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Averías en la Niebla

Publicado: Lun, 26 Abr 2010 19:51
por Rafael Teicher
Averías en la Niebla



¿Cómo escribir silencios? ¿Cómo callarse?


¿Sabés que pensaba, vida? No hay nada más hermoso que picar un morrón. ¿Viste esos verdes, super maduros? Es cierto que los tomates son gordotes y tentadores como geishas, que dan ganas de masacrarlos entre las manos y emporcarse hasta el ombligo. Pero los morrones… ah, los morrones. Es otra cosa. Son frutos justos. Como salchichas, como si fueran piel y hueso. Eso. Exactamente eso. Piel y hueso. Como si detrás de la cáscara sólo hubiera jugo agazapado. Como si fuesen trampas. Ya sé que no me entendés. Pero escuchá. Digo trampas como si dijera expectativa, mecanismo, artilugio, esas cosas, ¿se ve? Cuando trinchás un huevo duro caliente o una zanahoria hervida, no sentís una conciencia, algo vivo que te resiste, que responde, ¿entendés? Sólo hay un huevo que echa humo, una yema rubia, un sol que se abre, un falo secreto y dulce, un falo de simio o de extraterrestre, o de ángel; pero no percibís que te miran, que son algo, que existen, que son lo Otro, lo que queda más allá de la ribera del espejo, lo negro. Es algo que me puede. Sí, me puede. Los ajíes me pueden. Son realmente máquinas de aroma. Te atacan con el olor, te pican como el incienso, te hacen arder los ojos igual que una vieja leyenda narrada junto al fuego, o como la música. Vos elegís un pimiento rojo, pongamos por caso. Uno de esos de medio peso, que parecen la nariz de un borracho. Lo palpás, lo tomás en el cuenco de la mano, lo llevás a la tabla del sacrificio. El tipo, el ají, ¿no?, no se mosquea, nada. Lo ponés decúbito dorsal como echado cara al cielo. Y le entrás como un maniático con uno de esos cuchillitos de punta. Le das y le das y el tipo ni mu. No se rinde como el tomate, no se empasta como la papa, no histeriquea como el pepino que permanece altivo como las barras de hielo. No; el tipo revela un universo de perfume, lo más quietito, campante, casi triunfal. Vos estás ahí, de pie ante un espejo rectangular y alargado, o una puerta que da a un jardín donde el viento hace sus travesuras, y te sentís un poco imperial o clandestino, un tanto enfermo, celoso. Y ves como la hoja del cuchillo, brilla. Te gustaría filmar una secuencia, hacer unos montajes relampagueantes: el vértice del arma, los rayos sobre el pasto, la madera manchada de sangre de morrón, el pelo a contraluz. Sin embargo, te quedás mirando la tabla, el cuerpo femenino del ají, la belleza de lo interior que se exhibe. Te sentís pecando fuerte como diría Lucero. Sentís la agresión que significa toda maniobra, toda acción, todo pensamiento. Te molesta ser algo frente al espectáculo del morrón ofrecido. Quisieras volverte contexto, luz, campanadas distantes. Quisieras perderte en lo insulso, escaparte de la diagonal de los ojos. Te fascinaría espiar al pimiento que muere, oírlo suspirar como una ramera, como un demente que se mete al agua. Quisieras robarle su vergüenza, su silencio, su sombra. Y el pimiento te paga con olor. ¿Y sabés por qué, paloma? Pues porque es un dispositivo bélico, una bomba de tiempo, un artefacto vindicativo, un artefacto gratuito. Es exasperante; pero es así. Toda una colonia, una batería, una inmensidad, un océano de hedor urticante, furioso, escondido detrás de una careta estúpida, seca. Y cuando le das con la faca, cuando lo reventás en un callejón y le arrancás los pantalones y le mordisqueás los hombros, te entrega la prenda de la felicidad. Te regala un alma. Todo eso pensaba. Que sé yo. Así de loca es la mente.

Parece que no hay modo de hacerse silencio. Tal vez entre las grietas de una masa gregoriana haya un gramo de silencio, un centro. Porque el silencio es un centro, un suceso misterioso entre dos chispas. A veces llega. A veces se produce un desencuentro de paredes ante la vista, un cruce. Entonces nos callamos. Lo he observado en las canchas de tenis. De pronto, maravillosamente, la pelotita rebota como un membrillo, se trata de una bola lenta, cargosa, reptílica y artera. Los pelos de los antebrazos de los jugadores se electrizan, los alientos cambian d epolaridad y aquellos que exhalaban pasan a inhalar y los que estaban aspirando bocanadas de oxígenos se detienen, mueren. Rara vez sucede, pero sucede. Y cuando sucede somos felices. Estamos reclinados en un banco en una plaza y miramos entre las ramas de un pesado árbol. No hay pájaros, no hay trenzas de nubes, ni estrellas, ni rayos de sol que se destaquen de modo peculiar. Pero sucede. Algo se apaga en lo hondo, algo germina por el torso, por las muñecas, por la cadena de los chakras. Algo nos devuelve a a la inauguración. Y cantamos. El cuerpo canta en silencio. Descubrimos que somos un canto.

Otra cosa que creo es que todo está escrito. No tenés idea lo arduo que es saber eso. Es como conocer los resultados, como ser un dios. Nunca un dios puede ser bonito, ¿te das cuenta? Cómo podría. ¡Imposible! Para ser lindo hay que estar vacío, hay que ignorarse. No conozco nada más bonito que lo que se marcha. Por eso es que siempre te pido que vayamos a ver los trenes. No es nostalgia, es higiene. Un tren es… cómo te puede explicar. El tren considerado como objeto continuo, como objeto de laboratorio. No, ya sé. Así. El tren considerado como objeto del pensamiento, como arquetipo. Bueno, el tren, así visto, no es un tren, es un pensamiento. Se nota perfectamente lo que quiero decir, ¿verdad? El tren me recuerda la condición indispensable de la materia: el viaje. Toda cosa es un trayecto de cosa, no una cosa. Todo está saltando, ¿comprendés? Entonces, te decía, los vagones explotando de luz que sesgan los basurales limítrofes, son como ideas. Mentira, no son como ideas, son las ideas mismas. Eso. Y eso me gusta. Bah, me parece que me trae silencio. ¿Porque sabés cuál es mi problema fundamental? La palabra. Adivinaste. La palabra, che. No soporto más las palabras. Pero no tengo otro camino, tengo que hablar. Si no qué haríamos. El asunto es que está todo escrito, y eso es terrible. Creo que más terrible que la presencia, que la claridad, que el amor.

Y si no hay manera de callarse, escribimos. La escritura es la resultante de la fuga. Por eso corre hacia el pozo, hacia la noche. La noche tiene su jurisdicción fuera del papel. Allá, donde hay un peine tendido en un vidrio, o una lámpara, o el olor del pasto rastrillado. Allá afuera siempre es de noche. Allá afuera siempre es vísperas de fiesta. Llegan coches y hacen crujir la grava. Se oyen tacos en las escaleras, y risas. Allá afuera estás vos, está la vida. Pero aquí, en el útero, en la caja de la escritura rige el fuego. Fuego y noche. Silencio y narración. La escritura siempre es secreta. Las letras son esquirlas plateadas que brotan de la rueca. Las letras son escamas, caspa. Y fuego. Como no podemos ser racimos de nada, somos cuentos. Vamos matando las plantas con la arena de las palabras. Rascamos la gran mejilla del tiempo y hacemos brotar las palabras. Las palabras caen en la tierra húmeda, suena como juguetes partidos, lloran. Nacen. Eso es todo.

Ya sé que estás cansada, pero hacé un esfuerzo. Suelo imaginarme que soy una campana. Obviamente no es un ejercicio ortodoxo, pero a mi me hace bien. Muchas de las cosas que me hacen realmente bien son estúpidas, pero bueno, me acepto tal como soy. De modo que soy una campana labrada. Claro, nada de metales densos, sino más bien una suerte de cristal de metal, ¿me entendés? Como si fuese una transparencia, o como si lo que más importara fueran los espacios vacuos entre franjas de material. Como si lo que verdaderamente ocurriera es que me convertí en el negativo de una forma. En este caso particular campana. Una forma al revés, un complemento. La negación de la campana. Una no campana. Me pregunto si las cosas que no son una cosa constituyen una especie de sistema o de unidad. Digo: si hay una conciencia del no ser tal o cual cosa, ¿se ve? Si la hay, quiero ser eso. Quiero acontecer como dispersión o como adhesivo. Ser la meta cosa, la suavidad de un proyecto. Lo cierto es que cuando imagino que soy esta campana o no campana, empiezo a respirar de otra manera. Es automático, la panza se levanta y se baja; y cuando la panza se levanta y se baja según algún ritmo enmascarado, me da sueño. De ello deduzco que ser una campana o una no campana es una idea somnífera, altamente blanca, diluyente. ¿Vos pensaste alguna vez en ser una campana?

La escritura es la casa. Sólo cuando leemos o cuando escribimos estamos en casa. Esto es así ya que la escritura es la efervescencia del alma. Si el alma se evapora, derrama palabras. Las palabras ígneas tocan la hoja y la labran. Mientras permanecemos fuera del libro vamos al tanteo, con los bastones erguidos apuntando al sol. Pero cuando nos precipitamos en el nido de la hoja escrita, sonreímos, regresamos silbando. Hay paz. Esto es lo que pretende esta escritura, hacerte dichoso. Y lo logra no por mérito, sino por corolario. Somos felices cada vez que no somos. Vale decir: cuando eres el texto, no eres Juan o María, eres la prosa. Qué alegría ser la prosa. Qué alegría desescribirse y escribir. Qué belleza desaprenderse mediante la palabra.
De manera que pasamos. Abrimos una serie de puertas andaluzas y llegamos a un patio. El piso es un damero en blanco y negro. Cuelgan enredaderas y capullos de los muros rojos. Hay un aljibe. Hay una recova en forma de ele. Los muros semejan muslos golpeados y blancos como la leche. La tibieza domina la cabeza de las plantas. Se huele el agua. Aunque parezca mentira, es cierto; se huele el agua. Como si el agua fuera el basamento que sustenta la imagen, o como si la imagen estuviera modelada en agua. Como si se tratase de una escultura de agua. Y además del olor del agua, pleno como el de una mano en la cintura, además de la sensación de limpieza y de ligereza, huele a confituras indígenas, a barro cocido, a cebollas, a jazmines. Estamos en casa. Las estrellas revientan como sapos en el cielo. Chorrean nubes cilíndricas en la lejanía. Se oye el ronquido de un disco, una voz, una inmersión, el pliegue de las telas. Y nos sentamos a descansar. En casa, nos sentamos a descansar.

De lo que tengo ganas sinceramente es de ocultarme. Recuerdo ese cuento de Hawthorne, el del fulano que se va de la casa repentinamente y se esconde en un hotel creo, en otra casa, a la vuelta de su casa. Y se queda allí veinte años. Una locura. Y yo más loco. Lo que tengo ganas de hacer, lo que se dice ganas, ansias, deseo, de hacer, es irme. Irme tan lejos que al fin pueda regresar. Irme a tal distancia que me convierta en otro, en un deshollinador, en un cantinero, en uno de esos peones de mina de carbón que menaje una zorra por un paisaje gris. Eso quiero, paloma. Irme. Una vez escuché a Llamazares, el escritor ese español, decir que sólo se viaja cuando se asume el peligro de no planificar el retorno. Y tiene toda la razón. Nunca alguien tuvo tanta razón, ¿no? Un viaje se consuma de modo independiente a la distancia recorrida. Quiero decir, un viaje no tiene absolutamente nada que ver con el espacio o con el tiempo. El viaje es una cuestión ontológica. ¡Que te parece! Eso se dice hablar, ¿eh? El viaje es la apertura del alma. Si tu alma está abierta, viajas. Si permanece dormida, te mueves. El viaje sólo puede ocurrir en la inmovilidad. Si te cuento un ejemplo te vas a dar cuenta perfectamente de todo esto. Supongamos que vamos sentados en un colectivo trasladándonos de un punto de la ciudad hasta otro punto de la ciudad. Y supongamos que es de noche. Quizás ha llovido unos minutos antes de que comience este ejercicio imaginario, pero ahora ya no llueve. Por alguna razón misteriosa el vidrio de la ventanilla confiere ribetes violáceos a los perfiles de las casas que se suceden al borde de la calle. Vemos macetas colgantes, rejas curvas, motocicletas apoyadas en muros sin historia, gráficos, carteles, cabezas. De pronto, un extenso pasillo penetra en la penumbra. Es como un tajo, como el punto y aparte en un relato. No tiene rasgos insólitos, ni una hermosura imprevista. Es sencillo y definitivo. Un pasillo negro que socava las formas. El colectivo desde el cual lo vemos se demora en un semáforo. Alguien habla. Las luces se trenzan sin mayor revelación. Y nos quedamos magnetizados por un segundo cara a cara con la boca de ese pasillo. Brota al costado de una casa de tejas sin luces. No tiene rejas ni puerta. Es solamente un líneas ósea o lunar que se pierde en la dimensión del viaje. Y por un instante estamos convencidos que tenemos que descender del colectivo y correr por la calle sin rumbo, o mejor aún, correr por el pasillo, derribar el eclipse, violar el secreto. ¿Y sabés de qué estoy cansado? De suponer que el pasillo no conduce a ningún sitio. Ese es el truco, ¿comprendés? La mente nos tiene pillados de los tobillos, tenemos miedo. No es cierto que el pasillo es un pasillo más, ni es cierto que si bajamos del colectivo y corremos como locos con los pelos al viento por ese pasillo, sólo habrá un perro que nos hincará los colmillos. O una vieja con una escoba, o una puerta de chapa verde trabada, o un cadáver con un hacha en el cuello. ¡No! No es cierto. No es cierto nada de eso, y estoy cansado. Estoy tan cansado… Cansado de la pertinencia. Cansado del foco. Cansado hasta el llanto delgado de las lágrimas ácidas y ralas.

Encendemos una lámpara de poca potencia. Nos descalzamos, abrimos la hoja de una ventana y ponemos el rostro en la brisa. Es la hora de las retenciones. Ahora mismo las constelaciones se acomodan la blusa, se miran en el espejo. Ahora. ¿Qué es ahora? ¿Ahora es aquí? ¿Ahora es el escondite en el medio del recorrido del péndulo? ¿Ahora es una contraseña para un baño con tinas doradas? ¿Ahora es cuando cierras los ojos y los cuerpos se balancean como mástiles a la vera del viento?
El texto es la única esperanza. Mientras haya texto hay caminos. Escribir es andar por el valle en pos de las señas de los caminos. De momento estamos al amparo del texto. El texto nos respira, nos arraiga, nos codifica. Sin codificación la persistencia resulta hiriente. Sólo es dable perdurar mediante el texto. Una palabra le muerde el rabo a la siguiente y somos baile. Bailamos a la luz del texto como conejos encantados con galera. Bailamos y no somos otra cosa que perfume, o juego, o rulos en el espejo.

¿Te parece que pongamos unas sillas en el patio? Las sillas son mucho más misteriosas que las personas que se sientan en las sillas. Yo creo que daría una fiesta sólo por la sencilla razón de desplegar una docena de sillas en el patio. Ya me he dado cuenta del motivo por el cual me gustan los preparativos de las fiestas y no las fiestas propiamente dichas, ¿se ve? Porque durante los preparativos las sillas permanecen vacías, son las protagonistas de esa angustia previa. Después llegan las nonas y espectros varios y se sientan en las sillas. Y zaz, adiós belleza de las sillas. La majestuosa delicadeza de los apoyabrazos queda anulada por los brazos. La perfecta proporción entre espacios y formas queda sepultada bajo la grasa. Aunque no creas todo sujeto sentado es gordo. ¿Sabés por qué? Porque la gordura es la mera torpeza. El que se sienta en una silla es torpe, no puede no serlo, ¿no? La silla es hermosa, así vacía es hermosa. Es como un potrillo, como un columpio, como una estrella. Las sillas no fueron construidas para sentarse, sino para ser miradas. Quien diga otra cosa es un zopenco. En realidad estoy pensando que todas las cosas son hechas para ser contempladas. Usarlas es una indecencia, j aja. Qué tal. ¿Estuve glorioso ahí no? No, asqueroso no, glorioso. Estuve glorioso, lo sé.

En casa siempre hay un piano, una pecera, una mesada para picar morrones, un armario con copas panzudas. Es lo que denominamos inminencia. Durante años el escritor trabaja con elementos, los combina, los permuta, los modula, buscando la composición óptima. Procura una homeóstasis del texto. En cierta medida es una maniobra arquitectónica, o la edificación tal vez no sea más que una manera de escritura. La escritura genuina es infinita, como la meditación. Escribir es borrar, no pintar. Quien escribe va matando, va abriendo semillas. Escribimos para vaciar, para vaciarnos, para volverlo todo del lado del brillo. Queremos fabricar un espejo inapelable, una mente, un charco con un cisne de cristal en el centro. Queremos ser el viento.
Luego del paso de los años, de los siglos, el escritor se levanta de la mecedora con una idea gigantesca y benigna entre los pliegues de su frente. Ha hallado la escritura infinita. Más allá de los temas, de las trapisondas del lenguaje, más allá de los decorados y de las instalaciones de la escritura irrumpe una voz. La voz que dice las cosas. La voz de Adán en el huerto. Entonces el escritor apoya la pluma en una carpeta de cuero verde oscuro y sale por la puerta balcón hacia el césped. Los grifos chillan. Los árboles se esmeran como vasijas a punto de ser besadas por una gota de incienso. Todo es espléndido. Escribirá eso. Escribirá que todo es espléndido, escribirá que toma un baño y siente cómo el agua se mezcla con sus cabellos cansinos. Escribirá sobre las cebollas que se incineran bajo los cuchillos. Escribirá sobre el chocolate entre los dientes, sobre el olor de la madera. Y escribirá como si hablara. Eso es. Escribirá como si hablara al borde de una fuente tibia. Y escribirá eternamente, hasta que el rayo de Dios le abra las venas. Ha hallado el milagro, ha dado con la fuente de la vida. Ha conocido la voz. Escucha la voz que cuenta el mundo. La escribirá toda la vida.

Siempre hay algo victoriosos en los cuerpos. Los cuerpos mismos son triunfos. Ser es haber triunfado, ¿te das cuenta? A qué nos quejamos. Cada segundo somos los vencedores de la nada. Estamos con el cogote volcado por el medio del espejo líquido. Quiero decir: estar acá es el mayor milagro del universo. Yo no sé por qué necesitamos algo más que eso. Es trágico, paloma. La única tragedia se llama la escritura. Creo que la única tragedia es que estamos escribiendo, si no escribiésemos seríamos verdaderos como cucharas o como peras, ¿se ve? Pero mientras estamos escribiendo, o hablando, o haciendo cualquier cosa, impedimos la maravilla de la vida. Casi estoy por llorar, no sé qué es. En este mismo momento qué carajo importan las fiordos noruegos o las bolsas de harina que dormitan en un galpón oscuro. En este bendito instante no existen los helicópteros, ni las medallas españolas. En este abismo de ahora mismo, sólo existe tu cara rodeada de luz. Vos y yo. Vos y yo somos los puentes. Puentes abrazados sobre el silencio de la vida. Nos gustamos como puentes, y nos gustamos como inminencia de un premio que arde. Ay paloma, paloma. ¿Qué haremos hasta que la vejez nos tiña la melena? Qué haremos vos y yo.

Luego entra en la alcoba. Piensa sinónimos apropiados para el sustantivo “alcoba” y pasajes perfectos para atraparse la cola mientras gira. Deja los lentes sobre un edredón tejido color musgo, o color zanahoria antigua. El álbum de fotos promete un sollozo afectado. Lo cubre con un pañuelo. Cubre todas las cosas con pañuelos. Recuerda una narración de Chesterton donde el personaje se tuma en la litera y con un crayón enorme dibuja en el cielo raso. Y este recuerdo lo asocia con su ocurrencia de cubrir todas las cosas con pañuelos. Realmente no le importa explicar la asociación, la disfruta. Tapa el reloj de pared con una pañoleta que bien podría ser lila para otorgar dejos románticos al asunto, pero no e silla, sino que es de color amarillo rabioso. No se detiene a considerar un desaguisado el caso de los colores. Sólo apunta, el escritor, que los colores no son otra cosa que luz rechazada. Si algo no es un tomate rojo es un fruto rojo. Es cualquier otra cosa, menos algo rojo. El rojo acontece por la repulsa del rojo y por la paralela recepción de los demás colores. Cubre un manojo de sobres vacíos y abiertos. Cubre una lustra aspiradora gris perla. Cubre un sombrero de baquelita que sirvió para una obra de teatro colegial. Cubre un pañuelo con otro. Se mete debajo de un pañuelo y oye. Oye al mundo. Oye lo que pasa del otro lado del ropero cerrado.

Tendríamos que salir de vacaciones vos y yo, palomita. ¿Qué te parece eso? Iríamos con una valija azul a un andén. Ya sabés que los aeropuertos para mi son una estafa. No porque sea oneroso el costo de los pasajes, no. La estafa es mucho más profunda. Estoy totalmente convencido que los aviones no existen. No puede ser que esos cachos de hierro floten como bebes en el agua. No se puede creer algo así, es peor que creer en Dios, te juro. Para mí, lo que sucede en los aeropuertos es que te drogan o te hipnotizan. Te hacen creer que subís a un avión, pero en realidad te ponen en una especie de cápsula virtual, en un simulador, en un teletransportador. Yo me creo que te desintegran átomo por átomo acá y te recomponen enteramente átomo por átomo allá. Lo que me parece una ridiculez es creer que el hierro pueda flotar. Te juro que no. Te juro que el hierro no se ha despegado de la tierra desde que Eva mordió la manzana. Te lo juro.

El escritor escucha. Los membrillos que penden de los ramajes murmuran. Seguramente el murmullo de los membrillos es un murmullo amoroso, un murmullo persa. Un murmullo que atraviesa las alas de la arena. Seguramente es un susurro consolador, un abrazo por medio de un medio timbre. Sabemos que el escritor escucha. Lo miramos escuchar. Escucha algo sobre las rosas. Bien pudiera tratarse de un viejo poema de Rumi, o de un panegírico esotérico-botánico sobre las rosas de té. Él escucha. Conoce la historia de la mujer. Siempre que el escrito escucha, escucha una historia sobre el origen del mundo, y eso es de preciso la mujer: el principio de la materia, la verdad de la materia, el animal que brota de la ausencia, la memoria.

Ya sé que no te llamás paloma, que chistosa. Pero me gustan las palomas. Conozco una cantante de ópera que teme a las palomas, ¿podés creer? Cómo se puede temer a una paloma. No entiendo eso. Pero como escritor que soy, me gusta cambiarle el nombre a las cosas. No creo que sea algo encomiable, pero se me antoja. Se me antoja que te llamás paloma y que usás vestiditos medio mexicanos, esas tonterías. Lo que pasa es que no hay un libro que no sea un rosario de esas tonterías. Todos los libros son colecciones de tonterías, eso es lo bello. Es muy bello ser tonto, o mejor dicho: la belleza y la tontería son la misma dama. Tal vez la muerte sea también la misma dama. Morir ha de ser como hacer el amor con una tonta. Los tontos no son estratégicos, no operan sobre la realidad, confían. La confianza suprema se conoce como felicidad. Solamente si confías plenamente alcanzas la risa. No sé por qué diantres te digo todas estas cosas, ha de ser mi necesidad de hablar. De hablar y de hablar, de desmenuzar y de analizarlo todo. Por eso me hice escritor, porque tenía una enorme ansiedad y una enorme voracidad de palabras. Me salían palabras y enlaces de palabras hasta por las plantas de los pies. No, si no digo que esté bien o que sea superior a otra cosa. Eso está claro. Pero no se puede negar lo que uno es. Y si algo soy, soy la palabra.
El escritor quiere tocar algo solvente, quiere ser absuelto por la estabilidad de un encuentro de directrices, por un ángulo. Toca una cabeza de yeso. Toca el mango de un paraguas a cuadros. Toca su rodilla. Toca el lomo de un libro en blanco. Como si fuésemos corrientes de existencia, dice. Como si fuéramos hechos por el agua, creados por el agua, nacidos del agua del tiempo. Amasados en agua y en el agua por el agua y para el agua, dice. Le gusta decirse así, con ese “dice”, lo conservará. De ahora en más lo dirá todo como si otro estuviera diciéndolo. Así. Como fluyendo por el tobogán que muere en el mar. Muriéndose de decirse. Transformado en humo, en plegaria del humo. Se sienta. Se sienta bajo un aguacero de existencia dichosa. Mira la hoja que tiembla en la mesa. “La herejía de la calle de las rosas”, lee. Lee o dice, ya no sabe bien. Está adentro de sí mismo como si fuera él mismo un testigo de la conciencia que escribe. Y aún así permanece en la ignorancia, riendo en la ignorancia, pleno. La herejía de la calle de las rosas es un buen título, dice. Aprieta los labios como antes de morder una manzana. Pasa la lengua por los labios. Una novela nace del título, dice. Siempre.

¿Si tuviera que filmarla, decís? Ni idea, che. Capaz que empiezo por un pasillo. Un pasillo tenebroso, como pintado por Guido Reni, pero con unas flores tremendas, que cuelgan como orejas de los muros, y que parecen pintadas por Munch. La cámara avanza por el pasillo, es una cámara naturalista, una cámara de mano. Tambalea, se esfuma, sucede por interferencia, por interrupción, por discontinuidad. Va a los tumbos por el pasillo, como chocando con odres o con talegos rellenos de aserrín. Con esto quiero decir que es una cámara pesada, que todo está embotado de noche, obeso de noche. Lo que no tengo claro es si se escucha un jadeo finísimo o si transcurre en silencio. ¿Sabés qué es lo que me molesta del silencio total en las tomas? Que es imposible. Los espectadores hacen ruido, y la película, queda entonces glosada por esos ruidos. En cambio, esa respiración suave que te digo, es verdadero silencio. ¡Cómo le envidio a Bergman el título! El silencio: qué titulo paloma, qué titulo.



Rafael Teicher