Pico de Oro

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Rafael Teicher
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Pico de Oro

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Pico de oro

La historia comienza por el medio.
Como todas las historias —como todo asunto o cosa: una flauta china, la cocción de los ladrillos de adobe peruano, los huevos del cuervo—, como todo hecho, repetimos, tiene un inicio; y un inicio es al menos un abuso, una parcialidad, una mala sorpresa.

Sin embargo, los cuentos, no tienen fecha declarada de nacimiento; son un poco como los vagos, como las orugas. De pronto, están allí funcionando a vela abierta como ingenios industriosos —valga el pleonasmo—, y uno pasa a ser parte de algo.
La imprecisión se acomoda como en un estallido especular, y se ilumina la arquitectura de una masa desde adentro, brillando a barriga rebosante como un cerebro. Empezamos a oír el tictac de una relojería subsidiaria, que queda de improviso convenida en relieve. Pertenecemos.

Antojadizamente nos asalta una fatiga benigna, nos desperezamos a boca pipona, y a contraluz de un palomar inaugurado. Nos permitimos. Asomamos la cabeza por la caja de prestidigitación. Nos reconocemos ilesos, inodoros, arbitrariamente salerosos y equinos.
Y no hay quizás una sensación más inconsensual que ésta. ¿Está bien dicho así? No importa.
Uno abandona la tinaja de bronce con el cuerpo regado de burbujas de shampoo. La musculatura le duele dulzona, como si hubiera receptado los regalos de la lengua de un mamut, o la de un dios olímpico. Entonces uno se para. Consulta el barómetro adosado a una mirilla —cosa extraña—, flota a media asta entre un mobiliario cuasi fantasmal, y espera. Espera que el millón de gotas de agua de baño se le sequen en la carne, y va despertando. No amanece ciertamente en un alcázar, ni calza medias de hilo de pavo real, pero se halla a salvo, prorrogado como un mandato.
Dicho sencillamente: el juego de lentes se ha desplazado de un cuadrante del planisferio hacia otro, y uno rinde sus contumacias con un contento misterioso. Así las cosas, los catalejos le apuntan como metrallas. Los faros lo toman por popa, un decir. Le alzan la hechura a palanca luminaria, y queda desnudo como un oso a mitad de laberintos. Bla bla bla.

En general, después de largas miradas a las pezuñas cerca de ventanales en solsticio —esto queda bonito—, uno comprende que va en el cabrilleo, a engranaje desatado, que lo han obligado de pie en la vanguardia de un maretazo. Se siente en proceso, suspenso a media escritura, protagónico. Merodea como un corso la joyería de los aljibes. Impetra acontecimientos a modo judío, hasta murmura la salve.

A pesar de las primicias de una modosa felicidad, estar despierto es un tono de la culpa. Junto con la dentera por la aquiescencia de brotar bajo la lupa cartográfica de los dioses, llega un malestar deontológico, una deuda. Uno atisba, se inquieta como una flor cortejada. Etcétera. Etcétera.
Sucede que la vigilia es una fase lunar de la culpa, eso es todo.

Y éste uno, vitalizado, horrendamente masticador, pretende asirse de las cabelleras, sin permiso. Resurge más desaprensivo, carnicero. Acaso como Adán en su prehistoria de golem, antes del soplo lingüístico del demiurgo en la mollera.
Dejamos atrás el hidromasaje, la ventana insolada, el comedor. El nuevo sujeto —sujeto a secas, debiéramos arriesgar—, uno: ejerce algunas manías fugitivas por el jardín frontal de la casa. Luego aspira a mariposear por las avenidas, trepar como un deshollinador por tejados franceses, comer guisos de arveja con tocino. Lo usual para el punto.

Anda uno con perfume a bebé por las recovas. Rascándose el escrúpulo para corroborar que no se ha derramado por una rotura. Saluda uno con ínfulas, prodiga contactos en los hombros del mundo. Y suele mirarse en los espejos de los circos con el corazón al trote.
¿Saben los coparticipantes que uno tiene el astrolabio más filoso del universo marcándole la cabeza? ¿Perciben que uno lleva seis voltios extra? Menudencias.

Lo concluyente del nuevo estadio es la picazón. Una picazón eruptiva de presencia perpetua, suave. Todo es propicio. Las sonrisas se autoexplican, los bastones de los ciegos tocan sinfónicos sin errar un número. Los gambitos se abren como granadas y nos ofrecen la pulpa. ¡Felices nosotros!, estamos en el medio de un cuento.

Cuando pasamos revista a las cosas que tenemos por verosímiles, irrumpe cual pimpollo de geranio, la certeza demoníaca del acontecimiento. Algo ocurrirá, le decimos a la oreja al compañero de autobús. A veces soltamos sílabas mal ligadas en ristras, en rosarios, en gamas —y todos los otros tentadores sinónimos. Salta de nuestras bocas un espumarajo más o menos parecido a esto: carfaca, veneciante carfaca, ja ja ja, tropeteme que balzaquiaremos lo tutre, malverda mia resplesolda.
Es atendible. Estamos locos de dicha. Transitamos por el camino de sirga de los puentes levadizos, silbando. ¡Nos han salvado! ¡Nos han salvado!, difundimos. Es que el ojo avizor nos ha devuelto por los labios oscurecidos, como a peces sin digerir. Y henos colmados, concientes y diurnos.
En las antesalas de los ferrocarriles, los teléfonos suenan a modo de provocación. Todas las mujeres son hermosas. Queremos raptarlas y viajar con ellas en las cajuelas de camiones tumbones, rumbo al bosque. Queremos abrir la puerta con ellas para ir a jugar. Nos dan ganas de comprarles secaplatos para cuidarles las yemas. Nos atacan deseos de hacerles el amor hasta convertirlas en sapos fosforescentes. Queremos enamorarlas hasta deshechizarlas, hasta hacerlas llorar por la axila. Las amamos.

A medida que corremos en pos de la sortija, nos entra la pretensión del encierro. Pero este tema merece detalle.
A renglón seguido de los periplos amatorios, huimos hacia viejas habitaciones de hostería. Recaemos en el concepto de interioridad y lo sobamos por el espinazo con perplejas carantoñas. ¿Entrar un cuerpo en otro cuerpo? ¿Pasar hacia un lado oscuro de la cosa, donde no hay vientos ópticos, ni vientos albañiles, ni ojos de viento? Eso supone lisa y puramente la disonancia, los tamaños como silogismo válido, la motilidad. No, no es posible. Emerger en una concavidad invisitada no es posible, decimos. Y seríamos capaces de hacer carreras hasta las mezquitas para comprobar la tesis. No, no hay manera de franquear un portillo. El desenlace de los túneles es siempre ostensible. No hay beso del envés. No hay un mundo de tramoyistas emancipado de la labor oficial. Nada, no vengan con cuentos.

Pero cavilamos, las ganzúas pesan en el bolsillo como soles mexicanos. Seguimos una cierta inclinación delictiva hacia el triunfo o el esplendor. Y quizás sí. Quizás se pueda caer en un cofre como un juego de aretes. Quizá se deba entrar en las haciendas con el descoco de un trueno.

De sopetón llega el momento de coger el tren. Todas las leyendas que se precian de tales, incluyen trenes. El cosmos es una esfera inmóvil apoyada en el lomo de un elefante también inmóvil. Ya conocemos el enunciado. Pero lo que ignorábamos hasta hoy, es que sólo las locomotoras están exentas de dicha estática prescripta. Vale decir: si intentas llegar a Paris vía aérea, permanecerás varado en tu finca como un poste. Si echas la piragua en los fluidos de… mejor vamos a por el tren.

¿A cada interior corresponde una intemperie? Afuera el caos. Dentro, la codificación silenciosa, la empolladura de una apetencia, una porfía. El tren nos quita la indignación a brazo amigo, nos amamanta. No sabemos adónde vamos, no sabemos en qué formación tenemos parte. No sabemos qué cancelas acechan al codo de los labrantíos nocturnos. Y de no saber nos acurrucamos en el asiento cara a la propuesta encadenada de los vidrios. Tran tran. Tran tran. Estar en el regazo del tren. Libre. Desahogado. Predispuesto para las asanas de la ternura.

Barruntamos —palabra atrenada si las hay— alguna normativa a duermevela. Contamos muslos de coristas, letras a la deriva en la sopa del tiempo.
A tropiezos vamos llegando a la estación preferida. Vemos el cartelón negro sostenido por dos patas. Estación "Amor". Qué vanos somos, comentamos entre silbos de muela. Trillados. En general indignos para la mitología. El amor. ¿El amor es previo a la acusación consumada de los faros? ¿Amamos antes de andar a calzón desnudo por los ayuntamientos mostrencos, por el barbecho de los mártires? ¿Qué fue primero, la gallina o los huevos? En fin, rotar de enfaldos. Priorizar algunas pupilas por su estilo al elevarse. No sabemos. Y ni siquiera sabemos decir que no lo sabemos con penetrante holgura. Sí, nadie negará la laboriosidad para hacer filigrana, el gusto por el muaré, por los tapices incaicos. Pero la metáfora no es asunto de medias tintas. O la adoras, o la aborreces. Y no logramos conquistar un sólo apotegma en pelos. Todas nuestras fiestas textuales semejan celebraciones vaticanas, púdicos faustos, donde hasta las meretrices acuden envueltas. Nos pierde la querencia por la metáfora. Nos jactamos de románicos, pero el ornamento se nos cuela por la pluma a borbotones. A tal punto, que olvidamos bajar del tren en la estación del amor, pretextando rareza, anticursilería.
Lo que nunca seremos es buenos relatores. Nos han cargado los arcabuces con municiones inmatemáticas… Etcétera.

Sea cual sea la verdad, esta historia comienza por el medio. Comienza en la vieja estación inglesa del ferrocarril perdido. Probablemente en las fueras de un villorio. Probablemente con un hombre entre los brazos de una mujer.

Pero la realidad es vindicatoria, científicamente vindicatoria. Y nos propina un mamporro —¿existe la palabra “cosco”?—definitivo. La conciencia es tory, güelfa, doblemente vigilante; por antonomasia y por adhesión.
¡Qué demonios queremos decir!

Fijamos aspas. Fondeamos pacíficos en el golfo. La tormenta queda plegada en una bolsa. El chamán duerme en la tienda. Los naipes están fríos como frentes de princesa. El humo del tren ha mudado en perfume de alhelíes. Un albor acerado se abre pulmonarmente en la corola. Descansamos. Descalzos damos unos pasos junto a la mordaza cicatrizada del mar.

El infinito tejido, decimos comprendiéndolo todo, todo. Hacemos ideogramas en la arena con el dedo gordo. Habría que cortar esas uñitas, Rafael. Habría que, nos gusta la frase. Nos gustamos nosotros, y mucho; quizás esa es la causa de una soledad que se ha vuelto constitucional.

¿Y qué somos? Somos una manía, ni siquiera una tormenta felina, o un ajuste en el bolillero. Manías de viento. Esquirlas de viento —ya debe de haber sido escrito así.

Finalmente hallamos la caverna marina donde se practica el eco en vacaciones. Pero la temporada aún no principia. Entramos reflexivamente a cosechar. Nos han secreteado que en las cuevas oceánicas, las simetrías bilaterales pueden ser subyugadas con mudras sencillos de karate. Bla bla bla.

Venimos a buscar la simetría, que no el amor. El precio que saldamos por la ausencia llamada sueño.
Salimos con una simetría prosística sangrando en el puño. La hemos atravesado con un estoque, mientras reposaba colgada de las garras cual estalactita —no voy a preguntar si son éstas las superiores porque sinceramente no me interesa.

La simetría muerta nos permite cancelar el cuento. Terminarlo por el medio como un orgasmo fallido.
De repente, volvemos a dormir. El lobo de mar guarda el telescopio en el arca. Se apagan los focos, se agotan los crayones. Nos posponen.
Ya no somos beso conciente, ya no somos vanguardia de la mano. Quedamos en sombras como plantitas de salvia, y sin proyecto.

Este ha sido el cuento del medio, narrado en la lengua milagrera de los muertos. ¿Tú en qué lengua le haces el amor a la vida?


Rafael Teicher
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