la magia de los sueños
Publicado: Jue, 04 Ago 2011 15:39
Divisé al viejo Anselmo sentado en su puerta, con la boina cubriéndole parte de la cara. Dormitaba como de costumbre, o al menos eso pensé yo. Me acerqué intentando no hacer ruido y observé que sonreía con una mueca que inundaba de luz su rostro ya viejo y arrugado. ¡Estará soñando! me dije, y sonreí también mientras me alejaba silenciosamente.
Si hubiera podido asomarme a sus sueños, lo hubiera visto allí, pasmado, mirando sin pestañear a una chiquita que lavaba la ropa en el río. Debido al esfuerzo que tenían que hacer sus pequeñas manos, rodaban dos perlas de sudor sobre su frente y de vez en cuando, ella levantaba el brazo para secarlas. Luego se inclinaba de nuevo sin ser consciente que al hacerlo, dos incipientes pechos asomaban por su escote turbando al muchacho y acelerando su pulso. Hubiera visto también, cuando años más tarde, convertido en un hombre de anchos hombros y fuertes brazos, depositaba en el lecho a la misma muchacha; más madura pero más bella si cabe. Y cómo sus toscas manos se volvían delicadas al despojarla de los velos blancos, que ante un Anselmo emocionado, ella luciera aquella misma mañana en el altar
Y por fin, los hubiera visto a los dos, ya mayores, en silencio -entre ellos, sobraban las palabras- la mano de ella descansando temblorosa sobre la de él, sentados ante el fuego de la chimenea y observabando absortos como se consumían los maderos convirtiéndose en ascuas. Probablemente pensarían, que al igual que el fuego devoraba la leña, el tiempo lo hacía con sus vidas, sin embargo, en el fondo de su retina, la llama iluminaba la profunda felicidad que los embargaba.
Me fui de allí sin saber, que la magia de los sueños daba a Anselmo la oportunidad de vivir muchas vidas como la que se llevó el tiempo.
Si hubiera podido asomarme a sus sueños, lo hubiera visto allí, pasmado, mirando sin pestañear a una chiquita que lavaba la ropa en el río. Debido al esfuerzo que tenían que hacer sus pequeñas manos, rodaban dos perlas de sudor sobre su frente y de vez en cuando, ella levantaba el brazo para secarlas. Luego se inclinaba de nuevo sin ser consciente que al hacerlo, dos incipientes pechos asomaban por su escote turbando al muchacho y acelerando su pulso. Hubiera visto también, cuando años más tarde, convertido en un hombre de anchos hombros y fuertes brazos, depositaba en el lecho a la misma muchacha; más madura pero más bella si cabe. Y cómo sus toscas manos se volvían delicadas al despojarla de los velos blancos, que ante un Anselmo emocionado, ella luciera aquella misma mañana en el altar
Y por fin, los hubiera visto a los dos, ya mayores, en silencio -entre ellos, sobraban las palabras- la mano de ella descansando temblorosa sobre la de él, sentados ante el fuego de la chimenea y observabando absortos como se consumían los maderos convirtiéndose en ascuas. Probablemente pensarían, que al igual que el fuego devoraba la leña, el tiempo lo hacía con sus vidas, sin embargo, en el fondo de su retina, la llama iluminaba la profunda felicidad que los embargaba.
Me fui de allí sin saber, que la magia de los sueños daba a Anselmo la oportunidad de vivir muchas vidas como la que se llevó el tiempo.