(Pablo Neruda)
Cohen, todos los hombres no somos iguales, con un pesimismo que nada tiene que ver con el corrosivo y fatalista de Philip Larkin ni con el irónico y tierno de José Emilio Pacheco muestra, en su derrota ante el mundo, las ansias de vivir aunque no crea en el heroísmo permanente de los vencidos en las Termópilas, de abrir los ojos y respirar la melancolía decadente de quien piensa que no le quedan flores con las que oponerse a la intransigencia del olvido, al hecho largamente comprobado de que, con el paso del tiempo, una amante puede cambiar de nombre y un amigo convertirse en un desconocido.
Nunca sabré por qué surgieron aquellas palabras que dejé entre tu pecho y tu mirada y sé que no habrás olvidado, Laura; no eran hermosas, no eran hondas; ya sabes que, en estos días, me desenvuelvo en la magnitud perversa y extrema de los pequeños detalles que me hacen distinguir el valor de las personas que nos rodean y envejecen con nosotros y a las que apreciamos con sinceridad pues van clavados en nuestra misma cruz, en las pequeñas cosas que nos hacen reír y llorar como si fuéramos el sueño interrumpido de una película que nunca se rodó, de un niño que no nació y aún llora en nuestras entrañas, de una muñeca de cera que se aproxima al Infierno porque se equivocó de camino. Esas palabras huyeron de mi alma antes de llegar a ti, simplemente pretendían conjurar la tristeza de la muerte a través de la profundidad y la belleza que caben en un río otoñal seco y tortuoso que inunda la alegría de vivir cuando solo nos queda la sonrisa para seguir adelante.
Ya sabes Laura, que cualquiera hubiera podido afirmar con amargura y resignación que la muerte está al final de todo, pero lo dijo Jacques Brel que, a pesar de bajar los brazos ante lo inevitable y arrojar la toalla adonde nadie pudiera recogerla mecida por los vientos adulterados de los Mares del Sur, pertenecía a la raza de los irreductibles y es posible que recibiera a la Parca sin aceptar el destino de todos los hombres, el sueño infinito de la nada.
Nadie supo llevar al público a su terreno como el Grand Jacques, nadie logró el perdón cristiano después de que sus muecas y su grito criticaran abiertamente la ridícula autosatisfacción de aquellos que habían corrido a comprar las entradas para gozar de su histrionismo, su sinceridad y entrega desde la primera fila. No hace falta más que mirarse hacia dentro para advertir las limitaciones de los otros, empezar a conocer al hombre que va muriendo con nosotros. ¿Por qué tan poca gente lo hace? ¿Por qué hablamos de eternidad cuando nos aferramos a los bienes efímeros de este mundo y engañamos a nuestros hermanos para recibir en herencia lo que no puede aprehenderse?