Editorial Alaire

José Manuel Sáiz escribió:Cuando el abuelo decidió ser niño


Cuando el abuelo un día
decidió de repente
volver a ser un niño,
sólo tuvo que hacer tres cosas:
mirar con ojos tiernos,
olvidar su pasado y su presente,
renunciar
al mundo y a sí mismo.

Pero lo hizo poquito a poco, sin prisa, sin urgencias,
como si en un momento dado,
su mente diera marcha atrás a un ritmo
deliberadamente decelerado. Así, sin previo aviso,
determinó olvidar su nombre, luego el mío y también
el nombre de mi hermana.

Se olvidó de mi cara y de los rostros
de sus hijos, amigos y parientes. Dejó de lado,
por propia decisión supongo
(pues para ser de nuevo un niño
no tuvo más remedio), sus querencias, rutinas
y costumbres.

Miraba, lo recuerdo, con una expresión cada vez
más dulce y apacible;
sus ojos se volvieron transparentes, y su lenguaje,
por el contrario, raro e insondable.

Tras un periodo breve de paseos
por parques donde hubiera palomas y otros niños
decidió estar en casa y gatear por el pasillo como un chiquillo
de teta y tacataca (renunciando tozudo a su bastón
y al confort del sillón y su butaca).

Insistió en orinar y hacerse caca en un pañal; y para comer,
se ponía babero y pedía entre pucheros
hacerle el avioncito, rum, rum, con la cuchara.

Nuestro abuelo murió feliz,
en su mundo, sonriendo,
como un bebé de casi noventa años
(de joven tuvo fama de travieso,
por eso ya sabíamos que al llegar a viejo
haría estas, y muchas otras cosas, pensando
sin duda entretenernos).


--oOo--

José Manuel Sáiz escribió:Cuando el abuelo decidió ser niño


Cuando el abuelo un día
decidió de repente
volver a ser un niño,
sólo tuvo que hacer tres cosas:
mirar con ojos tiernos,
olvidar su pasado y su presente,
renunciar
al mundo y a sí mismo.

Pero lo hizo poquito a poco, sin prisa, sin urgencias,
como si en un momento dado,
su mente diera marcha atrás a un ritmo
deliberadamente decelerado. Así, sin previo aviso,
determinó olvidar su nombre, luego el mío y también
el nombre de mi hermana.

Se olvidó de mi cara y de los rostros
de sus hijos, amigos y parientes. Dejó de lado,
por propia decisión supongo
(pues para ser de nuevo un niño
no tuvo más remedio), sus querencias, rutinas
y costumbres.

Miraba, lo recuerdo, con una expresión cada vez
más dulce y apacible;
sus ojos se volvieron transparentes, y su lenguaje,
por el contrario, raro e insondable.

Tras un periodo breve de paseos
por parques donde hubiera palomas y otros niños
decidió estar en casa y gatear por el pasillo como un chiquillo
de teta y tacataca (renunciando tozudo a su bastón
y al confort del sillón y su butaca).

Insistió en orinar y hacerse caca en un pañal; y para comer,
se ponía babero y pedía entre pucheros
hacerle el avioncito, rum, rum, con la cuchara.

Nuestro abuelo murió feliz,
en su mundo, sonriendo,
como un bebé de casi noventa años
(de joven tuvo fama de travieso,
por eso ya sabíamos que al llegar a viejo
haría estas, y muchas otras cosas, pensando
sin duda entretenernos).


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