SILENTE
Publicado: Dom, 06 Nov 2011 4:49
El retraso lo puso muy nervioso y más alterado que de costumbre. Las rosas que había comprado empezaban a languidecer y el calor era tan seco y quieto como el paisaje. Algunas veces llegó a pensar que no valía la pena, que nada valía la pena si ella no estaba, pero no era cierto. Entre los espasmos de sus más profundos dolores, sabía que eran pasajeros, tiempo del tiempo, lugares comunes para el alma fuera del cuerpo. Porque precisamente ella era eso. Su alma, su más íntima y viva certeza.
Una hora y veinte minutos… ¿Y si no venía? Cientos de miles de veces se imaginó ahí, de pie, solo, absolutamente solo. ¡Y es que la espera había sido tan larga y agotadora! Todos los días, recién despertaba, pensaba: -Ya falta poco-, y no se hacía más las absurdas preguntas que tanto lo atormentaban. Se dejaba llevar por la dulce y lánguida esperanza de mirarla otra vez, de abrazarla otra vez, de hablarle y besarla despacio, claramente. Porque en toda su vida sólo con ella había sido sincero; porque sólo a ella podía confiarle dudas, alegrías, fatigas, cadenas, libertades, luces y sombras.
Fue esa noche, cuando le cerró los ojos con los labios, que le recitó una plegaria inútil para luego gritar y gritar hasta enronquecer por siempre. Después, una luz inmensa le hizo retroceder y mirar. Ella era la misma pero bien sabía que se había marchado.
Veinticuatro horas y la realidad le susurró una verdad definitiva: -Está muerta, está muerta, está muerta. Tan muerta como tus piernas y tus manos, como tu cuello, tu ombligo y tu cerebro. Tan muerta como tú mismo-. En vano habían sido todos los años indóciles, el cúmulo de minutos impacientes, la apabullante y espesa locura.
¿Por qué creyó fervientemente que había dejado de amarla? ¿Era imperioso ser siempre tan veraz y directo? ¿Acaso no la amaba igual que cuando estaba viva, cuando sonreía ágil y fogosa entre los ardientes sudores del amor? ¿Cómo era posible no venerarla igual que antes de inmolarse estúpidamente bajo la nube de somníferos y verla yaciendo ahí, tan leve y diminuta sobre la cama?
No sintió entonces culpa ni cargó con el fardo de los lamentos interminables. Sólamente esa noche, la noche en que ella lo abandonó así, desde el despeñadero del más contrito y aberrante absurdo, dejó de adorarla por un segundo, y se lo dijo. Luego, olvidó su olvido, se vistió de falsa hombría y aplomo y le cerró los ojos con dos besos muertos, inservibles, irreversibles. Después siguió vivo, vivo sin vida, sin alma en el cuerpo, en medio de la afónica y demente esperanza.
Tiró las flores. Silente, funesta y silente, la tumba bajo sus pies tenía grabados dos nombres. Ella era su alma y sin alma, definitivamente él también estaba muerto.
Una hora y veinte minutos… ¿Y si no venía? Cientos de miles de veces se imaginó ahí, de pie, solo, absolutamente solo. ¡Y es que la espera había sido tan larga y agotadora! Todos los días, recién despertaba, pensaba: -Ya falta poco-, y no se hacía más las absurdas preguntas que tanto lo atormentaban. Se dejaba llevar por la dulce y lánguida esperanza de mirarla otra vez, de abrazarla otra vez, de hablarle y besarla despacio, claramente. Porque en toda su vida sólo con ella había sido sincero; porque sólo a ella podía confiarle dudas, alegrías, fatigas, cadenas, libertades, luces y sombras.
Fue esa noche, cuando le cerró los ojos con los labios, que le recitó una plegaria inútil para luego gritar y gritar hasta enronquecer por siempre. Después, una luz inmensa le hizo retroceder y mirar. Ella era la misma pero bien sabía que se había marchado.
Veinticuatro horas y la realidad le susurró una verdad definitiva: -Está muerta, está muerta, está muerta. Tan muerta como tus piernas y tus manos, como tu cuello, tu ombligo y tu cerebro. Tan muerta como tú mismo-. En vano habían sido todos los años indóciles, el cúmulo de minutos impacientes, la apabullante y espesa locura.
¿Por qué creyó fervientemente que había dejado de amarla? ¿Era imperioso ser siempre tan veraz y directo? ¿Acaso no la amaba igual que cuando estaba viva, cuando sonreía ágil y fogosa entre los ardientes sudores del amor? ¿Cómo era posible no venerarla igual que antes de inmolarse estúpidamente bajo la nube de somníferos y verla yaciendo ahí, tan leve y diminuta sobre la cama?
No sintió entonces culpa ni cargó con el fardo de los lamentos interminables. Sólamente esa noche, la noche en que ella lo abandonó así, desde el despeñadero del más contrito y aberrante absurdo, dejó de adorarla por un segundo, y se lo dijo. Luego, olvidó su olvido, se vistió de falsa hombría y aplomo y le cerró los ojos con dos besos muertos, inservibles, irreversibles. Después siguió vivo, vivo sin vida, sin alma en el cuerpo, en medio de la afónica y demente esperanza.
Tiró las flores. Silente, funesta y silente, la tumba bajo sus pies tenía grabados dos nombres. Ella era su alma y sin alma, definitivamente él también estaba muerto.