La Cantina del Tiempo

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

Moderador: Hallie Hernández Alfaro

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Ana García
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La Cantina del Tiempo

Mensaje sin leer por Ana García »

En estos días me he enterado de que han cerrado un bar al que solía ir para escuchar buena música, tomar algo y charlar con el dueño (un viejo amigo de la noche).
Recordé la taberna en la que tomaba un mosto y una aceituna con mi abuelo los domingos. Esa era mi propina cuando era niña. Hombre de pocas palabras que de vez en cuando me contaba alguna anécdota de supervivencia.
Por todo esto y por algún cierre más que me encoge el alma vuelvo a subir este viejo cuento. El pasado nos sale al paso.




Allí está, veo la Catedral, majestuosa, con su cristo presidiéndolo todo, frío, impasible, silencioso, siempre me he preguntado ¿por qué? ¿Quién le pondría allí? ¿Con qué objeto?, es como el vigía de la conciencia, la pausa del ridículo. Cuando acudía a la taberna que estaba a los pies del vigilante, le miraba de reojo antes de entrar. Ahora, en este silencio, recuerdo muy bien el olor de la taberna, un fuerte olor a vino y aceitunas. ¿Qué hay? preguntaba Eladio con voz grave y el cigarrillo pegado a sus labios; era como si hubiese
nacido con él puesto, era un apéndice de su boca. Poca cosa, Eladio, respondía yo. ¿Lo de siempre? Vale. Eladio cogía un jarro mugroso y sin asa, metía su dedo pulgar en la boca del cacharro y servía el vino. En un platillo de porcelana, totalmente contrahecho por los golpes que había recibido, no por lavarlo, sino por sacudir el agua, resto de las aceitunas de un cliente a otro. Nunca calculaba la distancia desde la mano hasta el mostrador, y ¡zas! El pobre platillo se encontraba con un trocito menos de su conjunto. Eladio, sin
inmutarse, ponía otra media docena de aceitunas, tan grandes, ásperas y agrias como cada día. Pero todos sus clientes las comíamos como si fueran un manjar. ¡Eladio!, le gritó un cliente, ¿Cuándo vas a cambiar estas aceitunas por otras más apetitosas? Cuando se acaben todas las cubetas que compró mi abuelo. Eladio peinaba canas, contaba casi sesenta y cinco años, o sea, mejor no calculamos los años de las aceitunas.

Borges está sentado en un café de una terrible ciudad, rodeado de un laberinto de sillas. Ante él se abre un inmenso ventanal de cristal antiguo que hace aguas, ventana de hierro apañado de masillas verde oscuro y cuarteronas de madera, pintadas igualmente de verde. Disfruta de la vista de la ciudad: es un café situado a la salida del valle donde está enclavada, atrapada en la niebla y el humo del tiempo; se distingue la torre de la catedral, y la mancha verde y alargada de un parque. Borges apura el mate con la mirada perdida en la ciudad. Espera inmortal en un relato.

¿Qué habrá sido de Eladio? Hace tanto tiempo que no he vuelto por la taberna... Siempre quise saber cómo era su vida, porque parecía formar parte de su taberna. Siempre detrás del mostrador, nunca salía, ni para recoger los vasos vacíos que algunos clientes dejaban en las cuatro mesas que tenía. Eran de mármol, eso decía él; se las había hecho a su abuelo un marmolista que tenía mucha fama en hacer lápidas. Las patas de las mesas las había hecho un herrero a cambio de un favor. ¿Qué favor sería ese? Nunca nos contó.
Pues bien, él pedía a los clientes de más confianza que le acercáramos los vasos sucios, que luego metía en una pila de piedra con agua. Piedra que en su día fue blanca, pero que con el paso del tiempo fue amarilleando —él decía—, es por la buena calidad de la piedra, veis, no tiene ni una grieta. Una vez lavados los vasos, o eso parecía, los secaba en una especie de mandil atado a su cintura, imposible describir su color, pero nunca, nunca, le vi salir al otro lado del mostrador.

Como era de esperar, no pasa mucho tiempo antes de que se acerque a Borges un parroquiano, un viejito de muchas arrugas en la cara, donde brillan los dos ojos oscuros que saben de la noche pampera, y le dice abiertamente:
—Perdone, yo lo conozco a usted.
Borges le invita a sentarse y escucha la historia de Eladio. Comentan nombres de quienes una vez tuvieron un cuchillo que sabía matar y beber sangre y de cómo pasaron por Junín. Al final el cantinero echa mano al bolsillo del saco y le entrega un pañuelo amarillento y acartonado de puro viejo.


Detrás del mostrador, entre dos toneles de madera resecos por el paso del tiempo, había una puerta. Creo que ese era el acceso a su vivienda. Nunca supe qué había detrás de la dichosa puerta, era tan hermética como su vida; nadie, ninguno de sus clientes sabíamos nada al respecto y él no nos habló de ella, de su vida, y cuando alguien trataba de preguntarle, miraba hacia arriba a través del ventanuco de la taberna y decía, como eludiendo la pregunta:
Ahí está, tieso como la mojama, el Santo Cristo de la Catedral, él sí lo sabe. Preguntárselo a él, yo solo soy el cantinero, eso es: Eladio el cantinero.
Puñetero hombre, él sí sabía de todo y de todos; su silencio era tan impenetrable como la puerta que custodiaban los dos toneles.

—Esto es todo lo que guardé —dice Eladio—. Ahora sé que lo hice por si lo veía a usted.
Eladio se levantará sin más explicaciones. No es de los que creen en las palabras de despedida, y Borges le verá alejarse con su paso enigmático y sabio, sin errar en el laberinto de sillas.
Borges sabe lo que tiene en la mano. Lo sabe desde antes de desatar el pañuelo, conoce ya ese peso de cuchillo, ahí está. Un cuchillo de madera, con la figura de un arbolito en la hoja.
Borges lo observa. Ahora es un niño de nueve o diez años, que comienza a creer en los laberintos del tiempo.


Eladio, el cantinero, jamás haría el ridículo en ninguna situación, con ninguna contestación, ni excusa, ni explicación, porque nunca la daba, igual que el Cristo de la Catedral: oír, ver y callar.


José Manuel Palomares
Mensajes: 138
Registrado: Lun, 02 Jun 2025 11:05

Re: La Cantina del Tiempo

Mensaje sin leer por José Manuel Palomares »

Bares, qué lugares, ¿desaparecerán con el paso del tiempo?

En torno a ese personaje misterioso, el cantinero, el otro día veía un reel de estos de coña en el que se preguntaba a una mujer mayor cual era el secreto de su felicidad. Decía: no contarle nada a nadie. ¿Y así eres más feliz?, le preguntaba el entrevistador. No, respondía, pero nadie sabe que no lo eres. Tiene su qué.

Yo recuerdo solo un bar de mi infancia, no era habitual, ni me fijaba demasiado en la gente, solo recuerdo una cosa, pero es lo que más recuerdo, y que era un sitio al que me llevaba mi padre solo muy de vez en cuando, cuando me iba con él al rastro o lo acompañaba a coger espárragos muy temprano. Lo recuerdo porque en estas salidas, aunque yo era un renacuajo, me sentía mayor por el hecho de madrugar (nos íbamos a las cinco de la mañana), y en vez del típico cola-cao que me tomaba en casa, mi padre me pedía un café con leche y un cruasán. Aunque no me gustaba el café, me sabía a gloria.

Muy bonito relato, la historia de Borges le otorga diálogo, distinción, y también una parte de misterio. La música lo mejora.
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