Démosle gracias al cielo

[Alejandro Costa López]

Démosle gracias al cielo
por ser capaz de retenernos, juntarnos, criarnos, afilarnos los dientes y amansarnos.
Démosle las gracias por entregarnos un trozo de selva,
abrirnos la enciclopedia, a falta de encuadernar,
y explicarnos aquello imposible de recapacitar.
Cada curso tiene su temática, su dificultad,
un paso hacia delante, y algún que otro hacia atrás,
pero de todos se aprende, de todos se vive,
con ellos nos salen dientes, con todos necesitamos un odontólogo.
Cada selva tiene su mar, sus tribus, -mal llamadas urbanas-, y su flota
embarcada con alguna que otra bandera pirata y una pata de palo esquilada.
Por el contrario, carecen de un loro y un catalejo
capaces de armonizar una aventura de piratas.
Todos poseemos el mapa de un tesoro oculto,
de una sabiduría encerrada en el interior de la opulencia mental.
Al mirar a nuestro alrededor, observamos el film de la vida,
la gramática literaria puesta a nuestra entera disposición,
el ser como tal, sin número de la seguridad social,
sin biografía existencial, sin titulación consentida.
Observamos al tuerto, juguetón de prisa asesinada.
Al elegante caballero, siempre tan respetuoso y con un lamparón en la chaqueta.
Al lotero, repartidor infinito de premios
aún cuando las bolas sigan copulando en el bombo.
Al lechero, tan campechano, tan tierno e inmaculado,
pero con su típica olor a ganado.
Al doctor, con la esperanza del enfermo puesta en sus manos.
Al banquero, al que tan solo le interesa el color azul de la unidad seguida de muchos ceros.
Al sacerdote, incapaz de mirar más allá del cepillo eclesiástico.
Hasta ahí, se podrían sacar muchas conclusiones
y exprimir mucha enseñanza,
pero el barco comienza a hacer aguas, el hundimiento parece inminente,
y nuestros ojos, asisten atónitos a la inexistencia de un anodino flotador salvavidas.
La enseñanza como tal no existe, no alivia nuestros males, no nos enseña a vivir,
no tiene una lección natural que imparta la escuela de la vida.
A lo lejos, casi seguro,
se acercará alguien con un carro arrastrado por dos rocines negros,
engalanado con sus mejores galas,
vestido de hipocresía azabache y flotadores ornamentados.
Y es posible que entonces,
también tengamos que dar las gracias al cielo.

[Ignacio Fajardo]

Como bien dices la vida y el aprendizaje son pura represión, dura y castrante. Pero hemos de dar gracias a los cielos por entendernos en lo imposible.

Un abrazo.