"Un joven cualquiera" (Primera parte. Cap.4)

Cuentos, historias, relatos, novelas, reportajes y artículos de opinión que no tengan que ver con la poesía, todo dentro de una amplia libertad de expresión y, sobre todo, siempre observando un escrupuloso respeto hacia los intervinientes.

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Ramón Carballal
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"Un joven cualquiera" (Primera parte. Cap.4)

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Hacía diez años que no nevaba en Santiago y como era de esperar se declaró un día festivo sin serlo. Los estudiantes abandonaron las aulas y se abalanzaron alegres hacia las zonas abiertas de la ciudad. Yo, como uno más, les seguí. Miraba el cielo y notaba caer sobre mi rostro partículas de agua apenas solidificada, que se posaban blandamente sobre mi anatomía. Me recordaban las pavesas de un incendio, aunque no tuviera nada que ver, y fuera justamente la representación de lo contrario: agua y fuego. Al llegar a la Alameda vi a los niños tirándose improvisadas bolas de nieve, y a sus padres contagiándose de esa alegría infantil. Los árboles lucían sombreros blancos y yo oía como mis pies helados hacían crujir la nieve. No iba hacia ninguna parte, solo estaba allí para contemplar el espejismo blanco, para sentir el aire frío penetrar en mis pulmones. Me pareció observar, con sorpresa, que algunos paseantes mostraban indiferencia ante la estampa invernal. Eran personas mayores, embutidas en gruesos abrigos, que se desplazaban encogidos, mirando al suelo, sin ver nada más que sus propios pasos, sordos a la algarabía general, para los que aquello no suponía ninguna novedad, salvo el recordatorio, quizá doloroso, de una infancia perdida. Por eso se aislaban y pasaban como excusándose de existir, ignorándose unos a otros, pese a su idéntica condición de islotes petrificados, que no tardarán en ser engullidos, de los que nadie se acordará, porque quién podría hacerlo les ha precedido en esa carrera hacia la ausencia que es la misma vida, y yo, que en aquel momento no reconocía ni por asomo mi futuro, tenía una curiosa sensación mezcla de compasión y rechazo, y prefería participar de la exaltación infantil, antes que del marchito tránsito de esta santa compaña que no formaba procesión, porque no les era necesario, para exhibir sus rostros tejidos de arrugas y sus manos tendidas al vacío. Su soledad inhóspita no podía compartirse, y era anacrónico comprobar cómo los niños más pequeños que se acercaban a ellos cuando estaban sentados en los bancos del parque, recibían una sonrisa cómplice y distante, de padre celestial que ya no puede ejercer su tutela, o de abuelo que quiso y no pudo serlo, nostalgia de lo que creyeron ser pero no estaban seguros de haber sido. Eso les salvaba, por lo menos a aquellos que no guardaban en su memoria la matemática mínima de los hechos que jalonaron su vida, difusa para siempre y por tanto susceptible de ser modelada por la ternura de un niño. El presente era la única historia de la que se sentían participes, porque sabían que el pasado era una nebulosa lejana, inconcreta. Su necesidad de concreción se remitía a las horas inmediatas, no porque fueran incapaces de recordar sucesos lejanos, sino porque su instinto les protegía ante el dolor de tener que racionalizar lo perdido y confrontarlo con la realidad. Una realidad en la que todo lo vivido acababa por sentirse ausente, y esa paz que les rejuvenecía los sentidos, penetraba en sus pupilas como un fogonazo, una ardiente llama que activaba el deseo de continuar, como si el transcurso de los años no hubiera sido más que un paréntesis, una película atascada en el cinematógrafo, que ahora un niño hacia el milagro de reparar con un simple gesto, y era el azar, en definitiva, quién ejercía de supremo hacedor ¿Cómo si no se entendería esa chispa que unía el principio de una vida con el final de otra?
Estaba parado frente a la vieja cámara del fotógrafo, su arquitectura, escuálida, hacia que pareciera de juguete, el fotógrafo estaba detrás, enfundado en un abrigo gris bajo el que se asomaba una mandil azul; tenía la cámara protegida por un plástico transparente; se dirigió a mí:
-Quiere que le haga una foto, joven. Vamos, decídase, no ve que hay gente esperando. Era cierto, sin quererlo había formado una cola. Le contesté un poco azorado:
-No, perdone, es que estaba distraído, ahora mismo dejo sitio.
Me aparté y no tardé en arrepentirme, tanteé mis bolsillos buscando algún dinero con el que poder pagarme el sueño del tiempo detenido. Las pocas monedas que tenia eran para la comida, así que me dije: “¿¡Bah¡ es una tontería”; lo cierto es que las fotografías me producían inquietud, la conciencia de la singularidad de la escena parecía premeditar la tentación de hacerlo permanente, era lo más lógico, aquello que las fuerzas desatadas, las de la naturaleza y las de la psicología, indicaban en su manual de recursos humanos ¿era esto lo que me hacia repudiarlo? ¿no era solo el capricho de creerme por encima de las fuerzas del destino?. Al negarlo me negaba, rechazaba el regalo de la perpetuidad, la juventud disfrazada, el reclamo de la redención que una simple fotografía ofrece. Presentía el arrepentimiento que brotaría en el futuro, como un reproche que haría ante los iconos perdidos, como ya hacía hoy, en la intuición que asomaba impeliéndome a marchar, camino del anonimato, de la masa sin nombre que vive en el tiempo presente, mi refugio fugaz, engañado a sabiendas, cobarde por tanto al saberlo y no valorarlo, o estúpido sin más, o ciego voluntario o San Sebastián de los miedos, que eran el bagaje que llenaba mis alforjas. Dicho y hecho, a punto de darme la vuelta noto el contacto de una mano que tira de mi ropa. Sin poder volverme, olfateo el aliento a coñac barato, quedo paralizado, mi mente da la orden de liberarse, el brazo sigue inmóvil, las piernas son dos sacos de pesado cemento, sé que se trata de mi cabeza, sé que bastaría un tirón, ni siquiera demasiado fuerte, pero los músculos no acceden a la demanda de una voz que discurre por dentro como un sonámbulo, y entonces escucho la voz de fuera, la auténtica demanda, la urgente:
-Oye, chico, hazte un retrato y guárdalo para cuando seas viejo.
¿Qué dice este hombre? Me doy cuenta de que esa voz me resulta conocida. Es Matías:
-estás en las nubes o qué te pasa.
-apestas a coñac-le digo.
-claro, con este frío ¿qué quieres? Hay que calentarse, no. ¿Adónde vas?
-A casa.
-¿ Sabes que la policía me ha preguntado por ti?
-¿La policía?-le pregunto extrañado.
- Si, es por tu coche, dicen que puede estar implicado en un accidente.
-No sé de qué me hablas.
-¡Ah, no!.
Matías quiere decir algo más, pero yo ya no estoy. Nunca he estado, no he hablado con él, no tengo coche o ¿si?. Tengo un coche de segunda mano, un utilitario, no he reparado en ello. Matías sospecha algo, tal vez me haya visto deambular de tasca en tasca; si, eso es, seguro que me ha seguido, ha observado como pedía una taza de vino y después otra, y él, semioculto, en el otro extremo de la barra, haya hecho lo mismo, imitando mis gestos, solo que luego no cogía el coche, no aceleraba inconscientemente a cada recta que se ponía por delante, no podía sentir el vértigo de estar al filo de perder el dominio de ese objeto que te transporta a ciento treinta kilómetros por hora a través de una carretera estrecha y virada ¿lo imaginaba acaso? No, esperaba que cometiera el error, el desliz fatal que él denunciaría, porque hay personas que sobreviven por las miserias de otras, cazan la desgracia y se adhieren a ella, le dan lustre, la exhiben, la manosean; en definitiva, la poseen como un diamante en bruto que pulir, y a ello dedican sus mayores esfuerzos, a esa labor de joyería fina que es destrozar el alma de un ser próximo. Cirujanos expertos, diseccionan hasta encontrar el tumor donde inocular el líquido transparente que nos permita ver las células muertas del paciente, del amigo o del amante incauto. Matías es de esos, cuando Julia, su novia, enfermó, él se convirtió en el cronista de su enfermedad, ante ella fingía ser el apoyo firme en que sustentar su esperanza, ante nosotros describía las manifestaciones físicas de la enfermedad como un entomólogo que desmenuzara con objetividad científica las partes preciosas de su último hallazgo. Julia le adoraba y Matías se dejaba querer, ella se vertía por entero en el recipiente que la protegía, él hacia un aspaviento, abrazaba el aire, convertía en teatro los sentimientos más puros, y los presentaba como si se tratara de una exposición, al juicio libre del crítico, al goce secreto del voyeur, aplicándole el barniz de su verbo fácil, de la gracia innata que tenia para convertir el sufrimiento descarnado que Julia relataba en monosílabos, en un cuento sencillo, agradable de oír, poblado de criaturas que sufrían sin sufrir; en primer lugar, ella, Julia, convertida en heroína y él, por supuesto, en príncipe, y ambos en protagonistas de una victoria anunciada sobre el dolor y la humillación. Y también sobre ellos mismos, sobre una realidad superada por la ficción generosa que Matías sabia tan bien interpretar y que a mí me conmovía, aunque Julia lo ignorara, pues nunca estaba presente en esos ejercicios mezcla de retórica y de mímica que me penetraban hasta lo más profundo, haciendo aflorar la escondida ternura de la que desconocía ser portador, lágrimas abatidas por el envoltorio de esperanza que Matías construía, ingeniero-hormiga, con los pilares de un castillo encantado. Y los finales felices que luego yo, delante de Julia, necesitaba compartir, hasta que me daba cuenta de su cara de extrañeza, primero, y después de enfado, porque creía que consideraba sus padecimientos sucesos triviales, hasta que te soltaba aquel “eres cruel” que te desarmaba por completo y te dejaba con una sensación de auto-desprecio que era el verdadero triunfo de Matías, oculto tras las cortinas como un Hamlet cualquiera, auténtico creador del clímax de esta obra, cuyo desenlace culminaba toda la puesta en escena , ¡qué éxtasis!.Así pues, concluida la representación, se imponía un nuevo libreto, pero esta vez no sería tan ingenuo, me daba cuenta de que el guión dependía de mi, en realidad el guión se confundía conmigo, se generaba al ritmo que marcaban los impulsos, rutinarios o no, que mi cerebro seleccionaba a cada segundo, con cada cambio de dirección, o cada hecho que cercaba las estrechas coordenadas de espacio-tiempo. Eran estos los rastros que Matías perseguía, a la búsqueda del suceso destacado que poder contar, a ser posible a un conocido; mejor dicho, necesariamente a un conocido, si no se perdería el deleite del “quieres que te cuente una cosa de…”. Conocía el procedimiento, y aquella noche, en el bar de siempre, me había propuesto desenmascararle, decirle a la cara que era un farsante, un mierda, que lo de Julia era para partirle la cara, quería que los demás lo supieran y le despreciaran, de lo contrario el desprecio recaería sobre mí, era él o yo, el bien o el mal, la verdad o la mentira; no, era el egoísmo, la vanidad sucia, ¿con qué derecho podía decir que mi versión era la verdad?¿solo porque me sentía agredido tenia que hacerle frente? Matías les presentará pruebas, les dirá : “anda enséñales el coche” y yo me quedaré paralizado; ellos me miraran esperando que diga algo, serán miradas inquisitorias, se convertirán en jueces y notaré el sudor frío y el mareo, tendré que levantarme sin haberme podido defender: vencido, sacudido por el vómito que subirá a mi garganta como un torrente, y luego, en la calle, me agacharé, buscaré una esquina, intentaré vaciar el estómago y de él surgirán espasmos, nervios desatados, el recurso cobarde de la pérdida de conciencia, para no enfrentarme a la denuncia, al juicio inmisericorde que presumo y no constato, a los murmullos que imagino, y es cierto que solo puedo suponerlo, porque nada ha sucedido todavía, y es lo que hago cuando, aterido por el frío, el de dentro y el de fuera, me dirijo sin conciencia alguna hacia la iglesia, y subo por el sendero que serpentea el promontorio, la encuentro cerrada y golpeo con fuerza la aldaba de la puerta pero nadie parece oír mi llamada, golpeo otra vez y otra, cada golpe es un trozo de obsesión que cae, una mujer se acerca:
-¿Qué haces? ¿no ves que está cerrado?. Aquí solo hay misa los domingos.
En ese momento me di cuenta de que estaban sonando las campanas de la Catedral. Era hora de comer.
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Hallie Hernández Alfaro
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.4)

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Madre mía, este capitulo me ha dejado sin aire. Lo impresionante es que en una sola línea movilizas muchos personajes y sucesos; la interacción de los sentimientos con los hechos, con el afuera engullido por el adentro, resultan un ejercicio de belleza fenomenal.

La fotografía, la nieve, la vejez, tu poeta, el cognac, el ensimismamiento de los creadores.

Más tarde seguiré leyendo.
"Algo, en este tan vasto como innecesario universo,
ha de tener sentido: ninguna ecuación diferencial
siente. Pero, se sabe, en el principio
fue dicho: hágase la luz; y abrimos los ojos."


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Ventura Morón
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.4)

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Mucha fuerza narrativa Ramón, pasado, presente y futuro girando y dejando sus matices en los tiempos que no le pertenecen. La noche que abre misterios y libera contusiones, también del corazón. Me ha encantado, los sigo con enorme interés amigo. Fuerte abrazo
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Ramón Carballal
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.4)

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Hallie Hernández Alfaro escribió:Madre mía, este capitulo me ha dejado sin aire. Lo impresionante es que en una sola línea movilizas muchos personajes y sucesos; la interacción de los sentimientos con los hechos, con el afuera engullido por el adentro, resultan un ejercicio de belleza fenomenal.

La fotografía, la nieve, la vejez, tu poeta, el cognac, el ensimismamiento de los creadores.

Más tarde seguiré leyendo.
Muchas gracias, Hallie, por esas palabras que este relato no merecen. Un abrazo grande.
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.4)

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Ventura Morón escribió:Mucha fuerza narrativa Ramón, pasado, presente y futuro girando y dejando sus matices en los tiempos que no le pertenecen. La noche que abre misterios y libera contusiones, también del corazón. Me ha encantado, los sigo con enorme interés amigo. Fuerte abrazo
Muchas gracias, Ventura, por la constancia y paciencia de seguir este relato. Abrazo grande.
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Re: "Un joven cualquiera"(Primera parte. Cap.4)

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Subo este capítulo por si se quiere continuar con la serie. Mis disculpas por ello.
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Rafel Calle
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Re: "Un joven cualquiera" (Primera parte. Cap.4)

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En el foro de Prosa, Ramón Carballal y su novela Un joven Cualquiera.
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Ramón Carballal
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Re: "Un joven cualquiera" (Primera parte. Cap.4)

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Rafel Calle escribió: Jue, 20 Ene 2022 10:11 En el foro de Prosa, Ramón Carballal y su novela Un joven Cualquiera.
Gracias, Rafel. Un abrazo.
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