Una sonrisa loca en los brazos de otro
te dice que tu herida se adentró en la tormenta.
Sé, Raúl, que soy un viejo boxeador del que se echa mano cada vez que es conveniente que se pierda un combate, que mi historial tiene muy pocos números en verde, es una sala que espera a Godot, que lo más bello de mi vida fue ensombrecido hace ya demasiados años aquejado por un mal que estoy seguro de que podría haber evitado si no hubiera recordado que la suerte no se acordaba de mí, y aquí estoy elogiando al De Niro más prodigioso, en la senda de Meryl Streep que, durante el rodaje de una película dejaba de ser ella para hablar con otro acento, para enamorarse de quien no amaba sino al viento, de quien se permitió una sola aventura en su vida, a un Scorsese (solo nuestro Jaime Chávarri ha sabido hacer películas pseudo-documentales a la altura del bajito director italo-americano) que apostaba al riesgo de perder todo lo que su Taxi-Driver había ganado en credibilidad, en como puede jugar a ser revolucionaria un alma reaccionaria y un catolicismo mal asimilado por desconocimiento real, por la agresión persistente del protestantismo representado por aquellos a los que pretendía emular y admiraba sinceramente y un Paul Schrader genial, haciendo que durante dos horas creyéramos en sus equivocaciones, en la cumbre de la gloria de los perdidos.
La tragedia de Jack LaMotta reside en que no fue su mayor virtud (ni él mismo comprendía porqué atacaba con rabia, ni contra qué luchaba), la que le reservó un lugar en la gloria sino su capacidad para sufrir. De Niro nos muestra con toda crueldad su grandeza como actor fetiche de leyenda (La pérdida del campeonato del mundo ante el que que dicen que ha sido el mejor boxeador de la historia, Sugar Ray Robinson. Cuando gana peso y pierde la figura es un cómico que hace reír por la acumulación de disparates que acumula y airea en sus desgracias vividas.
LaMotta encontró a la mujer de su vida e hizo todo lo posible para perderla, aún nos duelen sus maltratos, sus cambios de humor, la depresión constante contra la que luchaba con rabia y agonía cada vez que se subía subía a un ring y el mundo dejaba de ser algo que oprime, cuando recordaba la niñez que es posible que nunca tuviera. Todo esto permitía que algunos secundarios hicieran el papel de sus vidas. No puedo evitar recordar el vaticinio que su dubitativo hermano pronuncia frente al televisor cuando presagia que todo se ha perdido, a pesar del dominio que había tenido hasta entonces, la belleza de un tiempo que representa su esposa que, propiciada por un trato injusto, pasa de la ingenuidad de Norma Jean a la resabiada sin cabeza de Marilyn Monroe.
No me cabe la menor duda de que la noche, al boxeo le gusta la oscuridad, que perdió el campeonato, perdió mucho más que eso...