristeza
desde el monte de olivos,
con la mirada fija en la ciudad bendita.
Hincado le rezaba por salvar la familia,
que en el amor un espacio se hiciera para siempre en la casa.
Mas el padre se iba.
La leona se quedaba dormida en el cansancio,
satisfecha la herida.
Volvía la soledad a instalarse en el silencio
de la indiferente mirada del que huía.
Roto en pedazos,
el corazón de un niño dejaba de latir
en el instante del frustrado anhelo de amor y de caricias.
¿Recuerdas, madre,
cuando recorríamos las mañanas de calles llovidas,
con tu llanto en los labios
mojados en la desesperación del abandono?
Yo,
arraigado a la costumbre de la consternación,
me aferraba a las cortinas de tus faldas
con las manos ateridas de miedo y de tristeza.
Tus lágrimas resbalaban de los profundos huecos negros de tus ojos,
en tu enrojecida nariz
goteaban las mucosidades de una larga noche pasada en el desvelo,
esperando el amor que no llegaba.
¡Vamos!,
me decías iracunda,
¡vamos a sacar a tu padre de otra cama!
mientras de la mía me sacabas soñoliento y cansado.
Aun no amanecía, madre,
y al ronco trashumar del transporte público
arrastrabas de la mano tus penas en las inquietudes de tu hijo,
que no sabía comprender y callaba,
lloraba por dentro,
bebiéndose la sal de las lágrimas
en la garganta enmudecida del dolor.
Y MI PADRE CALLABA
Y mi padre callaba.
Sólo la mirada en el fuego fulminaba el silencio.
Las llamas alcanzaban la sala del recuerdo
en violentos arrebatos de furia que acababan en la alcoba de la testosterona.
La selva se anidaba en bramidos.
Al fondo del cubil
el cachorro lamía las heridas del miedo en los ojos del asombro
y en oídos que escuchaban la atenta sinfonía del placer
intentando callar la espasmódica armonía con sus manos de infancia.
¿Cómo es posible amar lo que nos duele tanto?
La pregunta caía en un abismo
en el que Dios no sabía las respuestas.
El Cristo volteaba su infinita tristeza
desde el monte de olivos,
con la mirada fija en la ciudad bendita.
Hincado le rezaba por salvar la familia,
que en el amor un espacio se hiciera para siempre en la casa.
Mas el padre se iba.
La leona se quedaba dormida en el cansancio,
satisfecha la herida.
Volvía la soledad a instalarse en el silencio
de la indiferente mirada del que huía.
Roto en pedazos,
el corazón de un niño dejaba de latir
en el instante del frustrado anhelo de amor y de caricias.