Mi abuela (Carta a Laura)

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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F. Enrique
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Mi abuela (Carta a Laura)

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Te escribo, Laura, en esta tarde de diciembre que se me escapa sin que llegue a retener en los pasillos la presencia dorada de Roberto Frost, porque encontré una fotografía de 1983. No pude evitar que el corazón se me inquietara, que volviera a aquel rostro profundo como si no lo hubiera conocido. He vuelto a nuestro patio aunque ya no exista, a pensar en la elegancia que entonces sostenías y que aún me regalas como si fuera una imagen inalterable, a pensar en nuestros primeros años de casados que hubieran sido más dichosos con un poco de comprensión por parte de quienes nos rodeaban y se empeñaban en decirnos que nos estaban enseñando a conducirnos por la vida. Pero ese empeño de nuestros mayores en que aprendiéramos de todo, incluso lo no aconsejable, hizo que acabáramos pensando como Groucho Marx acerca de la juventud. Hace mucho que se nos curó esa deliciosa enfermedad que nunca repite curso, que deja ebrio de resignación mal asimilada, cuyo recuerdo hace que nos miremos con miedo de reojo en el espejo.

Nos casamos tan jóvenes, con respecto a lo que se estilaba ya en aquellos días, que estábamos más para ser educados que para educar, es cierto, pero había otras formas de mostrarlo, ya sé que puedes imaginar a qué me refiero.

En esa fotografía esa preciosa muchacha que aún duerme junto a mí no tenía más de veinte años y ya sabía lo duros que se habían vuelto nuestros mayores, víctimas del desarrollismo egoísta que los había desorientado y, en cierta forma, envilecido, después de tantas carencias, si además te cogían en fuera de juego eran capaces de hacerte vivir la sensación de estar enfrente del pelotón de fusilamiento que apuntaba al coronel Aureliano Buendía; las palabras son dardos cuando se las utiliza en el momento justo que aflora la más acusada fragilidad, y es tan difícil ocultarla.

Ahora soy un muchacho de cincuenta y cinco años, una vida y media me separa de esta fotografía en la que aparecen junto a nosotros muchas personas que nos siguen siendo queridas. Una de ellas, mi abuela, se fue en 1989, no recordaba haberla visto nunca en una iglesia, no era creyente y detestaba a las mujeres del barrio que iban todos los días a misa, las llamaba, con una carga peyorativa de profundidad, beatas. No eran dichosas aquellas mujeres que rezaban y no retenían ningún significado de cada oración, hablaban mal de los vecinos e iban vestidas de negro.

Mi abuela, sin embargo, vestida también de luto riguroso desde el fallecimiento de mi tío Alejandro, encendía mariposas al pie de una urna de la Virgen del Carmen que pasaba de casa en casa escuchando prédicas y promesas. Ella decía siempre con irreprimible orgullo que su madre ayunaba desde el Jueves Santo de madrugada hasta el Sábado Santo por la tarde. Ella no tenía fe pero veía con buenos ojos que su madre la tuviera, la vida la trató de una forma despiadada, perdió a su madre y a su hijo pequeño de una manera demasiado cruel como para dirigirse al Dios al que se le pide que ponga pruebas como las de Abraham. De todas formas exigía a los que creían que lo hicieran con esas ganas de fustigarse de los peregrinos medievales más radicales con la visión del Valle de lágrimas que tenemos que atravesar para alcanzar el Paraíso. Como a Franco, el Concilio Vaticano II le había llegado sin enterarse de la apertura al mundo de la Iglesia y su conciliación con la alegría; no soportaba que los jóvenes del barrio cantaran acompañados de guitarras en el templo de Todos los Santos, tan pequeñito él y castigado en sus muros traseros por el mar en los temporales de levante tan frecuentes en nuestra tierra.

Mi abuela no soportó nunca a la muchacha que se había casado conmigo, en realidad solo soportaba a mi madre (hacía un uso excesivo de su mal genio y severidad para criarnos y a mi tío Gabriel, demasiado hombre de esos años que no fueron muy amables y, por extensión, a su mujer para que él no se enfadara por cualquier malentendido, eran tan susceptibles. Tenía una predilección especial por mí, supongo que por tres razones; porque hablaba muy fino, porque casi nunca estaba enfermo y porque siempre, como el meteco de Moustaki, iba desaliñado.

Mi familia era con diferencia la menos desfavorecida entre la mayoría de los vecinos, yo quise identificarme con mis amigos de siempre, nunca supe ver lo que yo tenía y les faltaba a ellos. Sobra decir que los dueños de las fábricas conserveras, los de los bares, había hasta tres en veinte metros a la redonda, los tenderos y los delatores, dos familias en concreto, tuvieron antes que nosotros un televisor, un coche y todo lo demás.

Mi abuela se marchó de entre nosotros un buen día durante el Tour que Perico perdió por despistarse en la etapa prólogo. A mí me siguió persiguiendo con saña hasta que la locura avanzara tanto que ya no era ella, me miraba y apenas me reconocía. Curioso fue que contigo había hecho las paces desde que empezara a perder la cabeza, sobre todo al caer la tarde. Después de haber superado un ictus y con demencia senil, te pedía que fueras a cuidarla porque eras tierna y paciente con ella, le devolvías con rosas sus pretéritas espinas; si hay alguien que comprenda la vida sin paradojas y contradicciones que me lo diga, ya sabes la pasión que me arrebata cuando leo a Pasolini.

Para finalizar me gustaría aclarar que esta mujer, extraña, poseída por una suerte de espíritu espartano de cuya exigencia e inflexibilidad era ella misma su víctima preferente; comía poco, solo salía para llevar flores al cementerio y visitar a su familia de Benzú, apenas dormía, pasaba horas con las tareas domésticas, la única debilidad que le recuerdo era el estudio 1, especialmente cuando echaban una obra de los Álvarez Quintero, como te decía, esta mujer me ha dejado un legado impagable de la cultura popular y un sentido idealista y riguroso de la solidaridad entre los familiares, para castigar solo utilizaba la lengua, ni a mí ni a mis hermanos nos puso nunca una mano encima.

Una cancioncilla que nos enseñó decía algo así;

El cura de Castillejos
le ha hecho un hijo a mi madre,
Dios bendiga a ese cura,
ya tengo un hermano fraile.

Ya ves, Laura, cuando la nostalgia golpea nunca sabemos en donde podemos acabar. Me he embebido tanto intentando desentrañar el misterio de mi abuela que casi se me olvidaba decirte que te quiero y que sigues siendo tan hermosa como siempre. Mas no puedo dejar de pensar en lo que te he ido contando, ahora que el tiempo nos empuja con su daga implacable siento que para vivir necesitamos mantener en la memoria la presencia de aquellos que pasaron y siempre vuelven.
***
Unos versos caídos en el cielo de la noche
me recuerdan la soledad del mundo cuando no estás,
la tristeza de una sonrisa que no puede desplegarse
cuando no encuentra el camino de tus labios./align]
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