Había una Vez un Corazón

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Rafael Teicher
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Había una Vez un Corazón

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Había una vez un Corazón

—A los mártires de la civilización occitana



Había una vez un tejedor que tejía un corazón.

Tejía con sueños un paño caliente y ondulado como un pálpito.

Enredaba las manos en la masa del tejido, lo tomaba del cuello como a un mono y le daba de mamar sonrisas.

Movía los dedos dentro de la lana con la alegría con la que los patos golpean en el charco.

El tejido era un conejo entre sus manos, la panza del viento.

Como una bolsa de tormenta con besitos como orejas, era el tejido que tejía, calentándolo.

Sin embargo no tejía hacia fuera, más bien caía dentro del tejido de su cuerpo, a oscuras, ciego como un ratón en una casa de brujos.

Las orugas subían las lomadas de arenisca levantando pelos secos contra la brisa, cáscaras de ciprés enano.

De vez en vez aullaba un lobo cansino sólo por cumplir, y luego, el silencio tangible de la huella que se deshace, el derrame sudoroso e inmóvil de la luz, la blancura dando gritos.


Mientras tejía recordaba el olor animal del mármol bajo el trueno, la cola del Ródano que espanta a los pichones, el poder del hueso del cisne.

Recordaba las espaldas del río abriéndose como el cuerpo sonoro de la lila, como el tórax del muerto al borde del aceite.

Tejía escuchando el goteo de la clepsidra escondida, el rumor de los mecheros.

Tejía ese espumarajo de oca rabiosa, con sus manos espermáticas, con la alevosía con que la sombra tapa la campana de bronce.

Reptando, la casa, había avanzado por la paja, se había puesto a orinar en cuclillas, dibujaba con una varilla la cara del esposo sobre el polvo.

El río, a la vez, reptaba hacia sus pies desnudos, trayendo colmillos de música, corazones de paloma, perlas inmaduras. Traía feminidad bajo los brazos.

Los puntos del tejido se movían como pulgas de agua dando saltos.

Caían pedazos de papiro contra un fondo de nubes descendidas, brillo de flores.

Se puede decir que el tejedor tenía un cuero cabelludo de mujer sobre los muslos, algo vivo como un trompo, el rugido de un león que tiene sed.

Y estaba sentado a la manera de un gallo, fuerte como el agua, ovillado como un indio.

Tejer es como fundir hierro, todos lo saben. Pues así tejía.

El sol echaba humo como un buey por las narices calentando las celdas de los monjes, la boñiga enjoyada.

Antes de tejer solía llevar vasos de barro llenos de agua hasta una cueva, frotaba los vidrios con perfume, vaciaba bolsas de sal en la penumbra.

Si olía la lluvia en los nudos de los troncos, en las antenas de los bichos volantes, se desnudaba como un ganso y sangraba un pollo sobre un cuenco.

Sabía caminar sin ruido en las terrazas arcillosas. Caminaba recogiendo cabezas de lanza, semillas de rosa fallida, tumores de la flor de cintura diminuta.

No hay nada más bello en el mundo que una mujer contenta, escribía el tejedor sobre una piedra, con carbón de esas semillas muertas.

Y la dejaba —a la piedra escrita— para que la visiten los pájaros hambrientos, para que la venga a buscar el océano.

A los lados del tejedor explotaban corolas rasantes, se las veía alzar la nuca sobre el valle como soles curvos.

Se las veía presentar el perfume fresco con los párpados vencidos, misteriosas como el sabor de los pescados.

Sonreía como un cazador que baja del caballo, sonreía como los fumadores en los muelles, como el geómetra que traza el círculo.

Sonreía con la grandeza de la Biblia cuando la leen los niños. Siempre tejiendo con la fuerza del hoy, con la potencia del olvido del ayer y del mañana.

Tejiendo siempre con la dulzura de la lengua de la vaca sobre el rombo de cristal.

La cabeza del tejido se le echaba en el regazo y quería que le cuente un cuento.

Los cayados dormían a sus plantas como perros ovejeros, cual índices de dioses señalando algún ombligo.

Hacía con la seguridad con que se piensa en hacer, como cogiendo a un hada por el talle, como escapando del celo del mar.

El tejido daba gritos telepáticos, se movía como el fuego, mediterráneamente también.

Tejer es atar golpes de rama contra el viento, cortarle el pelo a la anciana, fabricar molinos mecánicos, hacer el beso, decía.

Los ríos iban perdiendo la compostura como peines, se volvían oscuros como bocas, se dejaban tornear por la amenaza de la nieve.

El tejedor del pueblo de los ríos perdidos tejía cerca del lento derrumbe de un castillo, con la profundidad con que se busca al hijo.

A la tarde jugaba con los cachorros del río, juntaba espinas que curan el dolor del parto, guardaba nombres en los huecos, pensaba inciensos que no piquen en los labios.

No podemos saber dónde sucedían estas cosas, por causa de los miedos. Los mapas son como fantasmas, como puños llenos de sangre.

Pero sí podemos conjeturar, el miedo no muerde por allí.
Y conjeturamos una zona de pétalos muertos que tapó el polvo, y donde crecieron hojas enormes, colgando de ramas flacas como silbos.

Podemos conjeturar un lenguaje neptúnico, hablado al borde de las fuentes, por lavadoras de pluma.

Aún tenemos bríos para deducir codornices reales que ponen huevos sonoros sobre el pasto seco. Y sobre todas las cosas, colegimos cajillas de eco de campana, cerradas bajo la lluvia.

En la "Casa del Hombre" se le daba por tejer el cielo, con los ojos abiertos como árboles.

Tejía como apartando canutos de un ábaco judío para contar el tiempo.

Tejía muriendo sonriente.


Rafael Teicher
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