El Mejor Arreglo Posible

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Rafael Teicher
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El Mejor Arreglo Posible

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El Mejor Arreglo Posible





Camina saludando a cuerpo roto, con terneza.
Saluda al farmacéutico, al puestero del kiosco, a la mamá de Estela.

Piensa en sonidos como un jilguero, ondula en la mentalidad de la luz.
Los celajes sellan la tarde con los dedos, como abotonando el blusón de una zagala.

Cruza las vías.

Mira los tallos flacos enjalbegados en cuadros de marga.
Mira la techumbre de un vivero que parece un ala de hormiga voladora.
Mira las piernas de una chica que trepa a un taxi con un lío entre las manos.
Son piernas apacibles, pétreas como boquillas de taba.
Él adora las piernas, el balseo regado de la carne de los muslos. Adora el celo de la musculación femenina, su pulimento de petardo húmedo.
De modo que mira a gritos, con todo el arco del rostro.

Cuenta muescas en el firme. Cuenta fajas de orina de caniche, ambulancias.
Va paginando hexágonos de flores, espuma de lavandina sobre la yerba, barreduras pajizas en la ventura de las cunetas.

Se ata el pelo como un chino y camina.

Su paso es copioso como un chorro. Si no hubiese dejado los pitillos, seguro iría fumando cual un barco, lo sabe.

Y de repente, los árboles.

Se siente como un vestido caliente recubriendo el cuerpo de un púber.
Huele a azaleas indómitas, a frijoles en remojo, a viento de tren.

Los árboles se revuelven en la cima como bestias desbravadas. Sus pelajes cuelgan en la tolvanera expeditos como manos. Tiemblan como cigarras, como perchas del ferry, como gritos.
De cobijo a cobijo se tienden las pinzas dando a luz cachorros de sombra.

Se siente arborizado, en la corriente de la plumilla.

No hay mimo de palomas. La barahúnda se ha vuelto umbría, casi como un olor, quizás jengibre.
El runrún de un mecanismo de Oz desciende de los árboles como el almíbar.

Él se siente hablado; hecho del deseo de la palabra.
Háganse los árboles y los árboles se hacen. Eso es lo que comprende: el capricho.

De algún modo está haciendo el amor, se está pronunciando en voz baja, como el agua.

Comprende la memoria de los árboles, las cosas gigantescas, el rubor.
Y está adentro. Como un chasquido de pólvora, está adentro.

El cuerpo divino de los árboles, dice. Y respira a antojo.

Camina hacia la cruceta de la calle. Las puertas de la escuela están abiertas, resplandecen.
Se escucha el chirrido de un altavoz interferido en la soledad de un patio.

La campanilla del tren pulsa como el corazón de una víbora.

Un viejo calvo con una máquina de fotografía antigua le hace señas cerca de un mojón.
Él recoge el guante. Va en rumbo.
Rafael Teicher
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