Sucedió en Viena (L, XXI)
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Sucedió en Viena (L, XXI)
El salón de espera padecía una oscuridad lánguida, azulada. Tomé asiento con obediencia.
Quise ordenar mis ideas antes de perderme en el eco firme de tu voz. Un vapor de sapiencia incautó la palabra. Me duele todo el cuerpo; a veces, no puedo mover las manos ni el cuello. Un dejo borrascoso se apodera de mi espíritu. Muero de amor culpable. No debí imaginar tu lengua en mi vientre ni apretar la mandíbula para tragar el beso prohibido. No, no, no. Este ahogo persiste cuando abandono la consulta. Padre accede a buscarme y llevarme a casa. El miedo olisquea los ancestros de mi cama, hurga en mi vestido hasta hacerme una muñeca blanda y conjetural. Revivo cada minuto de sanación, ese precario temblor de las cortinas, el péndulo que libera la maldición del tiempo, la cajetilla de puros resguardada de mi vista. La semana pasada creí desmayar. Evanecencia de presagios, uraña cascada de huesos infantes que demolían cada paso nocturno. Imagino tu vida con Martha; quisiera ser ella cuando la niebla se expande en el atrio de la ciudad y los gnomos dormitan asilados en sus cuevas de tul. La miras cubierta de seda blanca, con los ojos abiertos y el pecho erguido, haces que suspire y mueva las caderas para recibirte. Suave, íntegro, casi magistral. Intento cerrar los botones de mi abrigo y resguardar mis pechos de tu recuerdo, mejor dicho, de tu inmanente presencia. La amas, ya lo sé. En las tardes de agosto cuando el campanario anuncia la llegada del mediodía evoco la húmeda pregnancia del sótano, su alarde grosero de morada encubierta, de rito trágico, de guerra injusta. Anotas cada palabra que digo, vas hilvanando con precisión mis síntomas. Son tantos, aparecen y desaparecen a su antojo. Es como si una banda de pájaros ruidosos invadieran mi cabeza e hicieran explotar una angustia insostenible. Después vuelve la calma, tu mirada reposa sobre el libro de anotaciones. Padre dice que todo terminará bien, que poco a poco se aliviará mi sufrimiento. Nadie sabe que mi humanidad es una cámara de tortura que solo descansa cuando pienso en ti. Ayer tuve visiones oníricas inquietantes: desnuda caminaba sobre espinas, los pies sangraban y el ruido de las hojas y el pasto no conseguía distraer mi dolor. De pronto levanté los brazos y pude volar, ingrávida, altísima, desperté en un nubarrón de lodo; alli, entre la oscura devoción de los cielos empantanados, sentí un glorioso estremecimiento debajo del estómago, un temblor casi divino contrajo todos mis músculos. Me levanté aturdida y me esforzé para retener cada paraje del sueño. Pienso quemar estos apuntes antes de marcharme. Ahora lo único que deseo es escribir tu nombre para acariciar cada letra con mis dedos. Sigmund. Te amaré siempre.
Katherine B.
- Julio Gonzalez Alonso
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re: Sucedió en Viena
Salud.
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Re: re: Sucedió en Viena
Julio González Alonso escribió:Solamente podía ocurrir en la ciudad del maestro Sigmund Freud. Todavía recuerdo mi estancia sentado a una de las mesas del café que frecuentaba y tratando de respirar aquel ambiente decimonónico. Todo está dicho. Felicitaciones. Con un abrazo.
Salud.
Julio, agradezco mucho tu lectura atenta y empática. Al maestro Freud le debemos legados notables; todavía su pensamiento influye en la práctica clinica. Ese café vienés al que te refieres debe guardar secretos maravillosos.
Un abrazo,
Hallie
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re: Sucedió en Viena
Placer, hermanita.
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re: Sucedió en Viena
Enhorabuena, y un abrazo.
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