Como una Reina

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Rafael Teicher
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Como una Reina

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Como una Reina



A la tarde, las sinfonías de Mahler huelen como cuadrados de papaya sumergidos en el agua, como hojas verdes y frescas, como sábanas.

El sol va en puntas de pie corriendo por los pasillos como una niña, avanza como un bolo negro entre las patas de los taburetes, entre ovillos de pelusa, y mosaicos partidos.

Ruge y se dá golpes en el tórax.

Los vidrios del aparador se mueven cual orejas de elefante, van y vienen en un puño como los soplillos, como fugas pensadas por la mosca de oro.

Los bronces burlescos abusan los espacios del cuerpo de la casa, los violoncelos inflan sombras dulces y las deslizan por el piso, las arrastran verticales como espuma de los labios.

La galería se llena de aplausos de enano, de ronquidos de mono, de aullidos de niño que rapta el ogro.

Los diarios leídos abren las alas como pichones de cuervo mirando el viento.

La chimenea se acuesta con el fuego en los sobacos y duerme como un grifo sin cabeza.

Las ventanas esperan el riego con los ojos bajos como damas de teatro, coquetas, frías, con los cuellos espléndidos estirándose en la mancha de las luces.

Caen los párpados finales como pétalos de oriente, como sauces a punto de reir.

El olor de la sinfonía de Mahler invade los hocicos de las plantas, las seca con su pañoleta una por una, les pone pintitas de perfume en las espaldas, las conmueve.

Se diría que la casa está cercada de arbolillos que se hamacan como cestas en la cabeza del indio.

La casa respira entre rosas abiertas sacando las narices hacia el cielo con gesto de dolor de cervicales.

En el parterre está enterrado un gato blanco y hay tortugas que empujan los duraznos por el césped.

Hay orquídeas envueltas en celofán sobre una mesa de madera.

Una mujer corta cabos verdes con una tijera enorme como una cabeza de gigante.
Rompe interiores de fruta con un filo, y sonríe tocándose los labios con las mangas descorridas.

La escuadra y el compás de plata calientan el paño negro en un cofre de piratas desdentado, parlante.

El escritorio recibe el roce de orejas de la música de Mahler en el pecho, se le caen los monóculos al cesto, se vuelve chino como un lirio, gime o rebuzna, se eriza a contrapelo.

El escritorio es un planeta que ha dejado el giro por la buena mesa. Siempre sonríe.

La gran sinfonía cuece el barro arrinconado, lo estira como a la cara de un payaso, como a la masa con la que se hacen los espejos.

La canilla de la cocina llora pequeños oídos de metal líquido contra las losas llenas de crema, de borra, de besos muertos.

La tristeza de Mahler se adueña de los zapallos desangrados que golpean la olla para llamar al destino.

La lentitud de rueda de la música pasa como un camello árabe por los cuartos, los conecta, lo vuelve la marea.

Los relojes de arena se dan vuelta solos en los anaqueles, los pulpos saltan en la cocina como fieras.

En los canteros crecen alambres de rosa, patas de gallina, esculturas negras de silencio.

Se escucha la sirena de bomberos como el paso carnicero de un cohete, sacude el cráneo de la casa como un trueno, la deshoja.

Si hubiera viñas se les aplastaría el pelo como a viejos, si hubiese dragones entre las flores se quedarían inmóviles con las lenguas largas fuera de las fauces, como animales cansados.

Las estrellas de Mahler se van prendiendo en el cielo como dedos, todas golpeadas como frentes de jazmín, como silbidos.

La inmensa música rosada cae en las garras del agua como una reina.



Rafael Teicher
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