Ojos abiertos

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Christian Cejas
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Ojos abiertos

Mensaje sin leer por Christian Cejas »

[JUSTIFY]Ella dormía. Quizá soñaba, cómo podía saberlo. De repente un día su geografía tan explorada comenzó a ser una especie de isla virgen que no quería recorrer. Exactamente eso, una isla. Aún así, en el mundo insular que yo le había regalado, seguía siendo ella. Durmiendo a mi lado hacía diez años. Porque la que dormía a mi lado era ella. Yo sólo compartía un espacio. Una cama que era para dos, pero sólo por su tamaño.
Su pelo oscuro era el de siempre, el de cada noche, a veces un poco revuelto, otras veces prolijamente acomodado sobre la almohada. Su espalda también era la misma, los mismos lunares en los mismos lugares, los mismos huesos de su clavícula a punto de salirse.
Ella dormía. Quizá soñaba, tal vez conmigo, o con ella, o con ambos. Quizá soñaba recuerdos. Porque ella sabía que yo hacía tiempo que no dormía. Tal vez sabía que yo, detrás de ella, acaso tan sólo como el que está detrás en la fila de un teatro o en la parada del colectivo, compartía esos recuerdos, pero sin sentir lo mismo, sin añoranzas, o con pocas. Algunas cosas merecen el atributo de compartidas no sólo cuando se evidencia la mutua vivencia sino, por sobre todo, cuando ambos llegan a los mismos lugares y sentires a partir de ellos. Y yo no podía decir tal cosa, ni pensarla, ni sentirla. Yo sabía que ella me llevaba años luz de ventaja. Y que estaba esperando que yo acelerara el paso y la alcanzara. Quizá soñaba con eso. Con mi llegada, con la bienvenida que sería capaz de darme.
Ella dormía. En un tiempo yo también lo hacía. Yo también soñaba. Hace diez años, hace cinco, hace dos. Y nada más. Dos años de insomnio, veinticuatro meses de náufrago me separaban de su sueño.
Muchas veces quise tocarle el hombro, rozar su pie con el mío, en una búsqueda que no entendía, en una hazaña sin propósito, pero vaya uno a saber que calaña de vergüenza me dejaba inmóvil. Dudaba entonces. No podía determinar si ese intento de acercamiento era promovido por mi necesidad de ella que se renovaba, o por el miedo espeluznante que me provocaba la soledad deambulando en la habitación. Esa soledad que se sentaba en el borde de la cama y me miraba. A veces hasta me acomodaba el pelo, acariciaba mi mejillas, me besaba en la frente.
Era eso. Ella pasaba a ser un salvoconducto. La bajeza más desesperada se hacía dueña de la intención de mis actos. Esa era la calaña de mi vergüenza.
Muchas otras veces quise llamarla con ese hilo de voz que uno teje con timidez cuando quiere despertar al otro, acercarme a su oído, repetir dos o tres veces su nombre hasta verla voltear y abrir los ojos. Su nombre, que tanto me había cantado en algún tiempo. Su nombre que ahora carecía de significado, ese que alguna vez le había dado personalidad, peso de mujer amada.
Hoy era sólo un nombre, como el de la mesa, mesa, o el de la ventana, ventana. Yo sé que es duro, no me hace feliz reconocerlo. Pero al fin y al cabo que es la felicidad sino tan sólo y nada menos que una verdad que se retuerce para liberarse. Esa felicidad había logrado vencer la esclavitud que le habíamos propuesto. Tampoco pude hacerlo. Yo me había enamorado del silencio, de su voz, de sus gritos. De su alma de esquina vacía.
No sé si sirva de algo analizar razones. Ella no hizo nada que yo pudiera criticarle. Yo tampoco. A veces las cosas sólo suceden. Llueve por determinados factores atmosféricos, pero nunca se sabrá con certeza cuando. Uno ama porque ama, y simplemente un día, de sol o de lluvia, uno ya no ama. Yo hubiera querido seguir amando. Y seguramente ella también sueñe con eso, pero lo cierto es que la vida es una tiranía donde uno no tiene ni voz ni voto. Se hace hasta donde se puede y después puede llamarse suerte, azar, destino, desgracia. Casi siempre la suerte es azarosa, y la desgracia es desgraciadamente destinada. Porque cuando yo la veo, que duerme a mi lado, un pequeñísimo destello de nostalgia titila en mi conciencia. Porque yo la quiero, pero no la amo. La diferencia no es ni siquiera sutil. La diferencia es un abismo. La diferencia es esta cama para dos, pero sólo por su tamaño.
Yo hubiera querido seguir amando su geografía mil veces explorada. Esa geografía que yo sentía como propia y que ella entregaba como si fuera mía. Pero acaso por cuestiones ajenas a la imaginación y al suelo firme todo quiso conspirar en contra nuestro. Hoy tan solo hay un te quiero blando y soso, un te quiero impronunciable, mediocre, vergonzoso. Un te quiero que mejor enamorarse del silencio. De su voz, de sus gritos.
Ella dormía. O quizá soñaba. Cómo podía saberlo. De repente un día todo fue distinto. Desconocido quizá, o demasiado conocido. Tal vez yo no supe seguir aprendiendo la constancia de un abrazo, o de un te extraño. Ella confió siempre en mis empresas. Pero un día llovió, y yo, dejé de amarla. Las razones, cómo podía saberlas.
Ella dormía. Muchas veces intuí que detrás de su nuca había dos grandes ojos verdes abiertos. Nunca quise saberlo y ella, ella tampoco debe haber querido que yo lo sepa.[/JUSTIFY]
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