HOY NO ES NAVIDAD
Publicado: Vie, 14 Ene 2011 20:43
Madre
Me dirijo a usted porque hace tiempo que partió por la vereda de los cuervos con aquella sonrisa petrificada, y desde entonces no he sabido a quien acudir.
Padre dice que debe purificar su alma pues un demonio con lenguas de fuego la perseguía cada noche en sus aposentos.
Yo no entiendo mucho de eso, pero mosén Domingo dice que es lo mejor.
Las criadas murmuran constantemente mientras friegan de rodillas su alcoba. Entre dientes consigo reconocer alguna de sus palabras y no me gusta lo que escucho.
Alguna de esas criadas mueve sus pechos de forma lasciva y a mí me incomoda. Cuando les pido que se cubran me dicen que mi madre nunca lo hizo al bailar cada noche con el demonio.
Como ve, estoy rodeada por el mal. Entre unos y otros hacen que me sienta triste y melancólica, no sabe cómo deseo que regrese cuanto antes.
Los frailes de la abadía beben sin descanso de nuestras bodegas y por la noche los ruidos que salen de sus aposentos son ensordecedores. Hay quien jura que las criadas pasan la noche en sus regazos calenturientos.
Dios quiera que eso sea mentira, pues nuestra honra y buen nombre está en juego.
Anoche, Don Juan vino a impartirme su clase habitual de latín, mas yo andaba con mis pensamientos en otros asuntos y apenas le presté atención.
Su barba se enroscaba entre sus dedos grasientos como si de un jabalí hambriento se tratara.
Ya sabe que anda metido en mis próximas nupcias y se frota las manos pensando en todo el poder que obtendrá gracias a mis fastos.
No dejo de preguntarme por qué debo casarme con alguien que podría ser mi padre, pero él asegura que eso no es de mi incumbencia y que en esta tierra siempre fueron antes leyes que reyes, por eso debo acatar todo aquello que me presenten.
El hijo del panadero me hace trenzas todos los días y añade almendras y miel para que mi espera sea más dulce.
Tiene los ojos como el azabache y sus cabellos son amarillos como las espigas que utiliza para elaborar el pan.
Me hace reír hasta que las almendras se me atragantan en la misma campanilla pero enseguida llega mi señora y todo se vuelve negro, el hijo del panadero desaparece como una exhalación y yo vuelvo a quedarme sola sin más que hacer que encaje de bolillos.
Paso mis días rezando, me pregunto si no será bueno tanto rezo porque en lugar de una boda parece que me llevan al sacrificio.
Mi señora llora todos los días, ella dice que es de felicidad, aunque yo creo que tampoco está de acuerdo con que me case siendo una niña, menos aun con un hombre tan anciano.
Cuando entra en mis aposentos se inclina y me llama majestad, dice que debo acostumbrarme pronto al tratamiento y que todos tendrán que pedir mis favores en cuanto contraiga matrimonio.
Yo soy feliz en este palacio de verano correteando entre los naranjos y escuchando los laudes venidos de Italia pero se empeñan en que lleve su diadema de esmeraldas madre, y yo no quiero llevarla si no es usted quien me la entregue.
A veces pienso que padre la ha apartado de mi para que quiera más a su nueva esposa, pero eso nunca sucederá porque mi corazón está unido al suyo para siempre.
Pronto caerán las hojas en palacio y guardarán a las bestias en sus establos, sabe cuánto me alegran los días, por eso ando preocupada... ya no esperaré los amaneceres para ver los terneros mamar, ni podré acariciar a mis caballos llegados de la lejana Córdoba.
En cambio tendré que adornar mis cabellos con flores de ultramar y cambiar mis ropas antes de la novena, en la comida y en mis clases de romance.
No consigo sentarme como padre quiere, estos alambres se me clavan en las costillas y no debo quejarme o amenaza con azotarme delante de todos.
Siempre dice que nací para ser granjera, pero que el buen Dios me cambió el día de mi alumbramiento para demostrar a los hombres que su bondad infinita se encuentra en cada rincón de este palacio.
Puede que tenga razón, pues mis dedos son grandes y gordos, no como el de las niñas cortesanas que padre invita para que jueguen conmigo.
Madre... ¿Recuerda aquella noche en que usted y yo salimos al jardín con la primera nevada?
Fue maravilloso, nunca pude olvidar la luz de sus ojos, brillaban tanto como las copas talladas que padre hace pulir para las grandes ocasiones.
Nadie supo nunca que salimos sin cubrir nuestros cuerpos, salvo padre, claro, que está en todas partes como el Santísimo o como Don Juan.
Aquello nos costó tres días de ayuno y la purificación de nuestra alma; llenaron nuestro cuerpo de paños escurridos en vinagre y nos confinaron a cada una en una alcoba con la promesa de que jamás volveríamos a hacer algo que pusiera en peligro nuestra salvación.
Tal vez por eso el pontífice mandó carta hace unos meses a palacio interesándose por el estado de nuestras almas. Sé que padre no ha vuelto a ser el mismo desde entonces y manda perfumar nuestras alcobas con incienso traido desde Santiago.
Mañana es el gran día y yo tendría que estar rezando como cada noche, pero prefiero escribirle esta carta a sabiendas que es posible que no llegue a recibirla nunca.
Mi prometido ya se encuentra velando sus armas en La Seo y todos andan como locos en el salón del trono.
Yo no estoy nerviosa, me entrego en cuerpo y alma a mi destino, pues sé qué es lo que se espera de mí; pero cuando me ciñan la corona mis pensamientos estarán con usted, madre, y con el hijo del panadero y sus trenzas, con los terneros mamando y mis caballos cordobeses, y también con el aroma de los naranjos y la nieve caida en nuestros cuerpos aquella noche de Navidad, donde aprendí que nuestro espíritu solo nos pertenece a cada uno de nosotros.
Se despide su hija, entregada a su pueblo y a la causa de todas sus obligaciones
Me dirijo a usted porque hace tiempo que partió por la vereda de los cuervos con aquella sonrisa petrificada, y desde entonces no he sabido a quien acudir.
Padre dice que debe purificar su alma pues un demonio con lenguas de fuego la perseguía cada noche en sus aposentos.
Yo no entiendo mucho de eso, pero mosén Domingo dice que es lo mejor.
Las criadas murmuran constantemente mientras friegan de rodillas su alcoba. Entre dientes consigo reconocer alguna de sus palabras y no me gusta lo que escucho.
Alguna de esas criadas mueve sus pechos de forma lasciva y a mí me incomoda. Cuando les pido que se cubran me dicen que mi madre nunca lo hizo al bailar cada noche con el demonio.
Como ve, estoy rodeada por el mal. Entre unos y otros hacen que me sienta triste y melancólica, no sabe cómo deseo que regrese cuanto antes.
Los frailes de la abadía beben sin descanso de nuestras bodegas y por la noche los ruidos que salen de sus aposentos son ensordecedores. Hay quien jura que las criadas pasan la noche en sus regazos calenturientos.
Dios quiera que eso sea mentira, pues nuestra honra y buen nombre está en juego.
Anoche, Don Juan vino a impartirme su clase habitual de latín, mas yo andaba con mis pensamientos en otros asuntos y apenas le presté atención.
Su barba se enroscaba entre sus dedos grasientos como si de un jabalí hambriento se tratara.
Ya sabe que anda metido en mis próximas nupcias y se frota las manos pensando en todo el poder que obtendrá gracias a mis fastos.
No dejo de preguntarme por qué debo casarme con alguien que podría ser mi padre, pero él asegura que eso no es de mi incumbencia y que en esta tierra siempre fueron antes leyes que reyes, por eso debo acatar todo aquello que me presenten.
El hijo del panadero me hace trenzas todos los días y añade almendras y miel para que mi espera sea más dulce.
Tiene los ojos como el azabache y sus cabellos son amarillos como las espigas que utiliza para elaborar el pan.
Me hace reír hasta que las almendras se me atragantan en la misma campanilla pero enseguida llega mi señora y todo se vuelve negro, el hijo del panadero desaparece como una exhalación y yo vuelvo a quedarme sola sin más que hacer que encaje de bolillos.
Paso mis días rezando, me pregunto si no será bueno tanto rezo porque en lugar de una boda parece que me llevan al sacrificio.
Mi señora llora todos los días, ella dice que es de felicidad, aunque yo creo que tampoco está de acuerdo con que me case siendo una niña, menos aun con un hombre tan anciano.
Cuando entra en mis aposentos se inclina y me llama majestad, dice que debo acostumbrarme pronto al tratamiento y que todos tendrán que pedir mis favores en cuanto contraiga matrimonio.
Yo soy feliz en este palacio de verano correteando entre los naranjos y escuchando los laudes venidos de Italia pero se empeñan en que lleve su diadema de esmeraldas madre, y yo no quiero llevarla si no es usted quien me la entregue.
A veces pienso que padre la ha apartado de mi para que quiera más a su nueva esposa, pero eso nunca sucederá porque mi corazón está unido al suyo para siempre.
Pronto caerán las hojas en palacio y guardarán a las bestias en sus establos, sabe cuánto me alegran los días, por eso ando preocupada... ya no esperaré los amaneceres para ver los terneros mamar, ni podré acariciar a mis caballos llegados de la lejana Córdoba.
En cambio tendré que adornar mis cabellos con flores de ultramar y cambiar mis ropas antes de la novena, en la comida y en mis clases de romance.
No consigo sentarme como padre quiere, estos alambres se me clavan en las costillas y no debo quejarme o amenaza con azotarme delante de todos.
Siempre dice que nací para ser granjera, pero que el buen Dios me cambió el día de mi alumbramiento para demostrar a los hombres que su bondad infinita se encuentra en cada rincón de este palacio.
Puede que tenga razón, pues mis dedos son grandes y gordos, no como el de las niñas cortesanas que padre invita para que jueguen conmigo.
Madre... ¿Recuerda aquella noche en que usted y yo salimos al jardín con la primera nevada?
Fue maravilloso, nunca pude olvidar la luz de sus ojos, brillaban tanto como las copas talladas que padre hace pulir para las grandes ocasiones.
Nadie supo nunca que salimos sin cubrir nuestros cuerpos, salvo padre, claro, que está en todas partes como el Santísimo o como Don Juan.
Aquello nos costó tres días de ayuno y la purificación de nuestra alma; llenaron nuestro cuerpo de paños escurridos en vinagre y nos confinaron a cada una en una alcoba con la promesa de que jamás volveríamos a hacer algo que pusiera en peligro nuestra salvación.
Tal vez por eso el pontífice mandó carta hace unos meses a palacio interesándose por el estado de nuestras almas. Sé que padre no ha vuelto a ser el mismo desde entonces y manda perfumar nuestras alcobas con incienso traido desde Santiago.
Mañana es el gran día y yo tendría que estar rezando como cada noche, pero prefiero escribirle esta carta a sabiendas que es posible que no llegue a recibirla nunca.
Mi prometido ya se encuentra velando sus armas en La Seo y todos andan como locos en el salón del trono.
Yo no estoy nerviosa, me entrego en cuerpo y alma a mi destino, pues sé qué es lo que se espera de mí; pero cuando me ciñan la corona mis pensamientos estarán con usted, madre, y con el hijo del panadero y sus trenzas, con los terneros mamando y mis caballos cordobeses, y también con el aroma de los naranjos y la nieve caida en nuestros cuerpos aquella noche de Navidad, donde aprendí que nuestro espíritu solo nos pertenece a cada uno de nosotros.
Se despide su hija, entregada a su pueblo y a la causa de todas sus obligaciones