Y se hizo el Beso

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Rafael Teicher
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Y se hizo el Beso

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Y se hizo el Beso


Conocí a Franco en vacaciones, en un valle.

En ese sitio, en una lomada, hay un museo de platería gaucha, de pistolas antiguas, y reliquias.

Las flores que enmarcan la vieja casona son diminutas, como ojos de mosca.

En todo el edificio predomina el color blanco. Hay nidos bermejos en las ochavas.

Allí estaba Franco, apoyado en una columna del patio, entre jazmines secos.

Cuando me vio esquivar una madreselva, bajo un arco de madera rosa, tomóme una falsa instantánea con el puño en alto, y sonrió.

La galería miraba al sol.
Las cortinas verdes, pesadas, se movían entre la cornamenta negra de las rejas.
Se veía un piano recto en el fondo de una alcoba.

Las enredaderas cubrían los muros cual melenas. La tierra olía a joyas de lluvia, a mujeres encinta.

Caminé por el trazo de sus ojos —los de Franco—, rozando la campera de plumón contra listones de madera húmeda.

Había voces en una escalerilla que giraba hacia los baños.
El suelo baldeado hedía a caramelo frío, recibiendo la luz a salivazos.

Me acodé en una ventana abierta y elevé los hombros para él. Él era el mundo.

—Tengo el auto afuera—dijo.

Giré la cabeza como un cisne, lentamente, para echarle todo el perfume del pelo en pleno cuerpo.

—Hola…

La camisa leñadora dejaba ver el trapecio de su pecho. Era velludo, cálido como un palomo mojado por un rayo.

—Cuando llueve fuerte se inunda la gruta—agregó—. Y se puede nadar.

Y yo:

—¿Sí? ¿Vos sos de acá?
—No, de capital. Pero conozco.
—Estás de vacaciones…
—Algo así—aseveró, haciéndose visera con la mano.

Sus manos eran potentes, con las uñas cortas, algo manchadas en las raíces.

—Y a qué te dedicas allá—exploré.
—¿Y vos?—repreguntó.

Parecían máculas de aceite más que magullones. Quizás de pomada de remendón, o causadas por el contacto de algún ácido.

—Sos fotógrafo.

Reímos concediéndonos. Alcanzando cierta hechura radiante.

—Vení, acá sólo quedan los fantasmas—dijo.
—Fotógrafo y mandón.

Caminábamos por el corredor como fluyendo por el declive de una playa, abriendo la boca contra el fresco.

Las macetas eran gruesas y rechonchas como erizos. La yerba olía a sombras, a hierro.

Salimos por una arcada, por un caminito de polvo de ladrillo. Él delante y yo siguiéndole. Me convencía la tracción infalible de su paso. Me arrastraba.

—Los fantasmas no existen—pronuncié altiva.

Se detuvo. Volvió su torso contra el abrazo de mis ojos.

—No, son como el perfume—dijo.

Sus pectorales brillaban como una piña. Su mirada era sencilla como un batido de plumas.

Señaló el auto:

—¿Querés manejar vos?
—Si querés estrellarte contra un pino…

No se rió.

—Sacate los zapatos, asi podés pisar bien los pedales.

Subió del lado del acompañante y se zambulló por unos segundos sobre la guantera.
El volante estaba tibio. Me cogí de él como si atrapara un pajarillo.

—No, si piso de punta, los tacos no joden.

Me puso la llave en la mano, conteniéndome.
Pude ver que mi muñeca lucía inocente, convexa como un nardo.

Hubiera dejado que me hunda los pulgares en las mejillas como un alfarero.

—¿Y adónde vamos?
—Hacia adentro—dijo.

Sentí que mis piernas se ruborizaban o que me picaban.
Los árboles movían los pelajes, domados, rendidos también.

—No tengo malla—aclaré soltando el volante.

Acomodó el espejo retrovisor.

—Ya sé.

Sus brazos construyeron una conejera y me tiré en ellos como si mi cabeza fuese un pato derribado de un balazo.

—Soy séptimo hijo varón—me dijo férreo, tierno—, pero no soy lobo.

Me acariciaba el borde de las cejas con el perfil de la mano.

—No te creo—murmuré y giré la cara para mirarlo.

Franco sonreía. Su piel era clara como el interior del fósil de una caracola.

—Podría matarte igual—dijo.

—No harás eso, somos frágiles. Todos somos frágiles.
—Algunos más que otros—dijo, y me apretó más fuerte.

Hubiera gritado que me ame a voz en cuello.

—De eso se trata.
—De qué.

Permanecimos quietos bajo la lupa de los vidrios, escamados por el sol.

—Trabá la puerta—dijo—. No dejes que me vaya nunca.

Y se hizo el beso.


Rafael Teicher
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