Vivir es Soltar Palomas

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Rafael Teicher
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Vivir es Soltar Palomas

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Vivir es Soltar Palomas, o el Mensaje del Diablo Achacoso



—La idea te tiene que poseer—explicaba Azucena con sofoco—. Te tiene que hacer el amor como un potrillo.
—¿Tan así?—contestaba Paulina.
—Cuando Salvador te toma, ¿no te olvidas de ti?¿No te pierdes en un bosque que no eres tú, en sus ojos, en su fuerza?
—Puede ser.
—¿No eres parte de un regocijo sin identidad, más grande que los dos juntos y que cada uno de los dos a solas?
—No lo sé—decía Paulina—. No sé tantas cosas.
—Sí que lo sabes, manceba. Conmigo no hace falta fingimiento. Se te van los ojillos como en un ataque de epilepsia, si sabré yo…
—Tu exageras, Azucena—le replicaba Paulina—. Ese es el disturbio contigo. Que no creces. Que eres toda una Peter Pan, pero en mujer.
—Anda, deja de cuentos—decía Azucena—. ¿Quieres que te enseñe o qué?
—Sigue entonces, a ver por dónde se te ocurre...
—Nada, eso. Que tiene que ser… ay...
—Qué sucede Y esa cara que pones, ¿qué es Azucena?
—Que me acuerdo cuando escalamos el glaciar.
—Tú no escalaste ningún glaciar y me dices manceba a mí, mira que tienes lengua fantasiosa tú.
—Que sí. Fue hace seis años. Allá, en el sur.
—Ya.
—¿No me crees?
—No—sentenciaba Paulina.
—Pues no me creas. Pero que lo escalamos lo escalamos.
—¿Tú y príncipe?
—Sí. Yo y príncipe.
—Y cuál es la relación con lo de hacerle el amor a las ideas, Azucena.
—Príncipe descendió el primero y yo iba detrás de él rezagada. Como una niña iba yo, de las que le llevan la cola a la novia.
—Ya. ¿Entonces?
—La nieve cubría las ramas. Luego ya no veía ramas, sólo un remolino blanco, una colina de rocío en copos, una centella fría como un arpa. ¿Las arpas son frías Paulina? La verdad no sé, todo estaba quietito, como dormido.
—No te entiendo Azucena.
—Sí que lo entiendes—decía Azucena—. Claro que tú lo entiendes.
—No.
—Mis botas pisaban sal, no nieve. Iba como resbalando sobre alitas de mariposa, sobre conchilla. De nieve ni noticias, ¿te enteras?
—En el glaciar, ya.
—Sí, en el glaciar—se ofuscaba Azucena y hacía silencios—. Fue entonces cuando tuve la visión.
—Ya, el enorme huevo de oro suspendido en el cielo. Ya me lo has contado. Pero era entre madreselvas, luego de un accidente de trenes, entre el fuego, entre relinchos y olor fuerte a flores,¿no? Y viste una novicia con sombrero a lo Napoleón, todo blanco, como una hostia, como una niña de ojos claros, y la novicia levantaba una beba gorda hacia las estrellas. Algo así era.
—Eso fue hace muchos años, muchos.
—Ya, pero viste el famoso huevo, ahí.
—No te jactes.
—No me jacto—decía Paulina con seriedad—. ¿Por qué me iría a jactar?
—Lo que había en ese glaciar no era un huevo.
—Ya. No era un huevo, era una nave, un pensamiento de Dios.
—Te dije que eso fue hace muchos años. En el glaciar no había ningún huevo.
—Está bien.
—Lo que había era un viejo con la cara llena de verrugas, con capucha de lienzo. Estaba de pie en una manga de la nieve. Derechito como el filamento de un foco. Tenía pezuñas en lugar de dedos, y sangraba delicadamente por las uñas.
—Un viejo.
—Sí. Llevaba un báculo de fresno torcido como una garra de grajo.
—¿Y cómo supiste que era de fresno el palo ese?
—Por el perfume. Olía a fresno locamente. Era una manera de dolor ese perfume, algo que se te metía en las narices como un rayo de luz. Algo vivo, independiente.
—Qué cosas dices, Azucena, qué haré al final contigo.
—El huevo de oro fue otra cosa.
—Ya. No vuelvas a la llaga, Azucena.
—El huevo flotaba exitosamente a baja altura, sin peso.
—Sí, me lo has contado—decía Paulina con cierta coquetería más que enojo.
—Las cosas flotan cuando las obligas a flotar a fuerza de mirarlas. Todo está aquí, en la mollera.
—Ya, ya lo has dicho.
—No, no he dicho nada, nunca me han dejado decir lo que siento.
—Pero por qué te pones así.
—Yo no le falto el respeto a la Virgen si no me gusta eso del “valle de lágrimas”, ¿tú que crees?
—Puede ser, sí. Quizá tengas razón.
—Quiero ser rica. Quiero ser simple, feliz, llena de vida como un pan. ¿Me entiendes?
—Que sí, que te entiendo.

Hubo un silencio del largo de un beso.

—El viejo estaba ahí, Paulina, estaba paradito ahí, en la nieve, como un buey, medio rojo, medio negro, terrible, peligroso como la lluvia, malo como el agua quieta.
—Hermoso como lo dices tú.
—Todas las cosas son bonitas, Paulina. Todo está bien.
—Estás optimista, eso pasa—sonreía Paulina con bondad y ternura.
—No.
—Pues sigue, ¿qué hacía ese viejo cabrío ahí, en un glaciar?
—Me señalaba.
—Te señalaba.
—Sí. Me señalaba con un bastón de fresno, justo aquí, entre las cejas.
—No hablaba.
—Primero no, luego habló.
—Ya.
—Deja de vigilar me dijo, haz lo que te gusta.
—¿Vigilar dices?
—Al principio me pareció que era un reproche. Pero el viejo ese hablaba de otra cosa.
—¿Sí?
—Hablaba de algo profundo como el vuelo de un pájaro, de algo sólido, de algo sencillo, perfecto.
—Dime.
—Nada, eso. Estaba ahí como un poste señalándome, señalándome. Helado, omnipresente. Me acusaba para que sea feliz.
—Eres muy temperamental, Azucena—decía Paulina—. Yo no me amaño tan fácil.
—No me escuchas nada.
—Sí, te escucho atentamente, por eso.
—Hazme caso, déjate hacer el amor por las ideas, es hermoso, suave, como pasarle la mano al caballo bajo el sol.
—Ya, como con Salvador.
—Mira que eres jactanciosa, cholita.
—De jactanciosa, nada—decía Paulina haciendo vibrar su peinado como si fuese un arbusto redondo estremecido por un chucho de hielo.
—Es así, no hay que vigilarse, hay que hacer lo que a una le viene en gana, siempre.
—¿Y me dirás que necesitabas al viejo ese para saberlo, Azucena? Por favor, no vengas con chismes tontos.
—Una tiene lo que busca, mejora si lo desea con el corazón, si sueña con los brazos abiertos como un avión. Eso decía el diablo ese, apuntándome con su báculo de fresno.
—Sí, de fresno—comentaba Paulina dulcemente, como un eco.
—El huevo no dijo nada, sólo me daba paz.
—Ya, dejemos las cosas como están, manceba
—No hay que guardar, hay que soltar, vivir es soltar palomas.
—Todo eso que dices es maravilloso, pero no viene del chosno ese, ni del huevo de oro, viene de ti, de adentro de ti.
—Y qué me cuentas, ¡mejor!, ¿no es una maravilla?
—Sí, claro que lo es—decía Paulina—. Claro que sí Azucena. Es muy hermoso.

Y nada más se dijo esa tarde bajo la parra movida por el viento como por la mano de una bruja. Nada más.


Rafael Teicher
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